El cantar de los Nibelungos (12 page)

BOOK: El cantar de los Nibelungos
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Él retuvo su voz y no habló ni una sola palabra. Por más que el rey Gunter no los veía, sabía que entre ellos no pasaba nada misterioso. Poco les quedaba que reposar en aquel lecho.

Fingiendo que era el rico Gunter, estrechó entre sus brazos a la amorosa joven. Ella lo rechazó contra un banco que estaba cerca, dando con tal fuerza, que resonó su cabeza.

Con doble fuerza, el hombre atrevido se levantó de un salto; quería intentar algo otra vez, pero le salió mal la nueva prueba. Pienso que jamás una mujer se defendió de una manera tan vigorosa. Como no quería retirarse, la joven le dijo:

—No os está permitido desgarrar mis vestiduras. Sois muy audaz; os sucederá una desgracia —dijo la vigorosa joven.

Cogió entre sus brazos al valiente héroe y quiso amarrarlo como lo había hecho con el rey, para poder quedar tranquila en el lecho. ¡Deseaba una horrible venganza al que había roto su túnica!

¿De qué le servía su fuerza contra tan poder? Ella arrojó al héroe con gran violencia, él apenas la podía resistir y lo estrechó sin piedad contra un cofre, cerca del lecho.

«¡Oh!» pensó él, «si pierdo vida y cuerpo aquí a manos de una joven, en adelante las esposas tendrán peor humor con sus maridos de lo que han tenido hasta aquí.»

El rey se apercibía de todo: temblaba por el hombre. La vergüenza dominó a Sigfrido y se comenzó a irritar; la rechazó con una violencia prodigiosa, y con todas sus fuerzas, empeñó contra Brunequilda una lucha angustiosa.

Por muy fuertemente que ella lo sujetaba, su cólera y su fuerza le vinieron en ayuda y consiguió levantarse; su ansiedad era grande. Acá y allá chocaban en la cerrada cámara.

También el rey Gunter experimentaba gran ansiedad; y a cada momento tenía que quitarse de un lado y de otro. Lucharon de un modo tan violento, que maravilla pensar cómo salieron sanos y salvos.

El rey Gunter gemía por la desgracia de ambos, pero más temía a la muerte de Sigfrido. Ella casi le había arrancado la vida al guerrero; de poder hubiera acudido en su ayuda.

Larga fue la furiosa lucha entre ambos; por fin consiguió acercar a la joven al borde del lecho; por grandes que fueran sus fuerzas comenzaron a agotarse. Gunter en su cuidado tenía muchos pensamientos.

Largo le pareció el tiempo al rey que antes de que Sigfrido la venciera. Ella le apretó las manos con una violencia tan grande que la sangre le salía por las uñas; aquello era un gran dolor para el héroe. Sin embargo pudo obligar a la vigorosa joven a que cambiara la voluntad que hasta entonces había tenido. El rey lo escuchaba todo, aunque no decía nada. Él la estrechó contra el lecho hasta hacerle lanzar agudos gritos. El fuerte Sigfrido le hacía mucho daño.

Llevó sus manos al lado para coger el cinturón y amarrarlo, pero él la rechazó con tanta furia que sus miembros y su cuerpo crujieron con violencia. La lucha tuvo fin; ella fue mujer de Gunter.

—Noble rey, no me quites la vida —le dijo—, perdona el daño que te hecho; nunca más me defenderé contra tu amor; ya sé demasiado como puedes hacerte dueño de las mujeres.

Sigfrido dejó a la joven y se retiró como si fuera a desnudarse. Él le tomó del dedo un anillo de oro, sin que la noble reina se apercibiera de ello.

También le quitó su cinturón, hecho de un tejido muy bueno; yo no sé si lo hizo por orgullo. Lo regaló a su esposa y después fue causa de su desgracia. El rey y la hermosa joven permanecieron uno al lado del otro.

