El caso de la viuda negra (12 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

BOOK: El caso de la viuda negra
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Fíjense —añadió leyendo sus notas—, llega a decir que «unas simples gotitas podrían ser nuestra salvación».

—¿Y piensa usted...?

—No sé, no creo, pero el caso es que el viejo murió hace tres semanas y De la Rubia contó a las putas que se iba a hacer con una gran cantidad de dinero gracias a esa dama.

—En mi opinión hila usted demasiado fino. Y ese tipo, el pelirrojo, ha muerto.

—Sí, claro. Devolveré las cartas a la joven, entonces.

—Y esperemos a que caiga el moreno, Heredia.

—Esperemos. Me intriga saber cómo diablos se hicieron con el anillo —repuso Víctor con aire pensativo.

V

íctor llegó a casa a la hora de comer. Había paella, uno de sus platos favoritos. Cuando Blasa, la cocinera, servía a sus señores, Víctor dijo:

—Supongo que Nuria sigue indispuesta.

—Le va y le viene —contestó la cocinera—. Hace un rato ha bajado a pedirme una cuerda y ha vuelto a su cuarto.

—¿Una cuerda? —repitió Víctor, que dejó escapar a presión el vino que acababa de ingerir y manchó el elegante mantel de puntillas blancas que había dispuesto Blasa.

—Sí, quería sujetar las patas de su cama, porque dice que se le movían.

—Pero ¿estás tonta? ¡Qué inconsciente! ¡Ruego a Dios que no sea demasiado tarde! —exclamó el dueño de la casa mientras salía a toda prisa hacia la cocina, donde empuñó un cuchillo para desaparecer escaleras arriba.

Clara y Blasa le siguieron pensando que se había vuelto loco.

Cuando Víctor llegó al segundo piso, llamó insistentemente a la puerta de Nuria. Al ver que la chica no abría, tomó impulso y reventó la cerradura de una patada.

Nuria, sentada en la cama, jugueteaba con la cuerda haciendo un nudo corredizo. Víctor se la quitó al instante y la joven se abalanzó hacia él hecha una furia para recuperarla.

—¡Jesús, María y José! —exclamó Blasa—. Si parece una soga de esas de ahorcarse...

Mientras tanto, Víctor había logrado vencer la resistencia de su criada abrazándola a la vez que decía:

—Calma, calma, no va a pasar nada, no va a pasarte nada malo, mujer.

Clara comenzó a acariciar el pelo de Nuria.

—Vigiladla —pidió el dueño de la casa—. Voy a llamar al médico. No sé si podrá prescribirle un calmante en su estado.

—¿En su estado? —preguntó Clara.

—Sí, querida, me temo que nuestra Nuria está embarazada. Nuria volvió a estallar en sollozos.

—¡Que no se entere nadie, que no se entere nadie! —gritaba la inconsolable criada, que parecía totalmente fuera de sí, como ida.

—Pero entonces iba a matarse, ¿no? —preguntó Blasa.

—En efecto, Blasa, en efecto —asintió Víctor perdiéndose por las escaleras.

Capítulo 8

Clara sirvió el café. Víctor jugaba con la niña y Nuria descansaba bajo la estricta vigilancia de Blasa, pues el doctor Ródenas había prescrito que no se la dejara sola bajo ningún concepto.

Mientras añadía dos terrones al café de su marido, la señora de la casa quiso saber:

—¿Cómo sabías que estaba embarazada?

Víctor levantó la mirada y respondió:

—Simplemente lo sospechaba. Anteayer por la mañana le dije que comentara a Blasa que a la noche me hiciera unos huevos fritos con patatas. Sé que era temprano, sobre las siete y media, pero ¿sabes lo que hizo?: vomitó. Luego, tú me comentaste que se sentía indispuesta y así ha estado varios días. Anoche, cuando subí con Abenza a mi trastero, la escuché llorar amargamente. ¿Por qué iba a estar tan desesperada una joven criada soltera que vomita cuando oye hablar de huevos fritos y que pasa más tiempo acostada que de pie?

