El caso de la viuda negra (34 page)

Read El caso de la viuda negra Online

Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

BOOK: El caso de la viuda negra
5.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Menor.

—El nueve de espadas. No es tan fácil, ¿eh?

Víctor soltó una carcajada.

Lewis volvió a tomar la palabra:

—Víctor, pruebe usted a seguir su intuición a manera de entrenamiento; por ejemplo, ¿se ha formado recientemente algún juicio sobre alguien sin apenas conocerlo?

—Sí, un novio de mi suegra.

—Déjese llevar por lo que percibe, lo que siente. Y luego compruebe la verdad. Así podrá ir desechando impulsos, sensaciones erróneas, y se quedará con las buenas. Si va usted por la calle, piense, ¿cuál es el próximo conocido al que veré? Visualícelo en su mente y luego compruebe si ha acertado; así irá poco a poco mejorando. Petrovich podría hacer de usted un fuera de serie.

—Pues yo veo en mi mente que voy a echar una cabezadita de aquí a Madrid —anunció Blázquez para regocijo de sus compañeros.

Los tres rieron a carcajadas.

Cuando el tren hizo su entrada en el pequeño embarcadero de Atocha, Víctor sintió que le daba un vuelco el corazón. Clara había ido a recibirle. Junto a ella esperaba Teodoro Garriga, que solícito se hizo cargo de las maletas. A don Alfredo le esperaban su esposa, su hija y su nieta; por su parte, Lewis llamó a un mozo y desapareció, discreto, camino del hotel.

Víctor apenas era consciente de todo esto, pues se abrazó a Clara en el mismo andén y se sintió transportado, lejos de este mundo.

Pero ¿qué te pasa? —quiso saber ella al comprobar que a su marido se le saltaban las lágrimas.

—Lo he pasado muy mal, Clara —contestó Víctor mirando de soslayo a Garriga, que se había adelantado para llevar las maletas al coche y dejarlos a solas, con suma discreción—. Ha sido un caso difícil, corrimos un gran riesgo y, para colmo, el asunto de Lucía ha terminado de minar mi moral. Lo siento, Clara, de veras.

—Tú has hecho tu trabajo, Víctor —repuso ella tomándolo del brazo mientras echaban a andar—. Todas las pruebas apuntan hacia Lucía, aunque yo sé que es inocente.

Víctor respiró aliviado al ver que su mujer, al fin, parecía estar de su parte.

—¿Y la niña? —dijo.

—Está con mi madre, en casa.

—Estoy deseando verla. ¿Y Teodoro y Nuria?

—Se casan la semana que viene. Parecen felices en casa, ella ayuda a Blasa en las tareas menos pesadas de la cocina y he contratado a una nueva asistenta, una chica de Aranjuez, Lourdes, te agradará. Teodoro parece feliz y viene bien que alguien ayude a las criadas en las tareas más duras.

Hiciste muy bien al convencerle. ¿Fue fácil?

—Tuve que jugar un poco sucio, pero, bueno, creo que mereció la pena. Se le ve feliz, ¿no?

—Sí, mucho.

Subieron al coche y Teodoro encaminó el tiro hacia casa.

—La he visitado —informó Clara.

—¿Cómo?

—Sí, a Lucía.

—Ya.

—La asociación de mujeres sufragistas ha decidido apoyarla. Pensamos que se la juzga con más severidad por ser mujer. Quisieron lincharla en Córdoba, ¿no?

—Sí, así fue. Pero las pruebas son las pruebas, Clara.

—Yo sé que es inocente; todo lo tiene en contra, no hace falta que me lo digas, pero he vivido con ella tres años; se aprende mucho sobre una persona cuando se comparte cuarto con ella, y te digo que mi amiga Lucía es incapaz de matar una mosca. Claro, sé que no quería a su marido como se quiere a un amante, pero me consta que lo veneraba como a un padre; ella es incapaz de hacer algo así.

—No me hace gracia que en tu estado la visites en la cárcel.

