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Authors: Anthony Berkeley

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El caso de los bombones envenenados (14 page)

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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—Fascinante —convino Roger gravemente—. Bueno, creo que…

—¿Y qué piensa ese hombre, Sir Eustace Pennefather, de todo el asunto? Después de todo, él es tan responsable como el que más de la muerte de Joan —dijo Mrs. Verreker-le-Mesurer con rencor.

—Permítame usted, señora —Roger no sentía especial cariño por Sir Eustace, pero se sintió obligado a salir en su defensa—. No creo que tenga usted derecho a decir eso.

—No sólo puedo decirlo, sino que lo digo —afirmó Mrs. Verreker-le-Mesurer—. ¿Le conoce usted, Mr. Sheringham? Me dicen que es una malísima persona. ¡Siempre corriendo tras alguna mujer, y cuando se cansa de ella, la abandona sin compasión…, sin un remordimiento! ¿Es verdad?

—No puedo decírselo —repuso Roger fríamente—. No conozco a Sir Eustace.

—Bueno, todo el mundo habla de su conquista actual —replicó Mrs. Verreker-le-Mesurer, acaso ligeramente más sonrosada de lo que los delicados cosméticos de sus mejillas habrían autorizado—. Lo he oído de seis partes, por lo menos. La mujer de Bryce nada menos. Usted sabe, la esposa del magnate del petróleo, o del aceite, o lo que sea…

—Nunca he oído hablar de ella —mintió Roger.

—Empezó hace una semana, dicen —prosiguió charlando la incansable Mrs. Verreker-le-Mesurer—. Tal vez para consolarse de no haber conquistado a Dora Wildman. Bueno, gracias al cielo que Sir Charles actuó con firmeza en ese asunto. Él se opuso, ¿no? Lo oí decir el otro día. ¡Qué hombre repulsivo! ¡Pensar que semejante individuo es responsable de la muerte de Joan! Una tragedia tan grande podría haber moderado algo sus inclinaciones. ¿No lo cree usted? Pero no ha sido así. La verdad es que yo creo que…

—¿Ha ido usted al teatro recientemente? —preguntó Roger en voz muy alta.

Mrs. Verreker-le-Mesurer le miró desconcertada.

—¿Al teatro? Sí, creo que he visto todo lo que están dando. ¿Por qué, Mr. Sheringham?

—Por simple curiosidad. La nueva revista en el
Pavilion
es muy buena, ¿no es cierto? Bueno, me temo que tengo que…

—¡Ah, no me hable de esa obra! —exclamó Mrs. Verreker-le-Mesurer—. La vi la noche antes de morir Joan.

Roger se preguntó si habría algún tema capaz de desviar la conversación de Mrs. Verreker-le-Mesurer de la muerte de Mrs. Bendix.

—Lady Gavelstoke tenía un palco y me invitó a acompañarla —agregó Mrs. Verreker-le-Mesurer.

—¿Ah sí? —Roger pensó por un instante que lo mejor sería pasar la viuda a otro transeúnte, como se hace con una pelota, y luego lanzarse a la primera brecha que apareciese entre el tránsito—. Muy buena obra —dijo con mal disimulada inquietud, mientras trataba de acercarse al cordón de la acera—. Me gustó especialmente el cuadro llamado
El eterno triángulo
.

—¿
El eterno triángulo
? —preguntó Mrs. Verreker-le-Mesurer vagamente.

—Sí, al principio de la obra.

—¡Ah! Entonces es posible que no lo haya visto. Llegué pocos minutos tarde. Lo siento, pero —agregó Mrs. Verreker-le-Mesurer patéticamente— yo siempre llego tarde a todas partes.

Roger anotó mentalmente que los pocos minutos de que hablaba Mrs. Verreker-le-Mesurer eran un eufemismo, como casi todas sus afirmaciones respecto de sí misma.
El eterno triángulo
no había sido representado, por cierto, hasta la segunda media hora del espectáculo.

