No sería fácil.
Lucía Alonso era harina de otro costal. ¿Habría envenenado a su marido? ¿Estaría compinchada con De la Rubia para salir juntos del país y desaparecer para siempre? Debía ser cauto, pues se dirigía a una ciudad que no conocía y la única forma de comprobar si el marqués había sido envenenado no era demasiado ortodoxa.
No quiso pensar mucho en ello.
Estaba afectado por sus discusiones con Clara. Su esposa le había echado en cara su orgullo, su afán por capturar criminales, como si todo respondiera a un impulso egoísta por su parte, un exclusivo fruto de su vanidad. Él no era así y ella le conocía.
O al menos debía conocerle. Se sentía herido. ¿Sería Lucía Alonso una asesina? Era obvio que dicha posibilidad no tenía cabida en la mente de Clara. Volvía a sentirse solo en este mundo. Como cuando volvió a Madrid después de lo de Oviedo y Figueras. Un huérfano extremeño de baja condición, un emigrante, un advenedizo en lucha por sobrevivir en la gran urbe.
Pensó en Lewis, el misterioso inglés que le seguía y que ahora se había adelantado en el viaje a Córdoba. ¿Sería un enviado de los radicales para hacerle pagar su actuación en Oviedo? No. No tenía sentido. Parecía ir por delante de él. Había partido hacia Córdoba antes de que él supiera siquiera dónde se hospedaba De la Rubia. Quizá el tal Lewis había deducido que éste iría a Córdoba en busca del quinto anillo. Tampoco era algo tan impredecible. Pero, de ser así, aquel maldito inglés sabía de los cinco miembros de la lista, los asesinatos y los anillos. Era un rosacruz. Estaba claro.
Decidió entretenerse ojeando la prensa. La Época abundaba en detalles referentes a la boda real, los paseos de la joven pareja por la Granja de Segovia y los días felices que vivían entre baños de multitudes. La lista de personajes insignes que ya se hallaban en Madrid era prolija, y los eventos y festejos preparados para celebrar tan insigne enlace iban a durar cuatro días. Rogó porque los radicales no lograran amargar la fiesta con algún atentado de trágicas consecuencias. Víctor odiaba tanto a la monarquía como el que más. Era republicano, pero entendía que aquél era un paso lógico, pausado, cuerdo, hacia un cambio de sistema quizá lejano en el tiempo, pero real. Además, según le constaba, la educación del joven monarca al abrigo de las democracias parlamentarias europeas había hecho de él una especie de rey liberal, sí, convencido de que era necesario dar protagonismo al parlamento surgido de elecciones libres, mientras que su papel era más testimonial que otra cosa.
La Época se hacía eco de las múltiples recepciones que tenían lugar en aquellos días en que las mejores casas de Madrid rivalizaban por acoger a los jóvenes prometidos en las fiestas de sus palacios: Alcañices, Liria, Santoña, Medinaceli...
Víctor estaba un tanto cansado ya, pues tanta felicidad y tanta lisonja comenzaban a resultar empalagosas. Desde el relato del noviazgo de los jóvenes en Sevilla, en diciembre y enero, entre fiestas, bailes, regatas en el Guadalquivir y excursiones a Doñana y el Rocío, hasta las interminables descripciones de los días previos a la boda en Aranjuez y Segovia. Todo aquello comenzaba a antojársele algo trágico. Los dos jóvenes sufrían la maldición de la tisis. Aquello había de acabar, necesariamente, mal. Dos señoras que se sentaban a su lado se deshacían en elogios y parabienes para con la joven reina, ambas odiaban a Isabel II y al padre de la joven, Montpensier, quienes habían intentado impedir que el amor entre los jóvenes primos saliera adelante. Víctor sonrió para sus adentros. Las dos señoras hablaban y no paraban de lo sencilla que era María de las Mercedes, una princesa española, y fueron desgranando los detalles de su recién encargado ajuar y de los vestidos que habría de lucir entre la boda y los festejos posteriores. Leían en voz alta un panfleto. A Víctor le pareció inmoral la descripción del guardarropa de la joven: un traje de corte rosa, otro amarillo, tres de noche, otro de seda negro con encajes de Chantilly, dos de calle, uno rayado en verde y otro en seda gris, trajes de viaje, de caza... Aquellas cotorras no paraban de hablar, que si en Sevilla habían regalado a la joven reina un traje de maja que costaba mil pesetas, que si el de corte de color rosa valía veinte mil; que si la joven reina llevaba en su ajuar seis chales, una gran capa, una salida de teatro, un abrigo «petit-gris», cuatro batas, dos abrigos y varios abanicos.
