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Authors: Anónimo
—Dejad ese furor sanguinario —dijo el rey—. Él ha nacido para nuestro honor y nuestro orgullo; si con su terrible fuerza este hombre maravilloso supiera vuestros designios, no podríais resistirlo.
—En manera alguna —replicó Hagen—, como quieras consentirlo puedo prepararlo todo secretamente. Él pagará la pena de Brunequilda. Por lo demás, Hagen será siempre un enemigo para él.
Así le preguntó el rey Gunter:
—¿Cómo puede conseguirse eso? —preguntó el rey.
Inmediatamente, le respondió Hagen.
—Voy a decíroslo: nosotros haremos caminar por este país a unos mensajeros que no sean conocidos y que vendrán a declararnos la guerra.
»En seguida haréis saber a vuestros huéspedes que vais a salir a la defensa con toda la gente: yo conseguiré el medio de matarlo y me lo dará la misma esposa del fuerte guerrero.
El rey siguió malvadamente el consejo de su vasallo. Aquellos distinguidos caballeros comenzaron a disponer la horrible traición sin que nadie lo supiera: el rencor de las dos mujeres hizo que murieran muchos héroes.
A la cuarta mañana, se vio entrar a treinta hombres que caminaban a caballo: anunciaron a Gunter el rico que iban a desafiarlo. Esta mentira causó a las mujeres grandísimo dolor.
Obtuvieron audiencia y se presentaron ante la corte. Dijeron que eran gentes enviadas por Ludegero, el mismo al que la mano poderosa de Sigfrido había vencido y llevado prisionero al país del rey Gunter.
Este saludó a los mensajeros y los hizo sentar. Uno de ellos dijo.
—Dejad que permanezcamos de pie hasta que digamos el mensaje que os traemos: tenéis por enemigos, no lo ignoréis, a los hijos de muchas madres.
«Ludegasto y Ludegero, a los que en otro tiempo habéis hecho sufrir grandes males, os desafían. Quieren atacar vuestro país con un ejército.
El rey comenzó a manifestarse irritado cuando supo tal noticia. Hicieron que los falsos mensajeros se retiraran a sus alojamientos. ¿De qué modo nadie, ni Sigfrido, se hubiera podido librar de aquellas maquinaciones? Pero más tarde el dolor fue para los que las habían preparado.
El rey siguió el complot con sus amigos: Hagen de Troneja no le dejaba descansar. Los fieles al rey hubieran querido darlo todo al olvido, pero Hagen no abandonaba por nada su proyecto.
Un día Sigfrido los halló tratando de su traición. El héroe del Niderland comenzó a interrogarlos:
—¿Por qué están tan tristes el rey y sus guerreros? si alguno os ofendió yo os ayudaré para que todos quedéis vengados.
—Estoy pesaroso y no sin motivos —dijo el rey Gunter—. Ludegero y Ludegasto me han desafiado y quieren atacar a mi país con un ejército.
—El brazo de Sigfrido —respondió el valiente héroe— os ayudará contribuyendo a vuestra gloria. Los trataré de nuevo como la otra vez. Convertiré en desiertos sus ciudades y sus campos, antes de volver. Os respondo con la cabeza.
»Vos, con vuestros guerreros, permaneceréis aquí. Dejad que yo con los míos salga al encuentro del enemigo, os probaré cuán dispuesto estoy a serviros. Sabedlo bien, yo solo bastaré para que vuestros enemigos sufran grave daño.
—Mucho me alegran tus palabras —le respondió el rey, como si en realidad se sintiera favorecido por la ayuda que le ofrecían. El traidor se inclinó profundamente con falsía. El noble Sigfrido le dijo:
—No tengáis cuidado ninguno.
