Excitado extrañamente por el color brillante de la sangre, volvió a empuñar el soldador, murmurando entre dientes: «Para qué sirve la nariz, para qué sirve la nariz». Por un resabio de consideración humana ponía especial cuidado en agrandar progresivamente los agujeros a medida que la destrucción avanzaba, para que no le faltara el aire. Los gemidos del muchacho, el cual muy probablemente ya se había tragado el menisco que los enanos le habían introducido en la boca para calmarlo, aumentaron otra vez hasta convertirse en aullidos penetrantes.
Del otro lado de la puerta, Anfio suplicaba con voz monótona a su compañero que le permitiera entrar. Présule no le hacía caso; pero un rato después, ahogado por el humo porque la habitación en vez de ventana sólo contaba con un respiradero al parecer insuficiente, se vio obligado a abrir y salir un momento al exterior en busca de aire puro. Anfio aprovechó inmediatamente la oportunidad para entrar en el cuarto, armado esta vez de un abrelatas con el cual efectuó diversas incisiones en los muslos de Raúl. También a él la vista de la sangre lo excitaba estéticamente; para hacer más rápido, renunció al abrelatas y escogiendo el papel de lija de grano más grueso se puso a lijar la superficie del cuerpo del muchacho, que en pocos minutos fue adquiriendo un color rojo subido; salvo donde estaba cubierto por los calzoncillos, ya que ninguno de los dos enanos se hubiera atrevido a tocar esa prenda de vestir que ellos creían de mal agüero.
En esta tarea se encontraba absorto el enano rubio, cuando Présule, habiéndosele disipado en parte la sofocación provocada por el humo, advirtió desde el corredor un fuerte olor a pescado. Se acercó a su compañero y le olió la boca, en torno de la cual una sustancia grasa que parecía aceite, mezclándose con los restos de la espesa capa de polvo de arroz que el enano se había aplicado poco antes con el cisne, había formado una especie de máscara blanca de aspecto desagradable.
—¿Has robado pescado? —le preguntó.
Anfio dejó el papel de lija sobre el vientre de Raúl, que ya no gritaba y al parecer se había desmayado otra vez, y asintió avergonzado.
Los ojos de Présule brillaban. Entró en la cocina; sobre una silla vio la lata, vacía. Y en el armario abierto de par en par, pilas de latas sin abrir: latas de anchoas, de sardinas, de atún, y una más grande, redonda, de arenques salados.
Ávida, febrilmente, ante la mirada golosa de Anfio que lo había seguido, Présule empezó a abrir las latas. Era uno de esos regalos que manda el destino a los que a fuerza de luchar con él terminan por convencerlo de que se merecen un premio por su valor y por su tenacidad. Con la punta de los dedos, con delicadas muecas de satisfacción, se servían un poco de cada lata: un trozo de salmón, una anchoa, un arenque salado. El deleite los exaltaba por encima de las miserias de la carne, más allá del presente y del pasado, en un futuro que bien podía ser eterno; el pescado resolvía las contradicciones de la realidad. Ya nadie entraría en esa casa; clavarían las puertas, construirían barricadas de muebles, y el día que se acabaran las latas se comerían los cadáveres de Raúl y de Güendolina. Para neutralizar el exceso de sal de los arenques, habían descorchado una botella de vino del Elba; cuando éste se terminó, bebieron caña quemada, anís, vodka y marsala al huevo. La luz eléctrica suscitaba reflejos dorados en las latas abiertas, centelleaba sobre el vidrio de las botellas vacías, destacaba las rosas rojas del mantón de seda abandonado en un rincón de la cocina.
En menos de cinco minutos todo el cielo del lado de tierra se volvió rosado y el mar opaco como una chapa vieja de cinc. La playa se extendía en forma de arco entre una punta de piedras y una larga escollera artificial, paradigma de ingeniería y de paciencia; por esa playa ancha con tolditos dispersos para bañistas, pasaban, como todos los días a esa hora, dos hombres.
El que iba delante vestía apenas un par de pantalones viejos deshilachados y cortados irregularmente con tijera o gillette a la altura de los muslos; sobre las espaldas enjutas y moradas de frío se cruzaban las marcas de los latigazos; su piel parecía la corteza de un cocodrilo. Una cadena soldada le ceñía la cintura; detrás, a unos diez metros de distancia, el segundo transeúnte sostenía el otro extremo de la cadena, mediante un lazo de cuero sujeto a la muñeca izquierda. Este hombre, que tendría unos treinta años, llevaba puesto una especie de uniforme ajustado pero cómodo, y en la cabeza una gorra militar con visera, sobre la cual se leía, en letras de oro con fondo de terciopelo negro, su nombre de guardián: «Vulcano»; en la mano derecha blandía un látigo largo como los que usan ciertos pruebistas con bigotes cuando dirigen en el circo las evoluciones de cuatro o cinco caballos empenachados al mismo tiempo. De vez en cuando hacía chasquear el látigo para que el de adelante se apurara, aunque de costumbre no le pegaba porque estaba demasiado lejos, y además porque el otro era obviamente obediente.
