El caso de la viuda negra (11 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

BOOK: El caso de la viuda negra
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—Sí —Ese tipo, el moreno, me temo que aparte de volarle los sesos al coronel también se deshizo del pelirrojo, de su propio cómplice, así que cuidado. Nos vemos dentro de una hora.

—Allí estaré.

Fue entonces cuando Víctor quedó en suspenso al ver salir a un hombre del portal de enfrente.

Iba embozado, pero al soltar la capa para subir a un coche que le esperaba pudo ver claramente su cara.

—¡El teniente Gutiérrez! —exclamó algo sorprendido.

—¿Cómo? —preguntó Abenza.

—Nada, nada, cosas mías. ¿Por qué se tapaba aquel tipo la cara al salir de aquella casa? Sin duda ocultaba algo. Tomó nota de que debía reforzar la vigilancia sobre el oficial. Al fin y al cabo, entró en el depósito a la vez que don Melquíades cuando hallaron al coronel con el dedo cercenado.

Iban camino de la calle del Ángel cuando comenzó a llover de nuevo.

—Es una suerte estar a cubierto —dijo don Alfredo, que no terminaba de despertarse—. Sólo me hubiera faltado venir andando bajo este aguacero. Espero que estés en lo cierto.

—Si te he sacado de la cama a estas horas será por algo, ¿no? —repuso Ros sonriendo.

El carruaje se detuvo. Los cuatro policías que acompañaban a Víctor y a don Alfredo bajaron de un salto del coche de caballos que seguía a la berlina de los detectives. En cuanto puso pie en tierra, Víctor se sintió alarmado. Había luz en el último portal de la calle y entraba y salía gente creando cierto revuelo.

Entró a la carrera seguido por sus compañeros y se encontró con Abenza que, sentado en una silla, se sujetaba el brazo derecho con el izquierdo. Le habían hecho un torniquete y tenía la manga subida. Se veía sangre.

—No es nada, don Víctor. La bala ha entrado y ha salido.

—Hemos llamado a un médico —dijo la portera.

Víctor se giró y gritó:

—Viveros, López, suban a Abenza a mi coche y llévenlo a Sol; usted, Márquez, vaya en el otro coche a recoger a mi médico, éstas son sus señas. Luego me pasaré por allí.

—Estoy bien, señor —dijo Aniceto Abenza—. Sólo temo la gangrena.

—¡Jesús! —exclamó Víctor—. Déjese ahora de hipocondrías. Nada le va a pasar. ¿No le dije que esperara?

—Y eso hice. Estaba aquí en la puerta hablando con la portera y con el alcalde de barrio —explicó el guardia señalando con la cabeza a un paisano regordete que permanecía en segundo plano—, cuando el fulano ése, el que buscábamos, apareció en las escaleras de pronto. Iba a salir.

Nos miró unos segundos y yo dije «buenas noches». Antes de que pudiéramos echarnos a un lado abrió fuego con un revólver que sacó de no sé dónde y escapó calle abajo. No pude ir tras él.

—Hiciste bien, Aniceto; venga, que te atiendan esa herida y luego iré a verte. ¿Es usted la portera? —preguntó Víctor a una mujer menuda con el pelo blanco recogido en un moño y que lucía un curioso refajo de colorines.

—Sí, pa lo que usté mande.

—¿Sabe si ese tipo solía ir en compañía de un individuo pelirrojo?

—Sí, sí, de pelo rojo como una panocha.

Víctor sonrió. Logró entrever una oportunidad para hacerse con la confianza de la mujer.

—¿Ha dicho panocha? ¿No será usted, por un casual, murciana?

—De pura cepa.

—Vaya, mi gran amigo don Armando era de allí.

—Un sargento de policía, ¿verdad? —preguntó ella—. Era de mi quinta.

—Sí, en efecto, ya falleció.

—Una lástima porque le recuerdo con cariño —dijo la buena mujer—. Era un hombre justo.

Dios lo tenga en su gloria.

—Eso espero. Y, ahora, subamos a ver el cuarto de ese forajido.

Mientras subían las escaleras, Víctor recordó a su mentor, don Armando, el hombre que siendo un crío lo rescató de la calle y le encaminó en la carrera policial. Él usaba esa palabra, panocha, en lugar de maíz. Curioso. Y ahora estaba muerto. Desechó aquellos pensamientos rápidamente, necesitaba concentrarse en el asunto que tenía entre manos.

