—Ese Perales garantiza que al menos Lucía tendrá una buena defensa —comentó Víctor.
—Sí, eso sí, pero no la salva del garrote ni Dios que bajara del Cielo —sentenció don Alfredo Blázquez.
Víctor llegó a la plaza de Capuchinos con un ramo de rosas rojas, las favoritas de La Flaca, según le había informado su amiga prostituta, La Pelos. Caminaba lentamente, como pensando en sus cosas a la vez que miraba hacia el suelo. Sobrecogido por la sobriedad del entorno, rodeado de casas encaladas, por el Hospital de San Jacinto y el Convento del Santo Ángel, el detective se acercó al Cristo de los Faroles, una imagen de Juan Navarro León situada en el centro de la plaza y protegida por una pequeña reja, y rezó rápidamente un padrenuestro por aquella desgraciada a la que había llevado a la muerte. Se sintió algo aliviado. La Pelos también le había dicho que la muerta sentía una gran devoción por aquel Cristo al que veneraban multitud de cordobeses.
—Vaya, ¿se ha hecho usted creyente a la vejez?
Víctor se volvió y se vio ante el espigado y siempre enigmático Lewis.
—No, no. Simplemente rezaba una oración por el alma de Dolores.
—Me parece bien, pero no se obsesione. Esa mujer era, como dicen ustedes, un mal bicho, mala hierba. ¿No sabe usted que estuvo un tiempo con los bandoleros y participó en todas sus fechorías?
En un asalto a la diligencia de Sevilla, animó a los forajidos a que violaran a una niña de trece años.
—Vaya.
—No lo sabía, ¿verdad?
—Pues no...
—¿Caminamos un poco?
La mañana era algo fría, pero los cálidos rayos del sol invernal animaban al paseo. Córdoba era una ciudad que invitaba a la vida en la calle, ya que quizá el clima era algo más suave que en Madrid, donde estaban sufriendo un invierno de perros.
Comenzaron a andar y bajaron por la calle Alfaros. A Víctor le gustaba pensar que aquella urbe era milenaria y se imaginaba a sus antiguos moradores arriba y abajo por aquellas estrechas calles.
—¿Sabe? —dijo Víctor—, he reflexionado acerca de aquello que usted me comentó, lo de la intuición.
—¿Sí?
—Comienzo a creer que tiene usted razón, que es una cualidad que podría mejorar.
—Claro, no tengo duda al respecto.
—Hace dos días, cuando De la Rubia mató a Dolores, me crucé con él al salir de las celdas.Sentí una sensación extraña, como de rechazo, de asco. Nunca le había visto el rostro, y aunque el sombrero se lo cubría en parte, ahora ya nunca lo olvidaré. El caso es que algo se removió en mi interior en aquel momento. Lo atribuí a que iba vestido como ese maldito cura, el fanático que intentó evitar la exhumación del marqués. Vestía exactamente de la misma manera. Por eso deseché ese impulso, ese aviso que me mandaba mi mente y que me habría permitido evitar un crimen, salvar una vida y detener a ese loco. Más tarde, en la tienda de disfraces, cuando supe que De la Rubia había comprado un traje de cura, supe que había ocurrido una tragedia. ¿Cómo podía mi mente saber que aquel cura al que no conocía era el pelirrojo?
—¿Cómo pudo saber usted que su órdago al obispo iba a deparar los resultados que esperaba, Víctor?
—No sé, quizá puede atribuirse a que conozco el sistema. Los españoles somos así, mucha bravata, mucha amenaza, y luego nunca pasa nada. Terminamos entendiéndonos de alguna manera, tenemos pasado de comerciantes, no en vano por nuestras venas corre sangre fenicia, judía y árabe.
Lewis ladeó la cabeza.
—Tiene usted un don y debe mejorarlo —afirmó.
—Sí, pero ¿cómo?
—Sé que después de su experiencia con Alberto Aldanza no es amigo de instrucciones personales de ese tipo, pero Petrovich, en Viena, podría ayudarle.
—No puedo ausentarme de Madrid para algo así. Tengo una familia y un trabajo. ¿No podría usted darme algunos consejos? —Hombre, algo podría hacerse.
Habían llegado a la calle San Pablo y Víctor miró hacia la derecha.
—¿Sabe...? —comenzó a decir.
—Sí, va usted a pronunciar una conferencia pasado mañana en el Círculo de la Amistad, aquí al lado.
—¿Cómo lo sabe?
—Mi trabajo, como el suyo, consiste en saberlo todo.
—Versará sobre ciencia forense; Sánchez se empeñó.
—Hablará usted para las mejores mentes de Córdoba, o al menos, las más abiertas.
—¿Masones?
Lewis hizo un gesto inequívoco con la cabeza.
—Allí estaré para escucharle.
—¿Es usted masón?
—Esa pregunta no debe formularse a un masón. Siempre negará su pertenencia a la organización. Digamos que soy inglés y de ideas avanzadas.
—Lo tomaré como un sí.
—¿Vamos hacia la Judería? Es un entorno delicioso.
