El caso de la viuda negra (19 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

BOOK: El caso de la viuda negra
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—Ahora vuelvo.

El policía y Garriga tomaron asiento:

—Hace tiempo que no va usted por Madrid.

—¿Para qué me quiere la policía? Yo no tengo asuntos con la ley, soy un simple carretero.

—Ya, en efecto. ¿Ha cambiado de ruta?

—Sí, ¿cómo lo sabe?

—Es mi trabajo. ¿Quiere un poco de vino?

—No le diré que no.

Víctor chasqueó los dedos llamando la atención de la camarera.

—¡Un vino para el joven! —dijo. Y añadió muy serio—: Ha desaparecido usted de Madrid con una actitud, digamos, sospechosa.

—¿Y qué? Puedo ir donde quiera.

—Sí, sí, es usted libre. Por lo menos el tiempo que le queda de vida.

—¿Cómo?

—Sí, le compadezco, joven. Es usted un tipo sano, parece popular, tiene trabajo y don de gentes.

Toda la vida por delante, ya se sabe, vivir tranquilo, sentar la cabeza, tener hijos y echar barriga.

—Pero ¿qué carajo está diciendo?

—Ah, sí, perdone, es que divago, divago continuamente.

—¿Quién me va a matar? ¿Qué dice?

—Sí, perdone. Voy de paso a Córdoba y me dije: Voy a echarle un cable al pobre Teodoro porque sería una pena que nos dejara tan joven. Qué pena.

—¿Me está amenazando?

—Los ojos de Garriga, inyectados en sangre, comenzaban a evidenciar el consumo de alcohol.

—No parece usted mal chaval. No, no le estoy amenazando. Mire, usted ha dejado preñada a una criada en Madrid y ha salido por piernas. Eso está muy feo.

—¡Eso no le importa a usted ni a nadie!

—Pero sí a su padre y a sus tres hermanos, en Calzada de Calatrava. Es mi deber como policía evitar que se produzca una tragedia.

—¿Cómo?

—Ah, ¿no sabe lo de la familia de Nuria?

—No, no lo sé —contestó el otro. Le temblaba el labio inferior. «Bien», pensó Víctor para sí.

—Pues que son, digamos, algo violentos. Estuvieron en la cárcel por un asunto de unas lindes.Les pedían asesinato, pero alegaron defensa propia y coló. Son muy amigos de tirar de escopeta para resolver los conflictos. —Vio de reojo que Garriga se atizaba un buen trago de vino—. Estoy aquí para ayudarle, Teodoro. Lo que ha hecho usted no tiene nombre. Engañar así a una zagala decente.

—No, no, yo no la engañé. La quería, bueno, la quiero, pero es que cuando me enteré de que iba a ser padre, sentí...

—¿Miedo?

—Sí, me gusta la vida que llevo, de Madrid a Toledo, de Toledo a Madrid, libre como el viento.

—Sí, ya he visto que la camarera promete.

—Pues sí, no se me dan mal las mujeres, pero desde que estaba con Nuria me había calmado. El caso es que sé que está mal huir así, pero no había pensado en casarme, al menos ahora, quiero montar un negocio, estoy ahorrando y aquello daba al traste con mis planes.

—¿Sabe cómo acaban las criadas que quedan embarazadas? Teodoro Garriga miró al suelo.

—Sí. De «arrastrás».

—De «arrastrás», en efecto. En fin, que vengo a avisarle, joven.

—¿De qué?

—Alguien ha mandado aviso al pueblo. En breve la familia de Nuria iniciará la cacería.

—Siempre me queda escapar.

—Sí, claro, pero sepa usted que yo como policía terminaré enterándome de dónde para y una mano anónima les enviará entonces un telegrama en el que conste cuál es su paradero.

—¿Quién es usted? —dijo el joven poniendo cara de pensar—. Ah, ¡acabáramos!, es usted su patrón, la eminencia.

—Exacto. Y esta eminencia se dedicará a seguirle los pasos para que esos sabuesos le encuentren.

