El caos (10 page)

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Authors: Juan Rodolfo Wilcock

Tags: #cuento,fantástico,literatura argentina

BOOK: El caos
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—Siempre fui pálido —observó el rengo.

—No es una explicación —insistió su jefe—. No es que quiera meterme en su vida privada, Dios me libre, pero además de pálido, amigo Trenti, está ojeroso.

—Paciencia —dijo Trenti, mirándose de costado en el vidrio de la biblioteca vacía.

El Secretario, que ya había metido varias veces el dedo en el alcohol para lamérselo con expresión abstraída, advirtió de pronto que no lo podía sacar.

—Tiene que tomarse unos días de descanso, alejarse de esos libros insalubres —exclamó, meneando la botella sobre el escritorio polvoriento—. Vaya a Colquetá como le digo, el Partido le paga todos los gastos.

—¿A Colquetá? ¿A hacer qué?

—Es un sitio histórico, pintoresco. Fundado nada menos que por el indio Colquetá cuando arrasó con el convento de la Santa Astilla de la Cruz y se casó con todas las monjas. Sus Carnavales son famosos, una vez vino un señor de la Capital para sacar una película.

—No me gusta viajar sin un motivo definido —dijo Trenti.

Impacientado por la respuesta, el Secretario dio un golpe sobre el escritorio con la botella, que se rompió. Entre los dos trataron de salvar los papeles y retratos de jugadores dispersos sobre el mueble, derramando de paso un tintero. Al Secretario ahora le colgaba del dedo un poco menos de la mitad de la botella. Alzó la mano y miró las puntas del vidrio, verdes al sol con vetas azuladas de tinta.

—Esto es peligroso —dijo.

Volvió a abrir la ventana y golpeó delicadamente contra un barrote de la reja el resto de la botella, que se deshizo y cayó a la vereda con un rumor de caireles.

En Colquetá conservan la tradición —prosiguió— de festejar el último día de Carnaval quemando un gran muñeco que representa al dios Momo.

Trenti levantó de la mesa un último pedacito de vidrio y lo tiró por la ventana.

—El domingo pasado —insistió el Secretario— el Comisionado Interventor del Partido Peronista pronunció un discurso
impromptu
sobre un barril de la Cantina Justicialista de Colquetá, prometiéndole a la población que este año, en vez del muñeco tradicional, quemarían a un opositor, para expresar simbólicamente el ideal fundamental del Consejo Superior Unánime del Partido, que es como todos sabemos eliminar la Oposición.

—Si ya no queda nadie de la Oposición —observó Trenti, secando con un trapo de piso la tinta derramada.

—Quedamos nosotros, los Constructivos. Aunque votamos por Perón, el Consejo Superior ha decidido hace dos semanas declararnos Oposición; ayer llegó el telegrama. Naturalmente, nuestro Delegado Constructivo en Colquetá se escapó a Santa Bárbara media hora después de enterarse del discurso del Comisionado, pero la Subdelegada, Madama Souza como la llaman o sea la señora de Souza, nuestra famosa oradora de barricadas, no ha querido dejar solo al marido por razones de salud mental, y ahora se teme por su suerte. Imagínese, la única Opositora Constructiva en ese agujero abandonado de la mano de Dios, para peor en medio de una salina.

—¿Y yo qué tengo que hacer?

—¡Salvarla! Salvar de quién sabe qué peligros a nuestra valerosa «dama de pique», como la llaman hasta sus adversarios. Como quien no quiere la cosa, dándoselas de turista adinerado en vacaciones, se aparece sin decir esta boca es mía, olfatea un poco el ambiente entre el sábado y el domingo, y en último caso, si no la encuentra, siempre puede averiguar en la policía.

