Los hermanos se miraron y sonrieron. El conde respondió por los dos:
—Claro que sí. Como bien ha dicho mi hermano, tu sueño también es nuestro. Puedes contar con nosotros. Por mi parte, además de expresarle al rey la opinión de toda Gallaecia al respecto, reuniré dineros, gentes y pertrechos; todo lo necesario para facilitarte el viaje.
Después de decir esto, el conde miró a su hermano, como si necesitase su autorización para seguir hablando. El obispo asintió con un expresivo movimiento de cabeza. Entonces Fruela añadió:
—Mi hermano y yo hemos hablado largamente sobre este asunto. Estamos plenamente decididos a hacer todo cuanto esté en nuestras manos para llevar a buen fin esta loable empresa. Tanto es así que yo mismo iré contigo a Córdoba.
El rostro de Goto se iluminó. Alzó los ojos y las manos al cielo y exclamó:
—¡Alabado sea Dios!
Era mucho más de lo que la abadesa podía esperar. El apoyo del obispo Rodesindo significaba un paso importante para mover la voluntad del rey; pero más valioso para ella resultaba contar con una buena escolta, que era lo que le brindaba el conde. Agradeció al cielo este inesperado auxilio y terminó de persuadirse de que la Divina Providencia estaba definitivamente de su parte.
Confortada con estos pensamientos, no obstante la fatiga del viaje, cabalgó dichosa. Hasta ver aparecer ante sus ojos las formidables defensas de la ciudad de León, las torres, los baluartes y las poderosas murallas que soportaban impasibles la pesadumbre de los mil años que, según decían, llevaban en pie. La visión sobrecogió su alma y, sin poder evitarlo, brotaron de sus labios los versículos del cántico de Isaías:
Tenemos una ciudad fuerte,
has puesto para salvarla murallas y baluartes.
Abrid las puertas para que entre un pueblo justo,
que observa la lealtad;
su ánimo está firme y mantiene la paz,
porque confía en ti.
Confiad siempre en el Señor,
porque el Señor es la Roca perpetua.
«Eso, confiar, confiar siempre, se dijo. Esta debe ser mi fuerza en esta empresa. Pero ¿cómo alcanzar esa confianza total en Dios?» Entonces recordó los consejos del sabio Gemondo: «Alejar de sí todo temor e inquietud, vivir como si el futuro no existiera; abandonarse en Dios en el momento presente, como si nada tuviese el mínimo valor, serenamente, suavemente, sin precipitación, sin arrebatos…». Ciertamente, el secreto de la paz del alma no estaba en las especulaciones intelectuales ni en las consideraciones teológicas, sino en una mirada confiada y contemplativa.
Así anduvo siguiendo a la comitiva por el camino que discurría al pie de las murallas, bordeándolas, desde la puerta que llamaban del Conde, donde se alzaba el castillo, y continuaron por la parte norte, a lo largo de una calzada pavimentada con pequeños guijarros. Cada vez que levantaba la cabeza, se encontraba las torres albarranas, fuertes y orgullosas, coronadas por vistosos estandartes de todos los colores y formas. Y el cántico volvía a sus labios:
Tenemos una ciudad fuerte,
has puesto para salvarla murallas y baluartes…
Delante de la llamada puerta del Obispo, se extendía una amplia explanada rodeada por un curioso arrabal de casas de madera y barro, cuadras, corrales, fondas y herraderos para las bestias. En esa zona se detenían las caravanas y se encontraban los negocios donde se concertaban los viajes hacia tierras lejanas, con destino al sur o a las regiones del norte y el levante. Cualquiera que pretendiera entrar o salir de León debía pasar forzosamente por ahí, pues el resto de las puertas permanecían cerradas, máxime cuando el rey se encontraba en el palacio interior. Por entonces, el lugar era un hervidero de gentes diversas que acudían para aprovecharse de la gran concentración de magnates del reino en la ciudad. Había que pasar pues por una sucesión de establecimientos y sucias casas, cuyos dueños eran carniceros, triperos, desolladores…; los desechos de los animales sacrificados se amontonaban en todos los rincones y apestaban a causa de la podredumbre. Abundaba toda clase de gente miserable: mendigos, inválidos, enfermos y borrachos, pululando entre perros y cerdos. Delante de la puerta, esperando a que les franquearan el paso, se apiñaba una muchedumbre bulliciosa de mercaderes, apretándose en una masa uniforme compuesta por hombres, mercancías y bestias de carga.
