Para no coger el trozo de cristal con las manos atadas y evitar que se le cayera donde casi no había luz, intentó cogerlo con la boca. Se pinchó varias veces los labios con el filo, hasta que por fin consiguió morderlo. Así, con cuidado para que no se le cayera, se dirigió hacia el centro del sótano, que estaba más iluminado.
Ahora tenía que pensar en cómo utilizar el cristal. Estaba claro que el modo más fácil sería encajarlo de alguna manera en alguna de las grietas de las piedras de la pared y restregar contra él las cuerdas de las muñecas hasta que se cortaran, pero pensó que no le daría tiempo a hacerlo antes de que se fuera la luz del sol, y no podía correr el riesgo de perderlo en la oscuridad.
Desesperado, porque el tiempo se le terminaba, agarró el cristal con los dedos y fue arrastrándose solamente con la cara en una posición agonizante, y empezó a serrar las cuerdas que le ataban los tobillos. Todo esto tenía que hacerlo sin mirar, ya que tenía las manos y los pies amarrados por detrás, lo que se demostraba una tarea prácticamente imposible; pero lo animaba la esperanza de que, con los pies libres, encontraría un modo de usar el cristal para cortar las cuerdas de las manos.
Mientras se empeñaba en ello, Andrea había oído, casi sin darse cuenta, algunos ruidos fuera, como el ruido sordo de las ruedas de un carruaje y algunas voces. Sin embargo, no había habido ninguna otra señal que le hiciera esperar en un rescate, así que siguió trabajando con el cristal, sin darle mucha importancia. Estaba empezando a hacer algunos progresos, a juzgar por la presión que conseguía mantener sobre la cuerda teniendo cogido el fragmento triangular de cristal entre los dedos, cuando oyó unas voces fuera y el ruido de una llave que entraba en la cerradura. Apenas tuvo tiempo para esconder el trozo de cristal entre las manos y ponerse de lado cuando la puerta se abrió.
Entró Mattei, seguido de Angelo, que llevaba una candela que empezó a iluminar la habitación. Andrea se sintió inmediatamente aliviado cuando vio que su hermanastro no llevaba el látigo que había usado aquella misma mañana.
Mattei levantó la candela y, en el resplandor parpadeante que producía, Andrea se dio cuenta de que estaba serio.
—¿Has oído algo? —le preguntó.
—Puede que un carruaje, ¿por qué?
—Por lo que parece, tu amigo Cadamosto se ha imaginado algo, como nos temíamos. Me vio en Lisboa y ha ido a Lagos para avisarte.
—¿El carruaje era de Cadamosto?
—Con vuestro patrón, el señor Di Perestrello, y su hija. No me han visto, y Angelita les ha dicho que estuviste aquí pero que ya has vuelto a Lagos.
Andrea decidió hacer el papel del prisionero sin esperanza, así Mattei no sospecharía que ya tenía un plan para escapar.
—Podría haber gritado —refunfuñó— si lo hubiera sabido.
—No creo que te hubieran oído —Mattei estaba recobrando su buen humor—, pero no me quiero arriesgar. Cadamosto no es tonto, y seguramente sospechará que te tenemos prisionero. Esta noche te llevaremos en un carruaje a una granja que tiene el tío de Angelita, así que si tus amigos vuelven por la mañana, les enseñará toda la casa, y volverán a Lagos.
»Y no esperes que Angelita te ayude —le dijo desde la puerta—. Me ha contado lo que estuvisteis hablando esta mañana, pero la he convencido de que yo conseguiría un precio más alto por tu secreto del que tú conseguirías jamás. Además, yo ya soy rico, después de haber vendido nuestro negocio de Venecia. El dinero es un lenguaje con el que Angelita y yo nos entendemos perfectamente.
