Esa misma noche, apenas se hubieron acomodado los tres en sus respectivos lugares habituales, Anfio exclamó con su voz más aguda, golpeando la alfombra con los puños:
—¡No se soporta, no se soporta un día más! Présule suspiró profundamente; luego levantó la cabeza, que ya había apoyado sobre el almohadón de la pecera, y apoyándose sobre un codo, sin desviar la mirada del retrato de Camel, dijo recalcando las palabras:
—Así es. Su insolencia no conoce límites. Tendría que irse.
—No puedo echarlo— protestó débilmente Güendolina—, el juez de menores me ha declarado tutora responsable.
—¡De un idiota —exclamó Anfio— que juega a la pelota en el patio!
—Siendo la tutora —opinó Présule— no estaría bien que lo echara a la calle; pero nada le impide envenenarlo poco a poco, como hacen los franceses con los parientes antipáticos. El juez de menores no anda hurgando en los platos de los menores.
—Le harían la autopsia y descubrirían todo —dijo Güendolina, moviendo los ojos de derecha a izquierda, como quien no sabe de qué lado tomar.
—Entonces, ahogúelo en la bañera llena de agua —propuso Présule, sin poder reprimir un escalofrío.
—No puedo, es más fuerte que yo; el otro día cambió de lugar el ropero del cuartito, que yo no había podido nunca mover.
—Hágale lo que el otro chico le hacía a Présule —dijo Anfio, con una risita.
Al oír esto, el enano mayor se arrepintió de haber jamás hablado del jardín secreto y salvaje de su adolescencia; prefería que no le recordaran aquella otra criatura que lo había humillado tanto, primero obligándolo a cometer ciertas indecencias que él no podía compartir, y luego burlándose de él por haber aceptado participar en ellas.
Pero no dijo nada, porque las palabras de Anfio acababan de sugerirle un plan para deshacerse de Raúl. El plan era bastante sencillo: Güendolina lo invitaría a venir al dormitorio, y una vez allí lo induciría a hacer el amor con ella, tantas veces como fuera necesario, hasta reducirlo a la más completa extenuación. Recordaba haber leído en un opúsculo escrito por un jesuíta, una verdadera autoridad en la materia, que la insistencia en el pecado solía provocar las más serias enfermedades en el organismo, desde el cáncer hasta la tuberculosis. Cuando el chico se hubiera enfermado gravemente, se desembarazarían de él mandándolo a un hospital; la señora Marín, en cambio, era mujer y según el sabio jesuíta podía hacer el amor cuantas veces quisiera, sin debilitarse.
Sin duda Güendolina opondría algunas objeciones; diría que ya no le interesaban esas cosas (lo que no era cierto, como lo demostraba el género de novelas que leía habitualmente:
Tutor y amante
,
Del altar al arroyo
,
Mariposas de madrugada
, etcétera); alegaría que su cuerpo había perdido la elasticidad de sus años juveniles, y que ya no era más que una bolsa de huesos; que la vida espiritual y contemplativa que llevaba en compañía de sus enanos no constituía una preparación adecuada para la vida galante; que no era, en fin, una Circe, como solía llamarla Anfio: «Nuestra Circe en su gruta encantada». Pero ninguna de estas objeciones representaba un obstáculo serio. Podía decir lo que quisiera; en última instancia Présule contaba siempre con un poderoso argumento a su favor: el notable parecido que existía entre Raúl y su difunto tío.
Instintivamente, siempre había callado cuando alguien mencionaba dicho parecido, que por otra parte saltaba a la vista. Porque si algo habían odiado más que el agua los enanos (aunque retrospectivamente, y como se odia a un fantasma del pasado, al cual después de todo siempre se le puede conceder un lugarcito en la felicidad presente, ya que no existe el peligro de que una vez instalado se apodere de lo que no le corresponde, como hacen las personas vivas) era el señor Marín. Pero ya no era el momento de detenerse en consideraciones de simpatía o de antipatía: si quería que Güendolina desempeñara la parte que le había sido asignada en el plan de liberación, lo mejor sería invitarla a una sesión de espiritismo, en el curso de la cual el señor Marín se aparecería y declararía que Raúl era su reencarnación.
Preparar la sesión le llevó casi toda la mañana siguiente. Anfio, que en el momento oportuno debía esconderse detrás del amplio cortinaje rojo que cubría desde el techo hasta el suelo una de las paredes del dormitorio, se encargaría de personificar el oráculo. Aunque esa mañana parecía perfectamente incapaz de aprender el breve discurso que su compañero le había encomendado. Confundía las palabras; cuando imitaba la voz gruesa del muerto, se distraía, olvidándose por completo de lo que estaba haciendo, para prorrumpir en chillidos incoherentes; intercalaba bromas, se rascaba, se interrumpía para alisarse el pelo de los hombros, y en el momento menos pensado se echaba al suelo y se quedaba dormido. Pero a fuerza de insistir, terminó por aprender su papel, y Présule pudo por fin dedicarse a los demás detalles, por cierto no menos importantes, de la representación.