—¡Qué tontería! Me encuentro perfectamente y seguiré haciéndolo. Eso no admite discusión.

Además, el mes que viene pienso asistir a todas las sesiones del juicio.

—¡Jesús!

—Sí; ¿tú no?

—No.

—Tendrás que ir a declarar.

—Lo haré el día que me cite el juez. Quiero olvidarme de este caso. Siento lo de Lucía, de veras, me gustaría que hubiera sido otro el culpable y lo lamento, de verdad. Nada hay que me apetezca menos en este mundo que importunarte, pero las cartas en que De la Rubia le insinuaba que matara a su marido cayeron en mis manos. Don Higinio me dijo que sospechaba que habían envenenado al marqués y su ayuda de cámara también lo afirmó, los síntomas aparecieron cuando ella comenzó a acostarse con el pelirrojo y a darle un misterioso brebaje al marido; exhumé el cadáver y hallé plomo en sus cabellos y, para colmo, intentó escapar. No me quedó otro remedio. De verdad, lo siento, pienso que es culpable, pero no quiero creerlo por ti.

—No me entiendes, Víctor; has hecho tu trabajo y reconozco que no debí enfadarme por ello, pero sé que es inocente. No quiero que este asunto se interponga entre nosotros, así que te prometo que, poniendo un poco de nuestra parte, lo olvidaremos.

—Tu tono de voz me hace pensar en una contraprestación.

Sólo quiero que hagas una cosa. Todo el mundo piensa que daba un veneno a su marido, pero Lucía insiste en que era un tónico; quiero que vayas a Cuenca.

—Ya se hizo esa gestión y no ha podido demostrarse que ella comprara tónico alguno, la farmacia pasó a otro farmacéutico y el anterior dueño, Rius, murió, los archivos y registros fueron quemados por los nuevos dueños y no hay manera de demostrar que lo que afirma Lucía es cierto.

—Ve a Cuenca. Ella insiste en que compró el tónico al mancebo de Rius, un joven que trabajaba en la farmacia; igual le localizas y te lo corrobora. Lucía dice que la conocía.

—Es una pérdida de tiempo.

—Hazlo por mí y te juro que nunca más hablaremos del tema. Eres el único que puede salvarla.

Víctor reflexionó unos momentos.

—Sea —aceptó—. Déjame descansar unos días y la semana que viene haré la gestión. En día y medio puedo tenerlo resuelto. Pero ya sabes que no servirá de nada.

—Ya, he leído los periódicos, como media España, con todos los truculentos detalles sobre su relación con ese delincuente bien detallados —añadió con expresión de enojo—. La pobre no supo elegir bien y ese hombre la llevó a la ruina.

—Ha sido una tonta, Clara. Al estar muerto el pelirrojo, podría haberlo acusado a él, pero su intento de fuga la ha hecho parecer culpable a ojos de todo el mundo.

—Dice que tuvo miedo. ¿Acaso no es eso posible?

—No sé, Clara, no sé. Pero a estas horas no hay en todo Madrid un solo juez que la crea inocente, eso tenlo por seguro.

Ocho días después, a las ocho de la tarde, Víctor llegó a casa con aire agotado. Clara le esperaba.

Tomó su sombrero, su bastón y su abrigo y lo hizo pasar de inmediato al saloncito, donde tenía preparado un té con pastas para que su marido se repusiera del frío que, según La Época, había llegado en forma de ola procedente de Groenlandia.

—Pareces cansado.

—Llegué anoche a Cuenca, esta mañana he ido a la farmacia y de inmediato he tomado el tren de vuelta. Se agradece algo caliente. Hace más frío en marzo que en diciembre.

—Suele suceder —dijo ella mientras le tomaba las manos, para preguntar de inmediato con impaciencia—: ¿Has averiguado algo?

—Sí, esta misma mañana he podido hablar con Ambrosio Montaner, el farmacéutico que compró el negocio de Rius. En efecto, no queda rastro de anteriores clientes ni de fórmulas magistrales del primer dueño.

