El camino mozárabe (11 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: El camino mozárabe
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—Comprendo eso que dices. Es muy sabio —dijo ella con expresión franca, volviendo a mirarle con unos ojos muy claros—. Pero soy humana y es muy duro dejar atrás la juventud. Aquella vida de entonces era muy bella…

Gemondo se rio y contestó con ternura:

—Recuerda las palabras de Job: «El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!». Dios nos devolverá lo mejor de nuestras vidas.

Anochecía y el bosque expandía una brisa húmeda, aromática y fresca. Goto inspiró profundamente, como si buscara llenar su ser de fuerza y optimismo.

—Me ayudas mucho —aseguró con firmeza—. Trataré de poner en práctica tus consejos y lucharé para que nada me arrebate la paz que ahora siento, después de escucharte.

Llegaron caminando a una pequeña ermita toda de piedra que se alzaba en un claro. Gemondo miró hacia el interior y después, volviéndose hacia ella, dijo:

—Ahora rezaremos los dos para que todo salga bien en tu viaje a la tierra de los mauros.

Goto abrió los azules ojos, sorprendida.

—¿Entonces? —balbuceó—. ¿Crees que debo ir?

—Naturalmente —contestó él con seguridad—. Debes ir, porque tu espíritu te impulsa a ello desde hace años. No obstante, es importante que sepas una cosa: a pesar de las precauciones que tomes, aun orando, reflexionando, escuchando consejos…, para obtener luz antes de adoptar tu decisión, para estar segura de obedecer a la voluntad de Dios, debes saber que no siempre encontrarás esa luz de un modo claro y evidente. A veces puede ocurrir que Dios no nos responda. Pero ¡eso es normal! Porque Dios nos deja ser libres. ¿Comprendes eso?

—Sí. Y lo acepto. El futuro es incierto… Si el Señor nos deja así, en medio de la incertidumbre, será porque tiene razones para no manifestarse.

—En efecto —sentenció él—. Y en medio de la incertidumbre hay que decir con paz: haga lo que haga, estará bien, puesto que intento hacer el bien.

14

Córdoba, Medina Azahara

Septiembre del año 939

—Al Nasir ya está en sus aposentos —comunicó Alí aben Alfar, el vestidor del califa, con el semblante cargado de pesadumbre.

A Lindopelo le dio un vuelco el corazón y sus ojos se abrieron espantados.

—¿He de ir ahora a teñirle el cabello? —preguntó con voz mortecina y visible desasosiego.

—No —respondió Alí muy serio—. Está de mal humor y no quiere ver a nadie. Será mejor que aproveches el tiempo tiñendo primero a las mujeres y, mientras tanto, esperemos a ver si mejora su ánimo.

Pasado un rato llegó Muhamad al Muhmín, el peluquero, para acompañarle hasta las dependencias de las mujeres. Lindopelo recogió sus cosas y le siguió por una estrecha escalera que comenzó a subir con el corazón palpitante, hasta llegar a un pasillo que conducía a una sala pequeña, coloreada de violeta, donde solo había una estera en el suelo y una mesita con una palangana y un aguamanil.

—Aguardemos aquí —le dijo Al Muhmín.

Tras un momento, Zakariya abrió la puerta y entró vestida de seda clara, cuya transparencia dejaba apreciar las excelencias de su cuerpo. Sonrió maliciosamente y preguntó sin ningún pudor:

—¿Me has traído eso?

Lindopelo miró interrogativamente al peluquero y este, con aire indiferente, respondió:

—Anda, dáselo ya, no sea que le salga la fiera que lleva dentro y nos clave las uñas.

Ella sacó de entre sus ropas una delicada copa de plata y la extendió con exigencia, haciendo que tintineasen sus brazaletes de oro.

