El caso de la viuda negra (36 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

BOOK: El caso de la viuda negra
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—Bien —comenzó Víctor—, resulta que hará cosa de una semana, aquí mi amigo don Alfredo y un servidor jugábamos una partida de dominó con dos paisanos.

—No me lo recuerdes —rezongó Blázquez con tono indignado.

—El caso es que uno de ellos, de profesión carnicero, comenzó a quejarse por las molestias que le causaba una antigua herida de guerra, un tiro en la rodilla cuya bala quedó alojada cerca de la articulación para siempre, por lo que cuando hay cambios de tiempo el pobre sufre de dolores intensos. El caso es que este simpático amigo, de nombre Sebastián, dijo algo que provocó que en mi mente se hiciera una luz con respecto a este caso en el que todo parecía estar clarísimo. Dijo:

«Esos condenados carlistas me endosaron una buena dosis de plomo». «Una buena dosis de plomo». ¿Se dan cuenta? Porque ¿qué es un balazo sino una buena dosis de plomo?

Casi todos los allí reunidos miraban a Víctor como si se hubiera trastornado, pero él siguió a lo suyo, como siempre.

—Bien, sigamos. A partir de ahí acudí a ver a mi buen amigo Lewis, este señor tan simpático; es inglés, y como trabaja para una prestigiosa agencia de investigadores europea, le encargué que localizara estudios científicos que avalasen mi tesis; a mí no me hubiera dado tiempo a hacerlo si quería salvar a doña Lucía del garrote.

—Pero ¿qué tesis? —preguntó don Hermenegildo impaciente.

—Ahora voy a ello, ahora voy —respondió Víctor pidiendo calma—. Entonces, a toda prisa, me dirigí a un pueblecito de Toledo donde reside Patrocinio, el ayuda de cámara del marqués, su fiel criado, que lo acompañó durante toda la vida. Tuve una muy provechosa charla con él en la cual le pregunté sobre incidentes, lances, duelos, hechos de armas y trifulcas en las que se había visto envuelto su señor, que, como todos ustedes saben, fue un gran aventurero en su juventud. Recordaba algo de nuestra primera conversación, hace más de un año, algo que me había contado respecto a un duelo en el que su amo resultó herido. Salí de allí con una idea aproximada del incidente en cuestión. Me encaminé a Córdoba, y entonces recibí un telegrama de mi buen amigo Lewis. Hay, que sepamos, tres precedentes en la historia médica que respaldaban mis sospechas. El primero de ellos en Berna en 1746, otro en París en 1820 y uno más protagonizado por el duque de Surrey hace seis años. Aún no dispongo de los estudios en cuestión, pero vienen de camino. En cuanto lleguen los pondré a disposición del juez como prueba de descargo a favor de doña Lucía. Una vez en Córdoba vino lo más difícil, conseguir otra orden de exhumación del cuerpo del difunto marqués. Les ahorraré el relato de lo que fue ese pequeño calvario personal en el que me ayudó mi compañero y amigo Vicente Sánchez, aquí presente, pero al fin lo conseguimos y en cuanto pude inspeccionar los restos mortales en cuestión, hallé lo que buscaba. Por eso he traído conmigo la cabeza del marqués, que espero me perdone algún día.

El gobernador tomó la palabra con cara de pocos amigos:

—Don Víctor, como novela, preciosa, pero va a terminar usted siendo más famoso por sus excentricidades que por su eficacia real.

—Espere, espere.

El inspector se puso en pie, se acercó a la mesa, se calzó los guantes de nuevo y Lewis le abrió el pequeño bolso. Otra vez sacó la cabeza para desagrado de los presentes, y mientras Lewis la sujetaba, Ros introdujo con pericia unas pinzas alargadas por el lugar donde una masa de carne amorfa recordaba que una vez hubo una oreja. Le costó un poco localizar lo que buscaba, hasta que al final exclamó: — ¡Voilá! —Sacó una pequeña bola de metal, deformada y cubierta en parte de restos orgánicos—. Señoras, señores, les presento a la verdadera y única asesina del marqués de la Entrada.

Todos quedaron boquiabiertos.

—¿Cómo dice? —preguntó el gobernador.

—Verá usted. El 27 de marzo de 1838, nuestro amigo el marqués fue herido gravemente en un duelo en que su oponente falleció al instante. Era un excelente tirador. Según me contó Patrocinio, huyeron de la justicia que les pisaba los talones y pudieron poner al joven marqués a salvo. Estaba moribundo, había recibido un tiro en el oído que parecía mortal, así que el médico aconsejó que no lo movieran mucho para evitar que la bala dañara el cerebro. Pasaron dos días y volvió en sí. No lo dejaron moverse. No había fiebre ni infección. Fueron pasando las jornadas y el médico llegó a convencerse de que no había peligro. Al parecer, la bala quedó alojada en el hueso temporal y con el paso del tiempo debió de enquistarse, lo cual es una defensa natural del organismo, de modo que el marqués volvió a la vida, a la normalidad. Obviamente, se le dejó como estaba, pues intentar una operación habría sido cosa de locos, una temeridad.