—¿Hay rosacruces en el Sello de Brandeburgo? —preguntó el detective en un brusco cambio de tema.
—Alguno hay —contestó el inglés—. Pero no se equivoque, Víctor. El Sello es una institución avanzada, sin duda, pero nada anticlerical; de hecho, incluso contamos con algunos católicos fervientes en nuestras filas.
—Necesitaré de su ayuda, Lewis. La semana que viene comienza el carnaval y Sousa da un gran baile de disfraces. Creo que podremos capturar ahí a De la Rubia.
Llegaron a la plaza de las Tendillas, donde un par de gitanas discutían acerca de unas pulseras entre las risas de los transeúntes, que se habían detenido a presencia r la gresca como si de un espec táculo se tratara.
—¡Qué país! —exclamó Víctor.
—Cuente usted conmigo para lo que quiera. Por cierto, conozco una taberna excelente junto a la Sinagoga; ¿me haría usted el honor de comer conmigo?
Cuándo Víctor concluyó su alocución, un sonoro aplauso le hizo saber que la conferencia había sido del agrado de los más de cincuenta caballeros que se habían dado cita aquella noche en el Círculo de la Amistad.
Todos se acercaron a felicitar al conferenciante entre loas y parabienes, hasta llegar a rodearlo desbordando entusiasmo:
—¡Asombroso, asombroso! —le dijo un señor entrado en años que le estrechó la mano con admiración. Varios caballeros más jóvenes le pidieron incluso un autógrafo.
—Los has dejado deslumbrados —observó Sánchez—. ¡Menudo tanto me he apuntado al traerte!
Ahora pasemos al salón para la cena. Vamos.
Víctor estaba acostumbrado a que los detalles de las investigaciones policiales llamaran mucho la atención de los profanos, pero no podía pensar que aquella charla, algo más técnica que de costumbre, pudiera complacer tanto a un público como aquél.
—Increíble —comentó Agustín Sousa saliéndole al paso—. Sencillamente increíble. Me ha dejado usted perplejo. No sabía que se pudiera saber tanto sobre un asesino por la simple inspección de un cadáver.
—No sabía que era usted miembro.
—No me pierdo una sola conferencia.
—¿Se queda a cenar?
—Pues claro, tiene que contarme más cosas. Es fascinante. ¿De verdad puede saberse cuándo se ha producido la muerte con el estudio de los gusanos y bichos que se nutren de un cadáver?
—Así lo hicimos con una de las víctimas del asesino de prostitutas de Madrid y nos llevó a la buena pista.
—Es impresionante cómo resolvió aquel caso.
—Favor que usted me hace. Por cierto, tengo pendiente una conversación con usted —añadió Víctor, por lo que Sousa hizo un aparte con el policía.
—¿De qué se trata? ¿Es por lo de ese De la Rubia? Estará a mil kilómetros de aquí.
—No crea, no. Es más, va a asistir a su fiesta de disfraces.
—¿Cómo?
—Sí, allí es donde pretende matarlo y birlarle el anillo que guarda usted en la caja fuerte de su cuarto, tras el cuadro.
Sousa quedó paralizado ante aquella revelación, momento que Víctor aprovechó para darle el mazazo definitivo.
—Mire, Sousa, no le pido que me cuente para qué sirven esos malditos anillos. No quiero adentrarme en los secretos de los rosa-cruces, si es que aún es usted uno de ellos, pero De la Rubia ha eliminado a cuatro de los cinco poseedores de anillos como el suyo. Ha recorrido media Europa para hacerlo y no va a desistir ahora. Ha matado a una mujer que estaba presa en la cárcel prácticamente delante de nuestras propias narices. Hágame caso, tengo un plan.
Don Agustín miró a Víctor como entrando en razón.
—Diga.
—Mire, Sousa, podemos cazarlo. Sólo necesito que haga usted partir a su mujer con cualquier pretexto. Necesito que no esté presente el día de la fiesta de disfraces.
—¿Cómo? ¡Qué tontería!
Víctor decidió apostar fuerte.
—De la Rubia va a utilizar a una conocida suya, Tula Adánez, para atentar contra usted. Puede resultar violento que su mujer esté presente cuando le tendamos la trampa.
—Ya. Tula.
—¿No me cree?
—Sí, le creo. He asistido a su conferencia y me ha dejado usted de piedra. No le veo capaz de realizar afirmaciones tan contundentes sin pruebas, pero ¿y si impido que Tula venga a mi fiesta? ¿Y si no la veo más?
—Él lo conseguirá. Buscará otra manera de hacerlo. Mire, don Agustín, creo que he logrado averiguar su plan y eso nos concede una ventaja fundamental para cazarle. No sufrirá usted daño alguno, no correrá peligro. Ya he encargado el disfraz para mí. Ah, y los de mis compañeros.
—¿Cómo dice?
—Hablemos durante la cena, don Agustín, hablemos.