—¿Y preguntaste por el anterior mancebo?

—Sí, lo hice. Se llamaba Mauricio y vivía a un par de calles, así que he ido a verle; me ha recibido la patrona de su pensión. Cuando Rius dejó el negocio, el chico se fue a Madrid para trabajar en una fábrica de coches. Por eso he tardado más en llegar. En cuanto he puesto los pies en Madrid he tomado una «mariamanuela» y me he dirigido a la única fábrica de carruajes que conozco, la que hay en Recoletos, entre la plaza de toros y el palacio del duque de Sesto. He hablado con el encargado.

—¿Y...?

—Recuerda al joven. Ha llamado a un compañero suyo, un chaval de Don Benito que entabló amistad con él, y me ha contado que se alistó en el ejército, en infantería. En el regimiento Orense treinta y tres.

—Bueno, bien. ¿Y dónde está ese regimiento?

—Hace seis meses que salió hacia Filipinas.

—Vaya —lamentó Clara muy seria. Parecía desilusionada—. Será difícil localizarle.

—Sí, más bien. Lo siento.

—Lo has intentado al menos, Víctor. No te preocupes.

—No, Clara, lo siento por ti.

—Pues siéntelo por ella. Era la única y última posibilidad que se me había ocurrido para ayudarla.

Capítulo 23

Madrid, año y medio después

—¡Ya era hora! —exclamó don Alfredo indignado al ver entrar por la puerta de casa Agapito a Víctor, que parecía apresurado.

—¡Un vino! —dijo Ros por todo saludo—. Perdóname, Alfredo, pero es que me ha surgido algo importante.

—Sebastián y Aurelio esperan hace rato —expuso don Alfredo mirando a sus dos eternos rivales, que aguardaban en una mesa de mármol del fondo preparados con el dominó, papel y lápiz—. Últimamente se está poniendo imposible contar contigo para la partida, cuando no estás en tus clases de inglés con Fitzgerald, acudes a las sesiones ésas de inteligencia «respectiva» con Lewis.

—Intuitiva. Es intuición.

—Ya lo sé. Lo decía por fastidiarte.

—Pues no vengo ni de lo uno ni de lo otro. Adivina. —Víctor, la partida.

—Ya, bueno. Te lo contaré de todos modos; esta tarde, justo antes de salir de la oficina, me he puesto a leer El Liberal, y en sus páginas me he encontrado con una bomba: ¡el regimiento Orense treinta y tres está en Madrid!

Don Alfredo lo miró como se mira a un loco, pero, acostumbrado a las extravagancias de su compañero, contestó con tono paternal:

—Ah, ya veo. Pues nada, nada, a celebrarlo con una partida de dominó, vamos.

—Alfredo, ¿no sabes cuál es el regimiento Orense treinta y tres?

—Pues, sinceramente, no. ¿Debería saberlo?

—¿Recuerdas que cuando volvimos de Córdoba fui a Cuenca? ¿A la Farmacia Rius?

—Sí, te lo pidió tu mujer.

—¿Y recuerdas que el antiguo mancebo se había enrolado en el ejército y lo habían enviado a Filipinas?

—Sí, me parece.

—Bien, pues estaba en ese regimiento. El Liberal dice que el treinta y tres ha regresado después de algo más de un año de distinguidos servicios en la zona más agreste de la isla de Luzón. Está en el cuartel de Conde Duque. Por eso he llegado tarde, porque me he ido para allá ¡y he podido hablar con el antiguo mancebo de la Farmacia Rius!

—Ah.

—Y me ha dicho que sí, que recordaba a Lucía porque su familia era de Cuenca y ella iba por allí los veranos, que era bellísima y que le había comprado tres frascos de tónico revitalizante. Una fórmula magistral de Rius que servía para estimular el apetito de los niños, en los posoperatorios y la astenia, y que mejoraba mucho a los ancianos.

—Eso no demuestra nada.

—Claro que sí, Alfredo. Todo el mundo pensaba que Lucía daba veneno al marqués simulando que le suministraba una medicina, y ella repetía que le daba un tónico que había comprado en Cuenca. Insistió en que se comprobara.

