Córdoba, barrio de la Tiracería
Octubre del año 939
Después de haber permanecido despierto durante toda la noche, Lindopelo se levantó de la cama antes del alba y tanteó en plena oscuridad, con lentitud y precaución, el camino hasta la puerta de su casa, como si temiera que la más mínima luz le devolviera a la terrible realidad de encontrarse sin su preciosa cabellera. Antes de salir a la calle, envolvió cuidadosamente su cabeza calva con un turbante mientras lloraba con amargura. Entreabrió luego la puerta y se asomó, encontrando en el exterior una penumbra mezclada con los primeros rayos de luz por encima de los tejados. Tan temprano no se oía más que el sonido de las ruedas de los carros, el golpeteo de los cascos de los borricos que llevaban las mercancías al zoco, la tos de los comerciantes madrugadores y alguna que otra voz suelta en los callejones. Antes de que el ajetreo en su barrio fuera en aumento, salió y caminó con pasos ligeros arropado por la oscuridad. Cuando veía las siluetas indefinidas de la poca gente que transitaba a esa hora, retrocedía perplejo y se ocultaba en el hueco de un portal. Pasado el peligro, se aventuraba de nuevo por el laberíntico entramado de callejuelas y adarves, avanzando cada vez más apresuradamente, temiendo la inminente salida del sol. Jadeando, gimiendo de vez en cuando, llegó al extremo de la Tiracería y se detuvo delante de una casa antigua, con dolor y vergüenza al mismo tiempo, sufriendo por el trastorno y la preocupación que causaría su visita. Porque aquella era la vivienda de sus ancianos padres. La puerta se abría a un callejón sin salida, donde se amontonaban fardos, sacos y montones de material desechado por los oficios propios del barrio. Ahora se podía ver todo con claridad y las luces de la mañana fluían desvelando hasta el último contorno. De repente, algo se movió entre unos escombros y a Lindopelo se le escapó un «¡Ay!» asustado. Aunque enseguida reparó en que se trataba de un gato aún más atemorizado que él y llamó a la puerta con ansiosos golpes. Nadie respondía y tuvo que insistir durante un rato, nervioso, mientras se decía: «Cada día están más sordos estos viejos».
Al fin se abrió la puerta y asomó la cabeza de su padre, cubierta por una abundante mata de pelo completamente blanco. El anciano, nada más ver a su hijo, le reprochó con enojo:
—¡Hace meses que no te vemos! ¡Más de tres meses! Tu pobre madre está enferma… Y tú, ¡desagradecido!, andas olvidado de nosotros… Seguro que vienes a pedir algo; siempre apareces cuando tienes problemas…
—¡Ay, padre mío! —suplicó compungido Lindopelo—. Solo Dios sabe lo desgraciado que soy… Te ruego que no me riñas.
El anciano meneó la cabeza con resignación y se hizo a un lado para abrirle paso. Lindopelo entró y cruzó el pequeño patio de la casa, al que daba la habitación del horno, ya encendido, en cuyo vientre se cocía un pan.
—¡Hum…! —exclamó—. El pan de siempre, a la hora de siempre…
Su padre le seguía, deslizando los pies por las baldosas de barro del suelo, mirándole de forma inquisitiva y murmurando:
—¿Qué demonios te habrá sucedido esta vez? ¿En qué líos se habrá metido esa cabeza loca?
Sin hacerle caso, Lindopelo fue hasta el rincón izquierdo del patio, donde estaba el pozo, se asomó y se lamentó:
—¡Ojalá nadie me hubiera sacado de este agujero hondo cuando me caí siendo niño! ¡Ojalá Dios me hubiera llevado consigo! Si ni mis propios padres me quieren, ¿para qué vivir?
—¡No exageres! —le reprochó el anciano—. Tus padres sí te quieren. Pero… ¿quieres tú a tus pobres padres?