Caballeros y escuderos se prepararon para la expedición, si bien todo aquello era no más que para engañar a Sigfrido y a los suyos. Ordenó a los que con él habían venido del Niderland, que estuvieran preparados, y los guerreros de Sigfrido dispusieron sus aprestos de guerra. Así dijo el fuerte Sigfrido:
—Padre mío Sigemundo, permaneced en este país: si Dios os protege, pronto volveremos a las orillas del Rhin. Permaneced aquí alegre y contento al lado del rey.
Lo mismo que si frieran a partir desplegaron las banderas. Había allí un crecido número de hombres de Gunter que no sabían lo que había ocurrido. Un gran número de señores rodeaban a Sigfrido.
Sujetaron a los caballos yelmos y corazas; muchos nobles caballeros del país, se prepararon para marchar. Hagen de Troneja fue a donde estaba Crimilda, para que le diera sus órdenes, pues iba a abandonar el país.
—Felicidad grande es para mí —dijo Crimilda— que haya podido conquistarme un hombre que sabe defender a mis buenos amigos, tan bien como mi señor Sigfrido socorre a mis hermanos: esto —añadió la reina— me hace dichosa.
«Querido amigo Hagen, pensad que estoy dispuesta a serviros y que nunca fui enemiga vuestra. En gracia a esto haced que pueda conservar a mi querido esposo; no debe él sufrir castigo por lo que yo he dicho a Brunequilda.
»Muy arrepentida estoy ya —añadió la noble esposa—; por este motivo él ha martirizado mucho mi cuerpo; su espíritu estaba contristado porque yo había dicho tales cosas, pero el fuerte y buen héroe se ha vengado.
—Vuestra reconciliación se hará pronto en estos días —contestó él—. Crimilda, amada señora, decidme como puedo serviros respecto a Sigfrido, nuestro señor. Lo haré con mucho gusto, reina, y nadie mejor que yo.
—Perdería todo cuidado —dijo la noble mujer— de que nadie pueda quitarle la vida, si no se abandonara a su excesivo ardor. De este modo, siempre el bueno y esforzado héroe se hallaría fuera de peligro.
—¿Os figuráis señora —preguntó Hagen— qué pueden herirlo? Decidme cómo y qué medios debo oponer. Para librarlo de cualquier peligro cabalgaré siempre a su lado.
—Tu eres de mi familia y yo de la tuya —respondió ella—. A tu lealtad confío al que amo tanto, para que cuides de mi querido esposo.
Y le hizo conocer cosas que siempre debió tener secretas.
—Mi esposo es bravo y fuerte también —añadió—. Cuando mató al dragón, al pie de la montaña, se bañó en su sangre el esforzado héroe, por esto en los combates ninguna arma puede inferirle herida.
»Sin embargo, siempre quedo en cuidado cuando va a la guerra y cuando se expone a las lanzadas de los guerreros, temo por mi esposo amado. ¡Ah! ¡gran cuidado he tenido muchas veces por Sigfrido!
»Mi amigo querido; yo te diré por donde puede ser herido mi amado esposo, porque tú lo reservarás por tu fe. Te lo diré porque tengo confianza en tu afección.
»En tanto que la caliente sangre del dragón brotaba de las heridas y el fuerte héroe se bañaba en ella, una grande hoja de tilo cayó entre sus espaldas: en este sitio puede recibir herida: esto me causa gran cuidado y pena.
—Poned en su vestido una pequeña señal —dijo Hagen de Troneja— para que yo sepa cuál es el sitio en que debo preservarle, mientras dure el combate.
Creía salvarlo y preparaba ella su muerte.
—Con fina seda pondré en su traje una cruz que apenas se vea: allí será donde tu heroica mano debe defender a mi marido, cuando la batalla sea más fuerte y cuando en ella se presente el enemigo.
—Haré como dices —contestó Hagen—, reina querida mía.
Ella creyó que hablaba con toda sinceridad y de esta manera hicieron traición al esposo de Crimilda. Hagen se despidió y marchó muy contento.