El avión que dibujaba con humo blanco la hora en el cielo trazó las siete y a continuación la última consigna del Gobierno: «Mesura» (desde las diez de la mañana hasta las siete de la tarde escribía sobre la gran ciudad balnearia las diez consignas del buen ciudadano). Mediante un palo con un clavo largo en la punta, el hombre descalzo recogía los papeles y demás basuras que los bañistas dejaban durante el día sobre la playa. A causa de antiguos puntapiés recibidos en la boca, le faltaban todos los dientes de adelante menos los colmillos, lo que le daba una expresión faunesca y casi cómica de lobo humanizado. Diversas cicatrices le deformaban las tumefacciones de la cara, y pocos días antes, en un momento de mal humor inexplicable, el guardián le había vaciado un ojo con su mismo palo de juntar basuras; porque tenía la mala costumbre de castigarlo con lo primero que le caía entre manos. La pérdida de este ojo, del que apenas le quedaba un jirón triangular de párpado, lo obligaba ahora a girar continuamente la cabeza para abarcar la playa, si bien ya se estaba poniendo práctico. No era un hombre viejo todavía; tosía sin cesar, en parte por el frío acumulado y en parte por la mala alimentación que no le permitía restablecerse de la bronquitis, aunque a veces encontraba en la arena y al borde de las olas pedazos de pan viejo o esas tiritas, ya duras, que los veraneantes arrancan de las tajadas de salame y de mortadela; y entonces se llevaba ávidamente esos restos a la boca y se los tragaba sin masticarlos, en parte porque no le quedaban dientes bastantes, pero sobre todo porque el guardián, cuando lo veía faltar con tanto descaro a las buenas maneras, se le acercaba, recogiendo con rapidez la cadena, y le suministraba un latigazo.
Sobre la playa quedaban siempre abundantes vasitos usados de papel, páginas semienterradas de diarios y revistas, cascaras de frutas, paquetes vacíos de cigarrillos, colillas húmedas, y a veces algún pescado reseco o en putrefacción, según su antigüedad y su origen. El tuerto los pinchaba con el palo y los iba metiendo en una bolsa colgada a su costado; de vez en cuando vaciaba la bolsa en el mar. Para ello tenía que meterse en el agua hasta donde la cadena se lo permitía, y los días de oleaje la espuma alegre le subía de pronto por las piernas como un perrito que salta sobre su dueño, mojándole los pantalones. A veces la tela no se secaba hasta el día siguiente, de modo que el hombre se pasaba la noche tosiendo e incomodando a los guardianes de turno, que se veían obligados a castigarlo; entonces lo colgaban boca abajo de la polea instalada con ese fin sobre el brasero, hasta que se secara, o le llenaban la boca con la porquería del balde que les servía de letrina, lo que habitualmente le provocaba vómitos espasmódicos. Y no faltaba en esas noches largas el guardián nuevo y oficioso que, sin saber ya qué hacer para entretenerse a las tres o las cuatro de la madrugada, lo encontraba gimiendo y vomitando en algún rincón de la Sala de Reeducación y pedía permiso al Cabo de turno para «hacerle la operación» con unas tijeritas especiales de punta curva, que los guardianes llevaban siempre colgadas del cinturón con una cinta de muaré, como insignia del oficio, pero que no podían usar sin permiso de sus superiores; y al descubrir que ya lo habían mutilado varios meses antes, se irritaba y (buscando instintivamente alguna aplicación a ese afán de actividad que el hallazgo del hombre le había suscitado, ya que la actividad contenida provoca a menudo amargura de carácter), terminaba por suministrarle inyecciones de cualquier cosa, lavandina o acaroína o cola de carpintero hirviendo, en lugares incómodos del cuerpo como la próstata o el paladar, con fines aparentemente científicos o simplemente jocosos, para tener algo que contar a sus amistades. Por otra parte, después de una de esas noches de tos, el tuerto se desempeñaba mal en sus tareas de la playa, y Vulcano, aunque era uno de los Guardianes de Basura más bondadosos, no podía hacer menos que castigarlo nuevamente, para incitarlo a aumentar su rendimiento. Pero hoy por suerte había dormido bien, y el guardián lo dejaba trabajar en paz.
Avanzaban ensimismados, cada uno en sus problemas, por la arena; el basurero aprovechaba estos momentos de calma relativa para reflexionar, porque en otros tiempos la meditación había sido su ocupación favorita. Naturalmente, sus reflexiones no eran ahora ni sistemáticas ni ordenadas. Saltaba de una idea a otra, y con el correr del tiempo, a medida que los azares y las combinaciones del mundo circundante iban reduciéndose para él a un círculo cada vez más estrecho y por consiguiente más desdeñable, el carácter de su pensamiento se tornaba inversamente cada vez más y más abstracto. Pero no por eso se había vuelto insensible, y como es lógico deseaba alejarse de su medio ambiente actual, que lo perturbaba. La práctica del pensamiento abstracto, además, aunque excelente como distracción, no conseguía disipar del fondo remoto de su mente cierto temor constante, de esencia netamente concreta, y en cierto modo justificado, que con la periodicidad de un péndulo o de una rueda de molino asomaba su carita de ratón detrás de las más diversas reflexiones; en efecto, consciente del genio caprichoso de sus guardianes, temía perder el otro ojo, y volverse inservible. Porque en ese caso no le habrían dado más de comer.