Cuando los pasos de sus visitantes ya no se escuchaban, Andrea siguió con su tarea. Al soltarse las cuerdas de los tobillos, estuvo a punto de dejar caer el cristal. Con lo oscura que estaba ahora la habitación, esto habría sido desastroso, pero consiguió que no se le cayera.
Se permitió, durante uno o dos segundos, el placer de estirar las piernas, pero el intenso dolor que le producía la sangre que se agolpaba después de haber estado en la posición en que lo habían atado durante todo el día y la noche, casi le hizo gritar. Para evitarlo apretó bien los dientes contra los labios y se dedicó a resolver el problema de las muñecas.
Le parecía imposible, hasta que se acordó de un juego al que jugaba de niño, cuando se colgaba de la rama de un árbol y, balanceándose, trataba de pasar todo el cuerpo por el círculo que formaba con los brazos. Claro que ahora la hazaña era infinitamente más difícil con los brazos atados a la espalda, así que pasó una media hora, más o menos, de su precioso tiempo, retorciéndose, hasta que por fin empezó a notar que estaba consiguiendo pasar las caderas y los muslos por el hueco que formaba con los brazos. Un momento después consiguió pasar las piernas y los pies. Ahora tenía los brazos por delante, con el cristal en una de las manos.
El único modo para cortar las cuerdas parecía ser coger el trozo de cristal con los dientes, así que se lo puso en la boca enseguida, esperando que no se hiciera añicos antes de terminar. Si el cristal se rompía, no le quedaría más remedio que desatarse con los dientes, siempre que le diera tiempo a hacerlo antes de que Mattei volviera para llevarlo a la granja.
No pudo agarrarlo con mucha fuerza, pero trabajó con rapidez, y muy pronto consiguió desatar las cuerdas. El dolor en las muñecas y los brazos cuando la sangre volvió a correr libremente era fortísimo, pero se unió a la alegría de volver a sentirse libre otra vez. Probablemente moriría en aquel sótano en las próximas horas —se dijo lúgubremente a sí mismo mientras escupía el trozo de cristal y algunas gotas de sangre de los cortes que se había hecho en los labios—, pero por lo menos lo afrontaría mejor ahora que tenía una oportunidad de defenderse.
Mientras flexionaba los músculos, Andrea se llenó de alegría al ver que recobraba la fuerza. Le confortaba la idea de que, si tenía la suerte de poder matar a Mattei con sus propias manos aquella noche (como esperaba con toda su alma), usaría para ello la misma fuerza que, en gran medida, había sido el resultado de la traición de Mattei, que le había hecho pasar todos aquellos años con los corsarios en el Mediterráneo. De este modo, por un giro macabro de la suerte, su mismo hermanastro se habría forjado el arma que lo llevaría a la muerte.
El ruido de voces que escuchó lo advirtieron de que Mattei debía de estar llegando para llevárselo. Se puso enseguida detrás de la puerta, preparado para atacar al primero que entrara por ella. Contaba con la ventaja del elemento sorpresa, antes de que quienquiera que entrara pudiera usar la espada o el puñal.
La llave de la cerradura giró y la puerta se abrió lentamente. La candela que llevaba en la mano el visitante iluminó con un círculo de luz la habitación, pero Andrea se había puesto detrás de la puerta, para que no lo vieran inmediatamente. Mientras el visitante se adentraba en la habitación, Andrea empezó a notar la tensión que lo invadía, pensando en el empujón que haría que los dos cayeran al suelo, cuando de repente se dio cuenta de la identidad de la figura esbelta en la oscuridad.
¡Era Angelita!
—Andrea —lo llamó en voz baja mientras entraba levantando la candela por encima de la cabeza—. Andrea, ¿dónde estás?
No contestó. Aunque Angelita hubiera ido para liberarlo, a pesar de lo que le había dicho Mattei unas horas antes, no le convenía que supiera que se había liberado antes de saber la importancia de la situación y pudiera aprovechar cualquier oportunidad que se le presentara, y, por ahora, parecía que lo mejor era dejar que fuera ella la que revelara su propósito.