El asesino del coronel Ansuátegui ocupaba una minúscula buhardilla en el cuarto piso, apenas una habitación cuya ventana daba al sur, hacia los campos que la ciudad aún no había engullido del todo, más allá del Manzanares.

Víctor y don Alfredo echaron un vistazo ayudados por dos guardias. Botellas de vino vacías aparecían tiradas aquí y allá. Al tiempo que examinaba los ropajes del huido, Víctor preguntó a la portera:

—¿Y cuándo fue la última vez que vio al pelirrojo con este inquilino?

—Pues, ahora que lo dice, hace tiempo que no lo he visto por aquí. Puede que dos semanas o así.

Casi diría que vivían aquí los dos.

—Lo mató, seguro —dijo don Alfredo.

—¿Sabe cómo se llamaba este angelito? —preguntó Víctor.

—Creo que Heredia, José Heredia —contestó la portera.

—¿Tenían visitas?

—No; bueno, sí, una vez vino a verlos un médico, don Juan Damián.

—¿Y sabe dónde podríamos localizarlo?

—Claro, en una ocasión mandó una carta para el pelirrojo. Ellos le enviaron una respuesta que llevó mi hijo pequeño, el Rafaelillo. La dirección era la calle del Laurel, 5, en el barrio de las Peñuelas.

Víctor se alegró de que las porteras de la Villa fueran famosas por su condición de ser las más cotillas del mundo. ¡Qué memoria! ¡Y qué red de informadoras se perdía el cuerpo de policía!

—Muy bien, señora. Alfredo —ordenó—, que vigilen esa casa de inmediato. Discretamente.

—Lo haremos —contestó Blázquez.

—Mire, don Víctor —dijo un guardia agitando un manojo de cartas que había hallado en una caja.

Víctor las examinó y comprobó que había dos grupos.

—Ya sabemos cómo se llamaba el pelirrojo: Eduardo de la Rubia y Cervantes. Y aquí tenemos las cartas que le enviaba a la señora ésa casada. Debió de devolvérselas. La dama era... ¡Válgame Dios...!

Víctor Ros Menéndez se había quedado lívido.

Capítulo 7

—¡Víctor, Víctor!, ¿qué pasa? —quiso saber don Alfredo.

—Yo conozco a esta mujer, Lucía Alonso, vive en la costanilla de los Ángeles, junto a la plaza de Oriente. Es amiga de mi esposa, estudiaron juntas en el internado —respondió Víctor, y se quedó pensativo por unos instantes. Parecía poner en orden sus ideas—. Tengo que ir a casa. Debo leer estas cartas. ¡Maldición! Aquí no hay más pistas, y no debo perder el tiempo.

Antes de que pudieran decirle nada, Víctor Ros había salido del cuarto y bajaba ruidosamente la escalera de aquella humilde vivienda.

Eran las once de la mañana cuando don Alfredo Blázquez entró en el despacho de don Horacio Buendía.

—Iba a tomar mis bizcochos con jerez, ¿gusta usted? —invitó el comisario muy solícito.

—No le diré que no. He recibido una nota de mi compañero citándome aquí.

—Sí, me solicitó una reunión; debe estar al llegar, es hombre puntual.

Justo en aquel momento dieron las once en punto en el carillón del comisario y la puerta del despacho se abrió de nuevo para dar paso a Víctor Ros. Unas impresionantes ojeras dejaban claro que no había pegado ojo en toda la noche.

—Has leído todas las cartas, ¿verdad? Como si no te conociera —comentó don Alfredo al recién llegado.

—Señores... —dijo Ros a modo de saludo, con una inclinación de cabeza—. En efecto, las he leído todas. ¿Tienes lo que te pedí?

—Sí —contestó Blázquez sonriendo—. He hecho los deberes.

—Bien, pues sentémonos. Comisario —añadió Víctor—, una copa de su excelente jerez no me irá mal.

—¿Un bizcocho?

—No, gracias, estoy echando barriga y mi mujer me recrimina a menudo por ello.

Los tres se rieron y tomaron asiento.

—¡La curva de la felicidad! —exclamó El Mastín, y se golpeó sonoramente su inmensa barriga.

—Bien, al trabajo; ¿qué tenemos? —preguntó Víctor a su compañero.

—¿Por cuál empiezo?