—Eso ya quedó claro en el juicio. Aunque existiera ese tónico, ella podría haber añadido veneno.

No me recuerdes el juicio, fue demasiado truculento. Sí, sí, tienes razón, pero hay algo que me llama la atención en esto y es que Lucía decía la verdad. El tónico existía. No es una mentirosa patológica, ya sé que sonará tonto, pero eso me hace pensar que igual no miente sobre la autoría del crimen. Ella no fue.

—¿No te habrá embaucado con sus encantos?

—No la he visto desde que llegamos de Córdoba. Salvo en el juicio, claro.

—Me estás dando la razón. Has eludido reunirte con ella. Me consta que Lucía te solicitó entrevistas a través de Clara y no quisiste verla. ¿No será que temías que te hipnotizara con esos ojos y esa voz dulce y melosa?

—No digas tonterías, Alfredo, soy un profesional.

—Víctor, recuerda que yo la he visto y sé que esa mujer juega con los hombres como si fuesen muñecos. Si hasta yo, que estoy ya curado de espanto, cada vez que la veía sentía ganas de jugarme la carrera por dejarla escapar.

—Lo hago por Clara. He hablado con el juez.

—¿Y qué?

—Dice que es una tontería, pero ha admitido tomar declaración al mancebo. No ha accedido a aplazar la ejecución, aunque sea de momento.

—¿Se lo has dicho a su abogado, Perales?

—Sí, ha interpuesto un recurso, pero es pesimista. Hasta ahora han perdido todas las apelaciones.

Me ha confesado que él mismo no cree en la inocencia de su defendida.

—O sea que la semana que viene la ejecutan de todas formas.

—Cuenta con ello. Aunque al menos lo he intentado.

—Una pena, una mujer tan hermosa... No debió liarse con el desgraciado de De la Rubia.

Olvídalo, Víctor, has hecho lo que has podido. El tónico existía, sí. ¿Y qué? ¿Acaso no se encontró plomo en los cabellos del finado?

—Sí.

—¿Acaso Lucía no intentó escapar?

—También.

—¿Y los síntomas? ¿No se presentaron en cuanto comenzó la administración del tónico de Rius?

—Así fue.

—¿Y no coincidió todo aquello con que esta venus empezaba a acostarse con un delincuente degenerado que la intentaba convencer de que matara a su marido?

Víctor miró al suelo.

—¿Hay partida o no? —gritó el Sebastián desde el fondo de la taberna, interrumpiendo a los dos amigos.

—Supongo que tienes razón, Alfredo. Toda la razón. Vamos a enseñarles a esos dos quiénes somos los de la Brigada Metropolitana.

Tomaron asiento en la mesa de mármol blanco el uno frente al otro, y Aurelio, el sereno, comenzó a mover las fichas.

—Sale el seis doble —dijo como siempre.

Agapito sirvió unos vinos y los cuatro amigos se enfrascaron en la partida. Cada uno conocía a fondo a su pareja, y aunque hacían comentarios sobre la vida, el tiempo, los toros o la maldita política, ninguno perdía ripio, pues la rivalidad entre ellos era tremenda. Los dos policías nunca habían conseguido ganar a sus rivales y éstos sacaban siempre partido de ello al terminar sus emocionantes duelos, que algunos parroquianos solían seguir con atención. Era objeto de chanzas y risas el que aquellos dos ilustrados, dos policías de relumbrón, no pudieran con un simple carnicero y un sereno.

En la tercera partida, Víctor hizo una genialidad jugándosela con un cierre tempranero que les valió nada menos que ocho puntos. Como ya ganaban por cinco, se pusieron a trece de distancia y jugaban a cuarenta.

Other books

Taste of Treason by April Taylor
No Hope for Gomez! by Graham Parke
Dinosaur Lake 3: Infestation by Griffith, Kathryn Meyer
Ghosts by César Aira
The Siege by Helen Dunmore