El caso de la viuda negra (17 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

BOOK: El caso de la viuda negra
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—¡Debía estar dentro! —exclamó don Alfredo alzando el índice de la mano derecha.

—Eso es. Y supe que junto al coronel había descansado aquella noche en el depósito el cuerpo de un mendigo, el pelirrojo. Por imposible que me pareciera, esa posibilidad era la única explicación que quedaba. El problema era resolver el cómo.

—¿Acaso insinúa usted que el fiambre del mendigo se levantó para cortar el dedo al coronel? —preguntó el general Esparza, incrédulo.

—¿No ha visto usted la paloma? ¡Ha resucitado! —terció De la Rosa.

—No, no, caballeros, calma. Aquí nadie ha resucitado. Hablamos de un fenómeno similar a la muerte aparente, una enfermedad: la catalepsia.

—¿Cata qué? —inquirió El Mastín.

—La catalepsia, una rara enfermedad conocida desde tiempos inmemoriales que provoca ataques en los que el enfermo queda inmóvil, sin respirar, sin pulso, en apariencia... muerto. Son muchos los casos conocidos a lo largo de la historia en que se ha enterrado a un pobre cataléptico al darlo por fallecido produciéndole, entonces sí, una muerte horrible y claustrofóbica. Eduardo de la Rubia era, perdón, es cataléptico. Lo supe por una tía suya que reside en Madrid, doña Remigia. Ella me contó que este desgraciado creció mimado en exceso por sus padres debido a que a la edad de diez años comenzó a sufrir ataques de catalepsia que, la verdad, provocaban el pánico en la familia. Fue ahí cuando até cabos. Por eso acudieron los dos compinches a López Dávalos, el médico, y por eso éste ha sido asesinado. De la Rubia no quiere que sepamos que el matasanos lo ayudó a autoinducirse ataques de catalepsia de duración más o menos controlada. »El sepulturero, Demóstenes López, vio, cuando entró al depósito en la mañana de autos, un pequeño frasco por el suelo. Fue entonces cuando reparó en que habían amputado el dedo al coronel y colocó el frasco en la alacena. A eso sumé el extraño robo del cadáver del pelirrojo. ¿Cómo iba un solo hombre a hacer pasar un muerto por encima de una tapia? —El detective miró a Heredia—. De la Rubia salió del cementerio por su propio pie, ¿no es así?

El preso asintió. Era evidente que se sentía descubierto. Víctor continuó:

—Miren, De la Rubia era cataléptico y sabía que no había manera de asesinar al coronel y hacerse con el anillo. Entonces concibió un plan maquiavélico, complejo y genial. Heredia liquidaría al militar y él conseguiría, gracias a su enfermedad, entrar en el depósito (recuerden que era el único período de tiempo en que el cuerpo del coronel iba a quedar a solas) y robar el anillo al muerto sin oposición. Para ello acudió a López Dávalos, el médico, y le consultó si era posible, de alguna manera, y siendo cataléptico, autoprovocarse un ataque. El médico dio con la sustancia en cuestión y fueron haciendo pruebas con dosis crecientes hasta obtener el efecto deseado. Una vez conseguido, ajustaron la dosis para conseguir que el ataque durara más o menos. Una muerte aparente pero voluntaria, cuando él quisiera.

Todos vieron que Heredia asentía asombrado.

—¿Cómo sabe usted eso? ¡Si parece cosa de brujas! —acertó a decir el delincuente.

Víctor, sin mirar al reo, siguió hablando.

—La noche de autos, tras asesinar al coronel, De la Rubia tomó la droga y fue colocado en plena calle por su cómplice. Se aseguraron de hacerlo en la jurisdicción correspondiente al Cementerio General del Sur para que fuera llevado a dicho depósito. Lo hicieron a última hora y el cuerpo del pelirrojo fue colocado junto al del coronel. Habían puesto un somnífero en el botijo para que los guardias no escucharan nada. Cuando De la Rubia volvió en sí, seccionó el dedo y se hizo con el anillo. Llevaba un frasco oculto en sus ropajes con una dosis ciertamente alta, pues el nuevo ataque debía durar casi veinticuatro horas. Debió esperar casi al alba para ingerir la droga. Supongo que el efecto es rápido, porque no llegó a guardar el frasco, que rodó por el suelo y quedó a la vista, aunque nadie sospechó nada.

