El camino mozárabe (19 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: El camino mozárabe
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En el piso de arriba, la madre farfulló algo ininteligible y después suspiró sonoramente, como si respondiese a sus propios balbuceos. El padre, al oírla, exclamó iracundo:

—¿Te das cuenta? Ya hemos despertado a la pobre.

—¡La has despertado tú! —replicó Lindopelo saliendo airado de la alcoba y dirigiéndose al medio del patio—. No nos dejas dormir con la condenada escoba, las maldiciones y las quejas.

Finalmente, la madre se asomó a la ventana y les gritó:

—¡Callaos de una vez! ¿No podemos estar los tres en paz? Dios nos castigará por vivir así, pelea tras pelea. ¡Somos una familia!

El anciano soltó el escobón y se fue a amasar el pan entre ahogadas murmuraciones. Y la anciana permaneció quieta en la ventana, con cierta dureza en sus facciones. Después inspiró profundamente el aire de la mañana y terminó sonriendo levemente:

—¡Hum! —exclamó—. ¡Es el aroma del otoño! ¿Está acaso nublado el cielo? Presiento que va a llover.

Lindopelo alzó la mirada y vio nubes oscuras por encima de los emparrados y la higuera. Después miró a su madre y la vio envuelta en una alegría desbordada, como si hubiera perdido la razón al repetir una y otra vez:

—¿Está nublado? ¿Va a llover? El otoño ya está aquí…

El corazón de Lindopelo se enterneció al contemplarla. Sintió lástima y estuvo a punto de echarse a llorar. Por primera vez lamentó entonces haber tenido tan descuidados a sus ancianos padres, y pensó seriamente en lo de la esclava. Pero de inmediato se apresuró a espantar de su mente esa posibilidad, puesto que empezaba a darse cuenta de que iba a necesitar en lo sucesivo de todos sus ahorros. Resultaba demasiado duro tener que reconocerlo, pero seguramente los regalados y felices días del tintor de Zahara pertenecían ya solo al pasado. Si no fuera por ese temor, habría descansado en esta nueva vida de retorno a su casa como el justo reposo merecido por sus obligaciones, o como en un viaje imaginario junto a su madre al mundo de los recuerdos. Sin embargo, el fantasma de la cólera del califa seguía ahí. Aunque el paso de los días, sin que nadie viniera a buscarle ni sucediera nada de lo que tanto temía, tranquilizaba su corazón y lo aliviaba.

Mientras desayunaban el pan tierno al amor de la lumbre, llamaron a la puerta con fuertes e insistentes golpes. Los tres se sobresaltaron. Pero la madre, quitando importancia al asunto, observó con una delicada sonrisa:

—Será alguna vecina.

Lindopelo palideció y dio un respingo.

—Voy a esconderme —dijo.

Siempre que alguien llamaba a la puerta corría hasta la parte trasera de la casa y permanecía oculto mientras durase la visita. Pero últimamente la vieja persistía en decirle:

—Déjate ver, hijo mío. ¿Vas a pasarte el resto de tu vida escondido? Algún día tendrás que salir a la calle…

—¿Y si vienen a por mí los de Zahara?

—¡Qué tontería! ¿Crees que el califa no tiene otra cosa que hacer que acordarse de ti?

La pregunta, que se le había escapado a la madre en tono tranquilizador, sin embargo aumentó la turbación e inquietud de Lindopelo. Se llevó las manos a la cabeza y dijo con pesadumbre:

—Cada vez que Al Nasir se mira al espejo se acuerda de mí. Ha pasado más de un mes desde la última vez que teñí sus cabellos; su cabeza estará sembrada de horribles pelos del color de la vieja estopa…

Los golpes en la puerta volvieron a sonar con mayor ímpetu. La madre le dijo al padre con decisión:

—Anda, ve a abrir. Todos los vecinos saben que no nos movemos de aquí.

El viejo se puso de pie y caminó con sus pasos renqueantes hacia la puerta, contestando:

—¡Voy! ¡Ya voy!

