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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El camino mozárabe (15 page)

BOOK: El camino mozárabe
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La mujer se turbó. Era menuda, muy rubia; su pelo trenzado y recogido redondeaba su cabeza. Sus mejillas sonrosadas se pusieron muy rojas y sus ojillos azules pestañearon. Goto entonces la abrazó, y después del abrazo sus miradas volvieron a cruzarse. Didaca retrocedió un paso, llevada por su confusión y su vergüenza, y dijo titubeante:

—Nunca he dejado de sentirme sierva tuya…

Cualquier resquicio de tensión o desasosiego desapareció en el corazón de Goto, aunque estaba muy impresionada. Posiblemente no lograba alejar los tristes recuerdos anclados en sí misma, como una enfermedad crónica que la había acompañado durante los últimos trece años de su vida, pero una rara atmósfera tranquilizadora la envolvía completamente. Dio gracias a Dios por ello y exclamó:

—¡Oh, Dios mío, parece un sueño! ¡Apenas doy crédito a mis ojos! Nunca pensé que volvería aquí…

Didaca salió de su confusión con un sonoro suspiro y dijo, como si no pudiese decir otra cosa:

—Dómina Goto, debes entrar en la sala del trono. La recepción va a comenzar…

Ella reaccionó ante esta sugerencia, miró en derredor y vio que la fila de condes, obispos, caballeros y damas avanzaba por ambos lados del patio. Se encogió de hombros, soltó una risita y respondió:

—Vamos, vamos… Tienes razón. Después hablaremos.

Entraron en la sala del trono y un chambelán de voz cantarina anunció:

—¡Dómina Goto! ¡Reina de Gallaecia! ¡Abadesa de Castrelo de Miño!

Se hizo un gran silencio, seguido de un murmullo sordo. Detenida delante de la puerta, ella inspeccionó la sala con una mirada larga e intensa. A diferencia de lo que había observado en la ciudad, y en lo poco que había recorrido del palacio, allí nada encontró que le resultase familiar. Todo era diferente a como ella lo recordaba, incluso la disposición de las gradas, los escaños y el solio real. Antes los tronos del rey y la reina estaban al fondo, frente a la puerta de entrada; ahora, en cambio, descansaban sobre un estrado muy elevado, en el lateral derecho. Las paredes estaban revertidas con telas purpúreas de damasco, había lámparas de bronce, alfombras cubriendo completamente el suelo, preciosos escritorios para los notarios, y por todas partes mayordomos y maceros con vistosos ropajes. Todo resultaba suntuoso e impresionante, en nada semejante a como era en los tiempos de Ordoño II. Saltaba a la vista que, como muchos decían, Radamiro estaba imponiendo en la corte los usos y los lujos del sur, influido por lo que le contaban los que viajaban a al-Ándalus.

Los escaños estaban ocupados al completo por los condes y prelados que dialogan entre ellos; los báculos, regatones y cetros sobresalían por encima de las cabezas tocadas con capuchas puntiagudas, bonetes y gorros de piel. Hacía calor en la amplia estancia, merced a la aglomeración de personas que la abarrotaban hasta el último rincón. Goto se sintió confundida y la invadió una especie de sofoco al no saber dónde debía situarse. Pero Didaca, que para eso debía acompañarla, le susurró:

—Por aquí, dómina.

La condujo hasta el lateral derecho de los tronos, donde estaba dispuesta una cátedra de alto respaldo y a su lado un taburete a juego, ambos de madera oscura labrada. Se sentaron, la reina abadesa en la cátedra y la dama en el taburete. Pasó un largo rato y después se oyó el anuncio de los cuernos y las bocinas, seguidos de los atabales. Luego siguió un silencio expectante y el gobernador de la ciudad gritó:

—¡En pie!

