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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El camino mozárabe (37 page)

BOOK: El camino mozárabe
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Sus ojos brillaron; se emocionaba de nuevo y temimos que volviera a pronunciar uno de sus largos discursos. Pero fue esta vez el obispo Ero de Lugo quien, con delicadeza y determinación, le cortó diciendo:

—¡Magnífico! Todo eso nos encantará, pero será mucho mejor compartirlo en un ágape fraterno. Tenéis que contarnos muchas cosas y también nosotros estamos deseando mostraros cómo es nuestro reino. Hoy llueve abundantemente y no es menester echarse a la calle para coger un resfriado. Pero, en cuanto escampe, podremos ir a ver la ciudad. ¡Hay, hermanos, mucho que ver en León!

Mientras seguía esta conversación, Hasday permanecía en silencio, meditativo; aunque sonriente, fruncido ligeramente el ceño. Hasta que, en un momento determinado, tomó la palabra y, acariciándose el mentón con la mano, dijo con una expresión profunda y luminosa:

—¡Será una maravilla estar aquí! Ahora veo que ha sido una gran suerte que nuestro amo Al Nasir nos eligiera para esta embajada…

Todos le miramos, suponiendo que diría algo más. Y él, sin dejar de sonreír, añadió:

—Pero quisiéramos ver al rey Radamiro lo antes posible… Es harto importante lo que hemos de tratar con él. ¿Cuándo nos recibirá?

El conde Gundesindo respondió sin titubear, alzando sus rectas cejas:

—No ha de pasar mucho tiempo. Nuestro señor el rey está muy ocupado; pero eso no significa en modo alguno que desee desairaros. Os ruego que seáis comprensivos y que no se os ocurra pensar que obra con descortesía.

49

El viaje de la reina Goto

El domingo, tal y como había anunciado con la muchacha que me envió, Didaca se presentó en el monasterio de Santa Leocricia. Aquella fue la primera noche que logré conciliar el sueño y, cuando me hallaba profundamente dormida, envuelta en la pacífica armonía del viejo edificio, me despertaron unos insistentes golpes en la puerta de la celda. Y aunque sabía que iba a venir, me sobresalté por lo temprano de su visita, antes del amanecer, cuando todavía la ciudad estaba completamente a oscuras.

Me levanté, abrí y allí estaban Columba y Didaca.

—¿Ha sucedido algo grave? —pregunté aturdida.

—He de hablar contigo, dómina —respondió Didaca con semblante serio.

Un momento después estábamos las dos solas, abajo en el recibidor, mirándonos las caras a la luz de una vela.

—Han surgido complicaciones —dijo ella con aire de gran preocupación—. Siento venir a molestarte a estas horas, pero debes escucharme…

—Habla, ¡no me asustes!

—Lamento de veras tener que inquietarte, dómina —dijo ella bajando la mirada, en un tono que acabó contagiándome toda su preocupación.

—¿Os han hecho algún agravio los mauros? —le pregunté ansiosa—. ¿Os han causado algún perjuicio?

—No, dómina, los mauros nos han tratado bien. Las fondas donde nos alojaron son confortables, las gentes que nos atienden son amables y serviciales, nos tratan con suma cortesía y la comida es buena…

—¿Entonces…? ¿Qué ha pasado?

Levantó sus ojos hacia mí y adiviné el apuro y la vergüenza que sentía cuando respondió suspirando:

—¡Son los nuestros, dómina!

—¿Los nuestros…? ¿Qué quieres decir? ¿Qué ha sucedido?

Agitó la cabeza y, suspirando por segunda vez, contestó:

—Se han enfrentado entre ellos. Nuestra embajada se ha dividido en dos bandos encontrados… ¡Un desastre!

De repente se me vino a la mente la imagen del obispo Julián de Palencia, su temperamento vehemente y su afán por imponer sus criterios y opiniones. Me imaginé que, definitivamente, se había enfrentado al ministro Musa haciendo estallar el conflicto. Pero, por prudencia, dejé que Didaca me contara todo lo que había sucedido, antes de sacar mis propias conclusiones.