Lindopelo corrió en sentido contrario, cruzó el patio y se acurrucó al final del gallinero, detrás de un montón de leña, cubriéndose completamente con ramajes secos de jara de los que se empleaban para encender el horno. Desde allí, muy quieto, oyó voces de hombre muy recias que articulaban frases ininteligibles. Solo al cabo de un rato, tras aguzar cuanto pudo el oído, le pareció entender las palabras: «Zahara», «oficio» y «apresurarse». Era suficiente para comprender que se trataba de alguien que venía en su busca. El corazón empezó a latirle con tanta fuerza que casi lo sintió querer escapar por la boca, al tiempo que su espalda sudaba copiosamente.

Oyó cerrarse la puerta de la calle y luego se hizo de nuevo el silencio. Un instante después sus padres empezaron a llamarle:

—¡Lindopelo! ¡Ya puedes salir! ¡Ven! ¡Ven enseguida!

Nada más presentarse en la cocina, leyó en los rostros de los ancianos la gran preocupación que se había apoderado de ellos. Se desplomó y empezó a llorar sentado en el suelo.

—¡Ay! —sollozó—. ¡Lo sabía! ¿Lo veis? ¡No se han olvidado de mí! Ahora empezarán a buscarme y…

La anciana empezó a mover la cabeza de derecha a izquierda, entonando sus ojos velados y con temblorosa voz dijo:

—Nada tienes que temer, hijo mío. Sabes hacer su trabajo mejor que nadie. Ve a Zahara y haz lo que te manden… ¡Dios cuidará de ti!

Pero Lindopelo estalló en un llanto convulso, frenético; se mesaba los cabellos ralos y gemía entre temblores.

—¡No seas cobarde! —le decía el padre—. Ya quisieran muchos tener la suerte que tú tienes… ¡Vienen a buscarte desde Zahara! ¿No te das cuenta?, estúpido y torpe niño mimado. El califa te ha perdonado; necesita tus servicios, no puede prescindir de ti… Volverás a ganar dinero. ¿A qué esperas para ir allá?

—¡Ay! Esta vez me matará… El califa se ha convertido en un hombre feroz e implacable a quien le molesta hasta el vuelo de una mosca… ¡Me matará! Tengo tanto miedo que no podré hacer bien el trabajo…

La vieja buscó a tientas a su hijo, le tomó de la mano y le dijo con cariño:

—Siempre lo has hecho bien… ¿Por qué va a salirte mal ahora? Vamos, hijo, sé valiente y empieza de nuevo, como si nada hubiera sucedido… Confía en Dios, confía en los santos… Ve a la iglesia a encender velas… Rezaremos. ¡No dejaremos de rezar…!

25

León, palacio real

Noviembre del año 939

—¡Ese inmundo sarraceno! —resonó como un trueno la voz del rey Radamiro en el salón del trono—. ¡Ese hijo de la reina de todas las putas!

Los consejeros, confundidos y asustados, soportaban pacientemente la tormenta de insultos a los pies del estrado. Mientras durase el ataque de cólera del monarca, nadie se atrevería a decir nada, ni tan siquiera a levantar hacia él la cabeza.

—¡Hijo del mismísimo Satanás! —proseguía el violento torrente de calificativos e imprecaciones soeces—. ¡Lascivo príncipe de todos los invertidos! ¡Sodomita irredento! ¡Puto! ¡Nieto e hijo de putas!…

Al oírle gritar esta última frase, el obispo Ero de Lugo empezó a agitar su mano enguantada y, con un tono no exento de reproche, le dijo:

—Señor, debo recordaros que la madre del califa sarraceno, Dios le castigue por sus pecados, era la cristiana Muzna, y su abuela la princesa Onneca Fortúnez, que casó con el abuelo de Abderramán… Esas damas son parientes de vuestra serenísima suegra la reina Toda de Pamplona… Os digo esto para que vuestra ofuscación, lógica por otra parte, no os lleve al desatino de ofender alguna ilustre memoria…

El rey meneó la cabeza como queriendo decirle: «Sí que lo sé». Luego gritó furioso:

—¡Va a saber ese puto hereje y renegado quién soy yo! ¡Volveré a vencerle y esta vez lo agarraré y lo mataré yo mismo! ¡Inmundo sarraceno hijo de todos los demonios!

