Se rio una vez más y luego calló un momento, antes de decir en tono serio:
—Ahora mismo iremos a los baños.
—¿A los baños? ¿A qué baños?
—A unos que hay ahí cerca, en las traseras de la basílica. El agua y unas buenas friegas con ungüentos te pondrán como nueva.
—Nunca he ido a unos baños públicos —dije con reticencia.
—Pues ha llegado el día en que debes ir por primera vez. Lo necesitas y, además, no hay nada malo en ello.
En un primer momento me arrepentí de haber hecho caso a Columba. Los baños eran un espacio estrecho, vaporoso y en penumbra, completamente abarrotado de mujeres desinhibidas y bulliciosas. Pasé mucha vergüenza. Pero debo reconocer que luego me alegré por entrar allí, pues el agua tan caliente primero, seguida de la fría, obra milagros. Por no hablar de las friegas con el aceite deliciosamente perfumado con rosa, azafrán, romero o ciprés. Sentía dolor en las articulaciones y los miembros mientras me frotaban, creyendo que empeoraría, sin llegar a comprender que, como me aseguraban las muchachas que se ocupaban de mí, en el aguantar estaba el misterio de aquella prodigiosa medicina.
Por la tarde, después del almuerzo, tumbada según me indicaron, la convalecencia fue doloridamente agradable. Adormilada, parecía flotar abandonada a un estado de laxitud, como una entontecida flojera, que me hizo olvidar de momento la tristeza de los días precedentes. Yacía como si debajo tuviera aire, escuchando con deleite el canto de los pájaros en el exterior y, con la misma puntualidad de cada tarde, la voz lánguida, quejumbrosa, de los almuédanos, haciendo llamadas incomprensibles para mí, en la que solo distinguía la palabra «¡Allaaaaah…!», que me producía un sentimiento extraño, como un lejano temor y a la vez una atracción; que me hacía levantarme pesadamente, acercar la mesilla a la pared y asomarme por el ventanuco. Afuera el sol volvía refulgentes los edificios, bajo un tórrido cielo, y se alzaba en los mercados y las calles el murmullo maravilloso del parloteo de la gente confundido, como un zumbido de abejas, modorro y tranquilizador.
La crónica de Justo Hebencio
Los centinelas del rey Radamiro debieron de estar muy atentos al camino, pendientes de cualquiera que viniera del sur, para correr presurosos a dar el aviso de nuestra llegada a León. Porque, a escasas leguas de la ciudad, al descender unos cerros nos topamos con una masa imponente de hombres a caballo aparejados con armaduras, escudos y lanzas.
Al ver aquel extraordinario recibimiento en la lejanía, Hasday desplegó una sonrisa enigmática y dijo:
—Su soberbia ha sido más fuerte que su inteligencia. Radamiro exhibe sus fuerzas porque, en el fondo, teme ser considerado inferior a Al Nasir. Se cree que de esta manera, impresionándonos, pondrá las cosas a su favor; cuando no hace sino descubrir su orgullo torpe y su inseguridad.
Una vez más de tantas, me maravillé ante la agudeza penetrante del hebreo. En efecto, todos aquellos guerreros armados y ordenados en posición de combate no podían pretender causar otro efecto que el de impresionar; salían a nuestro encuentro manifestando fuerza y poder. Cuando no tenían motivo alguno, puesto que nuestra embajada no estaba constituida por hombres de guerra, y la escolta que nos custodiaba era menguada, apenas suficiente para espantar a los bandidos de la Tierra de Nadie. Por lo demás, nos acompañaban las gentes de Zamora, súbditos de Radamiro. En esto, como en todas sus decisiones, Hasday había estado muy acertado, disuadiendo al califa de cualquier manifestación excesiva. Como en el ajedrez, al que el judío era tan aficionado, la habilidad a la hora de escoger los movimientos de las fichas sobre el tablero resulta fundamental, anticipándose siempre al contrincante.
