—Abenza.
—El mismo. Habla maravillas de usted.
—Perdone, Demóstenes, pero yo soy un inspector de policía y aquí mi amigo, don Alfredo, también. Actuamos de oficio en los casos que nos asignan, pero esto es más bien un asunto privado.
—Fui a comisaría a poner una denuncia. Quiero que se investigue quién profanó el cuerpo del coronel para restaurar mi buen nombre. Se rieron de mí. Yo dije que se había producido un robo, que al muerto le habían quitado un anillo de muchísimo valor y me contestaron que ni siquiera era seguro que el coronel lo llevase en el momento de la muerte.
—Pero ¿nadie se fijó en ello?
—Llevaba los guantes blancos del uniforme cuando le dispararon, y así entró en el depósito.
—Vaya. Debo insistir en que aunque el negocio tiene su interés, no es asunto nuestro —repitió Víctor con aire pensativo. Era obvio que le picaba la curiosidad.
—Se lo pido por mi vida, don Víctor, ayúdeme. Tengo siete hijos que quedan sin pan y no me sé ganar la vida de otra manera. ¡Ayúdeme, se lo ruego! Es Nochebuena.
Los dos policías se miraron.
Víctor hizo una larga pausa y contestó:
—Piense, Demóstenes: desde que el cuerpo llegó al depósito la noche anterior, ¿quedó alguien a solas con el coronel?
—Pues no.
—¿Seguro?
—Seguro. Estuvimos allí un servidor, un capitán y el forense. Entraron y salieron varios oficiales, pero ninguno tocó el cadáver.
—¿Qué pasó después?
—Que estuve embalsamando al coronel y que al poco trajeron el cuerpo de un mendigo que había sido encontrado en la calle de Moratín. Un borrachín. Tuve que esperar a que don Melquíades volviera para certificar la muerte del segundo fiambre, porque se había ido a echar la partida con unos amigos. «Paro cardíaco», dijo el forense. Después de su vuelta, serían las once y pico cuando terminó con el mendigo, y se fue; cerramos la puerta a cal y canto. Quedaron fuera los dos soldados.
—¿Y a la mañana siguiente?
—Cuando abrí la puerta y entré, no vi nada raro. Todo estaba en su sitio. Exactamente igual que la noche anterior. Salvo lo del dedo, claro, si le parece a usted poco.
—Ya —dijo Víctor, que parecía meditar—. Piense usted, Demóstenes, piense. Haga un esfuerzo y vuelva al momento en que entró usted en el cuarto. Intente visualizarlo en su mente. ¿Qué recuerda?
—Pues no gran cosa —contestó el otro cerrando los ojos en un esfuerzo por acordarse—. Eso, que entré y no vi nada raro. Le di sin querer una patada a un frasco y me agaché a recogerlo. Había entrado conmigo el forense, don Melquíades, y se lo di. Me dijo que lo pusiera en la alacena, que no era suyo. Entonces alguien gritó: «¡El dedo, el dedo!»
—Un momento —interrumpió el dueño de la casa—. Pare, pare. Usted entra y da una patada a un frasco.
—Sí.
—¿Cómo de grande?
—Pequeño, como los de perfume de las señás ricas.
—Y lo recoge.
—Sí, claro.
—¿Estaba abierto?
—Pues sí, el tapón estaba un poco más allá, entre las dos camillas.
—¿En el suelo?
—Sí.
—¿Lo recogió?
—Sí, claro. Y tapé de nuevo el frasquito.
—¿Por qué?
—Quedaban dentro unas goticas.
—Ah. ¿Y lo dejó en la alacena?
—Sí.
—Y fue entonces cuando alguien se percató de la profanación.
—Exacto.
—¿Quién más entró con ustedes?
—Un oficial, el teniente Gutiérrez, y un sargento.
—¿Y no hubo tiempo para que cercenaran el dedo mientras usted se agachaba a recoger el frasco y se lo tendía al forense?
—Creo que no.
—Con una cizalla se corta un dedo en un plis plas.
—Me hace usted dudar, pero creo que no. Les hubiera visto de reojo.
Víctor quedó pensativo durante un buen rato. Miraba la chimenea con aire hipnótico.
—Pues sí, la verdad es que este asuntillo tiene su miga.
—Entonces, ¿me ayudará, don Víctor?
—Usted lo ha dicho, no yo: es Nochebuena. Se hará lo que se pueda. Y ahora vaya donde su familia, buen hombre, vaya. Deje sus señas a la criada, que iré a verle para preguntarle más cosas que se me ocurran. Eso sí, no puedo prometerle nada, aunque lo intentaré.
Justo cuando Demóstenes se deshacía en loas y parabienes, Clara abrió la puerta del despacho para indicarles que la mesa estaba servida.
Pasaron al salón sin comentar el asunto.
Después de la cena, mientras fumaban un cigarro en el gabinete y paladeaban una buena copa de coñac, don Alfredo rompió el silencio para comentar a su compañero:
—Todavía no entiendo cómo lo haces.
—¿El qué? —dijo el inspector Ros.
—Pues eso. Adivinar las cosas.