Pasaron unos minutos silenciosos y se removió una larga cortina azulada, que estaba colgada sobre una gran puerta, bajo el estandarte real. Goto giró la cabeza hacia ese lado, con el corazón palpitante de interés. Entraron algunos pajes y descorrieron la cortina. No tardaron en aparecer el rey y la reina con sus hijos. El rey era hombre fuerte, de poco más de cuarenta años, aspecto saludable, barba espesa color castaño y ojos grisáceos de mirada centelleante; siempre parecía estar en guardia y jamás separaba la mano derecha de la enorme espada que le colgaba del cuello. Avanzaba, no obstante, tranquilo y digno, con pasos cortos a la vez que lentos, transmitiendo respeto, tal vez por indicación de sus altos consejeros. La reina Urraca vestía un elegante traje negro; tenía la tez muy clara, cuerpo delgado, más bien alto, finos rasgos y ojos pequeños y apagados. Los hijos eran cuatro: Teresa, de unos dieciséis años; Ordoño, de catorce, y los pequeños Elvira y Sancho, de cinco y cuatro años de edad respectivamente; los dos mayores eran fruto del primer matrimonio de Radamiro con Adosinda, y los dos menores de este segundo casamiento con Urraca Sánchez. Todos avanzaron en silencio hasta el estrado donde estaban los tronos. Luego fueron acomodados y se dio inicio a la asamblea con los inevitables discursos, aclamaciones, distinciones y obsequios. Toda la sesión, muy larga y solemne, gravitó en torno a la celebrada victoria de Simancas, tal y como era de esperar, dada la relevancia del acontecimiento. Una vez más de tantas, un pregonero cantó en alta voz la crónica compuesta por el obispo Ero de Lugo, siendo interrumpido frecuentemente por las aclamaciones y vítores de la concurrencia. La exaltación llegó al límite cuando se narraron los sucesos finales de la batalla; la huida de los sarracenos con el consiguiente abandono en el campo del pabellón, la tienda de campaña, el libro del Corán y la rica cota de malla de Abderramán tejida en oro. Llegado a este punto, el cantor de la hazaña se calló. Entonces irrumpió en la sala una fila de caballeros portando los enseres personales del califa arrebatados en el combate, ante el asombro de los presentes, que hasta ese momento no habían podido verlos. Un silencio curioso precedió a la clamorosa ovación que infló de orgullo al monarca, que, puesto de pie, respondió a los vítores con expresivos movimientos de sus manos alzadas.

Cuando cesó el revuelo, prosiguió el pregonero cantando la hazaña, hasta que nuevamente calló, después de relatar la captura del poderoso gobernador de Zaragoza Muhamad aben Hashim al Tuyibí, junto a otros importantes prisioneros del ejército muslim. Entraron entonces otros cuatro caballeros custodiando al cautivo. Era Al Tuyibí un hombretón de abultado cuerpo, vestido con rica túnica profusamente bordada y alto gorro lleno de alfileres de oro; sus negros ojos brillaban en la cara tostada por el sol. Aun viniendo el prisionero ricamente ataviado, las muñecas que le asomaban entre los encajes de las mangas estaban aherrojadas con grilletes y cadenas. Era este contraste la manera de exhibir el gran valor de la presa cobrada.

Al entrar el cautivo en la sala, hubo un gran movimiento de curiosidad. Se alzaron en sus sitiales los condes y prelados y se extendió un murmullo de asombro que dio paso a nuevos vítores y aclamaciones.

Se adelantó entonces el obispo de Santiago y, alzando el báculo ante el rey, exclamó:

—¡Este es el día del Señor! ¡Este es el tiempo de su misericordia! ¡Alabado sea el Todopoderoso! ¡Viva el apóstol Santiago! ¡Viva nuestro invicto rey Radamiro!

—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! —contestó la concurrencia puesta de pie.

20

Córdoba, palacio del gran cadí

Octubre del año 939

Najda ben Husayn, el gran cadí de Córdoba, estaba sentado ante su escritorio en la cancillería cuando entró de improviso el secretario principal, Abdul al Bari, con sus característicos pasos cortos y rápidos y esa mirada apremiante habitual en sus menudos ojos negros.