—¿Qué es lo que te ha dicho? —le preguntó su señor—. Si podéis impedir que la expedición se realice, iremos a una cacería. ¿Podréis conseguir que suceda así?
—Lo que tú dices —le respondió el rey— me oarece bien.
Los compañeros del rey estaban sumamente satisfechos. Me parece que nunca un caballero pensó en tan grande traición como aquélla, mientras la hermosa reina tenía confianza en su lealtad.
Por la mañana temprano el héroe Sigfrido, sumamente contento, emprendió el camino con mil de sus hombres. Iba a vengar la ofensa hecha a sus amigos. Hagen caminaba junto a él examinando su traje.
Cuando llegaron muy cerca de la Marca, envió secretamente a dos de sus hombres; debían llevar nuevas noticias al país de Gunter, que el señor Ludegero permanecía en paz con el rey;
¡Qué gran pesar causa a Sigfrido tenerse que volver sin haber vengado la ofensa hecha a sus amigos! Con gran trabajo le hicieron desistir los amigos de Gunter. Se dirigió en busca del rey, el cual le dio las gracias.
—Que Dios os recompense, amigo Sigfrido, alma elevada, la buena voluntad con que hacéis lo que yo os mando: siempre estaré dispuesto a serviros por lo que os debo. Más que en todos mis amigos confío en vos.
»Ya que no hemos podido hacer combatir a nuestro ejército, quiero ir a cazar osos y jabalíes al Waskenwalde, como con frecuencia lo hago. —Este era el consejo de Hagen, aquel hombre desleal—. Dígase a todos mis huéspedes que quiero emprender la marcha por la mañana muy temprano: que los que quieran venir conmigo estén preparados; los que quieran quedarse que se diviertan con las mujeres; así me causarán alegría.
Con altiva arrogancia, dijo Sigfrido:
—Si os gusta ir a cazar os acompañaré, con mucho gusto. Prestadme sólo un cazador y algunos perros. Así podré caminar por entre los abetos.
—¿Sólo queréis uno? —le preguntó el rey—, yo os prestaré con mucho gusto cuatro que conocen perfectamente la selva y los senderos por donde van las fieras. No os dejarán venir como del destierro.
El distinguido caballero emprendió el camino con su esposa. Hagen se apresuró a decir al rey cómo esperaba matar al héroe. Ningún hombre llevó a cabo jamás traición tan grande.
Aquellos traidores preparaban su muerte, todos lo sabían: Geiselher y Gernot no quisieron ir a la caza. No sé porqué grande resentimiento no se lo advirtieron; después quedaron pesarosos.
Gunter y Hagen, los guerreros valerosos, celebraban con falsía una cacería en la selva. Con sus lanzas aceradas, simulaban perseguir los jabalíes, los osos y los bisontes: ¿qué podían hacer más atrevido?
En medio de ellos caminaba Sigfrido con altiva arrogancia. Llevaba víveres de todas clases. Cerca de una fresca fuente debía perder la vida. Así lo había querido Brunequilda, la esposa del rey Gunter.
El fuerte héroe fue a donde Crimilda estaba. En bestias de carga arreglaron su equipo de caza y el de sus compañeros; iban a pasar el Rhin. Nunca Crimilda había experimentado pesar tan grande. Besó la boca de su esposo amado.
—Qué Dios me conceda, querida mía, hallarte buena y que así tus ojos me vuelvan a ver: distráete con tus buenos parientes; yo no puedo permanecer aquí.
Se acordó de la confianza que había tenido con Hagen, pero no se lo quiso decir. La noble reina comenzó a llorar, quejándose de haber nacido. Muchas lágrimas vertió la extraordinariamente bella mujer.
—Deja de ir a esa cacería —dijo al guerrero—, he tenido un sueño de mal agüero, soñé que dos jabalíes te perseguían entre las matas; las flores se tornaban rojas. En verdad que es una pena que dejes llorando a tu pobre esposa.
