Pero Mr. Bradley no se mostró desalentado.
—No lo crea, Mrs. Fielder-Flemming. Estoy seguro de poder señalar uno o dos puntos atacables. Usted parece atribuir una importancia exagerada al motivo, Sheringham. ¿No cree usted que exagera? Cuando uno se aburre de la esposa, no la envenena, la abandona. Y en verdad, me cuesta creer, primero, que Bendix haya estado tan necesitado de dinero para invertir en sus negocios que haya llegado al asesinato a fin de obtenerlo, y segundo, que Mrs. Bendix haya sido tan tacaña como para negarse a acudir en ayuda de su esposo si éste necesitaba de ella tan urgentemente.
—En este caso, usted no conoce bien los respectivos caracteres de la pareja —dijo Roger—. Ambos eran obstinados como el que más. Fue Mrs. Bendix, no su marido, quien advirtió que los negocios de él eran un vaciadero inagotable de dinero. Yo podría darle una lista interminable de asesinatos cometidos por motivos menos poderosos que el que tenía Bendix.
—Aceptemos, pues, el motivo. Ustedes recordarán que Mrs. Bendix tenía un compromiso para el almuerzo el día de su muerte, que luego fue cancelado. ¿Acaso Bendix no lo sabía? Pues si lo sabía, ¿habría elegido para la entrega de los bombones un día en que su mujer no almorzaba en casa?
—Es el punto que yo estaba por señalar a Mr. Sheringham —observó Miss Dammers.
Roger pareció desconcertarse algo.
—Ese punto no me parece importante. De todas maneras, ¿por qué debía entregarle necesariamente los bombones durante el almuerzo?
—Por dos razones —repuso Bradley animadamente—. Primera, porque es lógico que haya deseado que cumpliesen su cometido lo más pronto posible, y segunda, porque siendo su esposa la única persona que podía contradecir su afirmación acerca de la apuesta, evidentemente deseaba silenciarla con la mayor rapidez.
—Está usted jugando con palabras —dijo Roger—, y me niego a caer en la trampa. En este caso, no veo por qué Bendix tenía que saber de su compromiso para el almuerzo. Constantemente ambos comían afuera, y no creo que hayan cuidado de informarse invariablemente de antemano.
—¡Hum! —dijo Bradley acariciando su bigote. Mr. Chitterwick se aventuró a levantar su abatida cabeza.
—En suma, usted basa toda su teoría en la apuesta, ¿no es eso, Mr. Sheringham?
—Y en la deducción psicológica que derivé de ella. Así es, enteramente.
—¿De modo que si fuese posible probar que la apuesta tuvo lugar, su caso se vería totalmente desvirtuado?
—¡Qué! ¿Tiene usted alguna prueba de que la apuesta tuvo lugar? —preguntó Roger, alarmado.
—¡No, no! ¡De ningún modo! Estaba pensando simplemente que, si alguien quisiese refutar su teoría, como lo propuso Bradley, sería necesario concentrar los argumentos sobre la existencia de la apuesta.
—¿Quiere usted decir que las digresiones alrededor del motivo, el compromiso para almorzar, y otros detalles menores, no vienen al caso? —preguntó Bradley amablemente—. ¡Ah! ¡Estoy de acuerdo! Pero sólo estaba tratando de poner a prueba los argumentos de Mr. Sheringham, no de refutar su teoría. ¿Y por qué? Porque pienso que su teoría es la correcta. El Misterio de los Bombones Envenenados, por lo que a mí se refiere, está resuelto.
—Muchas gracias, Mr. Bradley —dijo Roger.
—Por consiguiente, tres vítores por nuestro incomparable sabueso presidente —prosiguió Bradley con gran cordialidad—, y también por el ilustre Graham Reynard Bendix por la excepcional diversión que nos ha proporcionado.
¡Hip, hip, hip, hurra!