Bajando oblicuamente por las barrancas de miósporos y tamariscos verdes, del otro lado de los pantanos y dunas contiguas a la playa, se acercaba con paso rápido y firme un muchacho de unos diecinueve o veinte años, morocho, con el labio arruinado por un angosto bigotito negro; sus ropas se asemejaban a las del guardián, pero en lugar de gorra con visera llevaba en la cabeza una boina sin inscripción, como los aspirantes a guardianes. Por un sendero seco atravesó los pantanos cubiertos de juncos; abría los brazos como dos alas, para saludar jubilosamente al guardián, y al mismo tiempo le hacía señas de esperarlo. Cuando ya estaba a menos de cincuenta metros de distancia, le gritó:
—¡Déjemelo un rato, para practicar!
El guardián, señalándose con un ademán obsceno cierta parte del cuerpo, le contestó no sin gentileza:
—¿Y no prefieres practicar con esto?
Ante la cordialidad del recibimiento, una sonrisa inmunda iluminó la cara del muchacho; pero como éste casi carecía de imaginación, no cedió a la tentación de improvisar un epigrama, limitándose a replicar:
—¡Prefiero practicar con su hermana!
El otro se rió a carcajadas, porque él sí era imaginativo, y tenía realmente una hermana, mucho mayor que él puesto que pasaba de la cincuentena. El aspirante se le acercó e insistió en su pedido; el guardián condescendiente se desenlazó de la muñeca la correa de la cadena y se la dio, aconsejándole:
—Un rato no más; quiero volver temprano.
—Déme el látigo, también —pidió el muchacho.
Quedaba poca gente en la playa. En ese momento pasaban dos criaturas persiguiendo un perro. Al ver al tuerto, el perro se plantó en la arena y le ladró reculando, como suelen hacer los de su especie.
—¡Fuera, bruto! —le gritó el aspirante amenazándolo con el látigo.
—No seas brusco —dijo el guardián—. ¿No ves que es de esos nenes?
El muchacho recogió parte de la cadena que lo separaba del tuerto, para acortar la distancia, y se puso a demostrar su pericia con una serie de latigazos certeros sobre los pies del hombre; calculando la longitud exacta, trataba de rodearle los tobillos con la punta del látigo, lo que obligaba al basurero a saltar continuamente, como quien vadea un río escogiendo las pocas piedras emergentes. El guardián siguió avanzando mientras tanto por la playa, aunque de vez en cuando volvía la cabeza para observarlos; temía que el muchacho soltara la cadena y dejara escapar al tuerto, con las corridas y pérdidas de tiempo consiguientes, ya que, por lo menos teóricamente, les estaba prohibido disparar sobre un inadaptado. Porque a veces los familiares, si por casualidad tenían alguna influencia en el Gobierno, reclamaban el cuerpo; y si encontraban en él agujeros de bala (siempre suponiendo que su influencia fuera suficientemente poderosa, posibilidad que no debía descartarse, puesto que hasta en las mejores familias se presentan casos esporádicos de inadaptación), podía ocurrir que se atrevieran a protestar ante el Director de la Casa Cuna; y aunque el Director parecía en ciertas ocasiones demasiado comprensivo, no era totalmente inconcebible que ese día estuviera de mal humor, y se decidiera a incluir alguna nota cáustica en la foja de servicios del guardián responsable del agujero o agujeros mencionados.
—¡Trabaje sobre una pata! —gritaba el aspirante.
El tuerto tenía que encoger una pierna, como los flamencos, y trabajar saltando sobre un solo pie. Cuando perdía el equilibrio y se apoyaba en ambas piernas, el muchacho le daba un latigazo en el cuello, soltando una carcajada de sano placer.
—¡A cuatro patas! ¡Junte las basuras con la boca! —ordenaba.
El basurero era práctico en estos ejercicios. Se colgaba la bolsa del cuello y corría por la arena como un sabueso, mordiendo los papeles y las espirales de cascara de naranja, para luego echarlos dentro de la bolsa con un movimiento diestro de la cabeza.
—¡Cave al borde del agua!
Y el hombre cavaba rápidamente un pozo, que se llenaba solo de agua salada y arenosa.
—¡Meta la cabeza!
El tuerto introducía la cabeza en el pozo, conteniendo la respiración, y el jovencito se la hundía hasta el fondo, apretándole la nuca con la bota, una de esas botas de montaña, con clavos en la suela, más bien inadecuadas para la playa; el cuerpo del basurero se retorcía sobre la arena, como si se ahogara.