—Vaya, Alfredo, me parece mentira que tú precisamente me hagas ese comentario. Sabes muy bien que no adivino nada, simplemente lo deduzco. La lógica y el razonamiento deductivo son armas poderosas en manos de un investigador avezado. Una mente entrenada puede...
—Ya lo sé, ya lo sé. Te he visto trabajar. Estuve allí cuando resolviste el Misterio de la Casa Aranda, ¿recuerdas? Asunto que, dicho sea de paso, no era cosa baladí. Pero, aun así, debo reconocer que siempre me sorprendes.
Víctor dejó vagar su mente a aquellos días en que conquistara a Clara resolviendo el asunto de la Casa Aranda. Una mansión encantada que parecía haber poseído a la hermana de su amada, Aurora.
Recordó aquellos días difíciles en que de la mano de Alberto Aldanza, un dandi excéntrico que lo adoptó como pupilo, había resuelto el caso de las prostitutas asesinadas que a nadie importaba.
Dos casos de relumbrón de golpe. Aquello le hizo famoso. Y consiguió a Clara. Recordó que había comenzado a investigar el caso de las prostitutas desaparecidas por petición de Lola «la Valenciana», una joven a la que frecuentaba en el burdel de Rosa, cerca de Embajadores. No quiso pensar en ella ni en su final. Él era en gran parte culpable. Su mente volvió al presente y contestó a don Alfredo.
—Forma parte del método. Esos golpes de efecto que tanto me caracterizan y que provocan que mi amada Clara me reprenda por mi exceso de vanidad no son otra cosa que argucias de timador.
Mira, es muy sencillo. Cuando deduzco algo, casi siempre de manera sencilla y sobre todo al principio de un caso, lo suelto así, de buenas a primeras. Lógicamente no desvelo la cadena de razonamientos que me han llevado a ello, y te preguntarás por qué...
—Eso es. ¿Por qué?
—Porque me parece evidente que la gente se asusta, llega a creer que tengo un don sobrenatural, que leo su mente, se impresiona, y yo no me esfuerzo en sacarle de su error. Me interesa. Se ponen nerviosos. Todos. Hasta el que es inocente y, claro, eso hace que el verdadero culpable se sienta observado y cometa algún error.
—Me reconocerás que algo de vanidad hay en ello.
—Quizás, aunque intento que no sea así.
—Pero, Víctor, aunque tú lo niegues, las cosas que haces y dices son asombrosas. Por ejemplo, hace un rato, antes de la cena, supiste que ese Demóstenes López era sepulturero. Extraordinario. Él mismo se quedó de piedra.
—Ah, ¿es eso? —repuso Víctor con aire divertido—. Nada inusitado, Alfredo. Cuando estreché su mano a la entrada comprobé que era ruda, áspera y estaba llena de callos. Supe que era propio de su oficio agarrar algo con fuerza, pero ¿qué?; podía ser mozo de mudanzas, albañil o jornalero. Era evidente por su aspecto que pasa muchas horas a la intemperie; ¿te has fijado en su tez, en las arrugas de su rostro? Su blusón negro estaba lleno de polvo y sus pantalones también. Por no hablar ya de sus alpargatas. Cuando nos sentamos reparé en que tenía las uñas llenas de tierra. Negra. Profunda. O sea, que ese hombre cavaba habitualmente. Y profundo. ¿En qué oficios se remueven grandes cantidades de tierra y a tal profundidad? Te lo diré: agricultor, jardinero y sepulturero. El hombre venía de La Latina, luego de agricultor, nada, y, para colmo, al entrar me había elogiado la hermosa enredadera que tapiza el muro de mi humilde morada.
—¿Y?
—Que es una buganvilla.
—Luego no era jardinero.
—Exacto. Y sólo quedaba una opción.
—Sepulturero.
—Impresionante. Pero sencillo, muy sencillo. ¿Ves como no adivino nada?
—No, si contado así, hasta parece una nadería.
—Si se desvela el truco, la artimaña pierde su gracia.
—Nunca dejarás de sorprenderme.
—Eres tremendo, Alfredo, eres tremendo. Pero debo reconocer que tus elogios y aspavientos me hacen sentir bien, la verdad —admitió Víctor Ros prorrumpiendo en una sonora carcajada—. Y ahora vayamos con las damas. Me parece que querían jugar una partida.
Víctor pasó un día de Navidad tranquilo en casa; leyó, charló con Clara y disfrutó de la pequeña.
Nada pudo hacer hasta el día 26, jueves, en que, tras dedicar la mayor parte de la mañana a resolver el papeleo que tenía pendiente, pudo convencer a don Alfredo para que lo acompañara a iniciar las pesquisas sobre el caso del coronel Ansuátegui. Eran las doce del mediodía cuando un coche de alquiler les dejaba en la puerta del cuartel del Conde Duque, pues antes se entretuvieron tomando un café de camino en casa Agapito.
El cuartel de Conde Duque era una inmensa mole de ladrillo rojo, la construcción más grande de Madrid, diseñada por Pedro de Ribera para albergar al Cuerpo de Guardias de Corps, un regimiento de élite creado para la protección y custodia de la familia real, integrado únicamente por voluntarios de origen noble que, aun realizando simples tareas de custodia, guardia y protección, ostentaban todos rango de teniente o capitán. Los dos amigos quedaron impresionados por el extraño portal que daba acceso al recinto militar.
