El caso de la viuda negra (15 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

BOOK: El caso de la viuda negra
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—No sé de qué habla, repito, y quiero un abogado.

Víctor se levantó y dijo:

—Bien, Alfredo, me temo que este individuo no va a colaborar; le diremos al comisario que queda en sus manos. Enviará a algún carnicero y si aun así no habla, siempre le quedará el garrote.

Me consta que hay unos cuantos oficiales del cuartel del Conde Duque que han solicitado una entrevista a solas con él.

En el corto trayecto que los separaba de la celda del médico, don Alfredo aseguró:

—No va a soltar prenda. Heredia es veterano en estas lides y sabe perfectamente que si no aparece el cuerpo del pelirrojo, no se le puede imputar ese asesinato. No creo que cante.

—Tonto sería si lo hiciera, pero había que intentarlo.

—Ahora le van a dar cera.

—No me apena, la verdad. Es una mala bestia.

—Lamentas no haberte enterado de cómo lo hicieron, ¿verdad?

—El caso está resuelto —respondió Víctor—. Creo que es cuestión de tiempo el que nos enteremos de los detalles. Veamos al otro. Entraron en la celda del médico, que parecía asustado.

—Siéntese, siéntese —dijo Don Alfredo—. Sólo queremos hacerle unas preguntas.

—¿Van a pegarme? —preguntó aquel tipo con aire nervioso y aspecto miserable.

—Nosotros no —sentenció Víctor, lo cual heló la sangre al detenido—. ¿Qué negocio llevaba con Heredia y De la Rubia?

—No sé quiénes son esos señores, no tengo el gusto de conocerles.

—El grandullón que detuvimos en su casa es Heredia, De la Rubia está muerto, lo mató su compañero. Hablamos de gente peligrosa; podría usted ser acusado de complicidad en el asesinato del coronel Ansuátegui.

—Yo no participé en eso y ustedes lo saben. El tal Heredia vino a verme por una verruga que tiene en la espalda.

Víctor y don Alfredo se miraron. Mentía, claro.

—Me temo que no sabe usted con quién se la juega. Heredia es un asesino.

—¿Y qué? Dicen ustedes que ese De la Rubia está muerto y Heredia no va a salir vivo de la cárcel, luego, ¿por qué iba a cantar? Eso suponiendo que supiera algo, que no sé nada.

—¿Sabe usted que hemos hallado ciertas sustancias en su casa? —terció don Alfredo.

—¡Ni una palabra más! —ordenó una voz desde detrás de la reja.

Todos se volvieron y se encontraron ante un tipo vestido con una chillona levita verde clara, horribles pantalones anaranjados y una espantosa corbata de color rosa con un enorme alfiler que dañaba la vista:

—Hermenegildo Salmerón, abogado, para servirles a ustedes y a mi cliente. Mi defendido, el señor López Dávalos, no dirá una palabra más. Han registrado ustedes su casa sin una orden judicial, así que cuanto hayan encontrado allí no tiene validez alguna. Ahora mismo me van a comunicar ustedes por escrito cuáles son los cargos que se le imputan, y de no haber nada grave contra él (cosa que mucho me temo es exacta), quiero que esté en la calle mañana por la mañana a más tardar o me aseguraré de que acaban ustedes de guardias urbanos en Melilla. Y ahora solicito poder entrevistarme a solas con mi cliente. Está en su derecho.

Víctor y don Alfredo conocían a aquella comadreja. Un abogado que vestía como un proxeneta del oeste americano y que se jactaba de haber puesto en la calle a más criminales que las últimas cuatro amnistías juntas. Un tipo despreciable que defendía a los más peligrosos delincuentes, asesinos y estafadores de la capital del reino, y, por desgracia, con excelentes resultados. No era mal abogado y conocía las triquiñuelas de su oficio. Víctor sabía que había sido un error registrar la casa del médico sin una orden. Era mejor retirarse con cierta dignidad. Así que optó por plegar velas.

—Es todo suyo —dijo levantándose—. Vamos a tomar un café, Alfredo.

Ala mañana siguiente, un grupo de cocheros charlaba en el punto de alquiler de la Puerta del Sol a la espera de clientes. Un tipo de mediana estatura, barba recortada y que vestía levita marrón oscura con pantalones color beige levantó su bombín y preguntó a uno de ellos:

—Perdone, ¿es usted Braulio Algueró, el dueño del coche número 234?

Un joven alto, de tez blanquecina y barbilla inferior algo huidiza contestó algo altanero:

—¿Quién quiere saberlo?

—Un servidor, don Víctor Ros, inspector de policía —se presentó el detective, y mostró su placa—. El otro día llevó usted a un tipo alto, vestido de oscuro, a la Facultad de Medicina.

—¡Acabáramos! —exclamó el otro sonriendo—. ¡Era usted! Sí, lo recuerdo, le esperamos en su casa. Vive usted en la calle San Marcos, ¿verdad? Por supuesto, yo no sabía que era usted policía, ¿eh? Cuando vino usted hacia nosotros, ya sabe, al apearse de su coche en la puerta de la Facultad, mi cliente me dijo que arreara.