Él trató a su mujer con ternura, como convenía a los dos: ella se vio obligada a renunciar a su cólera y a su pudor. Con su ternura palidecieron algo sus colores. ¡Oh con el amor se redujeron mucho sus fuerzas!

Después no fue más fuerte que las demás esposas. Muy amorosamente la acarició; de resistir de nuevo ¿qué hubiera conseguido? Todo esto lo había conseguido Gunter con su amor.

Así permaneció poseído de un tierno cariño junto a su esposa hasta que el día derramó sus luces. El señor Sigfrido había entrado también en su aposento y fue muy bien recibido por su esposa.

Comprendió la pregunta que le iba a hacer; mucho tiempo ocultó lo que llevaba para ella, hasta que estuvo en su país, ciñiendo la corona: muy poco le negó aquello que el héroe pensaba darle.

El jefe estaba a la mañana siguiente de mejor humor que los días anteriores: su contento alegró a muchos nobles hombres de otros países. A todos los que había invitado a su corte les dio regalos.

La boda duró catorce días y durante todo aquel tiempo, no cesaron las diversiones a que se entregaba cada cual. No pueden apreciarse las riquezas que el rey distribuyó en aquella ocasión.

Los nobles parientes del rey distribuyeron por orden suya y en su honor trajes de oro rojo, plata y caballos, a muchos hombres valientes. Los jefes que habían venido se retiraron alegres.

También el fuerte Sigfrido del Niderland dio a sus mil hombres los trajes que habían traído y hermosos caballos con monturas; en adelante podrían vivir como señores.

Antes que los ricos regalos quedaran distribuidos, pareció el tiempo largo a los que tenían deseos de volver a su país. Nunca hubo compañeros de armas mejor tratados. Así tuvieron fin las fiestas; muchos guerreros partieron en busca de nuevas aventuras.

CANTO XI De cómo Sigfrido volvió a su país en compañía de su esposa

Cuando los huéspedes partieron, el hijo de Sigemundo dijo a los de su acompañamiento:

—Nosotros debemos prepararnos para volver a nuestro país.

Cuando su esposa lo supo se alegró mucho. Así dijo a su esposo:

—¿Por qué darnos prisa? Mis hermanos deben partir estas tierras conmigo.

Pena causaron a Sigfrido estas palabras. Los príncipes se acercaron a él y los tres le dijeron:

—Sabed señor Sigfrido, que estamos dispuestos a serviros hasta la muerte.

Al escuchar este ofrecimiento, se inclinó ante los señores.

—Nosotros partiremos contigo —dijo el joven Geiselher—, los campos y las ciudades que son nuestras y todo lo que hay en este dilatado reino: con Crimilda tendrás parte de todo.

Cuando Sigfrido, el hijo de Sigemundo, escuchó estas palabras y conoció la voluntad de los señores dijo:

—Dios os haga siempre dichosos a los tres; bastante tiene mi amada esposa.

»La parte que queréis darle no le es necesaria, porque ella llegará a ceñir la corona, y si no perdemos la vida será más poderosa que ninguna reina en el mundo. Para todo lo demás que queráis, estaré siempre a vuestras órdenes.

—Si no queréis nada de mi reino —dijo entonces Crimilda—, los guerreros Borgoñones no tienen tan poca importancia. Cualquier rey puede llevarlos con orgullo a su país. Quiero que de ellos nos den una parte mis amados hermanos.

—Escoge los que quieras —dijo el rey Gernot—. Muchos hay aquí que querrán ir contigo. Entre tres mil guerreros toma mil hombres para que te acompañen.

Crimilda envió en seguida a preguntar a Hagen de Troneja y a Ortewein si ellos o sus parientes querrían ir con Crimilda. Al saber esto, Hagen experimentó gran despecho y dijo:

—Gunter no puede cedernos a nadie. Que os sigan otros, pues ya debéis conocer bien las costumbres de los de Troneja. Nosotros permaneceremos cerca del rey y no serviremos nunca más que al que hasta aquí hemos servido.