—Conozco al ministro Musa aben Rakayis desde hace años —comenzó diciendo ella, con calma—, desde que vino a vivir al castillo. Créeme, dómina, lo conozco bien y puedo asegurarte que es un hombre muy inteligente, honesto y leal al rey como hay pocos en la corte. ¡Es un hombre íntegro! Entre los consejeros de nuestro señor Radamiro, el más eficiente y preparado. ¿Por qué si no ha sido puesto al frente de esta complicada misión?

—Creo lo que me dices —afirmé—. El mismo rey así me lo describió antes de nuestra partida. Aunque también me avisó de que es un hombre timorato y poco decidido.

—¡No es un cobarde! —exclamó ella con excitación y sus ojos relampaguearon a la luz de la vela—. ¡Prudencia y cobardía no son la misma cosa!

—Bien, no te enfades —dije—; supongo que Radamiro no quería menoscabar su honra ni llamarle cobarde cuando me habló así de él. Y por mi parte nada he visto en Musa que me parezca inoportuno. Bien es cierto que le he tratado poco durante el camino; posiblemente, merced a esa prudencia suya. Si el rey le puso al frente de la embajada, por algo será…

—Dómina —observó ella disgustada—, el ministro Musa desea hacer las cosas bien; teme precipitarse y no sacar todo el beneficio que esta misión puede reportar al cristiano reino de León. Tiene un plan muy preciso; todo lo tiene estudiado, medido, tasado y previsto. En fin, como suele hacer él en todos los negocios que el rey pone en sus manos. Sabe, como hombre inteligente, que la paciencia es la mejor arma en poder de un hábil negociador y que, por el contrario, la precipitación puede hacer fracasar al que busca parlamentar con su contrario. Él sabe mucho de estas cosas, pues ya su abuelo y su padre se dedicaron al oficio de aconsejar a príncipes.

Me asombró aquella defensa apasionada que hizo del ministro y no tuve por menos que decirle:

—Veo que admiras a Musa aben Rakayis y que conoces muy bien sus planes.

Sus mejillas se ruborizaron y puso una cara muy rara, apretando los labios hacia dentro, como vencida por un gran apuro. Luego brillaron sus ojos claros y contestó disimulando una sonrisa:

—Aunque es un hombre reservado y celoso de sus asuntos, me contó algunas de sus intenciones. Nos une una sana amistad…

Sonreí y dije:

—Es un hombre consagrado al servicio del rey, pero me alegra saber que puede ser amigo de las damas; eso dice mucho en favor suyo.

—¡Oh, sí! —exclamó con voz emocionada—. Tiene con las mujeres un trato exquisito. No hace falta vestir armadura e ir a la guerra para tener corazón de caballero…

—Entiendo —observé concisa—. Y, ahora, dime lo que ha sucedido.

La angustia, reflejada en las contracciones de su rostro redondo y pálido, se apoderó de ella.

—¡Le están haciendo la vida imposible! —respondió alterada—. ¡No le dejan hacer su trabajo como él desea! ¡Oh, Dios mío! ¡Van a dar al traste con su misión!

—¡Cálmate! ¿Quiénes son los que van a hacer tal cosa? ¿A quiénes te refieres? ¿Y por qué?

—¡Todos, dómina! —contestó con resignación y dolor—. Los prelados, los condes y los demás miembros de la embajada. Se han puesto todos en su contra. Musa aben Rakayis solo tiene a sus secretarios y criados con él; los demás han formado un bando para anularle e impedirle actuar a su manera.

—Vaya, me lo temía… Y supongo que todo esto lo habrá iniciado el obispo de Palencia. ¿Me equivoco?