»Temo mucho que las maquinaciones de los envidiosos: podemos haber dejado de servir a cualquiera que nos haya jurado odio mortal. Quédate aquí, querido señor, mi afección te lo aconseja.
—Querida mía —contestó él—, volveré dentro de poco tiempo; no conozco aquí a nadie que me pueda odiar. Todos tus parientes me quieren bien, y nunca por parte de ellos he merecido otra cosa.
—¡Oh! no, mi querido Sigfrido: temo que perezcas. He tenido esta noche un sueño de mal agüero, como si dos montañas cayeran sobre ti y no pudiera verte más. Si quieres dejarme, sentiré una pena grandísima.
Cogió entre sus brazos a la virtuosa esposa y cubrió de besos su hermoso cuerpo. Después se separó inmediatamente, pues tenía que partir. Desde entonces ya no lo vio vivo.
Se encaminaron hacia una selva profunda donde debían cazar: muchos fuertes caballeros acompañaban al rey. Gernot y Geiselher se habían quedado en palacio.
Muchos caballos cargados los esperaban del otro lado del Rhin llevando a los cazadores pan, vino, manjares, pescados y más provisiones, como un rey tan rico podía proporcionarlas.
Los fieros e impetuosos cazadores hicieron alto en la entrada de la selva por donde acostumbraban a salir los animales bravios. Cuando iban a cazar en una extensa llanura, llegó Sigfrido y le avisaron al rey.
En todas partes estaban prevenidos los compañeros de caza: así dijo el atrevido héroe, Sigfrido el fuerte:
—¿Quién nos conducirá en la selva sobre la pista de los animales, guerreros fuertes y atrevidos?
—¿Queréis vosotros —preguntó Hagen— que nos separemos aquí, antes de dar comienzo a la cacería? De este modo mi señor y yo reconoceremos quién ha sido más hábil en la partida.
«Partiremos igualmente gentes y perros y cada uno irá donde quiera. El que mejor cace recibirá las felicitaciones de todos.
Los cazadores no permanecieron reunidos más tiempo. El noble Sigfrido dijo:
—No tengo necesidad de más perros, que de un sabueso bien enseñado a seguir la pista de los animales por entre la selva. ¡Qué bien vamos a cazar! —exclamó el esposo de Crimilda.
Entonces un viejo cazador cogió un sabueso que condujo al señor en poco tiempo al sitio en que abundaba la caza. Los demás cazaron todo lo que se presentó, como aún lo hacen los buenos cazadores de nuestro tiempo.
Cuanto levantaba el perro era cazado por la mano del fuerte Sigfrido, el héroe del Niderland. Su caballo corría con tanta rapidez que nada se le escapaba: recibió alabanzas de todos por lo bien que cazaba.
Era muy diestro en rodos los ejercicios. El primer animal que mató el héroe por su mano, era un fuerte jabalí; poco después se le presentó delante un furioso león.
El perro lo hizo saltar, él le lanzó con el arco una acerada flecha con la que lo atravesó. El monstruo se adelantó hacia el cazador, pero sólo pudo dar tres saltos. Sus compañeros de caza le dieron las gracias.
A poco mató a un bisonte y a un ciervo, cuatro fuertes toros salvajes y un macho cabrío. Con tal rapidez lo llevaba su caballo, que nada se le podía escapar. Los gamos y las cabras casi nunca le faltaban.
El sabueso encontró un gran jabalí. Cuando comenzaba a correr, el maestro cazador se le puso delante: el animal se volvió furioso para acometer al atrevido héroe.
Lo atravesó de parte a parte con la espada el esposo de Crimilda: ningún otro guerrero lo hubiera podido hacer. Cuando el animal estuvo cogido, retiraron al perro. Sus proezas en aquella cacería fueron conocidas por todos los Borgoñones.
—Por favor, señor Sigfrido —le dijeron sus cazadores—, no tiréis a una parte de la caza, pues si no van a quedar desiertas la montaña y la selva.