—Inmoral —sentenció el policía.
—¿Cómo dice? —inquirió una de las dos señoras, la de más edad. —Digo que me parece inmoral. En España mucha gente se muere aún de hambre y de enfermedad, señoras.
Las dos damas lo miraron como si fuera un bicho raro y salieron del compartimento para ir al vagón restaurante a tomar algo. Parecieron soliviantadas por la interrupción de aquel aguafiestas.
Era media mañana cuando el tren hacía su entrada en la estación de Córdoba. Antes de que Víctor pudiera darse cuenta, el inspector Vicente Sánchez había irrumpido en el vagón acompañado por un mozo para que Víctor no tuviera que acarrear su equipaje ni siquiera un metro. Sánchez era un tipo imponente, de estatura media y robusto como un toro. Moreno de pelo y tez, y de mandíbula ancha y acusada.
—¿El inspector Ros? —preguntó dirigiéndose a él con un acento andaluz que a Víctor le pareció amable y simpático a la vez.
—Sí, soy, yo. Sánchez, ¿no?
—El mismo que viste y calza. Vamos.
En el recorrido en coche de caballos hasta su alojamiento, Víctor pudo comprobar que el clima en Córdoba era algo más suave que en Madrid, cosa que le agradó. La ciudad era hermosa, no había duda, y Vicente Sánchez se mostraba muy hospitalario para con su invitado, indicándole los nombres de las calles por las que pasaban, así como algunos detalles relacionados con lugares donde comer, tascas o iglesias de renombre. Ambos detectives comenzaron a tutearse desde el principio, no en vano eran colegas, y casi desde el primer momento surgió entre ellos una cálida corriente de cordialidad y simpatía mutua.
Víctor tomó habitaciones en la Fonda Rizzi, uno de los establecimientos de más renombre de la ciudad. Estaba situada en la calle Ambrosio Morales, en un lugar céntrico y cerca del domicilio de Vicente Sánchez. Tras asearse un poco e instalarse en su cuarto, una estancia amplia, bien iluminada y con geranios de color rojo en la balconada de hierro repujado, Víctor bajó a encontrarse con Sánchez, que le aguardaba tomando un vermú. El inspector andaluz insistió en que el recién llegado lo acompañara y, tras intercambiar las primeras impresiones, dieron una vueltas en el coche de caballos por la ciudad.
—Ya te llevaré a verlo todo con detalle —ofreció Sánchez, convertido en excelente cicerone—.
Mi madre nos espera a comer.
Víctor pudo hacerse una idea de la belleza de aquella ciudad que fue capital del Califato al pasar por el puente romano y contemplar la Torre de Calahorra, que, según le dijo Sánchez, era llamada por los árabes la Torre Libre. La mezquita, desde fuera, le pareció algo sosa; el Triunfo de San Rafael y el palacio episcopal le llamaron más la atención.
—No te dejes engañar por su aspecto externo —comentó Sánchez.
—¿Cómo?
La mezquita. A todo el mundo le sucede; así por fuera no cautiva demasiado, es verdad, pero una vez dentro ya verás, ya. —Señaló el Triunfo, la alargada columna que soportaba una estatua de San Rafael y añadió—: ¿Ves el Triunfo? Ésta es la ciudad del mundo que más rincones ha dedicado a San Rafael. Un San Rafael en cada esquina, según el dicho popular. Nos protege desde siempre.
