Había partida.
Los dos policías eran objeto de chuflas por parte del respetable porque todos sabían que pertenecían a la elitista Brigada Metropolitana con base en las instalaciones del Ministerio de la Gobernación, en la Puerta del Sol. «Tanta ciencia, tanta ciencia y no son ustedes capaces de ganar a un carnicero y un sereno», solía decir «el Agapito», un tabernero originario de Córdoba que se jactaba de servir las mejores «olivas partías» de la capital del reino.
Víctor y don Alfredo aguantaban las chanzas estoicamente esperando el día de su victoria, aunque siempre cometían algún error que daba el triunfo a sus rivales. Y no es que jugaran mal, estaban compenetrados y respetaban la reglas clásicas del juego: «la salida matarás..., ahorcar los dobles a los rivales..., no irse con la salida...», en fin, lo clásico. Pero no había manera. Sebastián y Aurelio tenían una habilidad cuasi sobrenatural para saber la fichas de cada cual cuando apenas llevaban terminada la primera ronda.
En cualquier caso, los dos policías se encontraban a gusto allí, opinando de política, de toros o polemizando sobre si los veranos eran más calurosos en Segovia o en El Escorial. Un remanso de paz en su agitada vida.
A la mañana siguiente, Víctor y don Alfredo fueron llamados al despacho del comisario don Horacio Buendía. Éste los recibió de buen talante, como siempre, y les rogó que tomaran asiento frente a su mesa de despacho. Era obvio por qué le llamaban «El Mastín». Su saliente mandíbula inferior y el apenas perceptible pliegue que delimitaba su boca le daban un aire de tipo obstinado, terco hasta la exasperación, lo cual, en aquel oficio en el que había que bregar con la lenta burocracia de la administración del antiguo régimen, se podía considerar una virtud.
Después de ojear un memorando que tenía en la mesa con la mandíbula bien apretada y mostrando su fiera determinación, comenzó a hablar:
—Bueno, bueno, me comunica Martínez de la Rosa que el caso del coronel Ansuátegui es suyo.
—Sí, eso me dijo ayer.
—Bien, bien. Quiero que lo lleven los dos. Usted comenzó a investigar lo del asunto del dedo.
—Sí, exacto.
—Y conociéndole, seguro que se habrá metido usted en profundidades insondables.
—Más o menos —aceptó riendo Víctor.
—Miren, no les engañaré. Hay malestar entre los militares. Las cosas entre Sagasta y Cánovas están algo tensas. Ya saben ustedes que se hace difícil para ciertos sectores pensar que los liberales manejen el cotarro, aunque, por otra parte, ése era el acuerdo al que se había llegado cuando se promulgó la Constitución de 1876; la alternancia en el poder es algo que fue pactado y, claro, deberá cumplirse. El caso es que los radicales no hacen ningún favor con sus continuos golpes de mano, y el asesinato de Ansuátegui ha hecho que comience a haber ruido de sables. Tanto Cánovas como Sagasta quieren este asunto resuelto cuanto antes. Los militares pensaban que en un día o dos tendríamos al culpable, pero ustedes saben que no es así y necesitamos un responsable. Yo mismo creí que deteniendo a los radicales que tenemos fichados y apretándoles las clavijas daríamos con el culpable en un santiamén, pero lo único que tenemos es un detenido que, la verdad, ofrece ciertas dudas.
—Olegario Puig es inocente —afirmó Víctor—. Hay testigos que presenciaron el asesinato y no lo identificarán. El asesino era un tipo alto, fornido, y Puig es un esmirriado que apenas levanta dos palmos del suelo. Y sin identificación no hay caso. No conseguiremos que se le condene en un juicio.
—Ya, ya, pero está el asunto ése de Barcelona. Allí lo condenan seguro. De momento, creo que es un as que nos guardamos en la manga. Si no hallamos a los culpables, le echaremos el muerto a este desgraciado que, dicho sea de paso, es un mal bicho.