Durante un largo rato dio rienda suelta a su ira, desatando las bridas de la lengua, insultando, maldiciendo y volviendo a maldecir, sin dejar a nadie la posibilidad de interrumpirle o hacer un comentario. Su rostro estaba rojo; el cuello inflamado y las azuladas venas hinchadas; el sudor recorría su frente altiva y la diadema áurea temblaba con cada atronadora voz.

Cuando al fin, agotado y casi ronco, se dejó caer en el trono y quedó callado, un gran silencio y una calma rara invadieron la sala. Entonces se aproximó al estrado un prelado entrado en años, que caminaba lentamente apoyándose en un bastón. Levantando hacia él un rostro lleno de arrugas y una barba resplandeciente de blancura, dijo con tranquilidad:

—Rey Radamiro, templa el espíritu atormentado… Ese ataque del sarraceno a Coca no es sino el coletazo de la serpiente herida… ¿Por qué te dejas llevar de esta manera por la ira? Debes tranquilizarte y ver los hechos a la luz de la cordura.

El rey le lanzó una mirada de enfado y le gritó:

—¿Cordura? ¿De qué cordura me hablas? Si me hubiese dejado llevar solo por la cordura ahora estaríamos todos a merced de esa bestia. ¡Nada de cordura! ¡Venganza es lo que hace falta!

—Si no te templas acabarás errando —replicó el anciano consejero con delicadeza.

—¿Por qué he de errar? ¿Erré acaso en Simancas?

Dijo esto más calmadamente, pero el tono enfurecido de su voz y su mirada alterada anunciaban que no tenía la menor intención de sujetar su rabia.

El obispo Ero tomó entonces la palabra y habló con elocuencia, como era su costumbre:

—¿Por qué vamos a desalentarnos ahora? ¿Acaso Dios nos ha abandonado? Al lado de la gran victoria que el Todopoderoso nos otorgó en Simancas, este suceso de Coca es algo nimio, una insignificante mota de polvo que no debe ensuciar el gozo enorme de tu triunfo, serenísimo rey Radamiro… ¿Acaso no oscureció Dios el sol y envió un viento ardiente para anunciar que estaba de vuestra parte? ¿Por qué vamos pues a perder nuestra confianza en Dios precisamente ahora? ¡Vivir para ver!… Tú, el victorioso, que humillaste al impío mauro en el barranco y le arrebataste toda su gloria fatua, su inmodestia, su soberbia, su mismísimo pabellón, el estandarte, sus libros llenos de herejías…

El monarca lo estuvo escuchando largo rato, siempre escuchaba con atención a Ero de Lugo, y cuando el obispo, cansado de hablar, le permitió intervenir, él volvió a levantarse del trono y exclamó con aire triunfal:

—¡Ya sé cuál será mi venganza!

Se hizo un impresionante silencio en el que todos estaban atentos a él con expectación y temor. Y el rey, con los ojos encendidos, añadió enérgicamente:

—Quemaremos los libros del pérfido agareno, quemaremos su estandarte, quemaremos su asquerosa armadura de oro…

Algunos consejeros empezaron a aplaudir frenéticamente mientras se alzaban voces que gritaban:

—¡Bien dicho!

—¡A la hoguera con todo!

—¡Quememos sus cosas!

Al rey se le escapó una risotada, fruto de su euforia y del placer que le producía haber encontrado con qué satisfacer su deseo de venganza. Enardecido y loco de crueldad, añadió:

—¡Todo lo quemaremos! Y en esa hoguera arderá también nuestro cautivo, el gobernador de Zaragoza… ¡Quemaremos a ese presuntuoso Al Tuyibí! Le quemaremos con los demás cautivos en la misma hoguera en que arderá el Corán, el estandarte y la armadura… ¡Todo lo quemaremos! Y enviaremos a Córdoba una carreta con las cenizas… ¡Que se entere de una vez ese puto zorro de que no le tememos!

—¡Así se habla! —respondieron los consejeros—. ¡Es una buenísima idea! ¡Adelante con ello!