—Claro, era lógico.

—¿Has podido hablar con ella?

—No, no estaba como para charlar, Víctor, créeme.

—Bien, no hay que dejarla sola en ningún momento. Habrá que contratar a alguien que ayude a Blasa, y entre las tres tendréis que vigilarla. En cuanto se serene hablaremos con ella.

—No pretenderás echarla, Víctor.

—No, querida, creo que estarás de acuerdo en que debemos ayudarla.

—No esperaba menos de ti.

—¿Tienes idea de quién puede ser el padre?

—No. Debemos hablar con ella en cuanto esté mejor. Los dos esposos se fundieron en un abrazo.

Entonces él, como quien no quiere la cosa, dijo:

—Tengo que contarte algo.

—Eso suena realmente mal. Por tu tono de voz...

Víctor la puso al día del caso del coronel Ansuátegui.

—¡Fascinante suceso! —exclamó ella vivamente interesada.

Él continuó hablando y le relató el testimonio de María Manuela, la huida de Heredia y lo de las cartas:

—Iban dirigidas a una conocida tuya. —Hizo una estudiada pausa mientras leía la impaciencia en el rostro de su mujer—: Lucía Alonso. Clara se santiguó y él añadió:

—Y no acaba ahí la cosa. Sabes que su marido murió hace cosa de tres semanas...

—Lo sé, Víctor, fui sola al sepelio porque tú estabas en Valencia con el asunto ése del Banco Exterior.

—Bien, pues en las cartas De la Rubia la incita a...

—¿Has leído las cartas? ¡No puedo creerlo! ¡Es una dama! ¡Es..., es mi amiga! ¿Es que no respetas a nada ni a nadie?

—Engañaba al marido.

—Que ella fuera infiel a su marido no te da derecho a...

—Tenía que leerlas, Clara. Es mi trabajo.

—¡Y un bledo! Eso que has hecho es de porteras. Debo decirte que a veces sobrepasas ciertos límites y que eso no me agrada.

—Clara, por Dios, razona, el pelirrojo se había jactado de que «había que dar un empujón a la naturaleza». Temí que Lucía se hubiera metido en un lío por culpa de ese malnacido.

—¿De verdad piensas que mató a su marido? ¡Si era un viejo decrépito!

—Mañana mismo le llevaré sus cartas. Está en su casa de Madrid. Me he informado.

—Pues ni se te ocurra decirle que las has leído. Vamos, Cecilia —cortó, tomó a la niña en brazos y mientras desaparecía por la puerta aún la oyó decir—: ¡Qué vergüenza!

Víctor quedó a solas en el salón. Clara parecía indignada. No le había dejado explicarse. Ni cuando hablaba del sufragio universal se ponía así. Se sintió incomprendido Había leído las cartas, sí. Debía hacerlo. Era su trabajo. Y no le gustaba lo que había leído, la verdad. Estaba convencido de que aquel asunto iba a provocar tensiones con su mujer, eso era seguro. Se avecinaban problemas.

Víctor llamó a la elegante casa de la costanilla de los Ángeles en que residía Lucía Alonso. Reparó al instante en el aspecto neoclásico de la vivienda, como todos los palacetes de la gente bien de Madrid, y en las costosas columnas de mármol blanco que jalonaban la entrada. El picaporte parecía de bronce macizo y asemejaba un elaborado delfín. La pesada puerta de madera de caoba se abrió y apareció una criada menuda, mal encarada y antipática que lo condujo a un pequeño gabinete que hacía las funciones de biblioteca.

—Dígale a su señora que está aquí Víctor Ros, el marido de su amiga Clara Alvear.

La fámula desapareció portando la tarjeta del policía, que echó un vistazo al cuarto enmoquetado en tonos rojos, a juego con unas inmensas cortinas de terciopelo granate. El jardín estaba muy bien cuidado.

