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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El camino mozárabe (8 page)

BOOK: El camino mozárabe
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10

Córdoba, palacio del gran cadí

Septiembre del año 939

Najda ben Husayn, el gran cadí de Córdoba, había reunido a un escogido grupo de magnates en la sala de recepción de su grande y desabrido palacio. No estaban allí todos los hombres importantes de la ciudad; ni siquiera los miembros del consejo al completo. Porque muchos de ellos habían caído muertos en el combate y los que conservaban la vida a pesar del desastre venían todavía de camino, acompañando al califa en su penoso regreso. Incluso algunos de los que se hallaban presentes, sentados sobre los tapices de los divanes, llevaban los miembros envueltos en vendajes o acusaban en sus semblantes el dolor y la fatiga. Por otra parte, tampoco el cadí había considerado prudente reunir a todos los representantes de la ciudad, puesto que las noticias que debía transmitir no eran nada halagüeñas y las decisiones que iban a tomarse podían sembrar la consternación entre algunos linajes y sectores poderosos. Digamos pues que en la sala se encontraban los hombres de su estricta confianza.

Estaba en el uso de la palabra el muftí principal de la mezquita Aljama y se quejaba amargamente porque ninguno de los comandantes que habían llegado al frente de las maltrechas tropas quería contar lo que realmente sucedió durante la campaña militar que acababa de concluir, aparentemente de manera catastrófica. Su discurso tenía el tono y la vehemencia de una prédica. Decía:

—El buen musulmán siempre dice la verdad, porque en su conducta y sus palabras la verdad habla de la fe y la fe lleva al paraíso… La mentira lleva a la incredulidad y esta al fuego… ¡Allah nos ordenó a los musulmanes decir la verdad! Porque la verdad es el mejor camino. El sagrado Corán nos manda: «Temed a Allah y permaneced con los veraces».

El gran cadí le dejó sermonear un rato más y luego se puso de pie y dijo con autoridad:

—Ya basta. ¡Alabado sea Allah, Clemente y Misericordioso! ¡Atestiguamos que no hay más Dios que Allah y Muhamad es su Profeta! Esa es la primera verdad.

—¡Alabado sea Allah! —contestaron todos los presentes—. ¡Gracia y bendición a su Profeta!

Najda volvió a tomar la palabra y añadió con solemnidad:

—Os he reunido precisamente para daros a conocer la verdad de lo que sucedió en la campaña del Supremo Poder, porque así me lo mandó nuestro Comendador de los Creyentes, Al Nasir el victorioso, a quien guarde Allah y llene de bendiciones junto a todos sus leales.

Se hizo un impresionante silencio y todas las miradas quedaron pendientes de él sin el más leve parpadeo. La presencia grande y poderosa de Najda, su rostro de piel enrojecida y una terrible herida supurante en la frente adjudicaban peso a sus palabras, en la misma medida que el hecho de que todos allí supieran que, desde hacía pocos días, era el depositario de la mayor confianza del califa.

—Gran cadí —intervino una voz apenas audible desde un extremo del estrado.

Había pedido la palabra el secretario principal de la cancillería, Abdul al Bari, hombre menudo, de larga barba negra y ensortijada. Najda le observó un instante y esbozó un gesto de aprobación con la cabeza. El secretario se puso entonces de pie y dijo:

—Gran cadí, puesto que vas a referir ante esta asamblea una serie de hechos de suma trascendencia para el reinado de nuestro señor Abderramán al Nasir, ¡Allah esté siempre a su lado!, para el buen gobierno de esta ciudad y su magnífico imperio, estimo conveniente que tus palabras sean anotadas, una por una, en los libros de la cancillería, de acuerdo con la tradición. De manera que solicito tu permiso para que se inicien los oportunos escritos.

—Hágase como dices —sentenció el gran cadí—. Quede constancia de mi relato y sea consignado como testimonio a partir de las acusaciones que voy a presentar y a los juicios que deben celebrarse. Porque en aquellos penosos sucesos hubo iniquidades y manifiestos culpables.

Los presentes intercambiaron entre sí miradas graves y cargadas de asentimiento. Todos comprendían perfectamente que estas aseveraciones, aunque expresadas en términos ponderados, iban dirigidas contra individuos muy concretos que, no estando en la reunión, iban a ser ineludiblemente protagonistas de ella.

—¡Muerte a los traidores! —gritó un grueso visir que se puso de pie al fondo de la sala y empezó a agitar los brazos—. ¡Eso es lo que queremos! ¡Que paguen su traición!

—¡Sí, eso! ¡Muerte! ¡Muerte a los traidores! —contestaron varias voces.

El gran cadí los dejó desahogarse un rato y luego intervino:

—Ya basta. Cuando llegue el momento, yo me tomaré venganza en nombre del califa y en el vuestro. Pero antes es necesario que se sepa toda la verdad de lo que sucedió. De manera que, por el bien del supremo gobierno de Córdoba y por la obediencia y respeto que debemos a nuestro señor Al Nasir, os pido que seáis pacientes y escuchéis con atención lo que tengo que decir.