Lindopelo sonrió al fin y cruzó el patio hasta llegar a una escalera estrecha, por la que subió al único piso superior de la casa, donde estaba la habitación de sus padres. Entró y vio allí a su madre sentada en la cama. Era ciega, a pesar de lo cual dirigía sus ojos hacia la puerta con curiosidad. Al acercarse a ella, Lindopelo decía meloso:
—¡Ay, madre! ¡Mi bendita madre! ¡Mi santita, mi viejecita…!
La anciana extendió los brazos dejando escapar de sus labios una sonrisa que desvelaba su felicidad y su bienvenida.
—¡Hijo mío, Estebanito! —exclamó.
Él la abrazó y sollozó durante un rato mientras se besuqueaban, en las mejillas, en la frente, en la cabeza y en todo aquello donde caían sus labios.
El padre por su parte, que había subido más lentamente detrás, protestaba abatido y resignado:
—¡Hala, como si no hubiera pasado nada! ¡Siempre lo mismo! Nos podríamos haber muerto sin que este hijo nuestro se hubiera enterado y encima ¡mimos! Si la culpa la tienes tú, por haberle consentido tanto…
—¡Anda, calla, viejo gruñón! —le espetó la madre con voz apagada por la congoja.
Tras abrazar a su hijo, la vieja le palmoteó cariñosamente las mejillas y luego paseó sus manos temblonas por el turbante, mientras decía:
—Tu pelito, el lindo pelito de mi niño… ¿Desde cuándo usas turbante, hijo?
—¡Ay, madre! —suspiró él.
Lindopelo dejó que su madre desliara la tela y que palpase el cráneo mondo, con la perplejidad brotando en su rostro arrugado.
—¡Ay, Virgen Santa! —exclamó horrorizada—. ¡Estás totalmente calvo, hijo de mi vida!
Se apartó de ella Lindopelo y retrocedió hacia un taburete. Se sentó y expresó con amargura:
—El califa ordenó que me quemaran todo el pelo. La piel ya se me va curando, pero tarda en crecer el cabello… Me lo rasuro para que salga más fuerte…
La anciana deslizó los pies en el suelo, buscando a tientas sus babuchas, hasta encontrarlas e introducirlos en ellas, y se levantó extendiendo los brazos hacia donde estaba su hijo.
—¡Estebanito mío! —decía—. ¡Ese diablo sarraceno! ¿Por qué? ¿Por qué te hizo eso? ¡El califa siempre te ha querido!
El padre, a su lado, agitó la cabeza perpleja y dubitativa, mientras empezaba a gritar:
—¡Ya sabía yo que al final todo esto acabaría mal! ¡Y dale gracias a Dios por que no te hayan cortado la cabeza! ¡Qué imprudencia no habrás cometido, cabeza loca! ¡Si ya lo sabía yo!
—¡Calla de una vez, viejo testarudo! —le replicó su mujer—. No le atosigues ahora. ¿No ves lo desgraciado que se siente?
Lindopelo se echó a llorar. Cubriéndose el rostro con las manos, se quejaba:
—Lo peor de todo es la gente… Esos envidiosos de mi barrio parecen felices al ver lo que me ha pasado. Se ríen de mí, hacen mofa de mi desgracia…
—¡Malditos! —balbuceó la madre—. ¡Dios los castigue!
Reinaron el silencio y la tristeza durante un largo rato, hasta que la anciana miró con sus ojos apagados en la dirección que estaba el padre y dijo:
—Nuestro pequeño se quedará aquí con nosotros. Nos necesita… ¡Somos sus padres!
—¡Lo sabía! —protestó el viejo—. Solo viene cuando precisa algo. Es un egoísta.
—Para eso están los padres —repuso ella—. He dicho que se quedará con nosotros y no se hable más del asunto.
—Era lo que nos faltaba —refunfuñó el padre—. Ahora tendré que cuidar de los dos, porque este hijo nuestro no sabe hacer nada aparte de teñir el pelo a los sarracenos.
