El caso de los bombones envenenados (18 page)

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Authors: Anthony Berkeley

Tags: #Policiaco

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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—¿Entonces es una amiga personal suya? —preguntó Mrs. Fielder-Flemming fingiendo desinterés.

—No, sólo la he visto una vez. Fue cuando concurrí a su departamento con un ejemplar de una obra sobre asesinatos famosos, apareciendo como un corredor. Le pregunté si podría incluir su nombre en mi lista de pedidos. La obra había aparecido hacía unos pocos días, pero con gran orgullo ella me mostró un ejemplar flamante en su biblioteca. En verdad, le encantaba la obra; los asesinatos eran algo subyugante. Creo que éstos son datos interesantes.

—Yo tengo la impresión de que es una tonta —observó Sir Charles.

—Tiene aspecto de tonta —convino Mr. Bradley—. Habla como una tonta. Y si uno la encuentra en un té de señoras, diría que es completamente tonta. Y sin embargo, ha llevado a cabo un asesinato perfectamente planeado, de modo que no veo cómo puede ser tan tonta.

—¿No ha pensado usted —preguntó Miss Dammers—, que puede ser inocente?

—En verdad, no —confesó Mr. Bradley—. No lo pensé en ningún momento. Se trata de una ex-amante de Sir Eustace, abandonada por él hace poco tiempo, no más de tres años. La esperanza es lo último que se pierde; ella tiene un alto concepto de sí misma, y encuentra el asesinato algo subyugante. ¿Qué quiere usted que le diga, Miss Dammers?

»De paso, si desean ustedes pruebas de que fue amante de Sir Eustace, puedo agregar que vi una fotografía de él en su departamento. Estaba colocada en un marco muy ancho, que dejaba ver tan sólo la palabra
tu, tuyo.
Creo lógico suponer que a continuación seguía algún calificativo bastante íntimo, oculto bajo el marco.

—He oído de los propios labios de Sir Eustace que cambia de amores como de sombreros —señaló Miss Dammers—. ¿No es posible, pues, que haya más de una mujer que haya sufrido el complejo de los celos?

—Sí, pero no que además tenga un ejemplar de Taylor —respondió Mr. Bradley.

—El factor relativo a los conocimientos criminológicos parece haber tomado en este caso el lugar del nitrobenceno en el anterior —reflexionó Mr. Chitterwick—. ¿Es exacto lo que afirmo?

—Completamente —le tranquilizó Mr. Bradley—. En él reside la pista principal. Como ustedes ven, se destaca nítidamente. Aparece desde dos ángulos, la elección del veneno y las reminiscencias del caso. En verdad, surge reiteradamente, en todo momento.

—¡Bien! ¡Bien! —murmuró Mr. Chitterwick, como reprochándose por haber estado frente a un hecho todo el tiempo, sin haberlo advertido.

Se produjo un breve silencio, que Mr. Chitterwick atribuyó, sin fundamento alguno, a la desaprobación que había merecido su falta de perspicacia.

—Volvamos a su lista de condiciones. —Miss Dammers reanudó el ataque—. Usted dijo que no había podido corroborarlas todas. ¿Cuáles aparecen cumplidas en esa mujer? ¿Cuáles no ha podido usted comprobar?

Mr. Bradley adoptó una actitud de alerta.