Al no verlo en el sótano, Angelita se volvió hacia la puerta.
—¡Dominic!—gritó—. ¡Venid! ¡Ha escapado!
Se oyeron unos pasos pesados detrás de la puerta, y Andrea vio la figura enorme del lacayo que se abalanzaba por la puerta, con su cuchillo en la mano. Fue entonces cuando decidió atacar, firmemente dispuesto a derrotarlo con un solo movimiento.
Con la cabeza baja y embistiéndole como si fuera un toro, Andrea se abalanzó sobre el lacayo tirándolo contra la pared. Sorprendido por el ataque, el hombre dejó caer el cuchillo, pero Andrea no perdió el tiempo intentando recogerlo del suelo lleno de polvo. Dominic se recuperó enseguida e intentó defenderse, pero su fuerza no era nada comparada con la de unos músculos que habían empujado los remos de una galera de esclavos durante cinco largos años. Agarrando al lacayo por los hombros, Andrea le golpeó la cabeza salvajemente una y otra vez contra la pared.
Oyó gritar a Angelita detrás de él, pero estaba tan ocupado y lleno de energía por el combate, que la ignoró. Sólo después de que el cuerpo que tenía entre las manos se derrumbara como un saco que se cae al suelo, recogió el puñal de Dominic. Una vez armado, se volvió hacia Angelita, que lo miraba fijamente, con la boca abierta para gritar de nuevo mientras se acercaba a la puerta. Se oyeron unas pisadas que bajaban las escaleras y apenas tuvo tiempo para enderezarse con el puñal cuando Mattei irrumpió en la habitación, con la espada en la mano, y moviéndose con tanta rapidez que Andrea no conseguía asestarle un golpe.
Angelo estaba justo detrás de su señor, pero como el lacayo dudó en la puerta un momento, Andrea levantó el puñal apretando el mango y, usándolo como un martillo, le golpeó en el cuello justo en el punto en que se une al cráneo.
Fue un golpe brutal, exactamente como debía ser, con toda la rabia que Andrea había acumulado en las largas horas de tortura allí en el sótano. Angelo cayó al suelo de golpe, sin ni siquiera un gruñido.
Lo que pasó a continuación Andrea no pudo explicárselo en mucho tiempo. Después pudo imaginar la escena tal y como habría aparecido a los ojos de Mattei cuando entró en la habitación. Angelita estaba casi en el centro, con la candela aún levantada. El cuerpo inerte de Dominic estaba en el suelo y Andrea estaba preparado detrás de la puerta para atacar a todo el que entrara, con el puñal en la mano. Para Mattei, que nunca había confiado en nadie, esto no podía significar más que una cosa: traición.
—¡Zorra! —le gritó—. Lo has liberado tú.
—No…
Las palabras se ahogaron en los labios de Angelita cuando Mattei arremetió contra ella, invadido por la ira, creyendo que lo había traicionado liberando a Andrea.
Andrea también gritó protestando, pero su voz se ahogó ante el grito de terror y dolor de Angelita cuando la espada le atravesó el pecho. El grito se interrumpió con un horrible gorgoteo de muerte mientras su cuerpo caía al suelo. Invadido por el horror, Andrea no supo aprovechar el momento de ventaja cuando la espada de Mattei se hincaba en el cuerpo de su mujer, dándole así tiempo de sacarla y volverse hacia él enloquecido.
La candela había caído al suelo con Angelita y la vela brilló parpadeante un momento en el suelo antes de que las llamas incendiaran la paja seca. A la luz del fuego, Andrea vio que Mattei se abalanzaba contra él, levantando la espada directamente hacia él, goteando todavía con la sangre de Angelita. De algún modo consiguió moverse y evitar el golpe. Oyó distraídamente unos pasos por las escaleras y unas voces que gritaban, pero no le dio tiempo a preguntarse de qué se trataba, ya que estaba demasiado ocupado esquivando las arremetidas que Mattei, completamente enloquecido, lanzaba contra él.