Se abrió paso la caravana de magnates entre el gentío a golpes y entró por la puerta del Obispo. Desde la altura de su mula, Goto pudo ver sin esfuerzo la calle principal que se extendía ante sus ojos con una anchura inhabitual en el conjunto de los barrios de intramuros. Habían pasado más de veinte años desde la última vez que estuvo allí y su corazón enseguida se puso alerta, y sus sentidos se aguzaron buscando los rincones donde anidaban los recuerdos de su juventud. Todos los perfiles de la ciudad, sus adarves y edificios, así como el aspecto y los semblantes de sus habitantes, estaban unidos en su memoria a tiempos lejanos y felices. Y a donde quiera que volviera el rostro, hallaban algo que la hacía vibrar de emoción: el contorno de los tejados, las iglesias, los campanarios, las plazas, los grandes caserones de los nobles, el mercado…
Córdoba
Octubre del año 939
Isacio, el anciano clérigo que se ocupaba de la iglesia de San Cipriano, impartía clases cada mañana a un grupo reducido de alumnos en su casa. La escuela estaba en el piso alto, en una sala cuadrada sin tabiques que abarcaba todo el espacio superior de la vivienda. Una gran mesa rectangular ocupaba el centro y en torno a ella sentábanse siete mozos, tres a cada lado y uno en el extremo, el discípulo más avezado. El maestro se situaba frente a este último, en la cabecera, donde había un atril con una pizarra que todos podían ver, y cada uno de los alumnos tenía una tablilla de cera y un punzón. Las enseñanzas discurrían por las llamadas «tres vías» relativas a la elocuencia, el
trivium
: gramática, retórica y dialéctica. Al cual seguía el
quadrivium
, las cuatro ciencias que completaban la enseñanza clásica: aritmética, astronomía, geometría y música. Desde la primera luz del día, la mañana transcurría entre lecciones, lecturas de la Sagrada Escritura o la vida de los santos, con preguntas, respuestas y repeticiones, a fin de memorizar palabras escogidas y adquirir un lenguaje cultivado. En esto, como en las demás disciplinas, el maestro era muy severo y no permitía en ningún momento a sus alumnos utilizar la llamada
lingua rustica
, que era la empleada ordinariamente en casa, en las calles y mercados. En la escuela solo se podía hablar y escribir en latín. Si a alguien se le escapaba una sola frase o palabra en la vulgar lengua materna, debía quedarse castigado limpiando la escuela y vaciando los orinales cuando terminaba la jornada y los demás podían marcharse. Aunque estos alumnos, de más de dieciséis años de edad, eran escogidos y raramente se equivocaban; pertenecían ya al estado clerical por haber recibido algún ministerio menor. El maestro Isacio estaba investido de autoridad por el obispo de Córdoba para preparar a los futuros clérigos de la diócesis y todo candidato a beneficiarse de sus sabias enseñanzas ya sabía leer, escribir y cantar antes de llegar a él. En aquella escuela se dedicaba la mayor parte del tiempo a perfeccionar la sintaxis latina, leyendo y copiando principalmente a Prisciano y Donato, entre otros, y más tarde a Virgilio y Salustio. La escritura elegante se adquiría sirviéndose del estilo del libro
De inventione
de Cicerón y el ejercicio ágil de la lógica tomando a Boecio como guía. Pero no se olvidaba a los padres de la Iglesia, entre los que destacaban Agustín e Isidoro de Sevilla. Especial devoción tenía el maestro a Álvaro Paulo de Córdoba y todo el que pasaba por la escuela debía copiar su
Indículo luminoso
, que defendía los valores tradicionales de la fe cristiana frente a las desviaciones relativas a las costumbres y la moral muslímicas, y que era también una vehemente crítica contra los hermanos mozárabes que se veían seducidos por la sensual vida de los seguidores de Mahoma.
Por ser la quinta feria, jueves, las últimas horas de la mañana se dedicaban a la música. Y la lección versaba sobre una de las oraciones del llamado canto eugeniano: el
Trisagion
. El anciano maestro se hallaba de pie frente a sus alumnos, con aplomo; su deshilachada y descolorida túnica pardusca de diario no le restaba decoro; sus ojos entrecerrados miraban al techo y su expresión manifestaba suma concentración, mientras entonaba el sagrado cántico melodiosamente:
Hágios o Theos,
Hágios Ischyrós,
Hágios Athánatos,
eléison himas.
A cada invocación respondía cantando, desde el otro extremo de la mesa, el alumno mayor de todos:
Hágios Athánatos,
eléison himas.
Y seguidamente los demás coreaban al unísono:
Doxa Patri ke Hyio ke Hágio Pneúmati,
ke nyn ai ke is tus eónas ton eónon. Amin.
Y así, una y otra vez, iban repitiendo el himno, con sus invocaciones y respuestas, armonizándolo, aunando las voces y perfeccionándolo. Un amplio ventanal dejaba penetrar luz suficiente para ver con claridad el antifonario que descansaba sobre el atril, delante del maestro, aunque, de cuando en cuando, también irrumpía en la estancia algún estridente ruido de la calle: la voz de un pregonero, el ladrido de un perro, el martilleo de un taller, una riña entre mujeres… Isacio entonces detenía el canto con un gesto de su mano y esperaba pacientemente a que retornase el silencio necesario.
Aquella mañana de jueves, cuando la lección iba tocando a su fin en torno al mediodía, estalló repentinamente un griterío de chiquillería en el exterior. Las voces alborotadas, llenas de júbilo, se confundían entre risotadas y silbidos; y destacó alguien que exclamaba:
—¡Mirad, mirad lo que le han hecho!