—¿Y qué droga es ésa? —preguntó Buendía.

—Pues no lo sabemos seguro; en el frasco quedó poca cosa y tuve que diluirla para hacer unos experimentos con unas palomas que compré en la Cebada. Varias palmaron, la verdad, pero hubo tres que sorprendentemente revivieron. Como la que les he traído. Gracias a ese experimento pude confirmar que mi teoría era cierta. Como apenas teníamos droga suficiente, no hemos podido averiguar de qué sustancia se trataba, pero mi amigo, el señor Córcoles, eminentísimo químico, sospecha que puede ser el extracto de una planta, el beleño, que se usa como antipsicótico y que en individuos propensos provoca la catalepsia. Al menos hasta ahora se había comprobado que era así en animales. No es que cualquiera pueda hacer lo que hizo De la Rubia, sino que, padeciendo la enfermedad, la droga puede provocar el ataque.

—¡Jesús, María y José! —exclamó el general.

—Después de tomar la droga —prosiguió Víctor—, De la Rubia volvió a caer en un ataque profundo, por lo que a la mañana siguiente, cuando volvió el personal del cementerio, fue enterrado.

Ahí entraba Heredia, cuyo papel era importantísimo. Tenía que desenterrar a su compañero antes de que despertara, porque si permanecía demasiado tiempo allí podía asfixiarse bajo tierra. Noten ustedes que este De la Rubia no es sólo un criminal de mente brillante y aviesa, sino que roza lo temerario a la hora de luchar por conseguir lo que quiere. Esos anillos deben de ser valiosísimos cuando un hombre como ése está dispuesto a asumir este tipo de riesgo.

—¡Madre mía, enterrado en vida! —se horrorizó Martínez de la Rosa.

—Bueno, bueno, el caso es que antes de que De la Rubia pudiera despertar y morir de asfixia, su buen escudero, Heredia, había saltado la tapia del cementerio y lo había desenterrado. Cuando el pelirrojo volvió en sí, reparó en que su cómplice había entrado en el camposanto por un lugar en el que las pisadas en la tierra podían delatarles, así que le hizo ver que era mejor saltar por la zona del sendero empedrado para no dejar huellas. Por eso sólo vimos indicios de que un hombre había entrado en el lugar y no sabíamos por dónde había salido. Nadie ayudó, pues, a Heredia a pasar el muerto al otro lado de la tapia (cosa harto difícil, por otra parte), sino que el «resucitado» salió por su propio pie.

Víctor vio de reojo cómo Heredia se santiguaba.

—O sea —recapituló don Alfredo—, que Heredia no buscaba ningún indicio que le acusara en el cadáver, como creíamos, sino que acudió al rescate de su cómplice.

—Exacto.

El general Esparza tomó la palabra:

—¿Nos está usted diciendo que el principal culpable del asesinato del coronel está en la calle en este mismo momento?

—Así es, y espero poder capturarle. Para ello necesitaré de la colaboración de Heredia, al que acudiré a ver a solas en su calabozo algo más tarde. ¿Tiene usted algo que decir?

—No, sólo que parece usted brujo —repuso el reo.

—Pues llévenselo y que reflexione —ordenó Víctor.

En cuanto el asesino salió del cuarto se hizo un silencio.

—¿Colaborará? —preguntó Buendía.

—Creo que sí —aventuró Víctor—. Lo cazaremos.

—¿Y el otro asunto en el que estaba implicado De la Rubia? —quiso saber El Mastín—. Me refiero al asunto ése del marqués de la Entrada.