El viernes por la noche el Prosecretario Carlos Trenti llegó a Colquetá, capital del departamento de igual nombre. De la oscuridad que envolvía la estación brotaban nubes de polvo caliente. Trenti se inscribió en un hotel promisoriamente denominado «Las Delicias», y el sábado a las diez de la mañana salió en busca de Madama Souza. Después de probar tres direcciones equivocadas, aunque muy cercanas entre sí, dio con la casa; un anciano de edad extraordinariamente avanzada le abrió la puerta.

—La vieja no está —dijo el viejo.

—¿No sabe dónde puedo encontrarla? —preguntó Trenti.

—¡Qué me importan las andanzas de esa loca! —exclamó el señor Souza, enojado—. Se habrá muerto por aquellos pajonales —agregó—. ¡Sale a pescar sin sombrero! Y ahora se me ha descompuesto el calefón del baño, no puedo pelar la gallina. Y no me venga con el cuento de cambiarlo; siempre anduvo bien.

De pronto se lanzó a la calle para capturar un pollito que se había escapado por el zaguán. Por querer ayudarlo, Trenti metió el pie rengo en la cuneta de la calle y se manchó de barro verde los pantalones; mientras trataba de limpiarse con un pañuelo, el viejo regresó con el pollo, besándolo en el piquito y recriminándole el trabajo que le daba. Inmediatamente después se encerró en su casa, sin dirigir una sola palabra de consuelo o despedida a su visitante.

Trenti almorzó en el hotel, en un bar apenas iluminado por la difracción de un único haz de sol que pasaba por un agujero de la persiana cerrada, y a través del cual se veían flotar soñadoramente el polvo espeso del ambiente y las moscas hipnóticas. Dos parroquianos y el dueño del hotel comentaban en voz baja pero jocosa el espectáculo anunciado para la noche del domingo. Después de almorzar, el recién llegado se encaminó rengueando, con un escarbadientes en la boca, al Comité del Partido de Oposición Constructiva de Colquetá.

Detrás de un mostrador de lata un personaje obeso y morocho de facciones mongólicas, para decirlo en dos palabras una india con el pelo peinado hacia arriba, se pintaba las uñas de los pies. Contestó sin levantar la vista. No, no sabía dónde estaba Madama Souza; todos los días había cambios, todos los días una nueva. Todavía no habían reemplazado el cartel porque en Carnaval los pintores no trabajan, pero ahora el Comité pertenecía al nuevo partido de coalición Oposición Justicialista. Tampoco ella trabajaba un sábado, había venido al Comité por una gran casualidad porque sabía que Madama Souza tenía un esmalte violeta en el roperito que de todos modos ahora iría a parar a manos del Movimiento Peronista Femenino.

Esa misma noche Trenti asistió desde la vereda a un baile familiar, aunque sin intervenir en él porque la renguera le impedía bailar; a fuerza de mirar, se fue animando, y finalmente entró. Pero nadie le hablaba, ni siquiera advertían su presencia; como era tímido, no se atrevió a preguntar cuál de las damas presentes era Madama Souza, suponiendo que fuera una de ellas. Cuando salió, nadie volvió la cabeza para mirarlo; los concurrentes se hablaban entre sí en voz baja, parecían oscuramente tristes y llenos de pasión.

El domingo casi al amanecer se le apareció en sueños la imagen de la República y le ordenó que emprendiera una averiguación metódica. Esa misma mañana Trenti entró resueltamente en la Comisaría de Colquetá, ornamentada con palmeras en maceta y cartelones con caras cómicas de ex dirigentes de la Confederación General del Trabajo. Declaró quién era y a qué venía. Al instante le exigieron sus documentos y sin mayores conciliábulos procedieron a retirarle todo lo que traía en los bolsillos; luego le extendieron un recibo y le pidieron el cinturón y la corbata. Sosteniéndose los pantalones con una mano, Trenti entró, impelido por un puño vigoroso, en un calabozo fresco de paredes totalmente escritas, dibujadas y hasta labradas por personas de gustos artísticos distintos.