Y después de manifestar ese deseo, que todos interpretaron como una orden, puso una mirada autoritaria en el secretario principal de la cancillería. Este, a su vez, le hizo una señal imperiosa al escribiente, que ya estaba sentado delante del gran cuaderno de notas con la pluma en la mano, preparado para escribir el relato fielmente.

Najda ben Husayn tomó aliento hondamente. Sus ojos de mirada profunda y cansada abarcaron la amplia extensión de la sala donde los magnates ocupaban los divanes con expectación. Dio un paso adelante y empezó su discurso con aire de pesadumbre y voz tonante:

—Nada diré sobre los preparativos de aquella campaña militar, la más grande que han conocido los tiempos, porque todos los aquí presentes son testigos del entusiasmo y el orden con que los fieles musulmanes de nuestra comunidad acudieron a la llamada de Allah; la gran congregación para la guerra santa, que nuestro clarividente califa nombró como la de la Omnipotencia. Fue tan sublime, tan llena de bendiciones y sincero fervor que… En fin, que no había nadie que pudiera siquiera imaginar que… ¡Oh, qué maravilla era contemplar aquella inmensa hueste!

El gran cadí respiró profundamente y sus párpados se entrecerraron como si realmente estuviera viendo lo que con tanto entusiasmo describía.

—El ejército tomó el camino de Toledo —continuó—, ante cuyas murallas acampó. Desde allí partió hacia la fortaleza de Calatalifa, que está en la ribera del Guadarrama. También se pusieron las tiendas en aquel lugar, junto al río. Entonces fue cuando, la primera mañana que amaneció en dicho campamento, hubo una portentosa señal en el cielo: se oscureció el sol y la tierra adquirió el color de la sangre… ¡Algo espantoso!

Algunos de los oyentes, que habían estado en la campaña y que por lo tanto vieron el hecho que narraba, balancearon las cabezas con amargura al recordarlo. Los que no habían participado escuchaban como alelados.

Najda hizo una pausa y su mirada adquirió ahora un brillo límpido y maligno.

—¡Oh, qué gran señal! —prosiguió suspirando—. Pero los ineptos e infames adivinos, sabios y astrólogos no supieron interpretarla bien, a causa de su impaciencia y de los turbios deseos que tenían de enriquecerse cuanto antes con los frutos del botín. ¡Embaucadores, mentirosos, falsos profetas…!

El muftí de la mezquita Aljama se levantó y se puso a gritar como un loco:

—¡Muerte a esos embusteros! ¡Muerte a los astrólogos, adivinos y brujos que engañaron al califa!

Todos los presentes se alzaron en los divanes y empezaron a dar voces llenos de ira:

—¡Muerte a ellos! ¡Muerte a los malditos adivinos! ¡Acabemos con esa sucia ralea!

El gran cadí paseaba con satisfacción su mirada ansiosa de venganza por la sala. Extendió las manos para pedir silenció y, cuando todos se hubieron callado, manifestó:

—Yo les castigaré por el mal que causaron a Al Nasir con sus embustes. Porque tampoco supieron interpretar la segunda señal que envió Allah: un viento ábrego, ardiente, que venía del sur y, según dijeron los que de verdad saben de estas cosas, no era sino la avanzadilla de los
iblís
que preceden a todas las batallas. Mas erraron los adivinos y el ejército se precipitó fiándose de ellos… ¡Son culpables de la catástrofe!

—¡Muerte a los adivinos! ¡Hágase justicia! —volvieron a gritar los presentes—. ¡Embusteros, falsos, codiciosos…!

Viendo el gran cadí que todos los magnates estaban muy de acuerdo, adoptó a toda prisa su decisión. Le hizo una señal al escribiente para que transcribiera y sentenció:

—Condeno a muerte a todos los astrólogos, adivinos y sabios que aconsejaron a Al Nasir en la campaña de la Omnipotencia.

Los magnates prorrumpieron en una ovación, tras la que el muftí de la mezquita Aljama tomó la palabra y dijo elevando los ojos al cielo:

—¡Ojalá sea este el fin de esa sucia y apestosa ralea que no deja de ofender con sus brujerías al que todo lo ve!

Najda asintió satisfecho con un movimiento de cabeza y prosiguió el discurso:

—Después de aquellas señales equívocas, nuestras tropas irrumpieron en territorio enemigo, recorriéndolo durante días de acampada en acampada, destruyendo las propiedades de los infieles, sus castillos, pueblos y cosechas y todos sus recursos, hasta detenernos en la fortaleza de Iscar, que fue hallada desierta. Fuimos luego a Alcazarén, cuyos campos asolamos, mientras avanzábamos hacia Zamora, sin apenas resistencia de los infieles. Y cuando llegamos a Simancas encontramos por fin allí al puerco rey Radamiro, con todos sus puercos condes, que se habían reunido y clavaban sus tiendas con su ejército junto al río llamado Pisuerga.

Se puso de pie el muftí de la mezquita Aljama y exclamó:

—¡Allah destruya Gallaecia y a todos los infieles politeístas! ¡Muera el puerco rey Radamiro!

