Se siente apremiado, habla solo, repitiendo frases sin sentido; ha comprendido que le queda poco tiempo. Una tormenta más fuerte que las anteriores, y el mar barrerá con la isla. Le parece estar sobre el lomo de una ballena; por momentos hasta la siente moverse. Una noche de éstas, piensa, sin previo aviso, desaparecemos del mapa. La aniquilación cartográfica le inspira aun más terror que la obliteración topográfica.
Con impaciencia, con impericia, pero en el fondo de su ser con jubilosa esperanza, se dedica ahora a la construcción de balsas. Las dos primeras resultan tan deformes, que las abandona. La tercera también, pero ya se ha resignado a viajar en una balsa imperfecta. Como Ulf carece de serrucho, los troncos que la constituyen conservan tanto sus raíces como sus palmas, lo que entorpece sobremanera la operación, y da a la balsa un aspecto insólito de prodigio natural.
Con sus últimas fuerzas arrastra la balsa hasta lo que a pesar de sus cinco comunicaciones con el mar exterior sigue siendo la laguna interior del atolón; en vez de mantenerse horizontal sobre las aguas, la embarcación flota torcida, con una esquina sumergida. Sin duda es la primera nave de su tipo. No obstante, Ulf consigue enderezarla cargando cocos y frutas en la esquina opuesta; a continuación, dedica una noche en vela a la tarea de tejer una vela de palmas, objeto voluminoso que se deshace continuamente y al cual se ve obligado a renunciar una hora antes del alba, porque lo vence el sueño.
Hasta ahora Martin ha demostrado ser una persona que fracasa en todo, pero la vida en las grandes ciudades está organizada de tal modo que hasta al ser más inútil le basta ser simpático o tener familia para subsistir durante años sin mayores inconvenientes porque las consecuencias de su inutilidad se compensan, anulándose, con las consecuencias de la inutilidad de los demás. La sociedad protege a sus verdaderos devotos, y sin duda posee el derecho de hacerlo, así como posee el derecho de marcar en la frente con un hierro candente a los solitarios, los excéntricos, los derrotistas que pretenden ponerla en contacto con la realidad. Bien sabe la sociedad que la realidad es intolerable, por eso insiste en encerrarse en sus castillos de vidrio. De todos modos, razona ella, no todos los días se presenta la necesidad de construir una balsa para escapar de una isla que se hunde.
Apenas se ha dormido, lo despierta la tormenta. Sobre el cielo nublado y lechoso del alba se sacuden las palmeras bajo el viento repentino; las olas se lanzan al ataque como los tanques soviéticos en su marcha sobre Berlín. ¡Pobre capitán, su castigo es merecido! En la penumbra turbia de cine mudo, Ulf se dirige a tientas hacia su balsa, que más que nunca parece una resaca traída a la costa por el capricho del mar, en vez de orgulloso ejemplo del ingenio del ser que domina las ondas procelosas.
Sube, desata los lazos que la retienen a la tierra, y con la ayuda de una pértiga larga costea la orilla interior hasta llegar al canal principal que comunica la laguna con el exterior.
Como quien atraviesa en bote un parque inundado, se enfrenta con el mar abierto; detrás de él comienza a blanquear el cielo. Largas nubes coloradas y violetas forman un abanico resplandeciente cuyo vértice señala el punto por donde surgirá la luz futura; reflejos de incendio brillan sobre la cúspide de las olas, la espuma salta y se deshace en gotas rosadas que permanecen un momento suspendidas en el aire como mariposas. Ulf Martin deja atrás las últimas palmeras sumergidas y emerge al Pacífico violento, arrastrado por el viento.
La isla se recorta nítida sobre los fuegos del crepúsculo, como esos cuadros que representan un paisaje tropical de terciopelo negro sobre un fondo de alas de mariposa. Movido por el vaivén ascendente y descendente de las olas, Martin ve bajar y subir sobre el horizonte luminoso las palmeras ya lejanas, peinadas por el viento como cabelleras, todas en la misma dirección. En el interior de la balsa, las frutas y los cocos se desparraman y caen al agua por entre los grandes intersticios que separan los troncos. Mareado, empapado, desvalido, el navegante tirita de frío.
Diez minutos después empiezan a ceder las ligaduras de la balsa. Ulf Martin ve crecer la separación entre los troncos que lo sostienen, y por primera vez desde su salida de Sydney se echa a llorar, convulsivamente. Mi vida pudo ser tan agradable, piensa, tan tranquila y satisfactoria; era joven y sano; si no hubiera matado a un judío estaría ahora en mi casa, en la cama, bien abrigado.
Tantos son los prodigios verdes y colorados que no volverá a ver: higos, tapas de revistas populares, chalets, crepúsculos australianos, serpentinas, ómnibus, carteles de remate, costillas, corbatas pintadas a mano. Gimiendo y rezando alternativamente pretende recuperarlos.