—¿Sabe su nombre?

—No. Precisamente tomó el coche en este mismo punto de alquiler.

—¿Adónde le llevó usted después?

—Al hotel París —contestó el cochero señalando hacia el establecimiento que quedaba al fondo de la Puerta del Sol.

—¿Notó algo raro en él?

—Sí, que era extranjero, se le notaba en el acento.

—Inglés.

—¿Cómo?

—Nada, nada —contestó el detective mientras se encaminaba hacia el hotel—. Ah, y gracias.

Después de esquivar un tranvía de sangre, tirado por mulas y cerrado con sus características cortinillas, Víctor ganó la acera opuesta y entró en el hotel. Se dirigió directamente al recepcionista, un tipo alto y de poblado bigote.

—Víctor Ros, policía —dijo mostrando su placa—. Busco a un súbdito inglés, alto, siempre vestido con levitas y trajes oscuros. Usa chistera.

—Mister Lewis. Ayer mismo dejó el hotel.

—Vaya, lo imaginaba. ¿Tiene idea de hacia dónde iba? ¿Volvía a casa?

—No, no, creo que quería conocer el país, aunque no dijo a qué ciudad se dirigía.

—Muchas gracias. Aquí tiene mi tarjeta; si vuelve a aparecer, mándeme llamar de inmediato.

Trabajo justo ahí enfrente, en el Ministerio de la Gobernación. Buenos días.

Víctor caminó de vuelta a las oficinas de la Brigada Metropolitana algo intrigado. Había pensado que aquel misterioso tipo podía ser un enviado de los radicales de Oviedo, pero ahora sabía que era un inglés. Un inglés. ¿Para qué le seguiría un súbdito británico? Pensó en comentarlo con su profesor de inglés, Mr. Fitzgerald.

Estaba bien relacionado con la embajada y participaba activamente en la vida de la nutrida colonia británica en Madrid. Quizás él pudiera ayudarle.

Por otra parte, el caso de Ansuátegui no avanzaba: Heredia no soltaba prenda y el médico, López Dávalos, había sido puesto en libertad. Nunca sabría cómo se habían hecho con el anillo del coronel. ¿Les ayudó el forense don Melquíades? ¿Qué negocios tenían el pelirrojo y Heredia con el otro médico, López Dávalos? Si al menos Heredia confesara haber robado el anillo, podría conseguir que readmitieran al pobre Demóstenes López.

Víctor y Mr. Fitzgerald conversaban de todo un poco, el caso era charlar y que el alumno practicara el inglés hablado. El viejo profesor, que se ganaba la vida enseñando inglés y alemán a gente bien de Madrid, era un tipo alto, rubicundo, de enormes patillas pelirrojas y muy pecoso pese a su edad.

Era natural de Edimburgo y de joven había combatido en la India, en las guerras de Su Graciosa Majestad. Solía dar la lección en el pequeño mirador de su pisito en la calle Arenal, desde donde veían el trasiego de la céntrica Puerta del Sol. Charlaban sobre toros, de política, hablaban de los casos que investigaba Víctor, del Imperio británico o de cómo era la niebla londinense. El caso era practicar, charlar, aprender.

Víctor, en su aún algo rudimentario inglés, relató a su profesor el misterio del caballero inglés que le seguía: Mr. Lewis.

Fitzgerald dijo que no le resultaría difícil averiguar algo sobre aquel tipo, ya que era usual que los británicos residentes en Madrid se inscribieran en la embajada y él tenía buenos contactos en la legación diplomática. El profesor era un enamorado de España, «un megavilloso país», según decía, del cual le fascinaba su gente y, sobre todo, su luz.

—Ay, Víctor, no sabe usted lo triste que es un atardecer de invierno en Londres o Surrey, por no hablar de York.

Víctor no compartía esa opinión. Nunca había estado en Inglaterra, pero se moría por conocer un país tan avanzado, a la vanguardia del desarrollo industrial. Fitzgerald no sabía lo afortunado que era por haber nacido en un país moderno, desarrollado, una democracia parlamentaria de las de verdad. Fue en aquel momento cuando Gertrudis, la criada del profesor, interrumpió la conversación: se había presentado un guardia preguntando por don Víctor Ros.

—Hágalo pasar —dijo el detective.

Al momento, un guardia de fieros bigotes se presentó en la pequeña salita y, tras dar las buenas tardes, dijo muy afectado:

—Don Víctor, dice don Alfredo que me acompañe. Han asesinado a Juan Damián López Dávalos, el médico.

—¿Cómo?

—Creo que lo han degollado en su propia casa. Debió ocurrir esta noche pasada.

Víctor sintió que aquello le descolocaba un poco.

Fitzgeral, enterado como estaba de los pormenores del caso, se metió en lo que no le importaba y apostilló:

—Ahora no podrán echarle la culpa a ese tal Heredia.

—Desde luego que no —convino Víctor mientras tomaba el bastón, el abrigo y el sombrero.