El rey entonces hizo una señal impetuosa a sus secretarios y les ordenó:

—Preparadlo todo para la próxima semana. Enviad a los pregoneros y anunciad nuestro propósito de encender una gran hoguera para que el fuego devore los preciados objetos del puto Abderramán. ¿Por qué vamos a esperar más? Y mandad aviso a los condes de que junten la hueste para ir a reforzar las fronteras al sur del Duero.

Se elevó un gran murmullo entre la concurrencia. Había allí reunidos más de medio centenar de consejeros, entre condes, obispos y magnates. Unos estaban de acuerdo con la decisión del rey y otros no, lo cual se deducía de las discusiones a media voz que empezaron a encenderse. La cuestión era pues delicada y embarazosa.

Entre los que juzgaban como una insensatez lo de la hoguera estaba el ministro Musa aben Rakayis. La confusión se había apoderado de él hasta hacerle palidecer, y permanecía muy quieto en su escaño, mudo de estupor. Entonces vio venir hacia él al obispo Ero, con expresión preocupada, lanzándole una ojeada como diciéndole: «Hay que hacer algo o esto se irá de las manos».

Musa se puso de pie, vaciló un instante y luego caminó con decisión hacia el trono. Cuando llegó junto al monarca, este seguía ofuscado, dándoles órdenes a sus secretarios, y no reparó en su presencia. El ministro entonces tuvo que alzar la voz para atraer su atención:

—Serenísimo rey —dijo.

Radamiro le lanzó una mirada interrogante e inquirió:

—¿Qué quieres decirme ahora?

Musa palideció y respondió con voz temblorosa:

—Que el Todopoderoso me castigue si callo, mi señor.

El rey permaneció unos momentos hosco e irritado, mirándole, hasta que se dibujó en su expresión un gesto de duda que borró por un instante su cólera arbitraria. Otorgó:

—Habla… ¿Qué tienes que decir?

El ministro sonrió confuso y avergonzado, para decir después con firmeza:

—Voy a ser breve. No hagas esa hoguera. Si la haces, errarás llevado por el odio que hay en tus entrañas y no por la razón.

El monarca se quedó atónito, como quien es sorprendido por algo inesperado. El fastidio volvió a apoderarse de él al verse contrariado de aquella manera. Pero, aun así, pareció interesarse por el consejo de Musa y le exigió:

—Dime el motivo.

—Prefería explicártelo con calma. Pero…

—¡Déjate de peros! ¿Qué es lo que piensas?

Musa tragó saliva, inclinó la cabeza con sumisión y exclamó:

—¡Oh, Dios…, Dios! Hazme caso, serenísimo señor, y no enciendas esa hoguera, pues en ella pueden arder muchas esperanzas…

Radamiro se le quedó mirando confuso, su expresión se tornó cavilosa y sus facciones se distendieron. Finalmente, se dejó caer en el trono respirando a fondo.

—¡Está bien! —dijo—. Ven mañana a primera hora a mis aposentos… Ahora mi ánimo encendido me impide atender razones…

26

Córdoba, barrio de los Tiraceros

Noviembre del año 939

Animado por los consejos de sus padres, por fin Lindopelo se decidió a salir de su refugio. A la hora de la siesta estuvo lavándose cuidadosamente en el patio, junto al pozo; se enjabonó, frotó su blanca piel con un estropajo de lana de asno y se aclaró echándose cubos de agua por encima. Aquella agua tan fría, que le arrancaba tiritones, parecía endurecer sus miembros y hacerlos insensibles a la vez que le infundía algo del valor que le faltaba. Mientras secaba su cuerpo con una áspera toalla, se decía así mismo: «Los viejos tienen toda la razón: ¿qué he de temer? Me presentaré en Zahara como si tal cosa y teñiré al califa con la misma habilidad de siempre. Sé hacer bien mi oficio. Me premiará y todo volverá a ser como antes». Con esta determinación se perfumó y se vistió con una túnica limpia. Aunque no se había vuelto a mirar al espejo desde el día que le quemaron el pelo, ya creía la cabeza completamente restablecida y la cabellera crecida y fuerte, sintiéndose el hombre de antes. Decididamente, fue a buscar un espejo para mirarse y contemplar el efecto sanador del tiempo en su estampa. Al verse, un grito horrísono brotó de su garganta:

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