Casi sin darse cuenta se encuentra en el agua; las últimas en abandonarlo son las pretensiones y las convenciones. Se abraza a un tronco, pero ya no le queda nada; ya ni siquiera se llama Ulf Martin. Se apoderan de él el frío y los calambres, una especie de sopor semejante al sueño; en el sopor se suelta y se hunde. Si ha sido un hombre, lo ha sido solamente un instante antes de la muerte.
A pesar de ser argentino Guido Falcone vivía en París, modestamente enseñando en una academia dos lenguas, una antigua y una moderna. Si bien se había alejado de Buenos Aires para eludir la perspectiva de una existencia monótona (ya que la presencia constante de sus amigos y familiares no le permitía ser tan independiente como hubiera querido) esta perspectiva lo había seguido, aunque con cierta demora, del otro lado del océano, y de vez en cuando lo obligaba a tomar decisiones incómodas, de las que luego no siempre se arrepentía. Por ejemplo, pasar el fin de semana en otra parte. En el peor de los casos, estos traslados le permitían a su regreso apreciar más claramente las ventajas de quedarse en casa, sobre todo en invierno.
Así partió un sábado para Aix-en-Provence. Durante el viaje tuvo el placer de desconcertar a la pasajera sentada a su lado, cubriéndole primero las piernas con su elegante sobretodo viejo de cachemira, con la excusa del frío, y después tocándole suavemente el muslo por debajo del sobretodo. La muchacha, en excelente estado pero egoísta, apartó la prenda sin decir nada y poco después se apeó del tren, en una de esas estaciones que sólo los directamente interesados conocen o recuerdan. Al salir del compartimiento miró con curiosidad al pretendiente frustrado, y se permitió un gesto casi imperceptible de desdén. «¿Por qué me desdeña? —pensó Falcone—, ¿por qué no me abalancé sobre ella con un grito salvaje de guerra para poseerla desesperadamente sobre el asiento, abriéndole las piernas como un soldado invasor con guantes de cuero tosco y arrancándole al mismo tiempo a mordiscos la punta de los senos que por lo menos en ese momento de libertinaje habrían adoptado la forma y la posición que más podían excitarme? Los demás pasajeros no me lo habrían permitido».
Sin embargo, para un extranjero de ambiciones modestas que todavía no domina a fondo las costumbres del país, la aventura podía considerarse relativamente satisfactoria; pero el resto del trayecto, entre hombres que fumaban y leían revistas y de vez en cuando se levantaban para mirar por las ventanillas del corredor lo que creían un paisaje y era en realidad para cada uno una imagen distinta y casi aterradora de una condena permanente aunque aparentemente provisional, resultó demasiado largo y apagó poco a poco el resplandor festivo del contacto bajo el sobretodo.
El tren llegó a Aix-en-Provence al anochecer. Sin prisa y sin fatiga, Falcone buscó una pensión modesta donde pasar la noche, y la encontró en la avenida oval que circunda la ciudad vieja. Aceptó la habitación que le ofrecieron, dejó su valijita sobre el mármol de la cómoda y salió a comer. Por la calle recordó un sueño reciente: un niño le mos traba un paisaje de edificios chatos en la margen opuesta de un río amarillo como el Plata, y le decía: «Hubiera visto qué lindo era todo esto en 1810». La escena irreal empezaba ya a incorporarse a la colección de escenas reales que aún conservaba de su país distante, y que le gustaba evocar como quien relee un libro de poesías.
Después de comer recorrió las calles y se detuvo un momento, sin espectadores, frente a la casa de Cézanne. En un cine de la Cour Mirabeau daban una película argentina vieja y un documental sobre los animales salvajes del África. Entró; a la luz amarillenta de un desierto con jirafas que se desplazaban sin rumbo fijo por la pantalla, hubiera deseado encontrar entre las largas hileras de asientos desocupados alguna de esas mujeres solas que esperan al viajero sin hogar, tendiendo una mano fría y vanamente cuidada hacia sus pantalones tibios en la penumbra, más por deseo de compañía que por otra cosa. Pero no la encontró. Los animales del África eran más o menos siempre los mismos. De pronto, después de un intervalo durante el cual la dirección del cine no se había atrevido a encender todas las luces porque se avergonzaba de mostrar la sala tan vacía, aparecieron en la pantalla rectangular las estólidas caras porteñas que en su infancia le habían sido familiares, conversando en francés en un Barrio Norte poblado de almaceneros retirados y prostitutas en actividad. Fragmentos de la Diagonal, una entrada del subterráneo, una calle de paraísos; hasta lo cierto resultaba falso, como en un cuadro académico. Cuando salió, el mistral persistía, amontonando en islas irregulares el detrito amarillo de los plátanos.