Lindopelo rebuscó en el cesto donde llevaba sus cosas y extrajo una botella de vidrio labrado; quitó el corcho y escanció aromático vino en la copa. Zakariya lo degustó y luego emitió un largo:

—¡Hum! —bebió con avidez, alargó de nuevo la copa y añadió—: Verdaderamente delicioso. No sé de dónde sacas el vino, Lindopelo, pero no he probado nada igual.

El tintor sonrió y contestó:

—De la misma manera que no digo con qué hago mis tintes, me guardo el secreto del vino.

Ella frunció el ceño y agregó en un tono extraño:

—¡Viejo zorro! El día que alguien sea capaz de teñir como tú se te acabó la fiesta. Y ese día llegará…

—¡Qué mal me quieres, con lo bien que yo te trato! —contestó él, agraviado.

Ella levantó con reprobación sus cejas oscuras y repuso:

—Demasiado te quiero para lo interesado que eres.

Al Muhmín dio entonces una fuerte palmada y gritó:

—¡Basta ya de conversación! Empecemos el trabajo, que se va la mañana.

—No metas prisa —replicó ella con arrogante tranquilidad—, porque no me iré de aquí hasta que no me termine la botella. Y pienso tomarme mi tiempo…

Dicho esto, se sentó en la estera y cruzó las piernas, mientras cogía la botella para servirse otra copa. El peluquero se puso detrás de ella y empezó a cepillarle el largo cabello negro. Lindopelo a su vez preparaba el tinte con sus delicadas manos.

En esto, se abrió de nuevo la puerta y entró el vestidor del califa acompañado de otras dos mujeres. Una era delgada y rubia; la otra, menuda, pecosa y pelirroja. Detrás venía una criada con una gran olla de agua caliente.

—¿Adónde vais vosotros ahora? —les reprochó Al Muhmín desdeñoso—. Todavía no hemos empezado siquiera con Zakariya. ¿No podéis tener un poco de paciencia?

Zakariya soltó una estridente carcajada y dijo con desdén:

—Yo no tengo ninguna prisa. Que tiña primero a esas dos, mientras apuro el vino con tranquilidad.

—Pues que empiece con la rubita —otorgó el peluquero.

Lindopelo clavó sus ojos en ella. La más rubia de las mujeres permanecía sonriente y callada. Su rostro era de piel muy clara y llevaba una larga trenza recogida en la nuca, descuidada, que acentuaba la esbeltez de su cuello pálido y delicado. Bajo la túnica azul cielo se adivinaba el talle delgado y el pecho firme.

Zakariya también la observaba con una sonrisa burlona. Bebió un sorbo de vino, se pasó el dorso de la mano por los labios húmedos y dijo divertida:

—Ahí la tienes, toda blanca y rubia… Al Nasir babea cada vez que la ve. Seguramente querrá estar con ella cuando se le pase el mal humor. Pero resulta que, gustándole tanto el cabello dorado en los demás, sin embargo no lo soporta en sí mismo y se lo tiñe de negro…

—¡Uf! —resopló Al Muhmín—. Tampoco quiere vello rubio en la mata del bajo vientre de las mujeres. A estas dos las quiere por arriba tal como son, rubia la una y pelirroja la otra. Pero, por abajo, ¡las matas negras como cuervos! Rarezas de nuestro altísimo dueño…

Lindopelo respiró profundamente y, haciendo un esfuerzo sobrehumano para que no se advirtiera su azoramiento, se acercó a la rubia y le levantó la túnica hasta el ombligo. Estuvo mirando paralizado el pubis dorado, suave, y se lamentó:

—¡Qué pena oscurecer esta miel!

Luego preparó cuidadosamente el tinte y lo aplicó con delicadeza donde debía, con una especie de pincel de mango largo, evitando que sus dedos rozaran lo más mínimo la piel o el vello de la joven, ante los inquisitivos ojos de los eunucos. Cuando terminó su trabajo, dijo:

—¡Hala!, la paloma blanca ya es negra, con el plumón igual de suave. Lavadla con agua tibia y esperad a que se seque solo, sin usar toalla ni nada.