Más o menos unas tres horas después vinieron a buscarlo; el Comisario quería hablarle. Previamente le tomaron una larga declaración de sus actividades, estudios, propiedades, sueldos, tendencias políticas y artísticas, parientes en el país y en el extranjero; pero antes de terminar el informe entró un suboficial y señaló cortésmente que todo había sido un error: el que debía prestar declaración era otro preso. El mecanógrafo hizo una bola con las tres hojas que había escrito y la arrojó al canasto. En la antecámara del despacho del Comisario, Trenti recobró inesperadamente el cinturón, el dinero, la corbata y una copia del recibo.

El Comisario era un espléndido holandés naturalizado, rubio, de cara redonda. Al ver entrar a Trenti golpeó la superficie de su escritorio con la palma de la mano, esa mano que solamente sabía firmar y castigar, y dijo:

—Vea amigo, no le permitiremos que siga rondando impunemente las comisarías. Sepa que en este país se acabó con la política, para siempre.

Y a continuación, adoptando una postura apropiada y señalando con el índice de la derecha los retratos de Perón y de Evita, su mujer, recitó este breve poema alusivo:

—«¿Así paga los desvelos

de los hombres de gobierno

que le deparan los cielos?»

Mientras se apagaba el eco resonante de los versos, lanzando una mirada que parecía querer penetrar hasta el fondo mismo del cerebro de Trenti, el Comisario juntó todos los papeles que cubrían su escritorio y con un ademán un sí es no es teatral, se los tiró a la cara. La entrevista fue breve pero su significado no pasó inadvertido, dejando un profundo recuerdo en el alma de todos los que en ella hicieron acto de presencia, desde el más encumbrado hasta el más molesto servidor de la ley. Era un claro símbolo del derecho que asiste a la Nueva Patria de amonestar a sus hijos díscolos, con cariño, con moderación, con natural impaciencia.

Después de quitarle el cinturón, el dinero y la corbata, y extenderle un segundo recibo, dos policías de guardapolvo lo introdujeron en otro calabozo, más amplio y más aireado, ya ocupado por un borracho y una dama de aspecto intermedio entre prostituta y diputada provincial. Resultó ser Madama Souza, una mujer corpulenta de hombros cuadrados y anchas nalgas duras, en general más joven que su marido; con una sonrisa ambigua reconoció en seguida al nuevo locatario del cubículo enrejado.

—Mucho gusto. Ya me imaginaba que vendría a buscarme. ¿Habló con el Comisionado?

—No. Solamente con el Comisario.

—El Comisario se reduce a obedecer las órdenes que le vienen de arriba, pobre. En cambio el Comisionado es un hombre muy comprensivo. Usted dígale todo, todo.

El borracho dormía en el suelo, con la cara prodigiosamente arrugada y un pie descalzo; su cabeza apoyaba sobre el zapato vacío.

—Además —prosiguió la famosa oradora—, ahora que el Delegado se ha herniado, hago falta, hago falta.

En ese momento los dos sicarios de guardapolvo, con sendos clarines en bandolera, abrieron la puerta del calabozo y anunciaron a la señora de Souza que podía retirarse. Dicha patriota, habiéndose despedido de Trenti con un mohín casi obsceno y una mirada muda de consuelo, salió entre los dos jóvenes policías que saludaron románticamente su liberación arrancando de sus clarines una misma nota repetida, vacilante e imperiosa. El ruido despertó al borracho que se levantó, preguntó la hora y vomitó una cantidad insignificante de sopa en un rincón; luego volvió a acostarse sobre el cemento.

Con menos pompa la ceremonia volvió a repetirse a las cinco para el ebrio y a las ocho para Trenti. En cada ocasión los policías eran distintos, porque la guardia se renovaba a menudo; la última vez aparecieron disfrazados de piratas. Después de devolver al Prosecretario la corbata, el cinturón, el dinero y todos los recibos, le explicaron que el Comisionado Interventor del Partido Peronista enviado especialmente por el Consejo Superior Unánime lo esperaba en la Municipalidad. Uno de los piratas condujo al prisionero hasta el edificio en cuestión situado a unas dos cuadras de la Comisaría.