Encontró la pensión cerrada y a oscuras; por otra parte todas las casas del barrio estaban ya cerradas y a oscuras, en silencio. El silencio de los campos no es nunca tan completo como el silencio de una ciudad, de cuyo recinto el hombre ha alejado transitoriamente la vida que no duerme de noche. Detrás de las fachadas uniformes se adivinaba sin embargo en la tiniebla interna, como el vago temblor de un telón que representa un edificio, la respiración de las larvas calientes y palpitantes, gordas y blandas, de tantos seres distribuidos paralela o transversalmente en sus camas a diversas alturas, en un segundo piso, en un tercer piso. Falcone tocó el timbre largo rato; por fin comprendió que la dueña había desconectado la campanilla antes de acostarse. Golpeó, llamó, pero con voz cautelosa, porque en cierto modo lo aterraba disturbar esa multitud invisible entre frazadas; tampoco habría gritado de noche en un cementerio, aun sabiendo que uno de los sepultos debía acudir a su llamado. Eran las doce pasadas cuando desistió, sin rencor porque de todos modos no había nunca ignorado que es difícil penetrar en la morada de los hombres.
Aix invernaba resueltamente bajo las constelaciones incomprensibles del hemisferio norte; solamente las estatuas, figuras de muerte y olvido, se atrevían a ofrecer al pasante sus símbolos cotidianos: un rollo de papeles, un cedro, una fuente con frutas incomibles. El único hotel que Falcone encontró abierto, en la Cour Mirabeau, estaba lleno; lo remitieron a otro hotel, cerca de la estación, que resultó más lleno todavía ya que contenía según el portero un club entero de fútbol. Quedaba el Rey Rene, pero era demasiado caro para Falcone, o mejor dicho, sus precios no correspondían a ninguna realidad, como ocurre a menudo con los hoteles frecuentados por personas famosas, ya que después de pagar por un cuarto el precio de una bicicleta o un traje de verano resultaba incongruente renunciar a esos objetos para irse a dormir. Guido Falcone comprendió que tendría que pasar la noche a la intemperie.
El centro de Aix, quizá porque la ciudad no ha sido suficientemente bombardeada como Colonia o Canterbury, carece de terrenos baldíos y de jardines. Falcone se sentó en una especie de plaza frente al Casino, que era el único edificio iluminado, si se exceptúa una lamparita roja de forma cúbica que pendía sobre la puerta del cuartel de policía. El lugar era demasiado abierto, y por él fluía el mistral como un río oscuro en el que los árboles navegaran a contracorriente. Después de un rato, el forastero se alejó entre largas verjas por el camino a Marsella, pero al llegar al cementerio volvió sobre sus pasos, recordando que cuando hace frío no conviene distanciarse demasiado del centro de una ciudad porque siempre es más cálido que los suburbios. Pasó por una callecita de tierra; entre las casas bajas divisó el hueco de un baldío.
Lo cerraba una pared de ladrillos sin revoque, con una abertura poligonal casi circular como las que suelen formarse en las tapias de los terrenos abandonados, agrandamientos paulatinos de un agujero iniciado por los niños que meten la mano en todas partes y completado por los adultos que codician esos lugares donde uno encuentra gratis la generosidad y las ventajas que la naturaleza virgen prodiga en tierras lejanas, poco habitadas, inalcanzables para el ciudadano medio: allí nos es permitido arrojar sin discriminación los objetos rotos o desechados de hierro y de loza, allí se nos ofrece el estremecimiento satisfactorio de escondernos con fines impúdicos, solos o acompañados. Guido Falcone trepó por los ladrillos y entró.
La vegetación interior era relativamente abundante; además de una especie de hiedra adosada al muro, había arbustos, matorrales y un árbol de hojas perennes, pero la tierra estaba en gran parte cubierta de cascotes, restos de antiguas construcciones. Falcone se preparó con hojas y ramitas una almohada al pie del árbol; apartó las piedras más molestas, que le punzaban la espalda a través de la ropa; de los arbustos cortó una cierta cantidad de ramas para taparse la parte inferior de las piernas que el sobretodo no llegaba a cubrir. Luego encendió un cigarrillo y se acostó. Primero sintió la calma, luego la incomodidad.
No podía dormir de cara al cielo, y en un plano inferior de su conciencia se repetía cíclicamente una frase musical, vulgar y cansadora. Pasaban ignorándolo gatos atentos a sus intermitentes quehaceres nocturnos, sus intereses incomprensibles para el hombre; las ratas susurraban en la hiedra, el silencio parecía poblado de arañas. Falcone casi soñaba con un enemigo, un déspota bajo, vestido como Napoleón en la campaña de Rusia con un capote largo de solapas anchas, que lo buscaba en esos momentos por todas las calles no justamente de Aix sino de Poitiers, seguido por una patrulla obediente, quejándose del frío.
Se sentía flotar bajo el firmamento, sentía la rotación silenciosa de la tierra; atravesaba con rapidez el vasto cono de sombra, inconteniblemente, girando en la noche estelar hacia la penumbra marginal. El viento se había calmado, y cada vez hacía más frío; las hojas lustrosas que reflejaban la luz de un farol distante parecían ahora de vidrio, el aire de agujas.