—¿Dice usted haber probado definitivamente la compra de la máquina de escribir y la relación de Bendix con el muestrario de la casa Webster, Mr. Sheringham? —preguntó Alicia Dammers, que aparentemente había estado absorbida en sus propios pensamientos.
—Sí, Miss Dammers —repuso Roger con gran complacencia.
—¿Podría darme el nombre del comercio que vendió la máquina?
—Se lo daré inmediatamente. —Roger arrancó una página de su libreta y copió el nombre y dirección del comercio.
—Gracias. Ahora ¿podría usted darme una descripción de la vendedora de la casa Webster que identificó la fotografía de Mr. Bendix?
Roger la miró algo incómodo. Ella le devolvió la mirada con su serenidad habitual. La aprensión de Roger aumentó; pero, a pesar de ello, hizo una descripción tan completa como le fue posible de la vendedora. Miss Dammers le agradeció los datos.
—Bueno. ¿Qué debemos hacer ahora? —insistió Mr. Bradley, a quien le agradaba aparentemente el papel de maestro de ceremonias—. Podríamos enviar una delegación a Scotland Yard, integrada por Sheringham y yo, a fin de informarle que sus preocupaciones han terminado.
—¿Cree usted que todos están de acuerdo con Mr. Sheringham?
—Naturalmente.
—¿No es costumbre someter a votación una cuestión de esta naturaleza? —sugirió Miss Dammers fríamente.
—«¡Lo sostendremos de común acuerdo!» —citó Mr. Bradley—. Sí, sigamos el procedimiento correcto. Bien, Mr. Sheringham propone que el Círculo acepte su solución del Misterio de los Bombones Envenenados, y envíe una delegación integrada por él mismo y por Mr. Bradley a Scotland Yard, a fin de conversar seriamente con la policía. Yo secundo la moción. Los que estén por la afirmativa… ¿Mrs. Fielder-Flemming?
Mrs. Fielder-Flemming trató en vano de ocultar su desaprobación de Mr. Bradley y su desaprobación de la idea propuesta por él.
—Tengo la impresión de que Mr. Sheringham ha probado su teoría —dijo vacilando.
—¿Sir Charles?
—Estoy de acuerdo —dijo Sir Charles severamente, desaprobando a su vez la frivolidad de Mr. Bradley.
—¿Chitterwick?
—También yo estoy de acuerdo.
Tal vez fue la imaginación de Roger, pero le pareció advertir una imperceptible vacilación en Chitterwick, antes de que emitiese su voto. Era como si tuviese algunas reservas mentales que no podía expresar. Roger decidió que se había equivocado.
—¿Y Miss Dammers? —concluyó Mr. Bradley. Miss Dammers miró a los circunstantes.
—No estoy de acuerdo. La exposición de Mr. Sheringham me parece sumamente ingeniosa, y en todo conforme con la reputación de que él goza. Pero, al mismo tiempo, la encuentro totalmente errónea. Mañana espero poder probar a ustedes quién es el autor del crimen.
El Círculo miró a Miss Dammers respetuosamente. Roger no podía dar crédito a sus oídos. Cuando intentó hablar, descubrió que le faltaba la voz. Lo único que emitió fue un sonido inarticulado.
Mr. Bradley fue el primero en recobrarse.
—La moción ha sido aprobada, aunque no unánimemente, señor presidente. Creo que esta situación tiene precedentes. ¿Puede decirme alguno de ustedes qué sucede cuando una moción no es aprobada por unanimidad?
Frente a la incapacitación temporaria del presidente, Miss Dammers tomó la atribución de decidir por sí misma.
—Creo que queda levantada la sesión —dijo. Y la sesión quedó levantada.