El rey cristiano, siguiendo su propio juego, no salió a recibirnos. Envió al gobernador de la ciudad, que nos cumplimentó en su nombre con cierta distancia y exiguas palabras. Siguiéndole envueltos en aquella nube de armaduras, penachos y lanzas, cubrimos la media jornada de camino que nos quedaba para alcanzar nuestro destino.
No era un villorrio perdido en los confines del mundo, como se decía en Córdoba, pero tampoco era grande. En su conjunto, resaltando por el esplendor de sus murallas, la ciudad de León resultaba hermosa al aire primaveral y fresco que venía del norte, aunque el cielo estaba nublado. Dejamos atrás los altos y umbrosos árboles y las lomas cubiertas de flores para avanzar muy lentamente por un páramo verde en el que pastaban los rebaños. En las afueras, delante de la puerta que se abría en los espesos muros del primer baluarte, nuevos caballeros nos aguardaban vestidos de acero y quietos como estatuas, con los rostros ocultos dentro de los fríos yelmos. Reinaba un silencio grave, en el que ninguna voz se alzaba por encima del sordo rumor de las pisadas y el entrechocarse de los arneses. Crujieron las enormes hojas de las puertas y penetramos en la ciudad. El cielo estaba gris, como plomo, y las piedras de los edificios acentuaban el ambiente sobrio, cargado de solemnidad. En las calles la gente nos observaba con rostros serios, recelosos, sin acercarse demasiado a nosotros. Flotaba en el aire la desconfianza provocada por el viejo enemigo.
Los consejeros del rey, prelados y condes ancianos los más de ellos, nos atendieron a las puertas del palacio, vestidos con sus ropones, llenos de dignidad. Les costaba trabajo sonreír, pero se manifestaron amigables, especialmente con los clérigos que formábamos parte de la embajada. Querían saber todo acerca de nosotros: nombres, procedencia, origen, oficios… Hacían preguntas pausadamente y los escribientes anotaban los datos en sus pizarras. Cuando consideraron suficiente la información obtenida, se despidieron reverenciosos y fueron a perderse por las interioridades del palacio, dejándonos allí algo confundidos, pues nadie acababa de decirnos si Radamiro nos recibiría o no.
Hasday, soportando con paciencia estos trámites, murmuraba:
—Todo esto es para darse importancia… Están deseosos de saber lo que tenemos que decirles, pero se hacen los interesantes. Todo esto es para impresionarnos…
Pasado un largo rato, salió uno de los ministros y nos anunció que Radamiro le había encomendado atendernos. Era un hombre maduro, dotado de una increíble altura, que no obstante se mostraba erguido; su cara, cincelada y simétrica, impasible, estaba llena de arrugas, marcadas sobre todo alrededor de la boca y la nariz. Dijo llamarse Gundesindo Eriz y ser conde y pariente del rey. Nos indicó el lugar donde debíamos alojarnos; una casona próxima al palacio, a la cual nos condujo, y, tras desearnos un buen descanso, se marchó sin decirnos nada más, confiándonos al cuidado de la servidumbre.
Por la noche, después de la cena, Hasday nos reunió a los principales miembros de la embajada: al obispo de Isvilia, Abas al Mundir; al de Pechina, Yacub aben Mahran; al de Elvira, Abdalmalik aben Hasan, y al humilde siervo de Dios que esto escribe. Justo es decir que, aunque todos habíamos sido bien tratados por los leoneses, nos encontrábamos con el ánimo sorprendido, turbados y sin saber qué pensar. Se veía que los tres obispos ya habían estado hablando al respecto entre ellos y por su cuenta, porque su desaliento les asomaba en los rostros; además de visiblemente fatigados, estaban tristes y cabizbajos.