—¿Y nos va usted a decir que esa bala lo mató cincuenta años después? —se burló el gobernador—. ¡Qué tontería!

—Pues sí.

—Se movió, claro —dedujo el director de la cárcel.

—No, lo envenenó.

—¿Lo envenenó?

—Exacto. Miren, en el duelo en cuestión se utilizaron pistolas Enfield de grueso calibre, nada menos que de 15 mm. Esa bala nueva que Sánchez va a depositar en esta báscula de precisión, que me ha dejado un amigo mío químico, pesa exactamente...

—Veinticinco gramos.

—Bien. Ahora, ésta que yo he extraído de la cabeza y que deposito después de retirar con alcohol los restos orgánicos pesa trece con siete gramos. ¿Dónde está lo que falta? Hablamos de doce gramos, doce mil miligramos de plomo nada más y nada menos...

Todos se miraron sin saber qué decir.

—Está en la sangre del marqués —aclaró Víctor—. La bala comenzó a perder plomo poco a poco y envenenó la sangre del anciano; por eso murió de saturnismo, intoxicación por plomo.

—Usted perdone, don Víctor, pero eso me parece muy traído por los pelos —opinó el gobernador.

El inspector Ros miró a Lewis, quien intervino para decir:

—No dispongo de todos los datos aún, pero en dos de los tres precedentes a que se ha referido don Víctor, el paciente se salvó gracias a un buen diagnóstico médico que culminó con la extracción de la bala de una herida antigua. Lo difícil es que un médico descubra que los síntomas concuerdan con el envenenamiento por plomo y que se le ocurra relacionarlo con una vieja herida de bala.

Entonces fue don Alfredo quien planteó una objeción:

—Víctor, no digo que lo que cuentas no sea verdad, pero si el marqués tenía la bala en el cuerpo desde hacía cincuenta años, ¿cómo es que empezó a envenenarse con plomo un año antes de su muerte y no hace, por ejemplo, veinticinco?

—Muy buena pregunta. Porque su mujer comenzó a darle el tónico.

—¡Ahora sí que no entiendo nada! —refunfuñó airado el gobernador.

—Veamos... Recientemente he podido localizar al mancebo de la Farmacia Rius, la de Cuenca.

Él me aseguró que sí, que Lucía Alonso le había comprado tres frascos del célebre tónico de Rius.

Bien. He consultado con varios médicos en Córdoba y Lewis ha hecho otro tanto, y nos han dicho que cuando una bala o un objeto extraño queda dentro del cuerpo, éste lo enquista. Es lo que hizo el organismo del marqués, generó un quiste de grasa alrededor de la bala y así estuvieron las cosas hasta que su joven esposa comenzó a administrarle el famoso tónico, lo cual coincidió con la aparición de los primeros síntomas de envenenamiento, y dirán ustedes: ¿por qué? »Muy sencillo, el mancebo de Rius me contó que el tónico incorporaba, entre otras cosas, corteza de sauce, hinojo, cola de caballo, té y, agárrense ustedes: ¡diente de león, aceite de onagra y espino blanco!

—¿Y qué significa eso?

—Pues es evidente que el famoso tónico contenía no uno, sino ¡hasta tres principios activos que disuelven los quistes de grasa! Es indiscutible que la administración del tónico provocó que el quiste se fuera disolviendo poco a poco, hasta dejar la bala en contacto directo con el torrente sanguíneo del fallecido, que empezó poco a poco a manifestar los síntomas del envenenamiento por plomo, hasta que acabó falleciendo por saturnismo. Hemos pesado la bala y hemos visto que una parte del proyectil fue disolviéndose para ir a parar a la sangre del finado.

Se hizo un silencio. Todos permanecían mudos de asombro.

—Sencillamente increíble —admitió el gobernador.

—Sí —reconoció don Alfredo—. Cuando menos, deben aplazar ustedes la ejecución.

—Sí, sí. Firmaré el aplazamiento de inmediato —asintió el gobernador—. Don Víctor, hable usted con el juez rápidamente y en cuanto tenga esos informes, que los vea. Avisen ahora mismo al abogado de la señora, a Perales, supongo que habrá que traer a peritos que declaren ante el juez si lo que usted asegura es científicamente correcto. Aunque, conociéndole, me temo que será así; no es usted de los que dejan cabos sueltos. Tengo la impresión de que ha salvado usted la vida de una inocente.

—Yo no, un carnicero de la plaza de la Cebada, Sebastián.

—Bueno, pues asunto resuelto. Me tengo que ir a Valencia, señores. No quiero ni pensar cómo se pondrán esos de ahí fuera cuando sepan que no hay ejecución. Hable con la prensa, Ros, y cuénteles lo que nos acaba de decir. Ese tipo de detalles agrada mucho al gran público, y en cuanto conozcan esta gran historia seguro que olvidan lo demás —expuso el gobernador civil.

Poco a poco fueron saliendo de la sala. Cuando Lucía Alonso, que había escuchado todo desgarrada por un intenso llanto, iba a abandonar la estancia acompañada de dos guardias para regresar a su celda, dijo:

—Víctor, tengo que darte las gracias. Me has salvado la vida.