—Allah esté siempre contigo —saludó jadeante—. He venido todo lo deprisa que he podido, porque lo que tengo que comunicarte es de suma importancia.

Najda se puso de pie y exhibió su presencia grande y poderosa. La herida de su rostro había cicatrizado ya y acentuaba la serenidad de su expresión. Observó al secretario durante un instante y luego esbozó un gesto para autorizarle a seguir hablando.

Abdul se acarició nerviosamente la barba ensortijada y dijo con circunspección:

—Como bien sabrás, he estado en Medina Azahara… Y lamento tener que comunicarte que Al Nasir no quiere recibir a nadie… Así me lo ha hecho saber su chambelán mayor.

Al oírle decir aquello, el semblante de Najda perdió toda su dureza y demudó. El secretario entonces añadió, como si quisiera disculparse de algo:

—Créeme, lo he intentado todo… He hablado con su chambelán privado, con los secretarios, con los eunucos… ¡Nada! Todos cuentan lo mismo: la ira de Al Nasir, lejos de aplacarse durante las últimas semanas, ha ido en aumento. Vive encerrado en sus aposentos y todo el mundo allí teme acercarse a él lo más mínimo…

El gran cadí escuchó estas explicaciones, cabizbajo y pensativo, con evidente angustia. Pero, como si temiera que al prolongar su silencio el secretario fuera presentando un panorama aún más funesto, levantó la cabeza diciendo:

—Sí, sí, es de comprender que el Comendador de los Creyentes esté desolado… Nunca antes en su vida había conocido un fracaso tan grande… Allah sabrá el porqué de aquella derrota. ¡Grande es Allah!, y su sabiduría escapa a nuestro pobre entendimiento. Pero hemos de lograr que Al Nasir se sobreponga y nos dé la oportunidad de vengarnos del enemigo y restablecer la gloria de Córdoba. ¿Qué otra cosa si no podemos hacer?

El secretario movió la cabeza en sentido afirmativo, mientras sus labios murmuraban:

—Sí, hay que hacer algo cuanto antes.

En los ojos fieros del gran cadí se reflejaron sus cavilaciones. Luego dijo, como si hablara consigo mismo:

—Si el califa consintiera en recibirme…

Abdul, sin poder contenerse, le dijo con un todo en el que se unían la angustia y la súplica:

—¡Por la misericordia de Allah…! Si vuelvo allí a insistir estallará la cólera del califa y solo Dios sabe lo que puede sucederme. Ve tú si quieres. Yo no pienso volver.

Najda frunció el ceño manifestando su contrariedad y después le regañó:

—¡Cállate! Haremos lo que deba hacerse, tanto tú como yo. ¡No permaneceremos de brazos cruzados! Si hay que volver a insistir a Zahara se irá.

El secretario le lanzó una mirada llena de perplejidad y temor. Luego replicó:

—Veo que no has querido escuchar lo que he venido a decirte… Y te obstinas en intentar algo que de momento resulta completamente imposible… He estado allí, te he dicho, y he hablado con unos y otros… ¡No sabes el aire de tristeza que se respira en Zahara! ¡Oh, Allah el Misericordioso! Nuestro califa está deshecho, hundido, desolado…

Se calló durante un rato, hasta que sus ojos se inundaron de lágrimas y prosiguió después con voz lastimera:

—Al Nasir apenas come, no quiere ni oír hablar de los músicos, no visita el harén… ¡Con lo que él ha sido! Dicen los chambelanes que solo se dedica a orar, porque cree que Allah está enojado con él… Piensa que Allah le da la espalda… Y su mayor sufrimiento tiene su causa en saber que su apreciado libro del Corán está en las sucias manos de los puercos politeístas cristianos… ¿No te das cuenta? El califa ve un signo funesto, un presagio fatal, en el hecho de haber perdido en el combate sus preciados enseres: la cota de malla tejida con hilos de oro, el estandarte con las invocaciones del Profeta, la espada, la tienda de campaña y… ¡Oh, Allah el Clemente! Y su maravilloso libro del Corán; único en el mundo: siete tomos escritos y encuadernados en la tierra de Mahoma, siete joyas sagradas que no tienen igual entre los libros del mundo… Sin duda, se trata de una gran desgracia.

