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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El camino mozárabe (40 page)

BOOK: El camino mozárabe
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Debo decir que aguardábamos con ansiedad sus visitas porque, entre la frialdad del conde Gundesindo y las engoladas erudiciones del obispo Ero, don Bermudo suponía un alivio, un entretenimiento; como una brisa limpia en el ambiente de desconfianza que nos rodeaba en León. Era alegre, ecuánime, comprensivo; no se jactaba de nada, no se empeñaba, como todos allí, en demostrarnos que Radamiro era el monarca más justo y virtuoso del orbe ni su reino el más próspero y loable. Por el contrario, el caballero era reservado en estos asuntos, los esquivaba e incluso daba motivos para pensar que recelaba del rey y sus magnates; al menos no hablaba de ellos y, si era preguntado, ponía una cara extraña y se disipaba su permanente sonrisa.

No obstante, Bermudo era un hombre conversador que parecía disfrutar como un niño si le contábamos cosas de Córdoba. Hasta cuando el obispo de Pechina se alargaba en sus peroratas interminables, escuchaba con suma atención y no parecía aburrirse. Quería saber todo de al-Ándalus: las costumbres de las gentes, cómo era la vida, los cultivos, los ganados, las ciudades, los mercados… Pero, especialmente, se manifestaba interesado por la persona del califa. Constantemente nos hacía preguntas, algunas muy aventuradas: si era considerado bueno o malo, justo o injusto, si el pueblo de Córdoba lo quería y veneraba, si sus magnates eran leales, dónde vivía, con quién, quiénes eran sus personas de confianza…, incluso cuántas esposas y concubinas tenía.

Todo este interés no ocultado por Bermudo nos halagaba y comprobábamos que él, a diferencia de otros hombres que tratamos en León, no sentía desprecio hacia el sur, sino que le atraía e incluso lo admiraba.

Sin embargo, Hasday ben Saprut no se rindió de manera fácil y rápida a la afabilidad de aquel amistoso caballero. Al principio el judío estuvo cauteloso, prudente, en las conversaciones que se mantenían durante las agradables comidas que nos proporcionó Bermudo cada vez que venía a visitarnos. Mas después, en vez de dejar que él llevara en todo momento las riendas de las reuniones, decidió pasar a la acción; y aprovechar para sonsacar informaciones que a nuestra vez nos interesaban. Pero más adelante me referiré más explícitamente a todo esto.

Dejadme antes, mi señor Asbag, que os relate cómo transcurrió el primero de aquellos almuerzos, para que lleguéis a comprender plenamente el alcance de la inteligencia de Hasday y la sutileza con la que sabía sacar partido de cualquier situación.