—¿Víctor? —preguntó una voz desde detrás del policía.

Se volvió y estrechó la mano de Lucía. El sol que entraba por la ventana sacaba destellos de sus enormes ojos verdes y realzaba el tono rosado de sus apetecibles y carnosos labios. Tenía los ojos enrojecidos. Había llorado recientemente. Era alta, de pelo moreno, casi azabache, y de formas exuberantes. Vestía enteramente de negro. Era bella pese a aparentar cierta tristeza por el duelo que estaba viviendo. ¿O no?

—¿A qué debo este inesperado honor? —preguntó la joven sonriendo al policía y mostrando unos dientes perfectos y blancos como perlas.

—Lucía, vengo a verla por un asunto oficial.

Ella dio un respingo. Mal asunto.

—Puedes tutearme, Víctor, pero siéntate, siéntate. Me pillas de milagro. Mañana mismo salgo hacia Córdoba —expuso al tiempo que agitaba una campanilla. Apareció la criada y, tras consultar a su invitado, la señora de la casa pidió café y pastas para los dos—. ¿Y bien, Víctor?

Estaban sentados junto a la ventana en dos cómodas butacas, uno frente a la otra. La joven olía bien, a lavanda. Sus rodillas no quedaban muy lejos de las de Víctor.

El policía abrió la pequeña caja de madera y sacó las cartas.

—He traído esto. Le corresponde a usted tenerlas, perdón, a ti.

Ella quedó como si hubiera visto una visión. Pálida, rígida, como muerta. Por un momento temió que fuera a desmayarse, pero al instante entró la criada y la dama se recompuso. Tras dejar las cartas aparte, sin mirarlas siquiera, despachó a la criada e hizo los honores; sirvió el café sin decir nada, con parsimonia. Víctor la estudiaba al detalle. Estaba acostumbrado a leer en las personas. Al fin, ella habló:

—¿Por qué me las has traído? Las devolví.

—Lo sé. Pero no quería que cayeran en malas manos. Creemos que su legítimo dueño ha fallecido.

La taza que Lucía Alonso tenía en las manos rodó por el suelo, manchó la moqueta y se hizo añicos. Se agachó a recoger los fragmentos y quedó así, doblada. Parecía atravesada por el mayor de los dolores de este mundo.

Víctor la tomó de la mano y la ayudó a sentarse de nuevo. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

Era obvio que aquella mujer no lloraba por su marido.

—Creí que debía traértelas, no sé. Evitar el escándalo.

—¿Las has leído?

—No —mintió.

—¿Lo sabe Clara?

—No hablo con mi mujer acerca de los casos que investigo —mintió de nuevo.

Ella miró por la ventana con un aire lánguido que la hizo parecer aún más atractiva. ¿Podría una joven tan bella haber matado a su marido? Seguro que no.

—Pensarás que soy una cualquiera, pero tuve mis motivos.

—No, no, en absoluto. —Había leído las cartas, maldita sea, de sobra sabía que la pobre se había casado con un vejestorio y que sehabía resistido a los requerimientos iniciales de aquel desgraciado de De la Rubia—. Te he traído las cartas porque pensamos que Eduardo de la Rubia fue asesinado por un compinche suyo, José Heredia. Ambos participaron en la muerte del coronel Ansuátegui, un militar al que asesinaron de un tiro en la nuca cuando salía de misa.

Ella se cubrió el rostro con las manos y sollozó de nuevo.

—Comprendo que esto es duro, pero ¿sabes dónde vivía?

—No. Nos encontrábamos en el hotel París. Nunca me llevó a su casa.

—Ya.

—No me juzgues con dureza, Víctor.

—No lo hago —volvió a mentir él—. Además, le devolviste las cartas.

—¡Qué vergüenza! ¡El escándalo!