Las calles de Colquetá, iluminadas mediante guirnaldas y arcos de bombitas multicolores y adornadas con caricaturas humorísticas de políticos no afectos al régimen y directores de diario exiliados, hablaban elocuentemente de altiva miseria y dulce
jar niente
. La multitud iba y venía empujando con los pies grandes ovillos de serpentinas y papeles también multicolores pero ya sucios y en parte mojados.

Acompañado por el ex Secretario del ex Partido de Oposición Constructiva de la Provincia, el Comisionado Interventor del Partido Peronista en dicha Provincia entró en su despacho; era un árabe bajo vestido de negro, con medias coloradas, paraguas forrado de seda y galera. Se sentó detrás de su escritorio sin quitarse la galera, que en vez de cinta llevaba una coronita de laureles de terciopelo.

—¿De qué está disfrazada Su Excelencia? —preguntó el pirata que había traído a Trenti, haciendo ondular orgullosamente su capa colorada y negra.

—De Noble Inglés, ¿no ve el paraguas?

Y volviéndose hacia Trenti agregó:

—¡Hola, jovencito! Bienvenido. ¿Ya pensó su último deseo?

Trenti tenía hambre, dolor de muelas y sueño. Perdido como se sentía entre desconocidos de intenciones impenetrables, su único deseo por el momento era abrazar a su viejo amigo el ex Secretario, abandonándose a su protección; pero éste lo contuvo diciéndole:

—Nada de sentimentalismos, por favor. Después de todo, si ha accedido a colaborar con nosotros en una de las páginas de historia más hermosas, más fervorosas de la Provincia, no es el momento de personalizar sentimientos tan universales como el patriotismo. Usted, yo, cualquier otro podría haber sido el elegido. Frente a la majestad de una Nación, ¿qué es, qué vale la masa anónima que la compone? Cero, ni más ni menos que cero.

Y se retiró al otro extremo del despacho, donde inmediatamente se dedicó, con un interés al parecer absorbente, a examinar una colección de sables idénticos, que pendían sobre una panoplia longitudinal de paño todo comido por la polilla.

—Como sugiere su amigo el ex Secretario —intervino el Comisionado con un relámpago de picardía en los ojos— ¿quién de nosotros no se ha sentido alguna vez consumir por el fuego del patriotismo? ¡Ja, ja! Ahora lo atenderá el médico.

Y a continuación agitó una campanilla de plata suspendida de un patíbulo en miniatura sobre el escritorio. Trenti coligió que se habían percatado de su dolor de muelas. Entró un joven practicante bizco, vestido de Maharaja Hindú, con una valijita de primeros auxilios.

—Eso es lo que se llama un disfraz —dijo el Comisionado con admiración—. Lo felicito sinceramente, amigo. Una joya, una joyita.

Frente a la panoplia, el ex Secretario lanzó un silbido de admiración, mientras descolgaba uno de los sables para estudiarlo mejor.

—Me duele mucho esta muela de arriba —trató de explicarle Trenti al practicante.

Y se metió el dedo en la boca, señalándole el lugar que le dolía. Sin preocuparse por el diente, el practicante le levantó los párpados con el pulgar, uno tras otro, y con un martillito de goma le golpeó diversas partes del cuerpo, para observar sus reacciones; luego le ordenó que se quitara el saco y se arremangara la camisa. Con el faldón de su indumento de seda limpió someramente una aguja hipodérmica que extrajo de la valijita y procedió a llenar el recipiente de vidrio correspondiente con un líquido violáceo que parecía tintura de yodo. Acercando a su boca el brazo desnudo de Trenti, le lamió un poco el bíceps para lavarlo con la saliva, y le aplicó la inyección. A continuación le revisó distraídamente la región hepática con el estetoscopio.

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