[…] esta numerosa delegación y la comparecencia en Córdoba ante el califa tenía como objeto ratificar formalmente y dar vigencia al acuerdo al que se había llegado en León, para salvar formalmente los tratados de paz o tregua, según las doctrinas coránicas, que debían revestir formas de sumisión, no de pactos entre iguales. Pero parece que las exigencias de Ramiro II admitidas en el acuerdo logrado en León no fueron ratificadas en Córdoba.
La crónica musulmana dice:
En
du l-qada
[28 de julio-26 de agosto 941] de este año quedó completa la paz con el tirano Ramiro hijo de Ordoño, a quien Dios maldiga, concluyéndola Al Nasir con la delegación enviada por entonces por Ramiro a su capital, con las cláusulas que al califa plugo imponerle en solemne acto, como había hecho el tirano Ramiro en su propia capital, habiéndose encargado de su delimitación y ratificación el judío Hasday b. Ishaq que estaba es esta.
La paz suscrita se extendía a todas las comunidades fronterizas entre el reino de León y el de Pamplona, desde Santarem a Huesca, pues Ramiro había tenido gran interés en asociar a la paz a García Sánchez I, rey que regía los destinos de la monarquía pirenaica, y no abandonarlo en manos de Abderramán como único gobernante cristiano que se mantuviera en estado de guerra con el califato cordobés. Y además el rey Ramiro quiso que figurasen en el pacto los condes fronterizos de su reino, comenzando por Fernán González:
Todo concluyó excelentemente, poniéndose fin a la guerra entre las dos comunidades desde Santarén a Huesca, pues Ramiro asoció en el tratado al señor de Pamplona, Sancho hijo de García, a Fernán González, conde de Castilla, a los Banú Gómez y Banú Ansur, y otros importantes condes leoneses, figurando en la paz del tirano Ramiro los nombres de los condes alcaides de su nación que fueron testigos: el presbítero Ayyub, Ma.s.r. soldado, D.nyl soldado, Said b. Ubayda, Álvar soldado, …on soldado, Martín soldado, Salmón soldado, el obispo Julián, el juez Abu Said y otros muchos, a todos los cuales alcance Dios con su maldición e ira.
Por estas fechas recuperó asimismo el califa los libros que completaban el preciado Corán dividido en doceavos perdido en la emboscada del barranco. Hasta entonces, había estado manifestando Abderramán su arrepentimiento por haber llevado el libro al territorio enemigo en contra de su costumbre y de la ley de guerra, que lo prohibía, y pidiendo perdón a Dios por la falta cometida. El rey Ramiro envió las páginas del libro sagrado junto con otros regalos preciosos y treinta prisioneros musulmanes liberados.
En safar de este año [26 de octubre-23 de noviembre 941] le fue entregado a Al Nasir el Corán perdido en Yilliqiyya en la derrota del barranco, dividido en doceavos y muy estimado por él, siendo grande su quebranto y arrepentimiento porque constantemente pedía perdón a Dios, su creador, por aquella falta y ofrecía cualquier cosa por su rescate. Las más de sus partes le habían sido entregadas, salvo unas pocas que los musulmanes no pudieron hallar en Yilliqiyya, lo que redobló su cuita, siguiendo empeñado en buscarlas y revolver todos los rincones tras ellas, hasta que el tirano Ramiro las halló en un rincón de Yilliqiyya y se las mandó, siendo entonces completa su alegría, tras haber gastado una suma en el rescate de su Corán.
La paz se firmó, y con esta diplomática fórmula se anunció en Córdoba: «En el verano de este año [941] quedó completa la paz con el tirano Ramiro, hijo de Ordoño, a quien Dios maldiga…».
El señor de Zaragoza, Abu Yahya Muhamad ben Hashim al Tuyibí, que tras su captura en la batalla de Simancas había permanecido cautivo en León durante más de dos años, fue liberado tras el pago por parte del califa de un alto rescate y volvió a Córdoba en octubre de 941.
La paz firmada entre León y Córdoba fue efímera. El reino de Pamplona no fue incluido en el pacto, y las hostilidades continuaron en esa zona. Esto llevó a Ramiro a prestar ayuda a su cuñado y aliado García Sánchez, enviando a Tudela en 942, como refuerzo par el ejército del rey navarro, al conde castellano Fernán González al frente de sus huestes. Este hecho hizo que la tregua se considerase rota.
9. El califa Abderramán III
En el 929 el emir de Córdoba Abderramán III toma la decisión de proclamarse califa y emir de los creyentes, títulos que ya habían adoptado los omeyas de Damasco y ahora utilizaban los abasíes de Bagdad y los fatimíes del norte de África. De esta manera rompía los débiles lazos religiosos que aún unían al estado cordobés con el Oriente musulmán. Se inaugura así en la España musulmana una etapa de florecimiento inigualable, que la colocó al nivel de los países más prósperos del momento, y la fama de su capital, Córdoba, llegará a extenderse por todo el mundo.