A
LA NOCHE
siguiente Roger llegó a la sede del Círculo con una sensación de expectativa más intensa que nunca. En lo íntimo de su conciencia no creía que Miss Dammers pudiera destruir su teoría contra Bendix, ni siquiera desvirtuarla parcialmente, pero de todas maneras lo que ella tuviera que decir sería sin duda de enorme interés, aun cuando no alterase en lo más mínimo su propia teoría. Roger había esperado la exposición de Alicia Dammers con mayor interés que ninguna otra.
Miss Dammers era un típico exponente de la época. De haber nacido cincuenta años atrás, es difícil imaginar cómo hubiera podido subsistir. Parecía imposible que pudiera haberse convertido en una de las novelistas más famosas de su tiempo. De acuerdo con la imaginación popular, debería ser una extraña criatura con blancos guantes de algodón, vehemente y apasionada, por no hablar de su histérica inclinación a la ternura del romance, del cual debería excluirla su infortunada apariencia. Los guantes de Miss Dammers, como sus ropas, eran de un gusto exquisito, y su cuerpo no había estado en contacto con una prenda de algodón desde los diez años, si es que alguna vez tuvo esa edad. La vehemencia en los gestos era para ella el colmo del mal gusto, y si sabía cómo suspirar, lo ocultaba cuidadosamente. De todo ello se deduce que la pasión y la violencia eran totalmente innecesarias en la vida de Miss Dammers, si bien le interesaban como fenómeno en los simples mortales.
Desde aquel ser extraño con guantes de algodón de la era victoriana, la novelista ha progresado mucho, pasando por la etapa intermedia, representada a maravilla por Mrs. Fielder-Flemming, y llegando por fin a la mariposa seria y reposada, a menudo bella además de pensativa, cuyas artísticas fotografías decoran los semanarios mundanos. Mariposas de frente serena, levemente fruncida por la meditación analítica. Mariposas irónicas, cínicas. Mariposas cirujanas, que acechan las salas de disección de la mente humana, y que, debemos reconocerlo, a veces se detienen allí demasiado tiempo. Mariposas sin pasiones, que vuelan elegantemente de un complejo a otro. En algunos casos, mariposas carentes de todo humorismo, y por lo tanto abrumadoras, cuyo polen suele adquirir tintes sombríos y desgastados.
Al contemplar a Miss Dammers, con su rostro ovalado de líneas clásicas, sus rasgos menudos y delicados, y sus grandes ojos grises; al admirar su figura esbelta y exquisitamente vestida, nadie habría sospechado que era novelista. Y según la opinión de la misma Miss Dammers, este aspecto, combinado con la capacidad de escribir buenos libros, debía ser la aspiración de toda autora que quisiera triunfar.
Nadie se había atrevido nunca a preguntarle a Miss Dammers cómo pretendía analizar en el prójimo emociones que nunca había experimentado. Ello se explica, probablemente, porque el posible inquisidor se encontraba siempre ante el hecho de que Miss Dammers sabía analizar emociones, y lo hacía en forma brillante.
—Anoche escuchamos —dijo Miss Dammers, a las nueve y cinco de la noche siguiente—, una exposición sumamente hábil de una teoría no menos interesante acerca del caso de Bendix. Los métodos de Mr. Sheringham, debo decirlo, han sido un modelo para todos nosotros. Partiendo del método deductivo, lo siguió hasta donde fue posible, en este caso, hasta la persona misma del criminal. A continuación utilizó el método inductivo para probar su teoría. En esta forma pudo aprovechar las ventajas de ambos métodos. El hecho de que esta ingeniosa combinación de relaciones haya estado basada en una premisa falsa, por lo cual nunca habría podido conducir a Mr. Sheringham a la solución correcta, es más bien culpa de la mala suerte que suya.
Roger, que todavía no podía creer que su teoría no fuese la verdadera, sonrió ambiguamente.
—La reconstrucción de Mr. Sheringham —prosiguió Miss Dammers con su voz clara y serena— tiene que haber resultado una novedad para muchos de ustedes. No lo ha sido para mí, pero en cambio la encuentro interesante, ya que parte del mismo punto que la teoría que yo he elaborado; es decir, de que el objetivo del crimen se ha cumplido.