—Parece un trozo de piel —dijo don Alfredo refiriéndose a una insólita pieza situada justo a la entrada, sujeta por dos columnas rústicas.
—Pues no te digo que no —contestó Víctor mientras contemplaba perplejo aquel portal de estilo churrigueresco, que no le pareció muy adecuado como para enmarcar el pórtico de acceso a un cuartel.
Una vez en la entrada, un sargento les salió al encuentro. Preguntaron por el superior del coronel Ansuátegui. El suboficial les hizo saber que el fallecido era instructor en el Colegio General Militar y se ofreció para guiarles amablemente al despacho del director de dicha institución, el general Esparza. Salieron al patio central, el más amplio de los tres que tenía el cuartel, giraron a la derecha y pasaron entre grupos de infantes con casaca azul y pantalón rojo que hacían la instrucción. Tras atravesar un portón de menor tamaño que el de la entrada, accedieron a otro patio algo más pequeño.
—¿Sabes que Godoy comenzó aquí su andadura? —espetó de golpe Víctor sin dejar de caminar.
—¿Cómo?
—Sí, sí, que Manuel Godoy comenzó siendo guardia de corps aquí mismo. Parece que el tipo tenía un don para moverse en la corte y poco a poco fue ascendiendo.
—Hasta hacerse el dueño de España.
—Exacto. Un tipo inteligente.
Giraron a la izquierda y, tras entrar en el pabellón del fondo, caminaron por un corto pasillo que quedaba a la derecha. El Colegio General Militar ocupaba aquel rincón del inmenso edificio.
—Tomen asiento si gustan y esperen aquí —dijo el sargento antes de desaparecer tras una puerta.
Mientras aguardaban, Víctor dijo a su amigo:
—¿Sabes, Alfredo? Hay una curiosa historia que relaciona los guardias de corps con la iglesia de San Sebastián en la que asesinaron a Ansuátegui. Fíjate qué casualidad.
—¿Cómo dices? —inquirió don Alfredo demostrando escaso interés en el asunto.
—Sí, lo leí curiosamente hará un par de semanas en un libro de los que heredé de mi buen amigo don Armando. En la iglesia de San Sebastián, el Cristo de los Alabarderos tiene colocados unos curiosos exvotos: un tricornio, un espadín y la banda de un guardia de corps que renunció a todo para hacerse fraile. Se llamaba Juan de Echenique y, al parecer, fue guardia de corps allá por el reinado de Carlos III. Se dice que era un mozo bien plantado, y una noche, tras perder unos buenos cuartos jugando a las cartas en el cuarto de guardia y aprovechando que le quedaban un par de horas para volver a su turno, pidió a sus compañeros que le cubrieran las espaldas y se encaminó hacia la calle, pues tenía cita con una dama. Había llovido muchísimo, así que se encargó de eludir cualquier charco que le estropeara su pulcra indumentaria. Iba hecho un pincelín. Al pasar el convento de las Bernardas escuchó que le chistaban desde un balcón y comprobó que una dama morena, hermosa y de formas exuberantes le instaba a subir. No lo pensó dos veces y, a pesar de que le esperaba otra, subió la escalera y entró en el primer piso, donde tuvo un ardoroso encuentro con aquella exótica hembra, tras el cual quedó exhausto sobre el lecho y durmió en compañía de la moza.
—¿Y?
—Sonaron las campanas y despertó sobresaltado. Entraba de nuevo de guardia. Se vistió rápidamente y, tras dar un beso a la bella desconocida, corrió escaleras abajo y salió. Cuando llegó a la calle Mayor se dio cuenta de que se había dejado el espadín en casa de la joven, así que volvió sobre sus pasos, pero cuando llegó al portal, por mucho que llamaba comprobó desolado que nadie abría. Se le hacía tarde. Entonces pasó por la calle un hombre que le dijo: «Se equivoca vuesamerced, ahí no vive nadie desde hace más de cincuenta años.» Sintió que un escalofrío le recorría la espalda y echó abajo la puerta de una buena patada. Entró y se encontró con una casa abandonada; subió las escaleras evitando los peldaños rotos y esquivando telarañas, para llegar al dormitorio principal, absolutamente en ruinas, destrozado por el paso de los años, y sobre una desvencijada silla...
—¡Qué! —exclamó don Alfredo.
—Su espadín.
—¡Jesús, María y José!
—Como lo oyes; a los dos días profesó y entregó los exvotos que te comenté.
—Caray, Víctor, no sé cómo te gustan esas historias.
—Me estimulan. La verdad es que cada día me gustan más. Cada vez me planteo más la posibilidad de recopilarlas todas en un volumen sobre leyendas de España.
—Pues a mí me ponen los pelos de punta.
Víctor sonrió y quedaron en silencio por un momento.
Al cabo de unos minutos apareció el sargento que les había guiado acompañado de un teniente joven y peripuesto, quien dijo ser el secretario del general y llamarse Gutiérrez.