—¡Calla de una vez! —gritó la anciana—. ¿Es que no tienes alma? ¿No estás viendo lo que le ha pasado? La gente ha sido cruel con él, pobrecillo, y tú dale que dale…
El anciano salió de la habitación y bajó por la escalera entre refunfuños:
—Siempre lo mismo, siempre igual… Debería ocuparse él de nosotros y no ser al revés…
La anciana entonces buscó a tientas a su hijo y lo abrazó de nuevo, susurrándole:
—Anda, cuéntale a tu madre por qué te han hecho eso.
Lindopelo buscó refugio en su regazo como si fuera un fugitivo, mientras manifestaba:
—El califa es un hombre cruel. Después de su derrota en el norte frente a su odiado enemigo, se ha vuelto más cruel aún. Todo le molesta… Súmase a eso que se siente envejecer y no lo soporta…
—¿Volverás allí? —le preguntó la madre con voz temblorosa.
—¡Me muero de miedo solo de pensarlo! Quiera Dios que se olvide de mí y no vuelva a llamarme nunca más…
León
Octubre del año 939
Durante su estancia en León, la reina Goto se hospedaba en el monasterio de San Marcelo, situado fuera de la muralla, frente a la puerta Cauriense. A pesar de haber sido invitada por su cuñado el rey Ramiro a vivir en la residencia real, prefirió la austeridad monacal a los lujos de palacio, por temor a escandalizar a las monjas que la acompañaban. Pero, transcurridos dos días desde su llegada a la ciudad, debía comparecer en el Aula Regia forzosamente junto a los grandes del reino por pertenecer a la familia del monarca.
Salió muy temprano y, a pesar de ello, encontró en las calles un murmullo extraordinario. A León afluían gentes llegadas de todos los territorios del reino y las anchas calzadas que unían las puertas de la ciudad con el núcleo más noble, donde se hallaba el palacio del rey, estaban abarrotadas de condes, prelados y próceres que avanzaban lentamente, acompañados por sus séquitos de infanzones, clérigos y escuderos. A esto se sumaba la abundancia de burgueses, mercaderes y pueblo llano que colmaban las plazas y mercados desde antes de que amaneciera, para sacar provecho de tal aglomeración o, sencillamente, para disfrutar contemplando la concentración de magnates en la capital del reino. No podía darse un paso. El griterío, los vítores y los aplausos resultaban ensordecedores e impedían a los encargados de guiar a los cortejos entenderse y conducir con orden y agilidad a quienes debían participar en la recepción.
Tardó Goto más de una hora en conseguir que su mula bordease la muralla para avanzar por donde estaba establecido el recorrido de los séquitos de los magnates, por la carrera del mercado, después de atravesar el arco del Rey. Cuando vio repentinamente las calles, las iglesias y palacios, se le fue encogiendo el pecho hasta sentir ahogo. Había estado ausente de León durante trece largos años, que habían transcurrido sin haber echado de menos aquella ciudad de su juventud ni una sola vez. Porque, aunque durante un tiempo fuera dichosa en León, extraordinariamente dichosa, ese tiempo duró poco. Y todo lo que sucedió después fue tan terrible que espantó sus recuerdos; sin dejar que ni uno solo de ellos, por felices que fueran, revoloteasen sobre sí, salvo en el nimbo oscuro, opresivo, de sus peores pesadillas. Porque los últimos años que vivió allí estuvieron teñidos con el color propio del miedo. Fueron los tiempos que siguieron a la muerte del rey Ordoño II, cuando ocupó el trono Fruela el Leproso, quien reinó brevemente, poco más de un año, antes de morir a causa de la lepra. Le sucedió su hijo Alfonso Froilaz, apodado el Jorobado. Fueron meses de intrigas, enfrentamientos y pasiones desatadas, hasta que finalmente este último rey fue depuesto, apresado, cegado y expulsado del reino por orden de Radamiro, tras una feroz rebelión que se cobró mucha sangre. Los hijos de Ordoño II se repartieron después el reino. A Radamiro, el menor, se le dio el territorio de Portugal. Sancho Ordóñez, a quien correspondía por su primogenitura el trono leonés, renunció a favor del hermano mediano, Alfonso; y marchó con su esposa la reina Goto a Galicia, donde fue coronado rey. En verdad había sido feliz ella durante su adolescencia y su juventud. Pero cuando tuvo una oportunidad huyó velozmente de León; y después le dio la espalda a sus recuerdos, furiosa y desesperada, evitándolo en adelante con todas sus fuerzas sin considerarlo como paso obligado para ir a cualquier otro sitio, ni como meta en sí mismo. Ni siquiera durante los años que su esposo reinó en Gallaecia le acompañó en las ocasiones que este tuvo que desplazarse para participar en las bodas reales y las reuniones familiares que convocaban sus hermanos.