A pesar de que el gran cadí no estaba menos angustiado que el secretario de la cancillería, que los visires y que los chambelanes de Zahara, ni era menos consciente de la gravedad de la situación, quiso encontrar alguna propuesta, algo que decir frente al pesimismo que parecía embargar a todos; por una parte, para tratar de animar a Abdul en ese momento y, por otra, porque sentía que el deber le obligaba, como depositario del mayor poder en la ciudad y jefe de todos los ejércitos. Puso una mano comprensiva en el hombro del abatido secretario, como para infundirle ánimos, y luego empezó a caminar pensativo por la estancia. Tragó su reseca saliva y gritó:

—¡Traedme agua fresca!

Enseguida se entreabrió la puerta y asomó la cabeza solícita de un criado que regresó al punto con una jarra y dos vasos. Sirvió el agua y bebieron Najda y Abdul, intercambiando miradas interpelantes. Suspiró el gran cadí y retornó a sus paseos por la habitación. Volvían a su mente los recuerdos de la malograda campaña del Supremo Poder, la retirada, el desastre de la jornada del barranco, la derrota, la huida vergonzosa, la cobardía de algunos, la traición. Sus labios invocaron a Allah con una voz imperceptible. Luego puso sus ojos llenos de ansia en los del secretario y susurró como avergonzado:

—Aquellos traidores…

Abdul asintió con la cabeza, compartiendo su rabia y su rencor, y dijo:

—Maldito Al Tawil. La única satisfacción que ha tenido el califa desde la desgracia fue ver cumplida su venganza y a ese presuntuoso, crucificado y retorciéndose de dolor. Allah nos recompensará a ti y a mí por haberle dado su merecido a esos miserables traidores…

De repente, estas palabras sacaron a Najda del torbellino de sus pensamientos y su rostro pareció brillar de optimismo. Dio una fuerte palmada y exclamó:

—¡Ya está! Ya sé cómo vamos a sacar a Al Nasir de su melancolía.

Abdul lo miró dubitativo y dijo con irrenunciable desconfianza:

—¡Ay, óigate Allah el Todopoderoso! Pero me temo que…

Najda, animándose cada vez más así mismo, se aproximó a él y manifestó con aplomo:

—Eso es lo que el califa necesita: ¡venganza!

El secretario suspiró con resignación:

—Naturalmente. Si pudiera ver crucificado al puerco rey Radamiro…

—¡Claro! —contestó el gran cadí con una voz que se excitaba a medida que maduraba su idea—. Ese momento llegará cuando sea la voluntad de Allah, pero antes… Antes debemos hacer justicia, porque todavía no hemos hecho justicia como se debiera. Aquí en Córdoba quedan vivos muchos hombres que son tan culpables de la desdicha del califa como Al Tawil y su gente…

Abdul captó lo que quería decir, pero, a pesar de apreciar el entusiasmo de Najda, repuso con desconfianza:

—Ha muerto ya mucha gente…

—No la suficiente.

—¡Cuidado! Más sangre puede resultar un peligro…

El gran cadí se sirvió otro vaso de agua y bebió con avidez. Después se pasó el dorso de la mano por los labios, lanzó un fuerte suspiro y dijo:

—La sangre es a veces un buen remedio. Tú mismo lo has dicho: la única satisfacción que ha tenido Al Nasir desde la derrota ha sido ver morir a esos cobardes que lo abandonaron en medio del desastre. Creo, sinceramente, que no ha sido bastante escarmiento… Hay que iniciar cuanto antes una nueva investigación para hallar más culpables…

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