—Primero, ignoro si tiene conocimientos de química. Segundo, no sé si tiene los conocimientos más elementales de criminología. Tercero, es casi seguro que haya tenido una buena educación, aunque dudo que haya aprovechado nada de ella. Creo que debemos suponer que nunca concurrió a un internado para varones. Cuarto, no he logrado establecer una relación entre ella y el papel de la casa Mason, aparte de que tenía cuenta corriente allí; y si este hecho fue suficiente para comprometer a Sir Charles, también lo es en este caso. Quinto, no he podido establecer ninguna relación entre ella y la máquina Hamilton 4. La explicación sería sencilla ya que es muy probable que alguna de sus amistades tenga una. Sexto, puede haber estado en las inmediaciones de la calle Southampton. Trató de establecer una coartada, pero lo echó todo a perder. Es una coartada absurda. Dice haber estado en el teatro, pero no llegó allí hasta después de las nueve. Séptimo, vi una estilográfica Onix en su escritorio. Octavo, vi asimismo un frasco de tinta Harfield en una de las gavetas del escritorio. Noveno, yo nunca habría dicho que tiene una mentalidad creadora, más aún, nunca habría afirmado que tiene mentalidad de ninguna clase. Pero aparentemente debemos suponer que la tiene. Décimo, a juzgar por su rostro, yo diría que tiene una gran habilidad manual. Undécimo, si es una persona de hábitos metódicos, debe pensar que es una característica comprometedora, pues lo disimula muy bien. Duodécimo, yo diría, introduciendo un cambio, que tiene la absoluta falta de imaginación del envenenador. Eso es todo.

—Ya lo veo —dijo Miss Dammers—. Hay muchos puntos débiles.

—Es cierto —repuso Mr. Bradley sin inmutarse—. Yo sé que esta mujer tiene que haber cometido el crimen, porque no puede ser de otra manera. Pero no puedo creerlo.

—¡Ah! —dijo Mrs. Fielder-Flemming, condensando en su exclamación el sentimiento general.

—De paso, Mr. Sheringham —señaló Bradley—, usted conoce a esa mala señora.

—¿La conozco, yo? —dijo Roger, como saliendo de un trance—. Me parece que sí. Dígame usted, Bradley, si escribo su nombre en un papel, ¿me dirá si estoy equivocado o no?

—Escriba usted —repuso el amable Mr. Bradley—. Estaba por proponerle algo parecido. Como presidente del Círculo, usted ha de saber a quién me refiero, por si hay alguna duda de ello.

Roger dobló el papel y lo entregó a Mr. Bradley.

—Es esta persona, supongo…

—La misma.

—¿Y usted basa su caso en las razones que tiene ella para interesarse por la criminología?

—Por así decirlo —concedió Bradley.

A pesar suyo, Roger se ruborizó levemente. Tenía razones concretas para saber por qué Mrs. Verreker-le-Mesurer profesaba tal interés por la criminología. Dejando a un lado los circunloquios, las razones se le habían hecho obvias en toda forma.

—En tal caso, está usted totalmente equivocado, Bradley, —dijo sin vacilar—. Absolutamente equivocado.

—¿Está usted seguro?

—Absolutamente seguro.

—¿Sabe usted, Mr. Sheringham? Nunca creí que fuese ella —comentó el filosófico Mr. Bradley.

CAPÍTULO XII

R
OGER
estaba ocupado. Sin tener en cuenta las horas ni el tiempo, se trasladaba en taxímetro de un lado a otro, tratando febrilmente de completar los detalles de su teoría antes de la noche. Si Mrs. Verreker-le-Mesurer, aquella criminóloga inconsciente, le hubiese visto, sus actividades le habrían parecido no sólo desconcertantes, sino sin objeto.

Por ejemplo, la tarde anterior a la noche en que debía hablar, Roger tomó su primer taxímetro, que le condujo a la Biblioteca Pública de Holborn, y una vez allí, pidió un libro de consulta sobre un tema altamente especializado. A continuación se dirigió a las oficinas de Weall y Wilson, conocida firma cuya función es proteger los intereses comerciales de sus suscriptores y proporcionarles informes estrictamente confidenciales sobre la estabilidad de cualquier empresa en la cual deseen invertir dinero.

Roger se presentó como un posible accionista por elevadas sumas, registró su nombre como suscriptor, llenó una serie de cuestionarios encabezados con el título de «Estrictamente Confidencial», y se negó a retirarse hasta que los señores Weall y Wilson prometieron, en consideración a ciertos pagos suplementarios, obtener los datos que solicitaba dentro de las veinticuatro horas subsiguientes.