El maestro se asomó a ver qué pasaba y pronto se vio balanceado en la ventana por la oleada de sus alumnos que se acercaron también impulsados por la curiosidad. Abajo en la plazuela, frente a la iglesia de San Cipriano, se iba congregando una muchedumbre de muchachos, mujeres, vendedores ambulantes y artesanos, que rodeaban a alguien en ambiente jocoso. Los gritos y las risas iban aumentando, mientras que algunos grupos se agolpaban delante de la puerta de la iglesia, alrededor de un hombre sucio y atemorizado que se cubría la cabeza con un manto, suplicando:
—¡Dejadme! ¡Dejadme en paz, atajo de mezquinos!
El mayor de los alumnos indicó:
—¡Es Lindopelo!
—¿Lindopelo…? —preguntó el maestro lleno de perplejidad.
—¡Sí, sí, es Lindopelo! ¡Es Lindopelo! —confirmaron los muchachos—. ¡Vamos a ver lo que sucede!
Precipitadamente, los alumnos salieron en tropel y descendieron ruidosamente por los peldaños de madera de la escalera que daba a la calle. El anciano Isacio, con mayor cuidado y lentitud, les siguió y pronto se encontró en medio de la muchedumbre, que, entre insultos y groserías, rodeaba a Lindopelo, el cual se hallaba acurrucado junto a la puerta manteniendo su cabeza escondida bajo el manto.
La gente gritaba con desprecio:
—¡Anda, deja que te veamos! ¡Enséñanos tu pelo! ¡Muéstranos tu preciosa cabellera!
—¡Fuera! ¡Dejadme! —suplicaba él.
Dos mocetones le acosaban y forcejeaban con él intentando descubrirle la cabeza. Hasta que lograron con un fuerte tirón arrebatarle el manto y todo el mundo pudo ver con asombro e hilaridad lo que le sucedía al tintor de Zahara: su cuero cabelludo, que él trataba de cubrirse a toda costa con las manos, estaba completamente calvo.
La muchedumbre estalló en una tormenta de risotadas. En medio de la albórbola, exclamaban:
—¿Dónde está tu pelo? ¡Menudo adefesio! ¿Y ahora que harás así, calvo como un huevo?
Los chiquillos, para mayor escarnio, cogían boñigas de asno y se las arrojaban. Y Lindopelo, hecho un ovillo junto a la puerta, gimoteaba con la cabeza entre los brazos.
Sin poder aguantar más la visión de aquella crueldad, el maestro Isacio se abrió paso entre la gente gritando:
—¡Basta! ¡Basta ya! ¡Dejadlo de una vez!
A duras penas consiguió llegar hasta el tintor, mientras la gente se resistía a renunciar a su brutal diversión. Se plantó el clérigo delante y, alzando el bastón por encima de su cabeza, ordenó como un trueno:
—¡He dicho que basta!
Poco a poco se fue haciendo el silencio y una cierta calma reinó en la plazuela. Resoplando, Isacio clavó una mirada furibunda y cargada de autoridad en la gente. Luego dijo con voz tonante:
—¿Acaso somos gente sin piedad? ¿Somos salvajes? ¿No nos manda Nuestro Señor comportarnos como hermanos? ¿A qué viene pues esta falta de caridad tan grande entre nosotros?
Avergonzados, algunos bajaban las cabezas. Otros en cambio seguían sonrientes y burlones. Luego fueron dispersándose, los unos hacia la calle de los bordadores, los otros hacia el callejón estrecho que conducía a las interioridades del barrio y los demás hacia el mercado, mientras que las mujeres recogían sus cestos y se los ponían sobre las cabezas para retornar a sus casas. Solo la chiquillería permanecía allí, curiosa, aunque a prudente distancia.
Lindopelo entonces, al verse libre del acoso, se envalentonó y empezó a gritar:
—¡Fieras! ¡El demonio os lleve a todos! ¡Envidiosos! ¡Que eso es lo que sois, unos envidiosos!
El anciano clérigo le dio un manotazo en el hombro y le hizo callar. Luego murmuró en su oído:
—No compliquemos otra vez las cosas…
Pero el tintor, insistiendo, con la brusquedad que brotaba de su rencor, siguió dando voces:
—¡Malnacidos! ¡Atajo de miserables! ¡Perros rabiosos!…
Isacio le volvió a dar un manotazo y le reprendió:
—¡Calla de una vez! ¿O quieres que vuelvan y te den una paliza?
Temeroso, Lindopelo alzó hacia el clérigo una mirada llorosa y gimoteó:
—¡Encima eso, una paliza! ¿No tengo suficiente con lo que me ha pasado? ¡Mira mi cabeza! ¡Ay, mi pelo, mi precioso pelo!…
El maestro le miró compadecido y le preguntó:
—Pero… ¿Se puede saber qué te ha pasado, criatura? ¿Quién te ha hecho eso?
El tintor se cubrió la cabeza con las manos y estuvo llorando en silencio durante un rato, ante la mirada perpleja del clérigo y sus alumnos.