No se habló más de aquello. Crimilda se preparó un noble acompañamiento de treinta y dos doncellas y quinientos hombres. Eckewart el margrave siguió a la reina cuando partió.

Se despidieron cortésmente caballeros y escuderos; jóvenes y mujeres. Después de cambiar muchos besos, dejaron con gran placer el país del rey Gunter.

Sus más próximos parientes los acompañaron buen trecho de camino. En todos los puntos del reino hicieron preparar alojamiento para cuando quisieran pasar la noche. Al rey Sigemundo le fueron enviados mensajeros, para que él y la señora Sigelinda pudieran saber que iba su hijo con la hija de Uta, la hermosa Crimilda de Worms sobre el Rhin. Nunca habían recibido noticia tan agradable.

—¡Dichoso me siento —dijo Sigemundo—, por haber vivido hasta el día en que la hermosa Crimilda lleve la corona entre nosotros! Aun quiero que mi heredero quede más honrado: quiero que mi hijo Sigfrido sea también rey.

La señora Sigelinda dio al mensajero un traje de terciopelo color escarlata y un gran puñado de plata y oro: este fue el precio de su mensaje. Mucho se alegró de la noticia que acababa de recibir y su acompañamiento se vistió en seguida de una manera conveniente.

Le dijeron los que venían al país con Sigfrido, e hizo preparar asientos por donde debía pasar ante sus vasallos, puesta la corona. Los guerreros de Sigemundo salieron a su encuentro.

No he sabido que nunca una persona fuera mejor recibida que lo fueron aquellos héroes en el país de Sigemundo. Su madre Sigelinda salió al encuenrro de Crimilda con muchas hermosas mujeres y muchos valerosos caballeros.

Lo que dura un día de marcha, se tardó hasta llegar a donde estaban los extranjeros. Los naturales del país y los extraños habían sufrido muchas incomodidades antes de llegar a una gran ciudad llamada Xanten, donde con el tiempo fue coronado.

Con agradable sonrisa, Sigemundo y Sigelinda besaron muchas veces a la hija de Uta y al héroe Sigfrido; todos sus cuidados habían desaparecido. Los que venían en su acompañamiento fueron muy bien recibidos.

Hicieron que los huéspedes se aproximaran al salón del rey Sigemundo. Después ayudaron a las hermosas vírgenes a bajar de las cabalgaduras en que habían ido: allí había muchos caballeros que prestaron este servicio a las hermosas mujeres.

Aunque era de todos conocido el lujo desplegado en la orilla del Rhin para las bodas, dieron allí a los guerreros vestidos más ricos que todos los que hasta entonces habían llevado. Maravillas podrían contarse de su gran riqueza.

Mientras que los príncipes estaban suntuosamente en su corte, los de su acompañamiento llevaban dorados trajes con galones y piedras engarzadas en el tejido. Así los trató Sigelinda la noble reina. Así dirigió la palabra a sus amigos:

—A todos mis parientes que se hallan aquí anuncio que en presencia de estos guerreros, Sigfrido va a ceñir mi corona.

Esta noticia fue recibida con alegría por todos los habitantes del Niderland. Se le dio con la corona la administración de justicia y el reino haciéndolo señor y rey. Cuando tenía que decidir de lo que a cada uno tocaba, lo hacía con canta equidad, que mucho se hacía temer el esposo de la bella Crimilda.

En tan elevado honor vivió durante diez años que hizo justicia con la corona ceñida. En tanto la hermosa reina tuvo un hijo de lo que resultó gran satisfacción para todos los parientes del rey.

Se apresuraron a bautizarlo poniéndole por nombre Gunter como a su tío; no debía avergonzarse de llamarse así. Feliz él si se le llegaba a asemejar; lo educaron con gran cuidado como tenía que suceder.