Najda clavó en él una severa mirada y le pidió:

—Déjame terminar mi relato y, ¡por la gloria y la grandeza del Profeta!, no me interrumpáis más.

El muftí lo miró con aire aturdido y murmuró, como si hablara consigo mismo:

—¡Grande es Allah! Convertirá la vida de esos infieles en un infierno…

Najda esbozó un gesto de aprobación con la cabeza y retomó su relato:

—… Al tercer día de acampada, el califa me ordenó atacar a los enemigos muy de mañana, cuando se vio aparecer en el horizonte el refuerzo que les llegaba de Pamplona, Álava y Castilla. No podíamos perder tiempo ni dejarles tranquilidad para aposentarse. Entonces hice la llamada a todos los musulmanes en nombre del Comendador de los Creyentes y les caímos encima con todas nuestras fuerzas. La refriega fue muy violenta, como si la muerte se cebara solo en los infieles, cayendo muchos de sus grandes: el conde de Gormaz, el sobrino del puerco, el propio hijo de Fernando y otros muchos de sus caballeros. Concluyó la lucha con su derrota y retornamos victoriosos a nuestro campamento. El ejército pasó a las puertas de Simancas el día siguiente y presentó batalla una y otra vez, durante toda la semana. Rompimos las líneas del enemigo varias veces, pero se rehacían y, día tras otro, había que empezar de nuevo…

Hizo una pausa y, antes de proseguir, alzó sus ojos cansados y los mantuvo unos instantes en el techo. Después suspiró y dijo fatigosamente:

—No era nada fácil… Empezaron a faltarnos los alimentos, el grano y el forraje para las bestias… Entonces, antes de que nuestra gente comenzase a debilitarse y previniendo el desastre, aconsejé al Comendador de los Creyentes levantar el campamento y regresar a nuestras fronteras. Pues, al fin y al cabo, les habíamos causado ya mucho perjuicio a los infieles… No me parecía prudente un empeño irracional en la batalla a costa de perder más hombres y pertrechos. Le pareció oportuno a Al Nasir mi consejo y ordenó la retirada. Pero aclárese que no era una derrota, sino una inteligente decisión militar…

El gran cadí entrecerró un poco los ojos, como si pretendiera escoger bien sus palabras antes de continuar, y explicó:

—Se levantó el campamento en perfecto orden y fueron saliendo las tropas lentamente, con la retaguardia muy bien cubierta por lo mejor de nuestro ejército. Partió el califa con su guardia y se puso rumbo al sur, con el completo convencimiento de haber hecho gran daño a la pérfida gente de la Gallaecia, Allah la destruya.

El muftí se levantó del diván y extendió los brazos diciendo:

—Entonces… ¡Bendito sea Allah!

Najda lo miró con desesperación, como queriendo decirle: «Por favor, déjame terminar». Después, con aire desalentado, continuó:

—Íbamos alejándonos hacia el río Duero, tratando de salir de tierra de infieles, cuando nos encontramos atravesando unos incómodos breñales, difíciles de cruzar por su frondosidad. Entonces dieron aviso desde la retaguardia de que los enemigos nos venían a la zaga, con ímpetu. Como no era cosa de darse la vuelta para hacerles frente, por lo difícil del terreno, proseguimos la marcha y, de repente, nos vimos frente a unos barrancos profundísimos. Nos detuvimos y se trabó combate. Pero los infieles conocían mejor la región y se aprovecharon de lo abrupto de las sierras, cayéndonos encima desde las alturas. Los nuestros se despeñaban o corrían laderas abajo, por los tajos, sin poder defenderse, mientras nos llovían piedras y flechas desde todas partes…

El gran cadí dejó escapar un resoplido y regresó a sus ojos la mirada límpida y maligna.

—Entonces fue cuando se hizo evidente la hipocresía y la traición de algunos… En vez de ayudar, ¡malditos cobardes!, se apresuraron a huir. De entre ellos, el más traidor fue el perro general Aben Muhamad al Tawil… Lanzó el grito a los suyos: «¡Pongámonos a salvo!». Y dejaron atrás al ejército y al Comendador de los Creyentes, en el fondo del barranco, sin más defensa que su guardia…

—¡Traidores! ¡Muerte a Al Tawil! ¡Muerte a los traidores!… —gritaron los presentes.

Najda extendió las manos, rogó silencio una última vez y añadió:

—Yo me tomaré venganza en nombre del califa, en el vuestro y en el mío. Porque en aquella hora terrible se perdió el sagrado Corán de Al Nasir, su tienda, su pabellón y su cota de malla; sus más íntimas y queridas pertenencias. Y su vida se salvó porque Allah quiso guardarle…

—¡Muerte a los traidores! ¡Venganza! ¡Muerte al insidioso Al Tawil y a toda su gente!

El gran cadí miró con autoridad al escribiente y sentenció:

—Sean crucificados el traidor general Al Tawil en los muros de Córdoba y todos sus comandantes y oficiales con él.

11

Gallaecia, monasterio de San Pedro de Rocas

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