Según nos cuentan sus cronistas, Abderramán III nació el día 7 de enero del año 891. El nombre de
Abd al-Rahman
significa «siervo de Dios» y se lo pusieron por su antepasado que siglo y medio antes había instaurado en Córdoba el poder de la familia omeya. Su padre, Muhamad, primogénito del emir de al-Ándalus Abd Allah, murió de forma trágica solo unos días después de su nacimiento, asesinado por su hermano Al Mutarrif. Lo que no se sabe es si fue esa desgraciada circunstancia la que empujó al emir Abd Allah a convertir a Abderramán III en su nieto predilecto cuando aún no había cumplido un mes.
La descripción de Abderramán III que se hace en los textos conservados de aquella época es la siguiente:
Era de tez blanca, ojos azul oscuro algo rojizos, rostro atractivo, corpulento. Sus piernas eran cortas, hasta el punto de que su estribo, por esta razón, bajaba apenas un palmo de la silla. Cuando montaba a caballo parecía de talla aventajada; pero a pie resultaba bastante bajo.
Aun siendo de la estirpe de Arabia, tanto su madre como su abuela eran princesas cristianas del norte, debido a la práctica entre los omeyas de tomar esposas vascas o francas. La madre, llamada Muzna o Muzayna (que significa «lluvia» o «nube»), era una concubina que pasó a ser considerada una
umm walad
o
madre de príncipe
por haber dado a su señor un hijo. Y la abuela, la princesa Oncea, era biznieta de Íñigo Arista; por lo tanto, la reina Toda de Navarra era tía carnal del primer califa. Se sabe fehacientemente que Abderramán III era rubio de ojos azules y que se teñía puntualmente de color negro el cabello, como reflejan abundantes testimonios de los biógrafos árabes.
Lo más significativo de este primer califa cordobés fue la portentosa obra que fue capaz de desarrollar en el transcurso de su largo gobierno. Fue fundador del califato de Córdoba; apoyándose en un ejército poderoso y en una administración eficaz, logró restablecer la autoridad en el conjunto del territorio de al-Ándalus, poniendo fin de esa manera a la descomposición en que se encontraba cuando él comenzó su etapa como emir. Se enfrentó a la influencia ejercida por los fatimíes en el norte de África y a la vez supo mantener a raya a los cristianos del norte de la Península. Su reinado, además, se caracterizó por una indiscutible prosperidad económica de al-Ándalus.
El cronista árabe Ibn al Jatib, en unos laudatorios párrafos dedicados al primer califa cordobés, resumió la obra llevada a cabo por Abderramán III:
Pacificó a los rebeldes, edificó palacios, dio ímpetu a la agricultura, inmortalizó antiguas hazañas y monumentos, infligió grandes daños a los infieles, hasta el punto de que no quedó en al-Ándalus ni un solo enemigo o contendiente. Las gentes le obedecieron en masa y desearon vivir con él en paz.
Es destacable asimismo la manera en que se acrecentó el volumen de las obras públicas y ello dio ocasión al califa para dar a conocer al mundo su gran capacidad creadora. La agricultura, la industria, el comercio y las ciencias florecen con gran esplendor en todo el califato, y los extranjeros que cruzaban por sus caminos al-Ándalus admiraron la abundancia de cultivos, la suntuosidad de los edificios y la comodidad y limpieza de los baños públicos.
No obstante los múltiples elogios de los cronistas, tampoco se le ahorraron críticas, algunas muy severas. Del califa se dijo que, un teniendo grandes virtudes, también adolecía de graves defectos. Fue apasionado por el lujo, la pompa y el boato, lo que propició que fuera censurado públicamente por el cadí Mundir ibn Said al Balluti, porque dejó de cumplir sus deberes religiosos como comendador de los creyentes en la mezquita Aljama tres viernes seguidos cuando dirigía con entusiasmo las obras de Medina Azahara, cuyos muros quiso revestir de oro y plata. Se decía también que abusaba de la bebida y que su fuerte temperamento a veces resultaba temible. En ocasiones disfrutaba azuzando a sus visires y criados unos contra otros, y que cuando se le antojaba algo no le importaba pisotear los derechos de sus súbditos hasta lograr su capricho. Las mismas fuentes árabes se hacen eco de su crueldad más allá de todo límite, dado que llegaba a ser frío y sanguinario. Quiso ver con sus propios ojos la muerte de su hijo sublevado Abd Allah, y lo mandó ejecutar en el salón del trono, en presencia de toda la corte, para escarmiento general. Cuenta Ibn Hayyan que hizo colgar a los hijos de unos negros en la noria de su palacio como si fueran arcaduces hasta que murieron ahogados, y que obligó a cabalgar a la «vieja y desvergonzada bufona Rasis» en su cortejo, con espada y gorro para deshonrar a su gente. Con las mujeres del harén era brutal. Estando un día borracho a solas con una de sus concubinas, quiso besarla y morderla, pero ella hizo un mal gesto para esquivarle. Entonces Abderramán montó en cólera y ordenó a los eunucos que la sujetaran y le quemaran la cara en su presencia, de manera que perdiera su belleza. Cuenta el cronista Ibn Hayyan que la hermosa joven pedía clemencia mientras el califa le contestaba con desprecio e insultos. Después el verdugo decapitó a la joven y recibió en recompensa las valiosas perlas que se desparramaron del magnífico collar que llevaba la concubina al cuello, con las cuales se compró una casa. También que el califa utilizaba los leones que le habían regalado unos súbditos de África para castigar con saña a los condenados a muerte; pero que al final de su vida se deshizo de ellos mandándolos matar.