El joven se cubrió la cara con las manos.

—No lo entiende —murmuró—. No es que no quiera hacerme cargo...

—Tengo una propuesta que hacerle, hijo. En casa no nos vendría mal un hombre, ya sabe, un cochero, unos brazos fuertes que ayuden a la cocinera y a Nuria con la compra. Ya he alquilado un bajo al final de la calle donde guardar un coche y los dos caballos. Podría usted vivir con Nuria en casa, en el segundo piso, no gastarían nada en comida y ahorrarían todo el sueldo para que, cuando usted pueda, monte ese negocio de...

—Cordelería.

—Pues eso. Piénselo. Es una buena oferta.

Teodoro Garriga puso cara de valorarla.

—Me está usted chantajeando malamente.

—No estoy de acuerdo. Tiene usted ante sí dos alternativas: una, no se casa. Es probable que los hermanos y el padre de Nuria vengan ya de camino. Si elige esa opción, le veo huyendo continuamente o, a lo peor, muerto. Dos: se casa y tiene por delante un futuro, una mujer que le quiere, a la que usted dice querer, un hijo, un techo, un trabajo seguro y la posibilidad de ahorrar. El día y la noche.

Se hizo un silencio entre los dos hombres.

—Dudo que ella quiera volver a verme. Me porté como un miserable y es muy orgullosa.

Víctor dejó varios papeles sobre la mesa:

—Ahí tiene mi dirección. Ella le recibirá con los brazos abiertos aunque se haga un poco la dura al principio. Dispone usted de dos billetes de tren: uno va a Madrid, el otro a Irún, y sale mañana por la noche. Porque aquí, lo que es aquí, en España, no se puede quedar. Eso es fijo. Si decide usted quedarse en Madrid, canjee el billete de Irún y con ese dinero cómprele algo a Nuria. Si decide huir, pues ya sabe, humo. Yo no puedo hacer más.

—Vaya, gracias, don Víctor. No puede decirse que no me haya dado usted una salida.

—Espero que elijas libremente. Perdona que te tutee pero quiero ayudarte —dijo Víctor intentando acortar distancias con el joven—. Ella te quiere; si dices amarla, no seas idiota y vete a Madrid. Si eres un farsante que la engatusó, soy yo mismo quien no quiere verte por allí. Y ahora, si me disculpas, mañana tengo que madrugar para hacer unas gestiones antes de partir a Córdoba.

Dicho esto, el detective se levantó, tomó su abrigo, se lo puso, se calzó los guantes, se caló el sombrero y, tomando el bastón, salió del local hacia su hotel.

Hacía frío y sus pasos resonaban sobre el empedrado. Pensó, caminando a solas, que aquellas calles rezumaban historia y meditó sobre la vida en otras épocas. ¡Cuánto había avanzado el ser humano!

Pensó en Clara; hasta el último momento había mirado por la ventanilla del vagón esperando que acudiera a despedirlo a la estación: nada. Le había dolido que pensara que él actuaba así por orgullo. Cambiaría todo el prestigio del mundo por ver a Lola con vida, por ejemplo, porque no hubiera miseria, maldad y criminales en este planeta. A veces había que ser duro, resolutivo, llegar a la fina línea que separa lo legal de lo ilegal, el bien del mal, pero creía firmemente que, a veces, el fin justifica los medios. Como aquella misma noche. Había presionado a Teodoro Garriga para que tomara la decisión correcta, la más justa. Nuria no había comunicado aún a sus hermanos y su padre que estaba embarazada. Por otra parte, ellos nunca habían matado a nadie y eran pacíficos agricultores. Jesús, qué mundo.

Al día siguiente, Víctor madrugó para tomar un coche de caballos que le llevara al pueblo de Burguillos de Toledo. Llegó a media mañana y no le costó encontrar la calle Casas Nuevas. El número 17 era una vivienda en planta baja, encalada y con rejas en las ventanas, que daba a la calle principal. Llamó a la puerta y abrió un señor entrado en años, alto, delgado, con pantalón gris, chaleco negro y camisa a cuadros. Llevaba una gorra de las que habitualmente usaban los paisanos de tantos y tantos pueblecitos de La Mancha.