—Por el fiambre, el pelirrojo.

Don Alfredo comenzó a leer sus notas:

Eduardo de la Rubia y Cervantes. En efecto, era de buena familia, lo que se dice un señorito andaluz, natural de Córdoba. Tiene un historial delictivo impresionante: estafas, timos, cheques sin fondos, de todo, aunque no aparecen delitos con violencia. Consta que estuvo en el ejército, de donde fue expulsado a los ocho días. ¡Menudo elemento, Víctor! Domicilio oficial en la calle del Prado, 8. Esta misma mañana he enviado allí a un sargento; al parecer es el domicilio del teniente coronel Satrústegui, Eduardo era sobrino carnal de la esposa de éste, doña Remigia. La criada le ha dicho al sargento que el sobrino de su señora apenas residió allí cosa de un mes a su llegada a Madrid. Creo que el tío lo echó de su casa.

—Intentaré hablar con doña Remigia —comentó Víctor.

—Ahora el otro, el pistolero, José Heredia Martínez, alias «el Esclavejío». Conocido en los peores ambientes de Alcalá de Henares, Toledo y Consuegra. Tipo violento, proxeneta, ladrón de pocos vuelos y matón a sueldo. Acredita multitud de detenciones, entre las que se incluyen varias agresiones con arma blanca. No es lo que se dice un tipo inteligente; vamos, que le falta un hervor.

Fue guardaespaldas de nuevos ricos en Madrid, sobre todo de gente de dudosa reputación aunque adinerada. Un hombre de sangre caliente que ha pasado más tiempo en la cárcel que fuera de ella.

—¿Domicilio oficial? —inquirió don Horacio.

—No consta. También he hecho averiguaciones sobre el matasanos ése de las Peñuelas con el que ese par llevaba algún asunto. Juan Damián López Dávalos cumplió tres años de prisión por practicar abortos en su domicilio. Expulsado del colegio de médicos. Parece que su casa de la calle del Laurel es el lugar al que acuden todos los desgraciados de Madrid cuando necesitan un doctor que no se vaya de la lengua. Atiende heridas de bala, navajazos, lo que sea, sin dar parte a las autoridades. Realiza abortos, como ya he dicho, recompone la honra de las mujeres y trata enfermedades venéreas sin hacer preguntas. Consigue drogas, como derivados del opio e incluso cocaína, para inyectar.

—¡Menudo angelito! —exclamó El Mastín.

—Sí —aseveró Víctor—, Dios los cría y ellos se juntan.

—Quizá deberías visitarlo... —apuntó Blázquez.

—No, no. ¿Vigilamos la casa?

—He dispuesto un discreto servicio.

—Mejor así, Alfredo. No quisiera levantar la liebre. Ese tal José Heredia no tendrá muchos lugares donde esconderse. Igual pasa por allí.

—¿Y qué negocio tenían esos dos con el medicucho? —preguntó de pronto don Horacio.

Víctor contestó por su compañero:

—No lo sabemos.

—¿Y qué sabemos, si puede saberse? —insistió el comisario, impaciente.

—Pues que esos dos —continuó hablando Ros—, de alguna manera supieron de la existencia del anillo del coronel, que debe ser muy valioso, supongo.

—¿Supone?

—Sí, no he tenido ocasión de verlo. El caso es que robar el anillo no era asunto fácil. El coronel Ansuátegui no salía nunca del cuartel, quizá porque tenía miedo de algo o de alguien. Evidentemente, ese par de facinerosos no podía irrumpir en mitad del cuartel de Conde Duque a atracar nada menos que a un coronel. Habría sido un golpe suicida. El pelirrojo, De la Rubia, era un hombre inteligente, así que supo que Ansuátegui salía cada tarde a misa. Ésa era su única oportunidad. Lo mataron y, de alguna manera, consiguieron, antes o después de su entrada en el depósito, cortar el dedo del coronel y hacerse con la joya. Luego, el pelirrojo debió tratar de pasarse de listo y el otro lo despachó. Heredia es un tipo impulsivo y quizá dejó alguna pista en el cadáver, de modo que volvió por el muerto, lo desenterró y borró así su rastro.

—¿Pudo ser el forense quien cortara el dedo? ¿Podría estar compinchado con esa pareja? —preguntó Blázquez.