Los eunucos hicieron lo mandado y después estuvieron admirando el resultado entre exclamaciones:

—¡Qué maravilla!

—¡Qué preciosidad de mata!

—¡Negra como azabache!

A continuación se siguió idéntico proceso con la pelirroja. Mientras el tintor manejaba el pincel con destreza y el vello anaranjado se tornaba oscuro, el peluquero comentaba:

—Al Nasir estará contento cuando vea la admirable obra… Estas muchachas harán su delicia y se alegrará. ¡Cuánta falta le hace ser feliz ahora! Allah premiará cualquier cosa que hagamos para aliviar su desdicha…

Zakariya volvió a soltar una de sus risotadas y repuso irónica:

—Ahora va a resultar que los problemas de Al Nasir se arreglan con los cepillos negros de esas dos… ¡Qué tonterías decís! Todos aquí le conocemos bien. Nuestro amo estará rabioso y solitario durante mucho tiempo. No está acostumbrado a las contrariedades y este golpe ha sido muy duro. Me temo que tardará en ser el mismo… Si es que vuelve a ser el mismo. De momento no quiere oír hablar de banquetes, fiestas ni música… Está encerrado en sus habitaciones y apenas sale para dar un paseo.

Lindopelo permanecía callado. Conocía de sobra a todos los que estaban allí, como las rivalidades e intrigas del harén. Sabía que lo más prudente era mantenerse al margen. Pero, repentinamente, le dominó cierta angustia y dijo:

—Entonces, ¿qué hago yo aquí? Si Al Nasir no quiere ver a nadie, seguramente no querrá que le tiña. ¡No voy a pasarme aquí toda la vida!

—¡A callar! —le espetó Zakariya—. De momento, debes encargarte de mí…

—¿Te tiño la mata? —preguntó él con falsa inocencia.

—¡Lo mío no lo toca nadie! —gritó ella—. Además, no necesito que me lo tiñas, lo tengo negro como la noche… Pero no me vendrá mal que me ocultes las canas que me van saliendo en la cabeza.

15

León

Primeros de octubre del año 939

Una larga fila, compuesta de carromatos, caballerías y hombres a pie, avanzaba por la vieja calzada que unía el extremo de la Gallaecia con la ciudad de León. La mañana era fresca y en el páramo aún amarilleaban los signos del estío: rastrojos, secas praderas y campos de lino. Hacia el norte, como un paredón oscuro, se alzaba la silueta lejana de los montes, y la densidad gris de un cielo cargado de nubes lo envolvía todo. No había polvo, merced a la lluvia tibia de la otoñada temprana, pero tampoco barro; de manera que las gruesas ruedas de madera se desenvolvían bien entre los guijarros, baches y descarnaduras del camino. Fatigados pies humanos, cascos, pezuñas y herraduras sostenían un paso uniforme, discurriendo por las suaves ondulaciones del terreno, ora cuesta arriba, ora cuesta abajo. Más descansados iban quienes gozaban del privilegio de viajar en las monturas de los caballos, en la ancas de las mulas o en los mullidos regazos de las carretas tiradas regular y cómodamente por mansos bueyes. Porque en aquella larga fila, además de mercaderes con sus recuas de bestias cargadas y peones caminando en busca de fortuna, iban, acompañados de sus gentes, importantes magnates: condes, obispos, abadesas, abades y caballeros gallegos que acudían a León, para asistir a la asamblea plena convocada por el rey Radamiro con motivo de su celebérrima victoria sobre el enemigo agareno. Al frente de todos, viajaba con su comitiva el obispo de Santiago. Tras él, con los suyos, el obispo Rodesindo y su hermano, el conde Fruela Gutierrez. Agregada al séquito de estos últimos, cabalgaba la abadesa y reina Goto, recibiendo en la cara el agradable aire que apagaba el fuego de sus pensamientos, dirigiéndose a ver al rey, con ardiente decisión, dispuesta a convencerle de que la ayudara en su intrépida empresa de devolver a Gallaecia los huesos del mártir san Paio.