—¿Don Patrocinio Alcalde? Víctor Ros, inspector de policía. Buenos días.

—Sí, soy yo. ¿Qué se le ofrece?

—Quería hacerle unas preguntas sobre la salud de su señor antes de morir.

—Pase —contestó el otro sin extrañarse.

Víctor tomó asiento en un incómodo sofá ante una cálida chimenea mientras el anfitrión se dirigía a la cocina, de donde volvió con una bandeja con café, pastas y una botella de coñac.

—¿Usted gusta?

—Pues la verdad, sí, hace frío y algo caliente será bienvenido. El anciano sirvió el café y, tras hacer una pausa, dijo:

—Usted dirá.

—¿No le importará si tomo notas? Es que la memoria es traicionera.

—No hay problema, joven.

—De acuerdo entonces. Usted ha servido toda la vida al fallecido marqués de la Entrada, ¿no?

—Sí, entré a su servicio cuando él tenía quince años.

—Usted tenía por entonces...

—Dieciocho.

—Luego le conocía usted bien.

—Como una madre. Fue un buen amo y le cuidé lo mejor que supe. Era una persona extraordinaria. Tuvo la suerte de nacer rico, pero ello no le impulsó a tener una vida decadente, no, sino que aprovechó hasta el último momento. Estudió leyes, viajó, igual iba a la Ópera a Londres que a cazar osos en Alaska. He estado con él en la Patagonia y en su viaje al Tíbet, y vivimos en Nueva Orleans y en Montevideo.

—Una vida de ensueño.

—Sí, mi señor aprovechó las oportunidades que le ofreció la vida.

—¿Y de mujeres?

—Muy, muy mujeriego. Pero, eso sí, un caballero. Si usted supiera la de lances que tuvimos...

No crea, no, nos vimos metidos en más de un duelo, y en alguna ocasión por poco lo matan. Una vez, sin ir más lejos, en Madrid, le aventaron un tiro en el oído. Estuvo al borde de la muerte.

Menuda infección. Los médicos no se explicaban cómo había podido sobrevivir. Aunque el otro, un militar, llevó la peor parte: palmó.

—Pero podía decirse que en general el marqués gozaba de buena salud pese a su edad.

—Era un sportman. Se había curtido cazando, respirando el aire puro de las montañas, y había llegado a viejo hecho un toro.

—¿Qué opina usted de su matrimonio?

—Ella nunca me gustó.

—Vaya —exclamó Víctor sorprendido—. No esperaba tamaña sinceridad. ¿Por qué no le agradaba Lucía Alonso?

Patrocinio hizo una pausa en la que encendió una pipa tras tomar una brasa del fuego con unas largas pinzas de hierro.

—Veamos, dice usted que es policía, ¿no?

—De momento, así es.

—Bien, ¿y de verdad cree usted que una joven de veintipocos, bellísima, que se casa con un hombre de más de setenta es una mujer honrada?

Víctor quedó pensativo y luego sonrió.

—Dicho así, don Patrocinio... ¿Se portó mal con su señor?

—No, eso no, pero no debía haberse casado con él. Claro que cuando la necesidad aprieta, se hace lo que sea. Él fue su tabla de salvación.

—Ella ha cerrado la casa de Madrid.

—Sí, y ha vendido todas las posesiones del marqués en la capital y alrededores.

—Eso le dejó a usted sin trabajo.

Patrocinio miró a Víctor con malicia.

—Sé por dónde va, pero no. Mire, mi señor me dejó dinero suficiente como para vivir de las rentas, aquí, tranquilamente, y disfrutar de mis sobrinas y sus hijos hasta que me llegue la hora. Soy un hombre de gustos sencillos.

—Disculpe. No quería ser grosero.