—Ese asunto no concierne a estos señores —contestó Víctor—. Luego lo trataremos en privado si a usted le parece. Habrá que pensar en liberar al forense, don Melquíades.

—Sea —aceptó el comisario—. Creo que ahora procede un brindis por don Víctor, que ha resuelto este caso. ¡Por el inspector Ros!

—¡Por el inspector Ros! —exclamaron todos al unísono alzando sus copas.

Aún estaban sorprendidos por lo que habían presenciado.

—Y ahora, si me disculpan, debo acercarme a hablar con el jefe de un sepulturero al que se despidió injustamente por este turbio manejo, Demóstenes López. Merece ser readmitido y, a la vista de lo sucedido, no me cabe duda de que podrá volver a ejercer su trabajo.

Don Horacio Buendía, alias «el Mastín», parecía de buen humor. Era evidente que la resolución del caso por parte de Víctor le había permitido quedar bien con el general Esparza, o sea que los militares, el Ministerio e incluso el propio monarca tendrían constancia de lo eficiente que era la Brigada Metropolitana que él dirigía. Quizá por eso había invitado a don Alfredo y a Víctor a almorzar en el hotel de Francia, sito en el número 10 de la calle de Alcalá, donde, según se decía, no se comía por menos de veinte pesetas. Al inspector Ros le vino bien la invitación, pues quería hablar con su inmediato superior del espinoso asunto de Lucía Alonso.

—¡Por el caso! —dijo El Mastín levantando su copa de vino.

—¡Por el caso! —brindaron los dos inspectores.

Mientras les servían el puré Chasseur, don Horacio preguntó bajando la voz:

—¿Y sabe usted, Víctor, dónde puede hallarse nuestro hombre?

—La verdad, no. Espero que Heredia nos pueda ayudar al respecto.

—No lo veo muy colaborador —manifestó don Alfredo.

—Tendremos que ofrecerle algo —añadió Ros—. Quizá conmutarle la pena capital por la perpetua.

—Inténtelo —asintió el comisario—. Ese De la Rubia es un tipo peligroso. Lo quiero en el garrote cuanto antes.

—Es probable que haya volado —expuso Víctor—. Con lo listo que es, se habrá esfumado nada más saber que habíamos detenido a Heredia.

—¿No crees que intentará matar al cordobés, a Sousa? Es el quinto miembro de la lista de Ansuátegui —apuntó Blázquez.

—No sé, pero ya debe de imaginar que lo estaremos protegiendo. Ordené al inspector Sánchez, de Córdoba, que procurara que sus hombres fuesen discretos. Es importante que De la Rubia no sepa que hemos descubierto que está vivo; de ser así pondría los pies en polvorosa y no creo que volviéramos a tenerlo nunca tan a tiro. Lo más lógico, don Horacio, es pensar que acudirá a Córdoba a matar a Sousa para hacerse con el quinto anillo, sí. Me temo que al final tendré que acudir allí.

—No hay nada seguro en este negocio, Víctor; además, puede que se conforme con lo que tiene —señaló don Alfredo.

—No, no —denegó Víctor—. He llegado a la conclusión de que necesita los cinco anillos. Mira, Alfredo, si los anillos fueran valiosos independientemente unos de otros, nuestro brillante criminal se habría limitado a robar los que más cerca tenía, el de Madrid, de Ansuátegui y el de Córdoba, de Sousa. Pero ¿qué hizo? Pues molestarse en recorrer media Europa y asumir grandes riesgos en el extranjero para hacerse con todos los anillos de la lista. Estuvo en Budapest, Berlín y Londres, nada menos. Todo apunta a que los cinco anillos son necesarios para algo, un algo que proporcionará una gran cantidad de dinero, estoy seguro de ello.

—Aún no sabes si mató a los de Budapest y Berlín. Tu razonamiento falla en ese aspecto.