El obispo de Isvilia, ya de por sí un hombre sombrío y trágico, no había parado de quejarse durante todo el camino. Por entonces contaría unos cincuenta años. Tenía una estatura media y poco cuerpo; la boca, grande, los ojos, apagados; la voz aguda y llorosa. Se puso frente al hebreo nada más iniciarse la reunión y gritó con aflicción:
—¡Esto es un despropósito! ¡A esta gente le importamos un rábano! ¿Para esto hemos hecho este viaje larguísimo? ¿Para que nos traten peor que a mercaderes? ¡Qué desilusión!
Apoyando sus quejas, el de Pechina, grandón y de tez y barbas oscuras, saltó con un vozarrón:
—¡Esta gente es de la piel del demonio!
En cambio, el obispo de Elvira era más joven; bajito, de aspecto simpático y bondadoso. Cuando todos lo miramos para oír su opinión, se puso rojo y apretó los labios, soltando un resoplido. Luego murmuró:
—A ver… A ver qué sucede mañana…
—¡Qué va a suceder! —dijo con amargura Abas de Isvilia—. ¿No has visto lo que ha pasado hoy? ¿No te has percatado?
Todos permanecimos atentos esperando a que prosiguiera, y él, irguiéndose enfurecido, volvió a despotricar con su voz chillona:
—¡Son orgullosos, tercos, soberbios…! ¡Es gente salvaje y sin cultura! Si ya lo sabía yo… Ya os lo dije. Nada bueno puede esperarse del norte. Son pastores, hijos de pastores, nietos de pastores de cabras… ¿Quiénes se creen que son? ¿Qué clase de recibimiento es este que nos han hecho? ¡Somos obispos! Somos sucesores de los apóstoles, igual que esos presuntuosos que estaban ahí, con las espadas al cinto… ¿No os habéis dado cuenta? ¡Clérigos con armas! ¡Por Dios, qué escándalo!
—Yo también lo he visto —dijo Yacub, el de Pechina—. Había ahí obispos armados que nos han mirado recelosos y no se han dignado a venir a hacernos un recibimiento como Dios manda. Son hermanos nuestros y deberían habernos tratado fraternalmente.
Abdalmalik, obispo de Elvira, se encogió de hombros y observó:
—Pues yo no me he fijado. Había tanta gente… Esperemos a mañana, a ver si…
Yo me limité a escuchar lo que se decía y a permanecer de pie, apoyado sobre la pared, pues acusaba el cansancio. Además, consideraba que yo, un simple monje, debía ser prudente y no manifestar mis pareceres si no me los pedían. Como nadie me los pidió, no hablé.
Hasday estuvo muy atento a lo que manifestaban los obispos y luego, circunspecto, dijo:
—No debemos exagerar de momento. No olvidemos que son costumbres diferentes, usos distintos y también formas de ser que se hallan distanciadas por el espacio y el tiempo. Como bien ha dicho Abdalmalik, lo mejor es no alterarse de momento y esperar a mañana.
—¡Qué desilusión! —gritó sin poder contenerse el obispo de Isvilia, como si lo que había dicho el hebreo no fuera con él—. Deberían habernos acogido como a hermanos suyos cristianos que somos. Esto no es cosa de costumbre ni de usos, sino de verdadera hermandad. A la misma cristiandad pertenecemos todos, tanto ellos como nosotros. Tú, por ser de religión judía, no comprendes estas cosas. Ya te lo dije en Córdoba. ¿O acaso no te lo advertí? La gente del norte es belicosa, terca y montaraz. No serán capaces de comprendernos. ¿De qué les vamos a hablar? Ha sido un error venir aquí. Ellos nos consideran gente sometida que vive en tierra hereje e infiel… ¡Cuando somos los herederos de los padres de la Iglesia hispana! ¡Somos los legítimos sucesores de san Isidoro de Isvilia!