—Pero es inocente —protestó Víctor.
—Lo sé, lo sé —asintió don Horacio alzando la mano derecha para calmarle—, pero mejor es eso que tener descontentos a los militares por no haber resuelto el asesinato de un compañero.
Además, bastante jaleo tengo con la boda. ¿Sabe usted el lío que eso me supone? Tantas autoridades que proteger y tan pocos efectivos... Vienen embajadas de media Europa. ¡Hasta el padre del rey asistirá al evento!
—Vaya, Paquito Natillas —comentó Víctor riendo.
—Un respeto, don Víctor, un respeto —cortó el Mastín—. La cosa no está para tonterías, amigos. La boda tiene que ser un éxito. Hay que asegurar la continuidad de este invento, ya saben.
Cuanto antes tengamos descendencia real, mejor. El reloj corre en nuestra contra.
—Sí, por lo de la enfermedad real —dijo don Alfredo.
—¡Cómo! ¿Lo saben ustedes? —exclamó don Horacio abriendo los ojos muy sorprendido.
—Sí, claro —repuso Víctor.
—Vaya. Esto es mucho peor de lo que me creía. Imagínense, una joven pareja débil y, por añadidura, ¡enfermos!
—¿Cómo? —respondieron Víctor y don Alfredo al unísono. Sí, claro, la joven prometida: tisis.
Se hizo un silencio.
—Vaya, no lo sabían.
—Pues no —confesó Víctor—. Habíamos oído lo del joven monarca, pero lo de ella...
—Bien, pues ahora ya lo saben. Quizá sea mejor así. La joven María de las Mercedes, al igual que su futuro esposo, padece tuberculosis. O sea que nos movemos en terreno cenagoso. Si ciertos sectores dispusieran de esta información, harían uso de ella, no me cabe duda.
—Menudo panorama. Los dos enfermos y, encima, primos. Vaya futuro —murmuró Víctor.
—Disponen de buenos médicos, joven, disponen de buenos médicos. Vivirán muchos años, ya verá usted. Pero una cosa está clara: hay que resolver lo de Ansuátegui lo antes posible. Miren, les diré qué haremos: por ahora simularemos que el culpable oficial es Olegario Puig, para que se calmen los ánimos. Ustedes y yo sabemos que ese desgraciado no fue, así que mientras tanto quiero que hagan lo posible por detener a los asesinos del coronel. Si es cosa de radicales, es posible que vuelvan a actuar. No me agradaría saber que tenemos una célula activa operando por ahí con la boda tan cerca. ¿Entendido?
Los dos amigos asintieron.
—¿Qué tenemos hasta ahora? —preguntó el comisario.
—Un auténtico galimatías —contestó Víctor Ros—. De momento sabemos que un tipo alto, moreno y robusto descerrajó un tiro en la nuca al coronel cuando salía de misa y que otro fulano de patillas pelirrojas le ayudó a escapar. Curiosamente, aquella misma noche y algo después de que ingresara el cuerpo del coronel en la morgue, llevaron al depósito el cuerpo de un mendigo pelirrojo que había sido encontrado muerto. Sospecho que era el cochero que ayudó a escapar al asesino.
—¿Por qué?
—Ahora le aclaro. Al día siguiente, alguien cortó el dedo al coronel, cuyos restos fueron trasladados al cementerio de su pueblo en Guadalajara. Y justo un día más tarde, alguien desenterró y robó el cuerpo del mendigo pelirrojo del cementerio.
—Curioso, sí.
—Muchos sucesos extraños seguidos en un lugar muy concreto y en un corto período de tiempo.
—Ya, ya, Víctor, pero no hay nada que pruebe que el cochero pelirrojo y el fiambre desaparecido fueran la misma persona —comentó Buendía.
—Eso mismo pienso yo —convino don Alfredo.