—Tranquila, tranquila —la calmó, mientras pensaba que quizá la joven sobreactuaba. ¿Sería posible que estuviera fingiendo?—. Para eso he venido aquí. Las cartas son un asunto privado entre dos... amantes. No temas, están en tu poder; destrúyelas.

—Lo haré —afirmó pensativa. Entonces volvió a hablar—: ¿Seguro que está muerto?

Víctor asintió.

—Su cómplice lo hizo, pero tenemos que hallar el cuerpo. Es cuestión de tiempo.

—Ya.

Se hizo un silencio embarazoso entre los dos. Lucía levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

Definitivamente era hermosa, pese a que su rostro estaba surcado por el dolor. ¿Quieres preguntarme algo?

Víctor asintió. Carraspeó, se armó de valor y dijo:

Lucía, Eduardo de la Rubia tenía un historial delictivo muy denso. Participó en la muerte de Ansuátegui y nos consta que planeaba al menos otro asesinato. ¿Crees que pudo tener algo que ver con el fallecimiento de tu marido?

Ella se puso de pie inmediatamente, como impulsada por un muelle.

Hizo sonar la campanilla y compareció la criada.

—Angustias, el caballero se va. Por favor, su sombrero y el bastón.

Él no supo reaccionar.

Don Alfredo daba cuenta de un café con leche y churros en el Café del Sol cuando vio a Víctor entrar en el local.

—¡Dichosos los ojos! —exclamó Blázquez.

—Calla, calla —contestó Víctor—. Tengo la negra. ¡Un café, Raimundo!

—Toma asiento y cuéntame. ¿Dónde has estado?

—He ido a devolver las cartas a Lucía Alonso.

—Vaya. No se te ve muy animado.

—Problemas domésticos. Mi mujer está indignada porque las leí.

—Te dije que no debías hacerlo.

—No estoy de acuerdo, y lo sabes. Pero el caso es que Clara reaccionó mal cuando se lo dije.

—Bah, se le pasará.

—No, no creas. Estaba fuera de sí. Además, este asunto traerá cola.

—¿Por qué dices eso?

Víctor guardó silencio.

—¡Oye, oye! No irás a intentar procesar a la joven porque se le murió un marido septuagenario.

—Sinceramente, no lo sé. Tengo sospechas, Alfredo, tengo sospechas. Ese De la Rubia era un mal bicho, un manipulador, un tipo peligroso.

—Olvídalo, está muerto.

Quedaron en silencio mientras el camarero servía el café a Víctor.

—Y, encima, por si todo esto fuera poco, mi criada se ha quedado embarazada.

—¡Cómo! ¿Nuria?

—La misma que viste y calza.

—¿Y qué vais a hacer?

—No lo sé; de momento, hablar con ella.

—Ahora os dejará cuando se case.

Víctor negó con la cabeza:

—Me temo que el padre de la criatura no debe estar muy por la labor; anoche mismo la sorprendí con una soga en la mano, le había hecho un nudo corredizo.

—¡Dios mío!

—Sí, amigo, sí. Y ahora veremos. He pensado intentar que desvele la identidad del rufián que la preñó y apretarle las tuercas. Que cumpla.

—Ese tampoco es asunto tuyo, Víctor. No te metas.

—¿Y qué debo hacer? ¿Echarla a la calle?

—¿Has pensado que si te quedas en casa con una criada, soltera y embarazada, la gente pensará que el hijo es tuyo?

—Pues, ahora que lo dices, no.

—Es duro, pero debes ponerla de patitas en la calle. Ése no es buen asunto para una casa decente.

—¿Y adónde iría? Sabes que la mayor parte de las putas de Madrid son antiguas chicas de servicio a las que sus señores dejaron embarazadas. No quiero que la pobre Nuria acabe así. Nos ha sido fiel y es una buena criada. Buscaré al padre y no se hable más —zanjó Víctor apurando su café—. Y ahora tengo que ir a' hacer una visita; ¿me acompañas?

—¿A quién?

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