Roger aguzó el oído.
—Como lo ha señalado Mr. Chitterwick, toda la teoría de Mr. Sheringham está basada en la apuesta hecha entre Mr. y Mrs. Bendix. Del relato de Mr. Bendix acerca de la apuesta, hace la deducción psicológica de que dicha apuesta nunca existió. Su deducción es interesante, pero inexacta. Mr. Sheringham es demasiado indulgente en su interpretación de la psicología femenina. Yo también partí de la apuesta. Pero la deducción que derivé, conociendo a las mujeres tal vez algo más íntimamente que Mr. Sheringham, es que Mrs. Bendix no era quizás tan completamente honesta como ella se pintaba a sí misma.
—También yo pensé en ello, por cierto —observó Roger—. Pero deseché la idea por motivos puramente lógicos. No hay nada en la vida de Mrs. Bendix que señale que no fuera estrictamente honesta en el sentido más amplio de la palabra, y todo tiende a demostrar que lo era. Y en ausencia de otros elementos de juicio, aparte de la palabra de Bendix, para probar que fue hecha la apuesta…
—Hay otras pruebas —repuso Miss Dammers—. He pasado todo el día de hoy estableciendo ese punto. Sabía que no podría refutar su teoría hasta probar que la apuesta había existido. Permítame sacarle de su incertidumbre, Mr. Sheringham. Tengo pruebas irrefutables de que la apuesta fue hecha.
—¿Tiene usted pruebas? —preguntó Roger, desconcertado.
—Sí. Usted mismo podría haberlas descubierto —reconvino Miss Dammers suavemente—, considerando la importancia que tenían para su teoría. Bueno, tengo dos testigos. Mrs. Bendix mencionó la apuesta a su doncella, cuando fue a su dormitorio a descansar, llegando a decir, como lo señaló usted mismo, Mr. Sheringham, que su violenta indigestión era un castigo bien merecido por haberla hecho. El segundo testigo es una amiga mía, que conoce a los Bendix. Esta señora vio a Mrs. Bendix sentada sola en su palco durante el entreacto, y entró a saludarla. Durante la conversación Mrs. Bendix comentó haber hecho con su marido una apuesta sobre la identidad del villano, mencionando el personaje de quien ella sospechaba. Pero, y ello confirma mi propia teoría, Mrs. Bendix no dijo a mi amiga que había visto la obra con anterioridad.
—¡Ah! —dijo Roger, desalentado.
Miss Dammers lo trató con la mayor suavidad posible.
—De la apuesta era posible formular dos deducciones, y desgraciadamente usted optó por la incorrecta.
—Pero, ¿cómo sabía usted —dijo Roger, tratando por última vez de salvar su teoría— que Mrs. Bendix había visto la obra? Yo lo descubrí hace sólo dos días, y ello por una extraordinaria casualidad.
—Yo lo sabía desde un principio —dijo Miss Dammers con displicencia—. Me imagino que a usted se lo dijo Mrs. Verreker-le-Mesurer. No la conozco personalmente, pero tenemos amistades comunes. Cuando usted habló anoche de la sorprendente información que le había llegado inesperadamente, no quise interrumpirle. De haberlo hecho, le habría señalado que las probabilidades de que cualquier cosa sabida por Mrs. Verreker-le-Mesurer, tal como la imagino yo, llegue a conocimiento de todas sus amistades son tantas, que ello es más bien una certeza.
—Comprendo —dijo Roger, y esta vez se dio por vencido definitivamente. Pero en aquel instante recordó un dato que Mrs. Verreker-le-Mesurer había logrado ocultar a sus amigas, aunque tal vez no del todo; y al ver la expresión maliciosa del rostro de Bradley, comprendió que estaban pensando lo mismo. Miss Dammers no era, pues, tan infalible.