Llegada la noche, mientras Güendolina se encontraba en el cuarto de baño, lavándose los pies como siempre hacía antes de irse a la cama, Anfio se escondió, temblando de emoción, detrás del cortinaje, mientras Présule se acomodaba sobre el diván, para esperar a su dueña. Cuando ésta entró en el dormitorio, Présule se apresuró a explicarle la ausencia de su compañero:
—Le he dicho que se quedara afuera porque esta noche hacemos sesión de espiritismo.
Güendolina suspiró, halagada, y se acostó en seguida en su cama; la apasionaban las sesiones de espiritismo, aunque en ese sentido muy raramente condescendían los enanos a complacerla, porque la viuda siempre quería evocar el espíritu de su marido, y este género de evocaciones (aparte de que el señor Marín no acudía nunca al llamado, o si acudía sólo era para manifestarse mediante un rasqueteo casi inaudible, o un vulgar crujido) constituía tanto para Présule como para Anfio motivo de ilimitado aburrimiento; un aburrimiento al cual se mezclaba, como era natural, su buena dosis de repugnancia.
Las sesiones eran por otra parte sencillísimas. Nada de mesitas de tres patas ni de esferas de cristal de roca: bastaba que Güendolina y los enanos (aunque Anfio no siempre asistía, porque le resultaba imposible mantenerse inmóvil y callado) se redujeran a estarse quietos, mirando fijamente el techo, para que inmediatamente el tenebroso silencio les ofreciera toda clase de crujidos, chirridos, temblores, sacudidas y pasitos de ratones, que cada uno de ellos interpretaba a su manera.
Y así habrían hecho también esa noche, si no hubiera sido que, en un momento dado, cuando más sepulcral era el silencio, se oyó una voz gruesa y desigual, al parecer proveniente de la cortina que decía:
—Soy Marín, Güendolina.
—Te oigo —contestó la señora, rígida como la muerte.
—Debo decirte una cosa —dijo la voz.
—Dila, soy toda oídos —dijo Güendolina.
—Por obra de la metempsicosis, mi espíritu se ha alojado en el cuerpo de Raúl —dijo la voz.
—¡No digas! —exclamó Güendolina.
—Por lo tanto, debes tratarlo como si fuera tu marido —dijo la voz.
Y por esa noche no dijo más nada, porque Anfio se había puesto a toser, tal vez por influjo de la humedad de la pared contra la cual se en contraba acurrucado, o tal vez por la emoción.
Pero Güendolina, que hasta ese día no había recibido nunca una comunicación tan clara de su marido, ya se había levantado de la cama, y trepada a una silla se había puesto a besar apasionadamente el vidrio del retrato del señor Marín, colgado en la pared.
—Gracias, gracias —repetía—, veo que la muerte no te ha cambiado, siempre pensando en todo.
Mientras tanto, Anfio salía a cuatro patas de su escondite, y sin ser visto escapaba al vestíbulo, tratando de contener la tos.
III
La noche siguiente, después de la cena, Raúl se encontraba en el cuarto leyendo con aplicación, en un
Hogar
de 1923, la descripción para él todavía emocionante de una carrera de automóviles de la época, cuando entró Güendolina y le ordenó que la acompañara, así en pijama como estaba, a su cama. En el dormitorio, Présule y Anfio se habían escondido detrás del cortinaje, una especie de tapicería de terciopelo borgoña con borlas ocres, para espiar por los agujeros de la polilla.
Una vez frente al lecho, la señora Marín, que para la ocasión había adoptado una actitud hierática, como de sacerdotisa, se despojó del salto de cama que la cubría y se reveló desnuda. Los senos, como dos medias de Navidad, cada una con su modesto regalito en la punta, le llegaban hasta el vientre, que a su vez pendía sobre el sexo como una almohada que ha perdido la mayor parte del relleno de pluma; las piernas no parecían tan fláccidas como los brazos, pero en cambio eran arqueadas.
Luego se soltó las peinetas que retenían su rala cabellera gris, y se recostó en la cama, en la pose de Paolina Borghese. Encendió la radio; un segundo después se elevó por la habitación una voz gangosa que cantaba la segunda estrofa de «Te vi en el bote, entre los cisnes, por la primera vez», la parte que dice «Como el soldado, ante el obús, del enemigo». Raúl contemplaba atónito a su tía, porque era la primera vez que veía a una mujer desnuda.
—Desvístete y acuéstate a mi lado —le ordenó Güendolina, lanzando al mismo tiempo una rápida mirada hacia el cortinaje que ocultaba a los enanos, como para agradecerles este su segundo himeneo. Detrás de la felpa roja, Anfio se retorcía de nerviosidad, y de vez en cuando se le escapaba una risita histérica; Présule, en cambio, observaba la escena como un director de teatro observa a sus actores el día del estreno, cuando las suertes ya están echadas y el hilo del destino se suelta de sus manos.