Los cordobeses sentimos una gran devoción por el santo que vigila todos y cada uno de los rincones de nuestra ciudad, siempre con su bastón de peregrino en una mano y el pez con que auxilió a Tobías en la otra.
—Curioso...
Vicente Sánchez vivía con su madre en un piso de la calle Santa Clara, a un paso de la mezquita.
La madre del inspector cordobés, Irene Hurtado, resultó ser una señora encantadora. Debía de andar entre los sesenta y los setenta, delgada, de estatura media y pelo totalmente blanco que recogía en un cuidado moño. Irene era toda una dama y debió de ser una auténtica beldad de joven. Se le notaba en las maneras que era de buena familia y su acento, con el característico gracejo cordobés, agradó a Ros desde el primer momento. Le sirvieron una especie de filete alargado rebozado, que los lugareños llamaban flamenquín e hizo las delicias del detective madrileño.
—Es un filete de ternera que envuelve otro de jamón, se reboza y se fríe —aclaró doña Irene.
—Está delicioso —señaló Víctor.
A continuación le presentaron unas fantásticas chuletas de cordero de Pedroches con patatas a lo pobre, todo regado con un excelente caldo de Montilla-Moriles que Víctor, algo hambriento tras el viaje, devoró para satisfacción de la anfitriona. La conversación era agradable y la dama se interesaba vivamente por la temporada de ópera en Madrid, por las últimas zarzuelas, género que según decía no terminaba de convencerla, y por los usos y costumbres de las damas en la capital de la corte. Por supuesto, estaba muy interesada en todo lo relacionado con la inminente boda real.
—No le atosigues, mamá —repetía Sánchez intentando ser cortés.
—No es molestia, compañero, no es molestia. Todo lo contrario —aseguraba Ros encantado.
Se sirvieron los postres: alfajores que sabían a clavo, pestiños de canela y hojaldres rellenos de cabello de ángel. Todos muestra del pasado esplendor árabe de aquella maravillosa ciudad.
—Ahora pase usted al saloncito a fumar y tomar café con mi hijo, que yo dormiré una siesta —dijo doña Irene dando por terminada la sobremesa—. Supongo que querrán hablar de sus cosas.
Ambos se pusieron de pie y, tras despedirse de la dama, quien no entendía por qué el invitado había de alojarse en la Fonda Rizzi y no en su casa, los dos policías quedaron a solas y tomaron asiento en dos cómodos butacones. Fumaron, tomaron café y se despacharon a gusto con el coñac.
Víctor contó a Sánchez todo lo que sabía sobre el caso. Tardó en hacerlo.
—Impresionante —dijo admirado el inspector cordobés—. Un caso espectacular. No sé cómo pudiste sospechar lo de la autocatalepsia. Ese De la Rubia es un tipo inteligente, y tú, el mejor inspector de España.
—Quita, quita, fue un golpe de suerte lo de hablar con la tía y que me contase lo de sus ataques de catalepsia, ¿sabes? Ése fue el motivo por el que los padres le dieron todos los caprichos, sin sospechar que creaban un monstruo.
—¿Y crees que está por aquí?
—Seguro, Vicente, seguro.
—He hecho preguntas aquí y allá y he sabido que hace un año visitó Córdoba, y que conserva aquí algún que otro amigo.
—¿Y ahora?
—No, ahora no se le ha visto por aquí. Desde que me escribiste no ha aparecido ningún pelirrojo en las inmediaciones de la vivienda de Agustín Sousa. La tenemos vigilada con discreción, aunque no creo que nos necesite demasiado, tiene gente armada en casa desde siempre. Se dice que sus negocios estaban relacionados con el tráfico de armas, al menos en el pasado.
—Creo que De la Rubia ya no es pelirrojo —apuntó Víctor expeliendo el humo de su excelente habano.
—¿ Cómo?
—En el cuarto que tenía arrendado en Madrid, encontré henna negra.