—No te equivocas, dómina. Don Julián empezó a impacientarse y a exigir que se fuera a Medina Azahara cuanto antes para entregarle al califa su libro del Corán. Pero Musa no estimaba oportuno llevar a cabo tal cosa, sino aguardar a que los ministros del rey agareno nos indicasen lo que debíamos hacer. Hubo discusiones. El obispo de Palencia se puso hecho una fiera y convenció al conde Fruela y a los demás prelados para que las cosas se hicieran a su manera. Musa está desolado, ¡muy angustiado!, pues teme que don Julián lo eche todo a perder con sus aspavientos bruscos y su mal humor.

—¡Vaya por Dios! —suspiré llena de preocupación—. Esto ya se veía venir… Don Julián estuvo empeñado desde el principio en tomar el mando. Habrá que buscar la manera de reconducir las cosas.

—¡Hazlo, dómina…! Intervén y convence a don Julián para que no se meta donde no debe. Hoy es domingo, vendrán todos a misa a la iglesia de los Tres Santos y será una buena oportunidad para que hagas valer tu autoridad.

—¿Autoridad? —repuse quejosa—. No tengo ninguna autoridad. Intentaré que reine el sentido común, eso es todo.

Esa misma mañana, los miembros de la embajada acudieron a la misa. Estuve muy nerviosa durante el tiempo que duró, temiendo que se produjera algún altercado, como en Coria durante el camino. Pero luego me tranquilizó ver que todo transcurría con naturalidad y calma; los magnates mozárabes nos trataban con afecto y el obispo de Córdoba pronunció un discurso cordial, lleno de acogedoras palabras. Finalizado el oficio, a la salida del templo, los fieles nos rodearon con una mezcla de curiosidad y cariño; se entonaron canciones y hasta hubo espontáneos vítores y aplausos cuando algunas de las damas de la legación se animaron a danzar a la manera leonesa.

Solo me inquieté cuando, echando una ojeada a los presentes, advertí que el obispo de Palencia había desaparecido. Todos los prelados de la embajada estaban allí, excepto él. Entonces pregunté discretamente al conde Fruela y me dijo que le había visto volver a entrar en la iglesia acompañado por el obispo de Córdoba.

Al cabo de un rato, que me mantuve en vilo, ambos obispos salieron sonrientes y ello me hizo recuperar la tranquilidad. Entonces miré hacia donde estaba el ministro Musa y lo encontré pálido y distante; toda su preocupación estaba grabada en su rostro armonioso y en sus ojos profundos, perdidos en la hondura de sus pensamientos. Lo cual me ayudó a decidirme a intervenir.

Me acerqué con cuidado al obispo de Palencia y le dije:

—Don Julián, me gustaría hablar con vos. ¿Podéis concederme un momento?

Accedió y nos apartamos de allí buscando la intimidad que nos ofrecía el templo, que se había quedado vacío. Allí él, antes de que yo dijera nada, clavó la mirada en la entrada de la capilla de los mártires y exclamó entusiasmado:

—¡Ahí está! ¡Ahí tienen a nuestro Paio!

—Lo sé —afirmé—. Todos los días vengo a rezarle por la mañana y por la tarde.

—Magnífico… Nunca pensé que resultaría tan fácil encontrarlo…

—A mí me sucedió lo mismo —dije emocionada, en voz baja.

Él sonrió de forma extraña y advertí cierto brillo de delirio en sus ojos.

—Ahora lo que hace falta es que Nuestro Señor nos guíe por el camino recto —dijo—. Ya que lo hemos hallado, ¡tan pronto!, debemos hacernos con él cuanto antes y llevárnoslo a la cristiandad… ¡Oh, Dios, cómo se alegrarán allí! Tú y yo, hermana Goto, vamos a hacer felices a muchos de los nuestros llevando a la Gallaecia estas santas reliquias… ¡Este tesoro! Nos felicitarán por generaciones y generaciones…

—Sí, sí, sí… —asentí, ruborizándome por la emoción que sentía—. Pero debemos hacerlo todo con cuidado…

Él clavó en mí una mirada recelosa y dijo suplicante:

—¿Dudas de mí? ¿Por qué dices eso…? ¿Piensas acaso que voy a ser imprudente y echarlo todo a perder?