—Es cierto, ahí tienes razón, pero me parece cosa segura. A primera hora de esta tarde espero la respuesta de las embajadas, que iban a telegrafiar hoy mismo a sus respectivos países.

A continuación les sirvieron una exquisita liebre a la provenzal, un plato que volvía loco al comisario, por lo que Víctor, aprovechando el buen humor de su jefe, se apresuró a decir:

—Don Horacio, quería hablarle del otro asunto, el de la viuda del marqués de la Entrada. Ya vio usted que su propio médico, don Higinio, sospechaba que podía haber sido envenenado. Quisiera...

—He pensado sobre el particular y no sé, quizá deberíamos dejarlo correr —indicó Buendía mientras tendía la copa para que un camarero de limpio y ajustado delantal blanco procediera a llenarla de vino.

—Estoy seguro de que De la Rubia logró que la dama envenenara al marqués. Además, no me extrañaría que intentara encontrarse con la viuda para tratar de fugarse del país; ahora ella es rica y podría darse la gran vida a su costa.

—Que la vigilen en Córdoba. Está allí ahora, ¿no?

—En efecto, ha vendido su casa de Madrid. La vigilan con discreción. Ya di las órdenes pertinentes.

—Bien hecho. Sabe que no me agrada ese asunto, pero siga con sus pesquisas, discretamente, y que no le distraigan de su objetivo: cazar a ese maldito pelirrojo. Es un mal bicho y sería un gran tanto para nosotros. Y, ahora, les propongo que se deleiten con estos Petits pois a l'Anglaise, son una delicia.

Don Alfredo y Víctor bajaron a los calabozos para entrevistarse con Heredia a última hora de la tarde. El reo parecía tranquilo y Víctor advirtió que lo miraba con otra cara, parecía menos hostil, como admirado por la manera en que había averiguado la verdad. Debía de pensar que podía leerle la mente, le ocurría a menudo con la gente ignorante, que en el país era muy dada a las supersticiones.

—Buenas tardes, Heredia —saludó el inspector Ros.

—Buenas tardes. ¿Qué se les ofrece?

—Proponerte un trato —repuso Víctor—. ¿Te apetece tomar algo?

—¡Vaya! ¡Cuánta amabilidad!

—¿No quieres nada? Mejor así.

—¡No, no, vino, quiero vino!

Don Alfredo se volvió y ordenó al carcelero que trajera una jarra.

—Así está mejor —opinó Víctor—. Debes ser realista y tomar conciencia de tu difícil situación.

Nadie te libra del garrote; como te dije, hay testigos que te vieron cometer el crimen.

—No debí hacerlo a cara descubierta.

—En efecto. Mira como tu cómplice se encargó de taparse el rostro.

—Siempre fue más listo que un servidor.

—Por eso él está en la calle y tú vas a morir. Si nadie lo remedia, será un tipo rico y tú... —Víctor hizo el gesto inequívoco de pasarse el índice por el cuello.

Llegó el guardia con el vino. Heredia tomó directamente la jarra de arcilla con las dos manos y bebió con ansia.

—¿Son valiosos los anillos, Heredia?

—Sí, mucho —respondió tras soltar un sonoro eructo.

—¿Qué tipo de joya llevan, un rubí, un diamante?

—No, no, no es por la piedra.

—¿Cómo?

—De la Rubia me dijo que quien se hiciera con los cinco anillos sería muy rico, pero no logré que me dijera cómo. No soltaba prenda.

—¿Y cómo supo de ese negocio?

—Usted lo dijo, fue secretario de Sousa en Suiza. Allí supo que aquellos cinco se llevaban entre manos no sé qué negocio y se enteró de la existencia de los anillos.

—Las embajadas de Alemania y Hungría han telegrafiado a sus respectivos países y me han contestado hace unos minutos: Georg Müller y Jozsef Somogyi están muertos. Asesinados. Uno hace un año y, el otro, apenas tres meses y medio. Fue De la Rubia, ¿verdad?

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