—En cualquier caso, tenemos un asesinato y dos sucesos extraños en un cementerio. Aun tratándose de sucesos independientes habrá que resolverlos, ¿no?
—Sí, sí, por supuesto. Pero céntrense en el asesinato, ¿eh? Víctor y su amigo se miraron.
—No va a ser sencillo. Me temo que esos pájaros han volado —dijo don Alfredo.
—Además, hay algunos detalles que quisiera aclarar —añadió Víctor.
—¿Qué detalles?
—Creo que tampoco podemos afirmar a la ligera que éste sea asunto de anarquistas o radicales.
Revisé las cosas del coronel Ansuátegui y hallé un cuaderno en blanco con una lista de nombres que estoy intentando comprobar, pero lo que más me llamó la atención fue que al comienzo había grabado un símbolo: una cruz con una rosa en el centro.
—¿Y bien? —inquirió don Horacio.
—Es el símbolo de los rosacruces.
—¿De quiénes? —exclamó don Alfredo.
Víctor contestó:
—Una especie de secta muy similar a la masonería y ligada a ella en ciertos aspectos. Esta tarde tengo una cita con un catedrático de la universidad, Antonio Urrutia, que fue arcediano de la catedral y es experto en teología y cultos heréticos; sabe mucho de sectas y al parecer de sociedades secretas. También he acudido al Ministerio de Exteriores y he conseguido concertar un encuentro mañana por la mañana con Baltasar Losantos, que fue embajador en Suiza, donde estuvo de agregado el coronel Ansuátegui durante casi veinte años. El coronel no salía nunca del cuartel y acudía a misa a diario. Creo que ser rosacruz y católico ferviente no son cosas compatibles precisamente. Me da la sensación de que acudía a misa como arrepintiéndose de un pasado herético, y el hecho de que no saliera nunca del cuartel me hace pensar que se sentía, en cierta manera, amenazado.
—Caramba —resopló El Mastín intrigado—. Bueno, hagan lo que tengan que hacer, pero actúen rápido. No está el horno para bollos. De momento calmaré a los militares usando a Olegario Puig como cabeza de turco, pero dense prisa. Quiero esto resuelto lo antes posible.
—¿Y si no lo logramos resolver? —preguntó Víctor.
—Aunque a usted no le agrade, le cargaremos el muerto a Puig. Pero ustedes a lo suyo. Me alegra que lleven el caso, ese De la Rosa no sabría encontrarse ni su propia bragueta. Y ahora, si me disculpan, esta noche en casa tenemos un «asalto».
—¿Cómo? —exclamaron al unísono los dos detectives.
—Sí —dijo el comisario como quien explica una obviedad—. Que esta noche mi casa será «asaltada».
—Don Horacio, si necesita ayuda... —se ofreció Víctor.
—¡Acabáramos! —concluyó El Mastín estallando en una violenta risotada—. ¡Son ustedes de lo que no hay!
Víctor y su compañero se miraron sorprendidos, mientras don Horacio se secaba las lágrimas que la risa le había provocado.
—¡Ustedes han creído que...!
Y volvió a carcajearse.
—Don Horacio —intervino don Alfredo—, usted perdone, pero...
—Ay, no se lo tomen a mal, amigos, no se me enfaden, pero es que son ustedes de una ingenuidad pasmosa. Me temo que han creído que mi casa va a ser asaltada por malhechores o algo así.
—Eso nos ha dicho usted —manifestó Víctor.
—Pero, por amor de Dios, joven, ¿cómo va usted a progresar en sociedad? ¿Acaso no saben ustedes lo que es un «asalto»?
Los dos amigos volvieron a mirarse extrañados y negaron con la cabeza. El Mastín siguió hablando.
—Pues lo último, la última moda llegada desde París. Bueno, ya veo que se lo tengo que explicar todo. Digamos que ustedes tienen que celebrar... o, mejor dicho, les apetece celebrar una fiesta en casa. ¿me siguen?