—¿Qué?
—Sirve para tintarse el pelo o hacerse tatuajes. No es tonto, y habrá cambiado de aspecto.
Cuidado.
—Diantre...
—¿Tenía alguna amiguita aquí, en Córdoba?
—¿Aparte de Lucía Alonso? Sí, su compañera de toda la vida, «La Flaca», una gitana que baila en un tablao. Se prostituye con hombres de postín después de sus actuaciones. Esta noche iremos a echar un vistazo.
—¿Has hecho averiguaciones sobre Lucía Alonso?
—Sí, y la cosa no pinta bien. Lleva una vida discreta, sale poco. Pero, ¿sabes?, está vendiéndolo todo: fincas, cortijos, reses... Da la sensación de querer convertir toda la herencia en dinero.
—Se va.
—En efecto, tiene un billete a su nombre en un barco que sale de Cádiz para Santo Domingo el 24 de febrero. Quizá De la Rubia vaya con ella en ese viaje.
—Quizá, es una posibilidad que no debemos descartar. Es una buena oportunidad de cazarlo.
—¿Crees que ella envenenó al marido?
—No lo sé. Eso vamos a comprobar.
—¿Y crees que se fugarán juntos?
—Para él sería el golpe perfecto: se hace con el quinto anillo y se fuga con la viudita rica.
—Sí, negocio redondo.
—Pero nosotros se lo vamos a impedir. Ya lo verás. Llévame a casa de Sousa.
Agustín Sousa vivía en una lujosa casona en la calle Santa Marta, a un paso del Palacio de Viana.
Era inmensamente rico y, aunque oficialmente comerciaba con acero y mantenía una auténtica flota de barcos mercantes, se decía que se había hecho de oro traficando con armas en el extranjero cuando vivió en Suiza. Pese a ser muy conocido en la ciudad y participar de lleno en la vida cultural y social de la población (se decía que era un gran benefactor de los pobres y los gitanos, que, dicho sea de paso, lo adoraban), todo el mundo sabía que no era buen negocio meterse con don Agustín que, pese a sus suaves maneras, iba siempre acompañado por gente armada en sus desplazamientos, ya que los caminos de Andalucía eran de todo menos seguros. Después de la guerra de la Independencia, en la que muchos hombres se habían echado al monte para combatir a los franceses, se hizo difícil la reintegración a la vida civil de los guerrilleros, que se habían acostumbrado a vivir sin reglas en la sierra, donde robaban, mataban o violaban cuando les apetecía. Muchos volvieron a la vida al aire libre y siguieron ganándose la vida, ahora como bandoleros. Aquella costumbre se había ido prolongando en el tiempo y numerosos jóvenes preferían vivir una vida corta pero intensa, de riquezas y violencia, que subsistir trabajando como esclavos para sus señoritos unas tierras que nunca serían suyas. Preferían vivir como bandoleros y morir en la horca que soportar una penosa y humillante vida de jornalero. Por eso eran tan crueles en sus golpes, tan despiadados, y por ello los caminos eran muy poco seguros en toda Andalucía. Por tal motivo, los ricos como Sousa se protegían con sólidas escoltas armadas cuando iban de la ciudad a sus numerosos cortijos y fincas.
Según Sánchez, don Agustín era un hombre de costumbres. Todos sus días se ceñían a una rutina inalterable y no se le conocían vicios, salvo una querida, Tula Adánez, a la que su marido, un capitán de caballería, había abandonado hacía un par de años para irse a Filipinas. Una emperifollada doncella les abrió la puerta y, tras ceder sus abrigos, sombreros y bastones e identificarse como agentes de la ley, fueron conducidos por un estirado mayordomo al salón de la casa, donde en aquel momento la hija de Sousa tocaba el piano para las visitas. El mayordomo parlamentó con su señor, un tipo alto, delgado, calvo y de barba y patillas absolutamente blancas. Tenía un cierto aire de chivo que resultaba inquietante.