El primer viernes de febrero de cada año Agustín Sousa celebraba su sonado baile de disfraces en el cortijo que poseía a las afueras de Torreblanca, a no más de cinco kilómetros de la capital. El afortunado hombre de negocios poseía una inmensa finca con una gran mansión, un antiguo cortijo remodelado a vivienda de fachada neoclásica con tres alturas, que hacía las delicias de su familia y sus amigos, y era escenario del más celebrado baile de toda la provincia, al que todo el que fuera alguien quería asistir al precio que fuera.
Criados vestidos con fastuosidad de pajes y con antorchas en la mano, jalonaban el empedrado camino de entrada que llevaba desde el mojón que marcaba el inicio de las posesiones de Sousa hasta la hermosa vivienda, en el centro de un pinar de árboles añosos, inmensos, que ocultaban la casa a los curiosos que pasaban por el camino y proporcionaban un excelente refugio en verano al temible sol que castigaba aquellas tierras durante la canícula.
Tula Adánez llegó en un carruaje de alquiler que había pagado su amante, don Agustín. Cuando bajó del vehículo, fue recibida, como todos los invitados, por el propio Sousa. Lucía un llamativo traje de María Antonieta con una bella máscara que llamó mucho la atención de los asistentes que se congregaban en la puerta de la mansión, homenajeados con un vino de bienvenida.
—¿Y tu mujer? —preguntó ella en un susurro.
—Ha viajado a Madrid, mi hermana está un poco delicada y la he convencido para que se dé una vuelta.
—¿Y ha accedido a ir? Con lo que a ella le gusta este baile...
—La he recompensado con un viaje a París a cambio. Ella sola y una buena cantidad de dinero para que renueve el vestuario. Hoy podremos estar a solas.
—¿En el invernadero?
—En el invernadero —asintió Sousa antes de girarse para saludar con mucha pompa a un rudo personaje que acababa de descender de su carruaje—. ¡Juez Guarinós, dichosos los ojos! Sea usted bienvenido a esta su casa.
Poco a poco fueron acudiendo los invitados más selectos, que solían hacerse los remolones porque llegar tarde era más elegante. Luego, y tras el ligero tentempié con que se les obsequiaba a la entrada, pasaron al enorme salón, donde a las diez en punto dio comienzo el baile.
El ambiente era de ensueño, muy animado, e igual se podía ver a un diputado disfrazado de torero que a una duquesa vestida de india norteamericana. Llamaba la atención el anfitrión, cubierto con una llamativa máscara veneciana y embutido en un escandaloso traje de arlequín que, además de estridente, resultaba quizá demasiado ceñido. Había sátiros, varios demonios, ángeles y brujas.
Desde la balaustrada del piso superior, dos caballeros vigilaban el salón con la orquesta al fondo, junto a un inmenso ventanal. Uno vestía de Casanova, con un discreto antifaz negro, y el otro iba de Cid Campeador, con el rostro cubierto por una máscara roja, como especificaba la invitación del distinguido Sousa. Todo el mundo debía ir enmascarado; era más divertido así. Resultaba curioso que aquellos dos desconocidos no se mezclaran con nadie, pero ningún invitado reparó en ello, entre los bailes, juegos y chácharas con que iban avanzando las horas.
—¿Qué tal? ¿Se divierte, Lewis? —preguntó el arlequín a un elegante maharajá que bailaba con la condesa de Valdecasillas.
—Mucho, mucho —contestó con su característico acento el inglés, que, bien aleccionado por Víctor, no perdía detalle de cuanto acontecía a su alrededor.
En un aparte, María Antonieta susurró de nuevo al arlequín:
—¿A las doce?
—Allí estaré —contestó dirigiéndose a la cocina.
Apenas faltaban cinco minutos para la hora de las brujas y tomó raudo una botella de champagne bien fría y un par de copas que intentó ocultar en la espalda. Salió por la puerta de servicio y, tras pasar junto a varias parejas que se hacían arrumacos entre los setos de su jardín, se encaminó hacia el maravilloso invernadero levantado por precisos artesanos de Milán.
La puerta de aquel apartado refugio, el orgullo de Sousa, se abrió mostrando a contraluz la figura del arlequín.
—Pasa, y cierra con pestillo —pidió ella, que ya esperaba.
El anfitrión hizo lo que su amante le había dicho y miró a través de los cristales para asegurarse de que nadie los había visto. Ella aguardaba sentada sensualmente en un elegante sillón de mimbre, iluminada en la semipenumbra por la luz de la luna. Se había quitado la máscara. Era bella. Las dos estufas estaban encendidas por orden de Sousa y el ambiente resultaba cálido y voluptuoso, tal vez por el aroma de las exóticas plantas que allí crecían.
—Ven. Tengo ganas de ti —murmuró la dama.
Él se sentó junto a ella, muy cerca, y tras unos segundos de lucha consiguió abrir la botella derramando el champagne. Ella sujetó las copas mientras él las llenaba. No advirtió que mientras se agachaba para dejar la botella en el suelo, ella deslizaba un pequeño comprimido en la suya.
—Espero que te des más maña con mi corpiño —sonrió ella con aire pícaro—. Es de fantasía.
Brindaron.
—¿No te quitas la máscara, querido? —preguntó Tula en el preciso momento en que él hacía un ruido extraño y caía hacia atrás desfallecido.