Hasday, después de oírle estas quejas, permaneció callado un momento. Y luego, en un tono que aunaba resignación y tristeza, dijo:
—Sea como sea, tendremos que hacer un esfuerzo por entendernos con esta gente. Las cuestiones de religión no deben contar frente a nuestro principal objetivo: complacer a nuestro señor Al Nasir rescatando sus libros del Corán y liberando al gobernador de Zaragoza. Si entramos en discusiones y diatribas contra ellos, lo echaremos todo a perder.
Entonces, en el rostro pequeño y bondadoso del obispo de Elvira apuntó la malicia y la socarronería al replicar:
—Bueno, eso está muy bien, pero… ¿Y la paz? ¿Qué pasa con la paz?
Hasday sonrió y respondió:
—Se sobrentiende que es lo más importante.
El viaje de la reina Goto
Durante aquella primera semana de mi estancia en Córdoba permanecí en todo momento en el monasterio y sus inmediaciones, sin ir más allá de la iglesia de los Tres Santos, adonde iba cada día a orar varias veces, por la mañana y por la tarde. No volví a ver a ninguno de los miembros de la embajada desde nuestra llegada. Didaca había ido a hospedarse con las otras damas a una fonda cercana regentada por cristianos, pero no supe dónde se encontraba, ni tuve noticias suyas. Hasta que, por fin, el sábado mandó a una muchacha para avisarme de que el domingo siguiente podríamos vernos en la misa, pues vendrían todos los clérigos y caballeros leoneses a la basílica.
Ese mismo sábado, durante la mañana, Columba me llevó a visitar las iglesias y cenobios de Córdoba. Salimos temprano, montadas las dos en un mismo borrico, y nuestra estampa debió de ser curiosa: tan menuda y enjuta ella, delante, gobernando las riendas; y yo detrás, tan grandona, soportando el traqueteo de las ancas. El primer tramo del paseo fue solitario, por los callejones estrechos e intrincados del barrio antiquísimo; pero después nos vimos repentinamente envueltas en la barahúnda de los mercados y talleres, pasando entre la confusión de tantas gentes variopintas y animales de todo género. Cabalgábamos alegremente, entre aquella muchedumbre alborotada que se había echado a las calles vestida de mil maneras diferentes, entre los humos y los aromas de la comida, los tenderetes, las verduras, las aves de corral, las cabras… Se avanzaba a trompicones y, con frecuencia, no se avanzaba; había que detenerse con paciencia en medio de la tumultuosa aglomeración de los cuerpos humanos, las bestias y los cargamentos. Pero todo parecía desenvolverse con una naturalidad pasmosa, en la pura inocencia de los rostros sencillos, tostados por el sol, y los ojos chispeantes de vida; siempre bajo aquel cielo azulísimo.
Admirada y cavilosa, yo disfrutaba con la contemplación del mayor hervidero de gentes en que jamás me había visto inmersa, respirando el aire del sur, impregnado por los aromas de las frutas, las hortalizas, las carnes ahumadas, las cebollas maceradas en vinagre, las aceitunas, las alcaparras, las especias y las hierbas aromáticas. Y también los sabores penetraban dentro de mí, cuando aquí o allí alguien te ofrecía amablemente un bruño maduro, un higo, un puñado de pasas o unas almendras. Porque enseguida me di cuenta de que Columba era como la madre del barrio, la receptora de constantes sonrisas radiantes y agradecidas; de miles de bendiciones y saludos cariñosos. Todo ello merced a los extraordinarios actos de caridad que había prodigado durante su vida, los cuales, ya, más que bondades, evocaban milagros y mitos. Y pude comprobarlo al llegar ante la iglesia de San Félix, en el barrio del mismo nombre, donde estaba el hospital llamado de Especiosa y Tranquila. Allí, en el reducido espacio de un corralón y cuatro pequeñas estancias, se hacinaban los enfermos: ciegos, tullidos, cojos, dementes…, solos o acompañados por algún familiar, arrastrándose sobre sus males, en camastros, en carritos, con muletas, sin piernas, sin brazos, transportados en hombros o, simplemente, tumbados sobre esteras en el suelo.