Clara, al lado de su marido, parecía sentirse orgullosa de él.

—No —repuso él—. Yo soy el hombre que casi te envía al garrote. Sólo sé que has pasado el peor año de tu vida y que casi mueres por mi culpa. Han faltado unos segundos para que el verdugo hiciera girar la manivela, casi no llego a tiempo.

—Bien está lo que bien acaba, Víctor —terció Clara.

—No estoy de acuerdo contigo, cariño. Supongo que Lucía nunca podrá perdonarme.

—Ya lo he hecho. Estoy viva gracias a ti.

—Pues, en ese caso, nunca me perdonaré a mí mismo. Clara y Lucía Alonso se abrazaron y rompieron a llorar. Cuando quedaron a solas, viendo cómo la reclusa bajaba las escaleras, la mujer de Víctor dijo:

—Gracias, Víctor.

—¿No estás enfadada conmigo?

—No, al contrario; le has salvado la vida.

—Casi la mato, ¿recuerdas?

—No, tú hiciste tu trabajo, seguiste las pistas y todo indicaba que era culpable. No podías hacer otra cosa, y aun así has llegado a donde pocas mentes lo harían para concluir que era inocente. Te debe la vida.

—Y un año de suplicio.

—¿Crees que te harán caso? ¿Saldrá libre?

—Tiene mucho dinero para hacer venir a los mejores doctores y la defiende un buen abogado.

Ella no envenenó a su marido; descuida, saldrá libre.

Epílogo

El conde de Chiaravalle

Habían pasado dos semanas y Víctor Ros aguardaba a que Teodoro le recogiera para llevar a cabo una misión particular. Salió al exterior tras dar un beso a la niña y al pequeño Víctor, de apenas cinco meses, que quedaron al cuidado de Nuria y Blasa, y levantó la vista esperando que su coche, guiado por Garriga, apareciera por la esquina en cualquier momento. Había estado leyendo la prensa y los titulares lo dejaban bien claro: Lucía Alonso había sido liberada. Era curioso cómo en aquel país se pasaba de villano a héroe o viceversa en apenas unos días. Tanto la prensa como el gran público, los mismos que habían participado en el linchamiento moral de la viuda, se deshacían en elogios hacia la fortaleza de aquella joven, «la viuda de España», que había pasado por pruebas que ningún ser humano debiera sufrir. Lucía Alonso gozaba del cariño y la estima del vulgo, de la prensa y de un sistema que no la ejecutó por unos segundos. Con Víctor ocurría otro tanto. Todos los periódicos, desde El Imparcial hasta La Época, pasando por La Iberia o El Siglo Médico, se deshacían en alabanzas al «más brillante detective del panorama español». El uso por su parte de las técnicas más avanzadas, sus golpes de efecto y el relato de los últimos momentos antes de la ejecución de la reclusa, impedida por Ros, habían encandilado al público y encumbrado de nuevo a Víctor a lo más alto. Ni siquiera reparaban en que era él mismo quien había iniciado aquel desgraciado caso. «Ironías del destino», pensó. Todas las publicaciones aparecían cuajadas de detalles científicos sobre cómo una bala antigua envenenó poco a poco al marqués, se relataban los pocos sucesos similares que se habían dado en la historia reciente y se analizaban con detalle las actuaciones médicas en los mismos.

Víctor pensó que la naturaleza de los casos que había resuelto hasta entonces, muy en la línea de los libelos sensacionalistas que tanto agradaban al vulgo, le había creado una fama que comenzaba a pensar que no merecía.

Inteligencia, presentimientos, ¿intuición? Siguió el husmo de un caso que resultó ser un envenenamiento natural, mantuvo serias discusiones con su esposa, casi envía al garrote a una amiga muy querida por ella y Lewis aún sostenía que tenía un don. Cosa de locos. Era un mediocre.

Pensó en Lola, la prostituta a la que visitaba antes de casarse con Clara. Pensó en ella y la vio en sus brazos, en la puerta de la casa de Alberto Aldanza, con los labios morados, fría como el hielo y diciéndole que siempre lo había querido. Aquel episodio vivido en los días del misterio de la Casa Aranda le perseguía. Otra vez volvía a ocurrirle: la vanidad, el exceso de confianza en sus propias posibilidades le había perdido y por poco le cuesta la vida a Lucía Alonso, que era inocente.

Clara tenía razón desde el principio, como siempre.

Estaba preocupado. ¿Había perdido su «toque»? ¿Debía fiarse de su intuición o hacer siempre lo contrario de lo que ésta le dictara? Estaba hecho un lío y por eso había decidido acudir a aquella casa de la calle de Santiago. Lewis le aconsejaba que entrenara su intuición en casos cotidianos.

Debía comprobar si sus pálpitos eran acertados hasta el final, y eso hacía.

Una voz lo sacó de su ensimismamiento:

—¿Don Víctor Ros?

Se volvió y vio que le hablaba un cochero.

—Sí, soy yo.

—Alguien quiere verle —dijo el otro señalando un lujoso coche de caballos tirado por un costoso tronco inglés.

Cruzó la calle y comprobó que un rostro conocido se asomaba por la ventanilla del carruaje.

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