Esta reacción suya me desconcertó y permanecí callada, sosteniéndole la mirada. Entonces él reflexionó un poco, sonrió ampliamente y dijo con calma:

—No, hermana Goto, no debes preocuparte… Haré todo como Dios manda. Por mucho que desee culminar cuanto antes esta sublime misión que el Todopoderoso nos ha encomendado, soy muy consciente de que no será nada bueno precipitarse.

Suspiré aliviada al oírle hablar así y le pregunté:

—¿Qué debemos hacer ahora?

—Naturalmente, ir a ponernos en presencia del diabólico rey sarraceno y cerrar el trato con él. Dios ha puesto en nuestras manos sus sucios libros de herejías para que se los demos a cambio de aquello que tanto nos interesa: el cuerpo de Paio. Todo es tan fácil y natural que solo puede ser gracias a la acción misteriosa de la Divina Providencia. ¿Te das cuenta? El Altísimo nos da la moneda para que podamos recuperar las reliquias. Y el pérfido califa no dudará en acceder a la negociación, puesto que está impaciente por recuperar su Corán.

Entusiasmada, saboreé durante un rato la grata y lógica estrategia de don Julián. Pero entonces se me vino a la cabeza la imagen del ministro Musa aben Rakayis y todo lo que Didaca me había contado esa misma mañana. Con precaución, para evitar enojarle, observé:

—Me alegra mucho saber que tenemos un plan preciso y todo lo que me habéis dicho me parece acertadísimo. Pero… supongo que el ministro Musa y los demás estarán al tanto…

Don Julián me miró inquisitivo, mientras contestaba a modo de excusa:

—¿Puede haber algún miembro de la legación que entienda otra manera de hacer las cosas? Me parece, hermana Goto, que te preocupas demasiado por Musa…

Medité un momento y contesté con sinceridad:

—Pienso que deberíamos contar en todo con el ministro del rey. A fin de cuentas, es el responsable máximo de esta misión.

Él se echó hacia atrás, altanero, y replicó burlón:

—Musa está más despistado que un avefría en verano…

—Insisto en que deberíamos contar con él en todo.

—¡Bendito sea Dios todopoderoso! —exclamó alterado—. ¡Claro que sí! Lo único que pasa es que no acaba de decidirse… Llevamos aquí diez días y todavía no sabemos cuándo nos recibirá el maldito califa. No hemos hecho sino lo que creíamos más oportuno: animar al ministro para que tome de una vez una decisión y reclame esa audiencia en Medina Azahara. ¿A qué hemos venido si no?

—Bien, bien —dije convencida—; hagamos todo como está previsto, pero sin discusiones…

—¡¿Sin discusiones?! —gritó perplejo—. ¿Qué demonios te han contado?

Azorada, temiendo haber sido imprudente, no tuve otro remedio que responder:

—Didaca vino esta mañana muy preocupada y…

—¡Ah, Didaca! —me interrumpió con un vozarrón—. ¡Haber empezado por ahí! Resulta que ha venido la rubita esa con el cuento… ¿Y qué es lo que te ha dicho?

—Poca cosa… Estaba preocupada por el ministro, simplemente.

—¿Simplemente? —replicó agitando la cabeza, y luego dejó escapar una risa ligera, irónica—. No tan simplemente… Seguramente te habrá dicho muchas cosas Didaca… Pero no te habrá contado que suspira por el ministro y que este, a su vez, anda detrás de ella como un carnero en celo…

Estas afirmaciones me cogieron tan de improviso que el corazón se me encogió y no supe qué decir. Entonces él, adivinando mi turbación, añadió:

—¡Qué ilusa eres, hermana Goto! ¿Cómo no te has dado cuenta de lo que hay entre esos dos? Se pasan el día juntos, ocultando sus amoríos, cuando todo el mundo en la legación lo sabe ya.

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