El primer día que nos sentamos a la mesa con don Bermudo fue en una cena temprana, antes de caer la tarde, después de regresar de uno de aquellos largos paseos por la ciudad, en el que el obispo Ero se empeñó a toda costa en hacernos ver que en los mercados de León podían encontrarse los mejores productos del mundo. Nos había hecho caminar desde antes del mediodía por la gran extensión del suburbio que empezaba más allá del arco del Rey, mostrándonos la cantidad de tenderetes, muy bien ordenados por callejones, donde, en efecto, podía hallarse casi de todo. Vimos los establecimientos de mercaderes venidos del sur que ofrecían ricos paños, sedas, brocados y tapices; también mantas, pieles caras y tafetanes del norte. Nada de especial tenía todo esto, pues de la misma calidad o mejor puede encontrarse fácilmente en Córdoba. Nos llamaron más por ello la atención herramientas, los enseres de labor del campo, las armas y los objetos de uso doméstico venidos de comarcas extrañas: tijeretones, cuchillos, tenazas, hachas, hoces, guadañas, vasijas y demás instrumentos de hierro, latón, acero y cobre; trébedes, sartenes, morteros, calderos, ollas de todos los tamaños y formas y recipientes de todo género. Es de admirar asimismo el excelente uso que hacen del cuero y lo que de él puede obtenerse: melenas para bueyes, coyundas, cabestros, correajes, bridas, sillas y albardas. Asombra observar tal infinidad de puestos de tiraceros, curtidores, talabarteros y tejedores como hay allí. Por lo demás, aunque se ve mucho y muy buen género, poco se encuentra de particular que, como digo, no haya en al-Ándalus. Sorprende, eso sí, lo aficionados que son al vino y a la sidra. La primera de estas bebidas es abundante y puede comprarse en cualquier sitio. Tal es el aprecio que le tienen los leoneses que no sellan pacto entre ellos ni conciertan negocio alguno sin que corra el vino. Hasta nos contaron que guardan en los pueblos y aldeas una copa grande, generalmente de plata fina, la cual el alcalde llena de vino y beben todos de ella para manifestar armonía en la convivencia y rubricar el acuerdo entre los vecinos. Otro tanto pasa con la sidra, aunque esta es más barata, más común y más corriente. Abundan las tabernas y en cualquier rincón, en plena calle, te ofrecen un vaso o unos tragos; así que los aromas de los mostos impregnan el aire y, cuando se cierran los mercados, se ve a los hombres deambular por la ciudad, vocingleros, alegres, en busca de su ración.

Todo esto resulta curioso, en contraste con la gravedad pétrea de las iglesias y monasterios, tan solemnes, tan silenciosos, siempre en penumbra, tenuemente iluminados por los lucernarios de bronce y los finos rayos que penetraban por los delgados vanos de los ábsides.

En medio del asombro que nos causaban las formas de las edificaciones, las vestiduras de las gentes y los usos y costumbres tan diferentes, las explicaciones de don Ero desgranaban un forzado tratado en el que nos quería presentar un mundo nuevo, perfecto, que superaba la decadencia del antiguo y extinto orden godo y que, por tanto, representaba el futuro, bajo el providente gobierno de Radamiro y las expectativas de extender el reino. Esto, por otra parte, resultaba natural, comprensible, puesto que al obispo de Lugo le habían conferido la misión de impresionarnos para que trasladásemos a Córdoba nuestras apreciaciones.

Pero los obispos mozárabes de nuestra embajada no podían evitar sentirse agraviados, como si todo aquello que se nos mostraba fuera para restregárnoslo por la cara. El de Isvilia, Abas al Mundir, no renunciaba al placer de refunfuñar.

—Como si en el sur no hubiera cristiandad —decía entre dientes—. ¿Quiénes se creen que son estos presuntuosos?

Y el de Pechina no desaprovechaba ninguna ocasión para echar largos discursos, agrios con frecuencia, en los que, a su vez, trataba de convencer a Ero de que lo que había en el sur era más auténtico, más probado y, por tanto, más ejemplar.

A veces se encendían las discusiones y ya no teníamos más remedio que terciar, para que aquello no se convirtiera en la permanente y fatigosa resolución de un eterno pleito.

—En todos sitios hay sombras y luces —les decía yo—. Aquí hay mucho de bueno, como también habrá errores e iniquidades; igual que en Córdoba, como en cualquier parte… Aprendamos lo bueno que hay en un sitio y otro.

No les convencían estas razones. Seguía cada uno a lo suyo y no había manera de hacerles ceder aunque fuera un poco. Tan solo el obispo de Elvira se manifestaba más comprensivo y menos fanático. Pero los otros tres se enzarzaban en largas disputas que en alguna ocasión nos hicieron temer que llegaran a mayores.

Regresábamos del paseo por los mercados discutiendo, como siempre, y nos encontramos al llegar al caserón con la cara estirada, seca, de don Gundesindo, que nos esperaba en el recibidor para anunciarnos que cenaríamos temprano y abundantemente, puesto que el almuerzo había sido frugal. Después de decirnos esto, se marchó llevándose consigo al obispo Ero y así desapareció por el momento toda posibilidad de discusión durante la comida, lo cual supuso un alivio.