Según Ibn Idari, Abderramán III redactó una especie de diario en el que hacía constar los días felices y placenteros, marcando el día, mes y año. Pero, en su larga vida, tan solo quedaron reflejados en ese diario catorce días felices.
10. San Pelayo
Como se ha visto, era muy corriente entre los musulmanes raptar cristianos de ambos sexos, incluyendo a los niños. Un muchacho gallego llamado Pelagio, Paio o Pelayo fue llevado a Córdoba como rehén de su tío el obispo de Tuy Hermogio y el de Salamanca, Dulcindio, presos por los moros en la batalla de Valdejunquera (año 823). Probablemente naciera en Alveos el año 914 (Pontevedra), donde dice la tradición que estuvo la casa de sus padres. Lo que no se discute es que sea uno de los santos más populares del noroeste de España, y sobrino de Hermogio, obispo de Tuy, por lo que seguramente era de una familia acomodada y profundamente cristiana, y recibió una sólida formación.
Parece ser que por entonces el califa de Córdoba organizó una correría por tierras castellanas: saqueando Osma, pasando a cuchillo a la población y reconquistando San Esteban de Gormaz. El ejército navarro-leonés que le salió al paso fue derrotado en la tristemente célebre batalla de Valdejunquera, y entre los muchos prisioneros célebres que fueron llevados a Córdoba figuraban dos obispos: Dulcidio de Salamanca y Hermogio de Tuy, con quien estaba su sobrino Paio. El niño tendría unos diez años de edad, según atestigua su primer biógrafo, el presbítero cordobés Raguel, a quien se debe también la redacción del acta de su martirio después de hablar con testigos oculares del suceso. Según este testimonio, Paio pasó tres años en prisión, donde creció y se convirtió en un adolescente muy hermoso y de agradable presencia. La fama de su hermosura llegó hasta el califa, que ordenó que lo trajeran a su presencia. He aquí el sencillo testimonio, literario, de su muerte:
Tan pronto como Abderramán vio a Pelayo, quedó fuera de sí, cautivo por su belleza; lo miró con ojos lascivos y entabló con él un diálogo, para conquistarle el corazón. Le ofreció honores y cargos importantes si renegaba de su fe, pero Pelayo los rechazó: «Todo eso, oh rey, es nada. Yo soy cristiano, lo fui y lo seré: nunca negaré a Cristo, pues cuanto prometes acaba, y Cristo, a quien yo adoro, no tiene fin, como no tiene principio». Mientras hablaba, el rey se le acercó e intentó violentar su castidad. Pelayo le empujó con fuerza, gritándole: «¡Quita allá, perro! ¿Crees que soy yo como uno de esos afeminados que rodean tu harén?». Abderramán, viendo que no conseguía nada, ordenó que se le torturara; y como tampoco esto diera resultado, encolerizado, decretó para él una muerte sumamente cruel: que le cortaran uno a uno sus miembros y que lo arrojaran al Guadalquivir. Pelayo no se resistió ni se quejó durante la macabra ejecución, que duró seis horas. Finalmente pusieron fin a su vida, cortándole la cabeza.
Otro testimonio dice:
Solicitado torpemente por este Soberano, el niño Pelayo, que durante el largo tiempo de su estancia en Córdoba había admirado a todos por sus virtudes, dando ejemplo á los cristianos de aquella ciudad, se resistió con tanta entereza, que irritado el bárbaro y brutal Monarca le mandó degollar. Murió San Pelayo el domingo 26 de Junio del año 925, á la edad de trece años y medio, dando ante los musulmanes un testimonio insigne y glorioso de la pureza de la moral cristiana. Los mozárabes de Córdoba recogieron con veneración sus santos restos, colocando su cabeza en el monasterio de San Cipriano, y su cuerpo en el de San Ginés: de este modo aquella ciudad, madre de tantos mártires, se enriqueció con las reliquias de este santo forastero natural de Galicia.
Escribió también Raguel:
«Quatenus te coram Deo habeat patronum quem galletia oriundum, sed martyrii sanguine Corduba tenet gloriosum»
. Y la celebración propia del que enseguida fue considerado santo fue incluida en el oficio o misa que los cristianos de las iglesias de Tuy en Galicia compusieron a su compatriota desde 930, tributándole culto, como ya lo habían hecho los de Córdoba desde el momento de su martirio.
Solo en Galicia, este mártir tiene dedicadas más de cuarenta iglesias, monasterios y capillas. Su fama trascendió las fronteras de España, llegando incluso a Sajonia, donde cierta abadesa Roswitha escribió una semblanza poética de su vida, pocos años después.