Luego compró un diario y se encaminó a Scotland Yard donde buscó a Moresby.

—Moresby —le dijo sin mayores preámbulos—, deseo que me haga un gran favor. ¿Sería usted capaz de localizar a un conductor de taxímetro que recogió a un pasajero en Piccadilly Circus o sus inmediaciones alrededor de las diez de la noche anterior al asesinato de Mrs. Bendix, dejándole cerca del Strand, al final de Southampton Street? Búsqueme además otro taxímetro que recogió a un pasajero en el Strand, cerca de la calle Souhtampton, a las nueve y cuarto aproximadamente, dejándole cerca de Piccadilly Circus o en sus inmediaciones. El que más me interesa es el segundo; no estoy muy seguro del primero. También es probable que se haya utilizado el mismo taxímetro para ambos viajes, pero lo dudo. ¿Cree usted que podrá hacerlo?

—No creo que obtengamos resultados, al cabo de tanto tiempo —dijo Moresby, en tono de duda—. ¿Es realmente muy importante?

—Muy importante.

—Bien; haré la prueba, naturalmente, si usted lo quiere, Mr. Sheringham. Sé que puedo aceptar su palabra de que es importante. Pero no lo haría por ningún otro.

—Muchas gracias —dijo Roger efusivamente—. Trate de apresurar la gestión, por favor. Si llega a localizar al hombre, puede usted telefonearme al Albany mañana a la hora del té.

—¿Qué se propone usted?

—Estoy tratando de destruir una coartada muy ingeniosa.

Luego de separarse de Moresby, regresó a su alojamiento a comer.

Después de la comida estuvo demasiado ocupado, meditando, como para poder hacer otra cosa que salir a caminar. Al salir del Albany, anduvo sin objetivo fijo en dirección a Piccadilly. Recorrió el Circus, pensando todo el tiempo, y se detuvo un instante, por costumbre, a mirar distraídamente las fotografías de la nueva revista que se exhibían en la fachada del
Pavilion.
Cuando salió de su abstracción, se encontró frente al Haymarket, y luego dio un largo rodeo hasta la calle Jermyn, donde se detuvo frente al teatro Imperial, en medio de un tránsito alucinante, observando ociosamente a los últimos concurrentes que entraban apresuradamente en la sala.

Los anuncios de
El cráneo crujiente
le informaron que la terrible cosa comenzaba a las ocho y media. Miró su reloj, y vio que eran casi las nueve.

Tenía toda la noche por delante, y decidió entrar. A la mañana siguiente, muy temprano para Roger, es decir, a las diez y media, en un paraje desolado, en algún lugar más allá de los confines de la civilización, en suma, en Acton, se encontró conversando con una joven en la oficinas de la Compañía Anglo-Oriental de Perfumes. La joven estaba atrincherada detrás de una mampara, junto a la entrada principal, y sólo se comunicaba con el mundo exterior a través de una pequeña ventanilla con vidrios esmerilados. Si se golpeaba o llamaba con suficiente energía, la joven condescendía a abrir esa ventanilla lo suficiente como para poder responder con frases lacónicas a los importunos visitantes, cerrándola luego con un golpe brusco, para expresar que, a su entender, la entrevista había terminado.

—Buenos días —dijo Roger cortésmente, luego de que su tercer golpe hubo sacado a la joven de su fortaleza—. Venía a…

—Corredores, martes y viernes por la mañana de diez a once —dijo la joven, cerrando la ventanilla con uno de sus golpes más bruscos. Ello le enseñaría a insistir en negociar con una respetable firma inglesa los jueves por la mañana. «Me hace gracia», pareció decir el golpe.

Roger se quedó contemplando la ventanilla cerrada. Entonces comprendió que había algún error. Una vez más, golpeó la ventanilla. Al cuarto golpe, ésta se abrió como si algo hubiese estallado tras ella.