Capítulo 11

Víctor no pudo dormir bien aquella noche. No sólo porque Clara se mostrara distante desde que surgió aquel maldito asunto de las cartas de Lucía Alonso, sino también por el sorprendente giro que había dado el caso. Alguien había degollado a López Dávalos en su propia casa. El detective repasó minuciosamente la escena del crimen, el salón del médico, sin encontrar nada. El asesino no había dejado ni una sola huella, ni un indicio. El médico vivía solo en una casa apartada en una calle mal iluminada. Nadie había visto ni oído nada. López Dávalos fue brutalmente torturado antes de morir. Seguro que el asesino quería saber qué había contado a la policía. ¿Y ahora qué?

Era obvio que Heredia no había despachado al médico porque estaba en la cárcel, de donde no saldría nunca. Pensó que en aquel mismo momento estaría siendo «trabajado» por algún energúmeno del cuerpo de policía para conseguir que cantara. Heredia era un tipo bragado y no creía que hablara. Seguro que no. ¿Quién habría asesinado a López Dávalos? No creía que fuera un suceso independiente, otra casualidad. No. Tras ser detenido por su relación con el caso y salir en libertad, alguien lo había despachado. Era evidente que alguien no quería que el médico hablase, pero ¿quién?

Intentó pensar con calma, ser lógico, usar la razón.

Se dijo que, tras despachar por algún motivo al pelirrojo, Heredia fue y robó su cadáver; pero le hubiera sido imposible conseguir que el muerto pasara por encima de una tapia sin la ayuda de otra persona. Sí, era eso, Heredia debía de tener un cómplice y él fue quien mató al médico para evitar que contara algo, y ese algo era sin duda el negocio que se llevaba entre manos con De la Rubia y el propio Heredia.

Tenía al asesino de Ansuátegui y sabía que éste había eliminado a De la Rubia, pero ¿cómo se las habían arreglado para hacerse con el dedo? ¿Don Melquíades? No había podido probar que el forense conociera a De la Rubia y Heredia. En verdad, no creía que el forense estuviera metido en el asunto. Otro tanto le ocurría con el otro hombre que había entrado la mañana de autos en el depósito, el teniente Gutiérrez. La vigilancia de Adanes le proporcionó evidencias suficientes sobre la naturaleza de las actividades nocturnas del militar. Había comprobado la ficha del joven al que visitaba por las noches. Varias detenciones por «escándalo público», «atentado contra la moral» y «otras perversiones», decía su historial.

El teniente Gutiérrez era homosexual. Ése era su único delito, sí, por lo que Víctor ordenó a Adanes que dejara de vigilarle. Cierto que muchos de sus compañeros se pirraban por detener a «los sarasas» y enseñarles lo que es bueno en el calabozo, pero al inspector Ros no le importaba lo que hiciera cada cual en su dormitorio. El joven al que visitaba Gutiérrez, el tal Pepe Murcia, era un invertido detenido varias veces por escándalo público, uno de tantos y tantos jóvenes que se ganaban la vida vendiendo su cuerpo a caballeros de buena posición. Víctor hizo llegar una discreta nota al teniente rogándole que intentara ser prudente y no hiciera salidas nocturnas ni movimientos extraños, pues aquel caso era un auténtico galimatías y una detención podía descubrir su condición sexual. Mal asunto para un militar. El joven teniente le contestó muy amable que procuraría extremar (aún más) su discreción en aquellos días y le agradeció muy de veras el aviso. Víctor había visto a muchos maricas en los calabozos, sabía cómo eran tratados y le caían bien, la verdad, ¿acaso hacían algún daño a nadie por amarse a escondidas? ¡Qué mundo! No, definitivamente, pensaba que todo aquel negocio era un asunto exclusivo del pelirrojo, del ya fallecido De la Rubia, y de su compinche Heredia. ¿Por qué robaría este último el cuerpo de su jefe?

No tenía ni idea de qué valor tenía el anillo. Además, estaba la lista de cinco nombres que tenía anotados Ansuátegui. ¿Le serviríade algo? Por no hablar ya del misterioso número de cuatro cifras que había junto a la rosacruz. Un galimatías, lo dicho.

Pensó en Lucía Alonso y en lo que les había contado don Higinio Martínez. Estaba seguro de que De la Rubia la había convencido para envenenar al marqués de la Entrada con ese tónico que le daba todos los días. Sabía cómo demostrarlo, pero era un asunto peliagudo que le llevaría a enfrentarse primero con Clara, luego con sus superiores y Dios sabía con quién más.

El sueño comenzó a apoderarse de él.

Doña Remigia, la tía del fallecido Eduardo de la Rubia, vivía en una casa amplia, elegante, con un bello y coqueto frontón de columnas blancas, situada en la calle del Prado. Eran las once de la mañana cuando Víctor se presentó en su domicilio para hablar con ella y comprobó con agrado que el marido de doña Remigia había salido al casino a jugar su partida. Así podrían hablar a solas. La mujer se mostró muy amable con él; lo recibió en un saloncito de té decorado en tonos pasteles y muy bien iluminado.

—Usted dirá —empezó la dama mientras servía ella misma el té en un precioso servicio de porcelana de Limoges.

—Venía a verla por su sobrino.

—¿Con azúcar? Le advierto que hace años que no le veo.

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