—No, no. Usted hace su trabajo. Simplemente le demuestro que mi animadversión hacia ella no deriva de mi situación económica, que es buena, sino de que era una cazafortunas.

—La salud de él era buena.

—Sí, ya se lo he dicho.

—Hasta que un año antes de su muerte comenzó a tener achaques.

—Achaques, no.

—¿Qué le ocurría?

—Vómitos, diarrea. Se quedaba como ido de pronto. Insomnio. También tenía ataques de irritabilidad. Dolores de cabeza...

—Vaya —repuso Víctor como haciéndose el sorprendido—. Verá, Patrocinio, quisiera hacerle una pregunta algo delicada. ¿Cree que el origen del malestar del señor marqués podría estar originado...?

—Si lo que quiere preguntarme es si lo envenenaron, la respuesta es rotundamente sí. —Víctor quedó en silencio, como sorprendido, por lo que Patrocinio aclaró al momento—: ¿Qué quiere? Es la verdad.

—¿En qué se basa para hacer una afirmación como ésa?

—Mi señor tenía una salud de hierro y los síntomas aparecieron justo cuando ella comenzó a darle no sé qué tónico.

—Vaya. Pero ¿por qué iba ella a querer envenenarle?

—¿Le parece poco la herencia?

—Usted también heredó, si se me permite decirlo.

—Y las clarisas, y la protectora de animales, y los leprosos de Molokai. Mi señor fue muy generoso en su herencia con mucha gente.

—¿Piensa que ella pudo haberle sido infiel?

—No tengo pruebas.

—Ya, pero ¿qué piensa? —preguntó Víctor haciendo como que no sabía nada acerca de ese asunto.

—Oí rumores en la cocina, ya sabe usted, chismes de criados que apuntaban a que se veía con un tipo joven.

—¿Sospechaba algo el marqués sobre un posible envenenamiento?

Patrocinio se quedó pensativo, con los ojos entrecerrados, como el que hace un esfuerzo.

—Ahora que lo dice, un día que ella estaba en la Ópera y él leía junto a la chimenea, al servirle su copa de coñac, le dije: «Esos síntomas que presenta el señor marqués no me gustan nada; debería usted consultar con un especialista.» Y me contestó: «Pues sí, Patrocinio, comienzo a preocuparme; cualquiera diría que me están envenenando, ¿eh?». «No diga eso ni en broma, señor; ¿quién iba a quererle a usted mal?», le repliqué. Y me puso los pelos de punta al decir: «Tengo una mujer demasiado joven, querido Patrocinio.» A continuación soltó una carcajada, por lo que no supe si hablaba en serio o bromeaba.

—Es curioso eso que usted me cuenta. ¿De verdad cree que lo envenenaron?

—Sin duda.

—Bien. ¿Goza usted de buena salud?

—Sí, sí. Aquí soy feliz, salgo de caza, me tomo un vermú en el bar con los parroquianos y disfruto de las hijas de mis sobrinas como si fueran las nietas que nunca tuve. No he sido hombre de vicios, no he fumado, no he bebido y he estado a menudo al aire libre viviendo aventuras con mi señor.

—Me alegro, amigo, me alegro. Y ahora, si me disculpa, tengo que volver a Toledo. He de tomar un tren hacia Córdoba esta misma madrugada.

—Allí está esa mujer, en Córdoba.

—En efecto —contestó Víctor poniéndose el abrigo.

Justo cuando el detective salía, Patrocinio musitó algo que Víctor no entendió.

—¿Cómo ha dicho?

—Que espero que haga usted bien su trabajo y lleve a esa mujer al garrote.

Víctor sintió un escalofrío al pensar en cómo se tomaría Clara algo así.

Durante el trayecto en tren, Víctor meditó sobre los pasos a seguir. Quería capturar a Eduardo de la Rubia que, sin duda, intentaría hacerse con el quinto anillo matando a Agustín Sousa, el noble cordobés que antaño fuera su jefe. Aquel maldito pelirrojo era un tipo brillante, culto y de mundo.

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