—Ya le he dicho —dijo la joven indignada— que atendemos a los corredores…

—Yo no soy corredor —dijo Roger rápidamente—. Por lo menos —agregó con precisión, recordando los inhospitalarios desiertos que había recorrido antes de llegar a aquel oasis—, no soy un corredor comercial.

—¿No desea usted vender nada? —preguntó la joven suspicazmente. Educada en la mejor tradición del método comercial inglés, era natural que contemplase con la mayor desconfianza a cualquiera que tuviese la intención de vender algo a su firma.

—Nada —repuso Roger con la mayor seriedad, impresionado a la vez por la repulsiva vulgaridad de semejante materialismo.

En aquel punto pareció que la joven, aunque lejos de estar dispuesta a hacer amistad con él, consentiría en tolerar su presencia durante algunos minutos.

—Bueno, ¿qué desea usted? —preguntó en tono de fatiga noblemente sobrellevada. Aparentemente eran pocas las personas que se aproximaban a aquella ventanilla con otra intención que la de hacer negocios con la casa. ¡Nada menos que hacer negocios!

—Soy abogado —le digo Roger—, y estoy estudiando el asunto referente a un tal Joseph Lea Hardwick, que estuvo empleado aquí. Lamento decir que…

—Lo siento mucho, pero nunca he oído hablar de ese señor —dijo la joven bruscamente, e insinuó por su vía habitual que la entrevista se había prolongado demasiado.

Una vez más Roger recurrió al puño de su bastón.

Después de repetidos golpes fue recompensado por una nueva aparición de la indignada joven.

—Ya le dije una y otra vez que…

Pero Roger estaba preparado.

—Bien, señorita, ahora le diré yo una cosa. Si se niega a responder a mis preguntas, le advierto que se va a encontrar en dificultades. ¿Ha oído hablar del desacato a la autoridad?

En ciertas ocasiones se puede utilizar la verdad algo inescrupulosamente. A veces hasta se justifican unos golpes de bastón. Aquélla era una de esas ocasiones.

La joven no pareció sentir temor, pero se mostró impresionada.

—Bueno, ¿qué desea usted saber? —preguntó resignada.

—Ese hombre, Joseph Lea Hardwick…

—¡Le he dicho ya que no le conozco!

Como la existencia de tal caballero databa de sólo dos o tres minutos, siendo, además, una existencia imaginaria en la mente de Roger, su creador estaba preparado para responder.

—Es posible que usted le conozca bajo otro nombre —dijo con aire misterioso.

Inmediatamente se despertó el interés de la joven. Estaba visiblemente alarmada y, cuando habló, su voz era estridente.

—Si se trata de un divorcio, le advierto que a mí no me va a complicar en nada. Yo no sabía siquiera que era casado. Además, no es el caso de que hubiese una causa. Quiero decir que…, bueno, por lo menos… son todas mentiras, de todos modos. Yo nunca…

—No se trata de un divorcio —se apresuró a aclarar Roger, a fin de contener el torrente de confidencias, y un tanto alarmado por aquellas revelaciones.

—No…, no tiene nada que ver con su vida privada. Se refiere a un hombre que traba jaba aquí…

—¡Ah! —El alivio de la falsa doncella se transformó en indignación—. ¡Pues, habérmelo dicho antes!

—… que estaba empleado aquí —prosiguió Roger firmemente—. En la sección nitrobenceno. Ustedes tienen una sección nitrobenceno, ¿no es verdad?

—Yo no la conozco.

Roger hizo un ruido que generalmente se transcribe como
¡Tch!

—Usted sabe muy bien lo que quiero decir. La sección que manipula el nitrobenceno utilizado en la fábrica. ¡No me va a negar que se utiliza nitrobenceno en la fábrica! ¡Y en grandes cantidades!

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