La caravana atravesaba una llanura, a derecha e izquierda del camino se extendían grandes barbechos. Más adelante, pasó junto a unas míseras aldeas cuyas casuchas de adobe se confundían con el color de la tierra. Todo estaba desierto y en calma. Hacía tiempo que los aldeanos habían acudido en masa desde todas partes a la capital para beneficiarse de la magnanimidad del rey. La noticia de la victoria tenía al reino entero colmado de esperanzas. Solo se vieron algunos campesinos vendimiando en unas tupidas viñas cuajadas de dorados racimos. También para ellos este fue un día venturoso, a pesar de haberse tenido que quedar sacrificados a sus tareas, porque los viajeros se detuvieron y les compraron las uvas a muy buen precio.

La reina Goto se paró a contemplar la alegría en las caras de los viñadores. Se sintió asimismo dichosa cuando vio a unos niños cantando a la vera del camino. Cualquier punto hacia donde dirigiese su mirada le devolvía una imagen bella: las frondosas vides, las grandes choperas en cuyas enmarañadas ramas el aire provocaba un movimiento perezoso del que se desprendía un murmullo, los rebaños desplazándose lentamente por las laderas de los cerros, los verdosos riachuelos fluyendo entre matorrales y arboledas, la serenidad de la llanura… Todo le resultaba muy familiar, como si se tratara del rostro de un antiguo y entrañable amigo. Porque ella había pasado la mayor parte de su juventud en aquellas tierras leonesas, antes de que su esposo don Sancho Ordóñez fuera coronado monarca de Gallaecia reinando en León don Alfonso el Monje. Todos los rasgos característicos del paisaje, los campos, las aldeas y la silueta oscura de las murallas de la ciudad a lo lejos, estaban asociados en su mente a unos recuerdos que, en su conjunto, formaban la idea de su juventud, la esencia de sus fantasías y sentimientos pasados. Y dondequiera que mirasen sus ojos, hallaba algo que invitaba a su alma a vibrar con nostalgia.

Así estuvo, cavilosa, hasta que la honda voz del obispo Rodesindo la sacó de su ensimismamiento:

—Abadesa Goto, hermana mía —le preguntó—, ¿por qué estás tan meditabunda? ¿Acaso temes aún no poder realizar tu sueño de traer a nuestra Gallaecia los santos huesos de Paio?

La voz venía de detrás de ella y le estremeció el corazón. Rápidamente se volvió y vio al obispo montado en su mula parda, cubierto con la capa blanca, el rostro saludable y tranquilo. Detrás de él, como su sombra, su hermano el conde Fruela Gutiérrez sonreía.

—¿Por qué me preguntas ahora eso? —contestó ella—. Ya te dije antes de emprender el viaje que estoy plenamente decidida. No he venido a León solo para participar en la asamblea plena que convoca el rey.

—¿De verdad crees que Radamiro te autorizará? —preguntó el conde—. Cierto es que la victoria sobre los mauros ha sido muy grande. Pero aún no hay paz firme. Tu viaje a Córdoba puede resultar muy peligroso…

—No temo a los mauros. Lo que me angustia es solo pensar en tener que abandonar esta ilusión. Hay que traer de una vez esas reliquias…

—¡Naturalmente! —afirmó Rodesindo con exaltación—. Nuestra bendita Gallaecia será más sagrada si podemos venerar en ella al santo mártir. No hemos de abandonar esa ilusión, que no es solo tuya, sino de todos.

Se hizo el silencio. Goto parecía esperar con impaciencia que el obispo añadiese algo, pero Rodesindo y su hermano el conde no abrían la boca, así que ella dijo:

—Puesto que pensáis así, ¿me ayudaréis a convencer al rey?

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