Al entrar en el salón nos encontramos con una agradable sorpresa: una mesa grande vestida con mantel en la que estaban dispuestos los platos y las copas, iluminados por unos bonitos candelabros de bronce. La chimenea estaba encendida y, junto a ella, el caballero Bermudo nos esperaba sonriente.

—Os prometí que compartiríamos una comida —dijo—. Pues bien, permitidme que os agasaje y concededme, os lo ruego, el placer de conversar largamente con vosotros.

Teníamos apetito, porque el paseo por los mercados había sido largo, intenso, entre puestos de carnes, hortalizas, legumbres, panes y demás alimentos, y no habíamos probado bocado desde media mañana; así que nos encantó ver la olla humeante que los criados pusieron encima de la mesa.

—Es un guiso que suele hacerse por Pascua —indicó Bermudo—. Lo llamamos «salvajina».

—¡Hum! ¡Qué olor tan apetitoso! —exclamó Aben Mahram—. ¿Qué lleva?

—Está hecho con diversas carnes —explicó el caballero—, todas de caza: grullas, ciervo, oso…

—¿También jabalí? —preguntó Hasday—. Si lleva jabalí yo no podré comerlo.

—No lleva jabalí —respondió Bermudo—. Sé que no coméis carne de puerco en al-Ándalus, aunque el puerco sea salvaje, criado en los montes y no en porqueriza.

—Se agradece —dijo el judío.

—Bien, sentémonos a la mesa —propuso el caballero—, no es bueno que el guiso se enfríe antes de comerlo.

Nos sentamos y los criados nos fueron sirviendo pedazos de carne. La salsa, que era exquisita, se tomaba directamente del caldero, untando grandes pedazos de pan.

—¡Buenísimo! ¡Excelente! ¡Delicioso! —exclamamos, todos de acuerdo, cuando lo probamos.

—Sabía que os gustaría —dijo Bermudo—. No hay quien coma esto que no quede encantado.

—¿Cómo se hace? —preguntó el obispo de Isvilia.

—¡Cocinero! —gritó Bermudo.

Entró un hombrecillo tímido con cara de búho; los ojos redondos, oscuros, y la nariz picuda; el sayo grasiento y en las manos pequeñas un cucharón y un trinchete.

—Es el que mejor guisa la salvajina en todo León —indicó Bermudo—. Cocina para el rey cada vez que da un banquete. Él os dirá cómo se hace esta delicia.

El cocinero se dobló en una reverencia que dejó ver su coronilla calva y luego explicó con una vocecilla aguda, femenil:

—La salvajina es, señores míos, el más exquisito guiso de carnes de caza que pueda hacerse. Pero debéis comprender que lleva su ciencia y su tiempo. Primeramente, es menester cocinar las carnes por separado, pues cada pieza de caza requiere su tratamiento: si es grulla, debe cocerse pacientemente hasta que ablande; si es oso tierno, bastará freírlo en su sebo; si hubiera ciervo, un leve paso por las llamas será suficiente. Lo importante es preparar bien la salsa, en la que reside el éxito de todo el guiso. Habrá de majarse pan tostado empapado en vinagre, pimienta, jengibre y aun otras especias. Después desliarlo con el caldo de cocer las carnes, y que hierva mucho. Puede agregarse azafrán y leche de almendras o castañas, así como carne majada con pimienta, pero no de grulla, sino de los otros animales. Todo esto se echa en el caldero y se bañan bien las presas, añadiendo vino y agua, hasta ir espesando el caldo, pero sin que deje de estar suelto para que se pueda mojar en él mucho pan.

—¡Ángeles del cielo! —exclamó el obispo de Isvilia—. ¡Cuánta ciencia para una olla de carne!