Ahora, la ciudad que conoció en su adolescencia y su juventud candorosa aparecía ante sus ojos. Nada había cambiado. La iglesia de San Salvador estaba rodeada por calles tan estrechas que un carro pequeño podía obstruirlas si se atravesaba en la calzada. Sin embargo, la vía principal, que discurría completamente recta entre la puerta Cauriense y la del Obispo, era ancha y los caserones que daban a ella grandes y solemnes. Todo estaba como antes. Cuando se halló delante del palacio que mandó edificar su suegro el rey Ordoño, su corazón se puso a latir con tanta fuerza que sus oídos casi ensordecieron. El griterío de la multitud a su alrededor pareció de repente el zumbido de las abejas en una colmena. Recordó entonces el momento más amargo de su pasado, cuando tuvo que abandonar el palacio por aquel mismo lugar, en sentido contrario. A cada paso que daba su mula avanzando hacia la puerta, la mente de Goto retrocedía varios del presente y viajaba atrás en el tiempo, pese a su voluntad. A punto estuvo de sofocar en llanto su nostalgia. Pero hizo un gran esfuerzo para sobreponerse y vinieron en su auxilio los sabios consejos de Gemondo: «Para tener el corazón en perfecto sosiego es necesario despreciar ciertos recuerdos».
Con mayor ánimo, atravesó el arco de la puerta principal, y se dirigió a la siguiente puerta, que daba al patio. Allí descabalgó y una dama se aproximó a cumplimentarla. Le dijo con una reverencia:
—Seguidme, dómina.
Se había dirigido a ella como lo hacía trece años atrás, sin vacilación ni preguntas, como si hubiesen dejado de verse la víspera, cuando resultaba que aquella dama fue durante su juventud su criada, acompañante y amiga más íntima. Pero eso había sido antes de los tiempos de la rabia y el odio; antes de que reventara aquel volcán de dudas que acabó enfrentando a todos contra todos. Aquellas imágenes ardientes lograron atraparla, mientras trataba de huir de ellas. Nuevamente se aceleraron los latidos de su corazón. Y una vez más tuvo que recurrir a la sabiduría de Gemondo: «Si los recuerdos nos causan angustia, si hacen decaer nuestro ánimo y nos vuelven temerosos, hemos de creer que son sugerencias del enemigo».
A pesar de su angustia, se detuvo y estuvo observando el patio central del palacio. Lo encontró un poco más pequeño que en sus recuerdos. Las celosías habían sido embellecidas con adornos y colgaban coloridos estandartes y tapices por todas partes. Casi afloró a sus labios una sonrisa de nostalgia y, repentinamente, brotó en su alma el deseo de perdón. Se volvió hacia aquella dama que la acompañaba, cuya traición la hirió tanto en el pasado, y la estuvo examinando atentamente con una mirada dulce. Luego le dijo sonriente:
—Querida Didaca, te encuentro muy bella; algo más gordita, pero el tiempo no ha pasado por ti… Me alegro de volver a verte.