—Podría ser, podría ser, pero el anillo no ha sido vendido en los bajos fondos de Madrid. Ningún perista lo ha visto. No sé si Melquíades Ruiz tenía relación con el pelirrojo y Heredia. De momento sólo sé que estos dos compinches estaban en el ajo e iban tras el anillo.

Don Horacio y don Alfredo se miraron.

—Ésta es la explicación más lógica que se me ocurre de lo sucedido, pero no termina de convencerme —añadió Ros.

—¿Por qué?

—Pues porque el pelirrojo era un tipo peligroso, inteligente y, según parece, Heredia no destaca por ser demasiado espabilado. Me resulta dificil creer que pudiera acabar con él.

—Tú mismo lo has dicho: igual se pasó de listo con su socio. Además, ¿de dónde deduces que era tan inteligente?

—Queridos amigos, me temo que Eduardo de la Rubia y Cervantes no era ni mucho menos un delincuente del montón. Fíjense que, aunque estaban preparando un golpe de postín, él tenía un plan alternativo, vamos, que había conquistado a una joven casada con un acaudalado anciano con el objetivo de hacerse con su dinero. Dijo a María Manuela, la prostituta, que si todo iba bien, sería rico por partida doble. Eso es propio de un tipo inteligente, brillante, que asegura dos buenos golpes a la vez. O sea, que si uno sale mal, el otro le puede sacar adelante. También dijo a la prostituta que planeaba matar a otro hombre, aparte del coronel. Además, aún no he conseguido saber cómo ni dónde logró hacerse con el anillo. Eso demuestra que el tipo tenía buena cabeza.

—¿Y las cartas?

—De eso quería hablar ahora. Me he pasado toda la noche en vela leyéndolas. Me temo que ha surgido un problema.

—¿Y bien? ¿Qué problema? —indagó el comisario.

—Anoche, en cuanto esas misivas cayeron en mi poder, me fui a casa a leerlas.

—¿Y le parece bonito?

—Mire, don Horacio, Lucía Alonso es una íntima amiga de mi esposa y supe por la declaración de la prostituta que el pelirrojo se jactó de sus amoríos con una joven casada que le haría rico.

Recuerdo dos frases que dijo: «la suerte hay que buscarla» y «a veces hay que dar un empujón a la naturaleza». Eso me sonó mal cuando conocí la identidad de la joven en cuestión.

—¿Por qué?

—Porque su marido, el marqués de la Entrada, falleció curiosamente hace tres semanas.

—¿Y usted insinúa...?

—No, no, déjenme hablar. Lucía estudió en Suiza, en el mismo internado que Clara. Ambas compartían habitación y se hicieron muy amigas. Los padres de la joven se trasladaron a La Habana, donde él regía los destinos de una gran compañía naviera. El caso es que el hombre se fugó con los dineros de los accionistas con una mulata y el oprobio cayó sobre la familia. La madre de Lucía se suicidó en su casa de La Habana y la joven quedó en la ruina, acosada por los acreedores de su padre. Tuvo que dejar el internado y se refugió en casa de unas tías solteras que tenía en Madrid. Allí conoció a su salvador, don José Miguel Urzáiz, marqués de la Entrada, bon vivant, hombre viajado, cazador, mujeriego y fajado en mil duelos y peripecias que a sus setenta años decidió dejar la soltería para casarse con Lucía, una joven de belleza extraordinaria. Yo sólo la he visto dos veces y en verdad diré que es una auténtica beldad. Lucía se casó hace dos años y la correspondencia con el truhán de De la Rubia comenzó hace año y medio. Ella y su marido vivían a caballo entre Madrid y Córdoba, donde el marqués de la Entrada tenía inmensas posesiones. Parece que tras la muerte del esposo, ella le devolvió las cartas, así que he de suponer que dio por terminada la relación con De la Rubia. Las primeras cartas son declaraciones de amor del pelirrojo y educadas negativas de la dama, se nota que aún no tenían «intimidad», pero es obvio que desde un año antes de la muerte del marido se habían convertido en amantes. El muy truhán comenzó entonces a hacer alusiones a cómo sería su vida si no existiera el marido y a sugerir cosas como que el marqués de la Entrada ya había vivido mucho y que ellos aún tenían la vida por delante o que si la naturaleza les hiciera un favor podrían ser felices. En suma, que comienza a decir, al principio de manera velada y luego más a las claras, que si el marqués falleciera serían libres para casarse.

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