—Eso no es nada —repuso el obispo de Pechina—. En nuestra tierra hay platos mucho más elaborados. El pastel de liebre, por ejemplo, lleva cuantiosos ingredientes y mucho trabajo. ¿Y qué decir del cabrito asado? Recuerdo una vez que vi prepararlo a la manera de los beréberes de Maglia. Debe ser escaldado primero el cabrito, con su piel, y después se sacan las asaduras y se guisan aparte. Una vez relleno con ellas, se pone al fuego el cabrito y, cuando está medio cocido, se baten yemas de huevo y se unta con ellas, con la ayuda de plumas de gallina, para luego, cuando se ha secado, untarlo de nuevo, mas esta vez con aceite. Queda todo brillante, crujiente, a medida que se asa lentamente…

Temimos que el de Pechina se pusiera a dar lecciones de cocina, como las daba de teología, y no dudamos en interrumpirle.

—¡Brindemos! —exclamé.

—¡Eso, brindemos! —se unió a mi propuesta Hasday.

Se comió y se bebió en armonía. Durante aquella cena temprana no hubo, por fin, ni porfías ni refunfuños. Y a los postres, cuando había corrido generosamente el vino, se conversó largamente.

Como no había ocultado, el caballero Bermudo quería saber cosas de Córdoba. Estaba interesado por la vida de la gente, por las costumbres y usos ordinarios. Parecían interesarle poco los asuntos de gobierno, la justicia, las leyes y el ejército. Su curiosidad se dirigía más a lo que sucedía dentro de las casas: la organización de las familias, las herencias, los matrimonios, la autoridad de los patriarcas…; a todas estas cuestiones íbamos respondiendo con detalle. Le contamos cómo se distribuían los diferentes barrios de la ciudad; cada uno con las gentes de su raza o religión: árabes, muladíes, mozárabes, beréberes, judíos, eslavos, extranjeros…; también le explicamos la manera en que se organizaba cada comunidad y las relaciones y conflictos que había entre unas y otras; lo que sucedía cuando había pleitos, negocios o matrimonios mixtos. Le impresionó especialmente saber que, entre los cristianos, los obispos eran elegidos por los clérigos y el pueblo fiel conjuntamente; pero que la elección debía ser refrendada por la autoridad musulmana, y que el califa en algunas ocasiones intervenía en los nombramientos.

—Es un antiguo privilegio que tenían los reyes godos —explicó el obispo de Pechina— y que se arrogaron después los emires muslimes.

—¿Acaso no los nombra aquí el rey? —preguntó el de Elvira.

—Sí, pero aquí el rey es cristiano —respondió Bermudo.

—Lo mismo da —repuso el obispo de Isvilia—. Al fin y al cabo, es una injerencia del poder temporal en los asuntos propios de la Iglesia. Y no creo que el rey Radamiro sea precisamente un santo…

Se quedó pensativo Bermudo y luego dijo con una sonrisa misteriosa:

—No, claro que no es un santo… Como tampoco lo será vuestro califa. Aquí se dice de él que es un demonio, la Bestia, el Anticristo…

Tras estas palabras, reinó un silencio repentino. Nuestra sorpresa y turbación le hicieron comprender que había sido inoportuno. Así que, con voz grave, dulcificada un poco por una mirada amistosa, prosiguió:

—Aunque eso es muy natural… También allí se dirán cosas horribles de Radamiro… ¿O no?

—¡Claro que sí! —contestó el obispo de Isvilia—. Se le llama tirano, borracho, politeísta, infiel, rey de puercos… y ¡mula terca! ¡Se dicen tantas cosas!

Bermudo se echó a reír.

—¡Tiene gracia! —repetía entre carcajadas—. Mula terca, borracho, rey de puercos…

Me fijé en Hasday. Una mirada de perplejidad había aflorado en sus ojos y la compartió conmigo. Comprendí que no estaba demasiado conforme con la manera en que iba transcurriendo la plática.

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