—En casa no somos muy amigos de ese tipo de eventos —contestó Víctor.
—Ni nosotros —apoyó don Alfredo.
—Pues así no harán carrera. ¡Hay que relacionarse, hombres de Dios! Bueno, volvamos al asunto. A ustedes les apetece dar una fiestecilla en casa con unos amigos, los de confianza, ya saben, un grupo de escogidos con los que uno se encuentra a gusto de veras. Pero, claro, si uno da una fiesta debe invitar a todos los conocidos, porque de no hacerlo se pueden molestar. ¡Menudo gasto! Dar de comer y beber a tanto gorrón por compromiso... Hay gente a la que uno se ve obligado a invitar, pero realmente no le apetece que acudan. Pues bien, para eso están los «asaltos».
Digamos que un grupo de amigos de la casa irrumpen en ella una noche de improviso, con intención de hacer una visita y a la vez montar una pequeña fiesta. Los conocidos y amigos más o menos lejanos no tendrían motivo para enfadarse, pues ha sido un evento, digamos, improvisado.
—Ah, claro —asintió Víctor.
—Pues eso, esta noche en casa tenemos un «asalto»: un grupo de escogidos amigos y conocidos se presentará de improviso y celebraremos una fiesta.
—Pero ¿usted lo sabe?
—Pues claro, hombre. Todo está preparado. Si no, ¿cómo íbamos a atender como se debe a tanta gente? Es lo último en París.
—Ya —dijo don Alfredo sonriendo—. Un «asalto» consentido.
—Usted entiende, don Alfredo, usted entiende... —sonrió El Mastín señalándole con el dedo mientras los acompañaba hasta la puerta.
El padre Urrutia era un hombre alto, delgado, de aspecto ascético y cabello y barba canos, ambos muy cortos, como si de un militar se tratara. Ocupaba un pequeño piso de apenas un par de habitaciones que daba a la plaza Mayor desde el que se divisaban los hermosos árboles e incluso el tiovivo que ocupaban el centro de la misma por aquella época. El interior ajardinado de la plaza nada tenía que ver con el aspecto austero que adquiriría años después, cuando se suprimieron todos aquellos complementos que contribuían al solaz de los ciudadanos de Madrid. Mientras el sacerdote, un auténtico estudioso, preparaba un té, Víctor se entretuvo en ojear las estanterías repletas de libros que tapizaban las paredes de la pequeña pero cómoda vivienda. Aquella biblioteca contenía desde ejemplares sobre temas esotéricos hasta vidas de santos e incluso guías de viaje. Por supuesto, había un rincón dedicado a los clásicos. Aquel hombre no perdía el tiempo. En cuanto el cura apareció con una bandeja, el detective tomó asiento en una ajada pero cómoda butaca.
—¿Cómo lo toma?
—Con dos terrones, por favor, y con un poco de leche.
—Así que le envía el bueno del profesor Pernía.
—Sí, es amigo de toda la vida de la familia de mi suegra.
—He leído en la prensa sobre usted. Parece que se ha labrado una buena fama con aquel par de casos.
—Tuve suerte. Simplemente.
—Vaya, modesto. Eso le honra. Y ahora investiga usted algo relacionado con sectas.
—En cierta medida —respondió Víctor desabrochándose la chaqueta del traje de paño inglés a cuadros que vestía. Hacía calor allí gracias a un pequeño brasero que el sacerdote mantenía al rojo junto a su mesa de estudio.
Urrutia miró hacia su lugar de trabajo al comprobar que despertaba el interés del detective.
—Estoy traduciendo algunos textos sagrados del griego original —explicó—. Ya sabe usted que ha habido mucho chapucero en la historia de la Iglesia, y eso puede dar lugar a errores que generan malentendidos. Precisamente los rosacruces a veces han insistido en ello. Porque quería usted consultarme sobre este aspecto, ¿no es así?