Raúl sentía cierto pudor de quitarse el pijama, pero ante la mirada entre imperiosa y solemne de Güendolina decidió obedecer, si bien conservando el
slip
triangular que aun de noche cubría su timidez. Pero apenas se hubo deslizado entre las sábanas, la mujer le arrancó el calzoncillo; luego se colocó sobre el muchacho desnudo, a cuatro patas, sosteniéndose con las manos y las rodillas, en la posición que le había enseñado el señor Marín.
Suavemente acariciado por el peso muelle de los largos senos y del vientre acolchado, Raúl se abandonó al placer natural de la situación; se sentía flotar en el aire, como en un sueño, suspendido sobre miríadas de mariposas que insensiblemente lo elevaban hacia el cuerpo de su tía. La momia desgreñada sonreía, repitiendo en voz baja palabras sin sentido.
En el momento en que se consumaba la unión, Anfio, que ya no podía contenerse un instante más, profundamente agitado por la emoción para él inexplicable que la extraordinaria escena suscitaba en su espíritu, apartó la cortina y gritando: «¡Hurra! ¡Bravo! ¡Hurra!», se lanzó hacia el tálamo y se puso a saltar de entusiasmo en torno de los celebrantes, como un niño en presencia de un espectáculo de circo, o delante de una torta de cumpleaños.
También Présule parecía conmovido, pero el origen de su emoción era más complejo; secándose con el dorso de la mano las lágrimas que a pesar suyo brotaban de sus ojos negros, salió de la habitación y se acurrucó en un rincón del vestíbulo. Poco después sucedió un hecho tan significativo como inesperado: Raúl se levantó de la cama, y aferrando al enanito rubio por el cuello de la blusa de gabardina, lo echó del dormitorio, bruscamente. Güendolina, exhausta sobre el lecho, no hizo ningún comentario.
IV
Noche tras noche se repitió la escena, pero no ya en presencia de los enanos. La señora Marín había demostrado ser como esos planetas o asteroides que avanzan incansablemente sobre la misma órbita, durante años y siglos, sin cambiar de trayectoria, hasta que un día sufren la incalculable sacudida de algún cataclismo interestelar, y cambian de dirección para siempre, sin darse realmente cuenta, sumisos y obedientes a las leyes newtonianas; como si tuvieran en el fondo la seguridad de que todo el espacio está a su disposición, que una trayectoria no es mejor ni peor que otra, y que lo esencial es girar cíclicamente. Tanto más si la órbita nueva resulta ser una de las anteriores. Poco importa, por otra parte, si en ese cataclismo el planeta se desprende de alguno de sus satélites: un astro siempre puede prescindir de sus satélites, o procurarse otro.
Indudablemente, Güendolina no parecía la misma persona de antes. Ya no se pasaba las mañanas limpiando el comedor o quitando el polvo a los libros de la biblioteca de su difunto marido, sino preparando nutritivos y esmerados platos para Raúl, postres de los cuales los enanos sólo podían aprovechar los restos, lamiendo las fuentes con avidez y envidia. Sin mencionar los magníficos sambayones y sandwiches de pollo que el chico devoraba a cualquier hora, de mañana y de tarde: tenía un verdadero estómago de avestruz.
Los primeros días, Anfio había tratado de entrar en el dormitorio, pero le habían cerrado la puerta con llave; había golpeado, y le habían contestado de mal modo que se fuera a otra parte; había llorado delante de la puerta de Güendolina, y nadie lo había consolado. Ya no se lamía incesantemente como antes el pelo dorado del vientre —que siempre había sido su mayor orgullo— para alisárselo y mantenerlo en buen estado. Sucio, despeinado, con los rizos de los muslos enredados en basuras y pelusas que ya ni trataba de arrancarse, se escondía debajo de las mesas para morderse con rabia los nudillos de las manos, mientras la señora llenaba de flores los floreros y llamaba con voz melosa:
—¡Raulito! ¿No te agradaría un rico sandwich de huevo y tomate?
Desde su cuarto, tendido en la cama ahora cubierta de revistitas en colores que Güendolina le compraba en el puesto de diarios de la esquina Raúl bajaba el volumen de la radio (también la radio había sido trasladada a su pieza) y contestaba:
—Sí, tía, con mucha manteca.
Y la señora Marín corría a la cocina y preparaba el sandwich prometido, canturreando mientras tanto: «Soy la abeja melodiosa, que vuela de flor en flor, ocupada y laboriosa». Anfio se sentía morir de hambre y de envidia.
Présule, por su parte, había empezado a dudar de la eficacia de su plan: pensándolo bien, no sólo no había dado el resultado deseado, sino que había provocado un desastre. En efecto, las relaciones de los enanos con su protectora se reducían ahora al mero acto de comer el mísero mondongo hervido que ésta les dejaba en un plato. ¡Adiós conversaciones, adiós brillantes comentarios, adiós noches de verano lentamente saboreadas, mientras un rayo de luna llena se desplazaba con pereza desde la cómoda hasta el tocador, y el perfume de los paraísos en flor entraba desde la calle por la ventana entreabierta, para mezclarse con los perfumes baratos y familiares de Güendolina!