Una, dos, tres veces, Mattei intentó clavarle la espada, pero Andrea consiguió esquivarlo, tan concentrado en evitar los golpes que no le daba tiempo a atacarlo. La tercera vez Andrea no consiguió moverse lo bastante rápido, así que Mattei lo alcanzó en el hombro derecho. Sintió el filo de la espada, pero esta pequeña victoria supuso la ruina de Mattei.
Por un momento la espada penetró la carne de Andrea y Mattei se puso a la altura de la mano izquierda de aquél. La derecha no le servía, incluso el puñal se le había caído cuando la espada le había atravesado los músculos del hombro, pero Andrea tenía fuerza más que suficiente en el brazo izquierdo para agarrar a Mattei por el cuello y tirarlo al suelo, zarandeándolo como un gato a un ratón, antes de lanzarlo contra la pared de piedra.
El cuerpo de Mattei crujió contra la pared, renqueando con la fuerza del golpe, y cayó al suelo. La espada, que había agarrado con fuerza, se soltó del hombro de Andrea, pero también de la mano de Mattei cuando cayó al suelo.
Andrea se dirigía hacia su hermanastro, dispuesto a terminar con la refriega, cuando notó que una mano se posaba sobre su hombro y lo empujaba hacia atrás amablemente. Se dio media vuelta y vio que la puerta de la habitación estaba llena de gente, y uno de ellos era don Bartholomeu di Perestrello. El hombre que lo sujetaba era Cadamosto.
—Dejad que Mattei Bianco pague por sus crímenes, señor Andrea —le dijo el capitán veneciano—. Ya no puede seguir haciéndoos daño.
—¡Andrea! —Leonor entró corriendo en la habitación y lo cogió entre sus brazos. Entonces, al sentir la sangre que le corría por la espalda y los dedos, se echó para atrás—. ¡Estáis sangrando! —gritó—. ¿Dónde está la herida?
—Es sólo un corte en el hombro —consiguió sonreír mientras la abrazaba con el otro brazo y la acercaba hacia él—. No me alejé lo suficiente.
En ese momento empezaron a llegar a la puerta unos hombres que llevaban el uniforme de la policía de Lisboa, apartando la paja que seguía ardiendo y poniéndole las esposas a Mattei, que estaba inconsciente, y a los dos lacayos.
—Echad un vistazo a Angelita —le dijo Andrea a Cadamosto—. Mattei creyó que me había liberado y la apuñaló.
—Está muerta —dijo el veneciano—. Ha sido un golpe de gracia, ahora sí que es seguro que se pudrirá en la cárcel.
Mucho más tarde, cuando un médico le vendó la herida en casa de unos amigos de don Bartholomeu, Andrea pudo hacerles la pregunta que le rondaba por la mente desde hacía tiempo.
—¿Cómo habéis conseguido llegar en el momento justo? —le preguntó a Cadamosto.
—No ha sido el momento justo —dijo el capitán veneciano—. Cuando llegamos ya había terminado todo —movió la cabeza—. Los tres hombres estaban ya desarmados. La lucha era desigual, pero no tenían nada que hacer contra vos.
Andrea sonrió burlón.
—De todas formas, es como si hubieseis llovido del cielo.
—Cuando hablamos antes con la señora Angelita, me pareció que nos estaba mintiendo —le explicó Cadamosto—. No podíamos probar que vos o el señor Mattei estuvierais en la casa, así que fingimos que nos íbamos. Entonces doña Leonor pensó en buscar al paje que había mandado a Lagos y nos dijo que no se había preparado ningún caballo para vos, así que supimos que seguíais en Lisboa y, seguramente, en la casa. Don Bartholomeu le explicó la situación a la
polizia
y aceptaron ayudarnos a buscaros.