Por aquel tiempo murió la señora Sigelinda; la autoridad en el país fue entonces de la noble hija de Uta, como convenía a reina tan poderosa. Mucho lloraron sin embargo a la que la muerte acababa de arrebatar.

También en las orillas del Rhin, según hemos oído contar, la hermosa Brunequilda dio un hijo al rico Gunter en el país de los Borgoñones. Por el amor al héroe, le pusieron por nombre Sigfrido.

¡Con gran cuidado lo atendían! El poderoso Gunter le dio un preceptor que debía inculcarle todas las virtudes para cuando fuera hombre. ¡Oh! desde entonces la adversidad le hizo perder muchos amigos.

Constantemente se oía hablar de la vida feliz que los guerreros tenían en el país de Sigemundo. Pero bien sabido tenemos que de igual modo vivía Gunter con los suyos.

El país de los Nibelungos se hallaba sometido a Sigfrido (ninguno de sus parientes había sido tan rico como él), así como también el héroe Schilbungo y sus dominios. Elevados eran los dominios del héroe.

El valeroso caballero poseía un tesoro más grande que todos los que hasta entonces habían montado a caballo. Mucho se temía su fuerza y no sin motivo.

CANTO XII De cómo Gunter convidó a Sigfrido a su Corte

Así pensaba todos los días la reina Brunequilda.

—Muy altiva se manifiesta siempre la señora Crimilda. Su esposo Sigfrido es vasallo nuestro: mucho tiempo hace que no ha venido a prestarnos homenaje.

Esto lo tenía en el corazón aunque guardaba silencio; para ella era gran pena que permanecieran ausentes tanto tiempo y hubiera querido saber por qué los príncipes no iban a su país.

Preguntó al rey si no le sería posible volver a ver a Crimilda; le habló en secreto de lo que pensaba, pero al rey no le pareció bien lo que su mujer le decía.

—¿Cómo los haríamos venir hasta este país? —preguntó el rey—. Esto me parece imposible. Ellos reinan muy lejos de aquí y no me atrevo a invitarlos.

Brunequilda le contestó con grande arrogancia.

—Aunque fuera más rico y más valiente, como vasallo del rey debe ejecutar lo que su señor le mande. —En tanto que decía esto, Gunter sonreía. Nunca se hubiera atrevido a reclamar el servicio de Sigfrido. Ella continuó—. Amado señor, para agradarme haced venir hasta aquí a Sigfrido con vuestra hermana para que pueda volverlos a ver. Nada de la tierra podría serme tan agradable.

«Pensando en las virtudes de tu hermana, se ensancha mi alma, y también al recordar cuando estábamos juntas en el tiempo en que fui tu esposa. Con razón puede y debe amar al fuerte Sigfrido.

Tanto tiempo se lo rogó que al fin dijo el rey:

—A ningunos huéspedes veré con tan grande alegría. No debes suplicarme más: voy a enviarles mis mensajeros para que vengan a las orillas del Rhin.

Así le contestó la joven reina:

—Hazme saber a quién vas a enviarles y cuantos días tardarán en llegar nuestros queridos amigos. Quiero que me digas cuáles son los mensajes que les vas a enviar.

—Lo haré —contestó el rey—. Enviaré a treinta de mis hombres.

Los hizo llamar luego y les ordenó llevar el mensaje al país de Sigfrido. En su alegría la señora Brunequilda les regaló muchos vestidos.

—Guerreros míos —les dijo el rey—, decidles en mi nombre al fuerte Sigfrido y a mi hermana que los invito a que vengan aquí y decidles que nada en el mundo me será tan grato como verlos.

«Procurad decidirlos a que ambos vengan a las orillas del Rhin: yo y Brunequilda les quedaremos agradecidos para siempre. Antes de que llegue el estío habrá aquí muchos hombres y para que a él y los suyos les hagan honor.

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