—¡Vaya! —dijo Roger, mirando fijamente un ómnibus que se aproximaba—. Tendrá usted que disculparme, señora. Hay un hombre en ese ómnibus que quiere hablar conmigo. ¡Scotland Yard! —silbó en impresionante susurro.

—¡Ah! Entonces…, entonces, ¿quiere decir que usted está investigando la muerte de la pobre Joan? ¡Por favor, cuénteme algo! No se lo diré a nadie.

Roger miró en derredor con aire misterioso y frunció las cejas en gesto teatral.

—¡Sí! —asintió llevando un dedo a los labios—. Pero ni una palabra de esto, Mrs. Verreker-le-Mesurer.

—Seguro que no. Se lo prometo.

Roger observó con cierta desilusión que la viuda no parecía tan impresionada como él esperara. A juzgar por su expresión, Roger tenía la sospecha de que ella sabía que sus pesquisas habían sido vanas, y, una vez más, lamentó haber asumido una responsabilidad tan grande.

Pero, en aquel momento, el ómnibus se detuvo junto a ellos, y, con un rápido saludo, Roger ascendió en el momento en que reanudaba la marcha. Con grandes gestos de cautela, pues sentía que los grandes ojos castaños de Mrs. Verreker-le-Mesurer estaban fijos en él, trepó los escalones y tomó asiento, luego de un exagerado examen de los demás pasajeros, junto a un perfectamente inofensivo hombrecillo de sombrero hongo. El hombrecillo, que era escribiente de una gran empresa constructora de Tooting, le miró con resentimiento. Estaban rodeados de asientos completamente vacíos. El ómnibus entró en Piccadilly, y Roger se apeó frente al Club Rainbow. Una vez más debía almorzar con uno de sus socios. Había pasado la mayor parte de los últimos días invitando a almorzar a los socios del Rainbow que conocía, por superficial que fuese la relación, con el objeto de que ellos retribuyesen la atención invitándole a su vez al club. Hasta aquel momento no había logrado más que comer, y tampoco esperaba sacar nada en limpio en esta oportunidad.

No era que el socio en cuestión tuviese reparos en hablar de la tragedia. Aparentemente había estado en el mismo colegio que Bendix, y estaba dispuesto a asumir todas las responsabilidades derivadas de su vieja amistad con él, en la misma forma en que lo había hecho Mrs. Verreker-le-Mesurer respecto de Mrs. Bendix. Por otra parte, se sentía orgulloso de saber algo más del asunto que sus amigos. Cuando uno le oía hablar, parecía que su relación con el crimen era más íntima aún que la del propio Sir Eustace. El anfitrión de Roger era esa clase de hombre.

Mientras conversaban, pasó un hombre junto a su mesa, y el amigo de Roger calló bruscamente. El recién llegado hizo un breve ademán de saludo y se dirigió a su mesa.

—Hablando de Bendix, ése no es otro que él. Es la primera vez que le veo por aquí después de la tragedia. ¡Pobre hombre! Está hecho migas. Nunca he visto a un hombre tan enamorado de su mujer. Era el comentario de todos. ¿Se fijó usted en su palidez?

Todo esto fue dicho en un murmullo tan teatral, que si el aludido hubiese estado mirando en aquel momento en su dirección, posiblemente habría adivinado que se referían a él mejor que si hubiesen estado conversando a voz en cuello.

Roger asintió con la cabeza. Había visto fugazmente el rostro de Bendix y, aun antes de saber quién era, le había impresionado su aspecto. Era un rostro pálido, desencajado, surcado por líneas de amargura, prematuramente envejecido. «Hay que hacer algo —pensó conmovido—. Tenemos que hacer algo. Si no se descubre pronto al asesino también este hombre va a morir. »

Roger dijo en voz alta, un poco a quemarropa y, por cierto, sin hacer gala de mucho tacto:

—En verdad no fue muy efusivo con usted. ¡Creí que eran amigos íntimos!

Su interlocutor le miró, algo incómodo.

—Bueno, hay que disculparle en estas circunstancias… —explicó—. Además, no éramos amigos tan íntimos. La verdad es que estaba uno o dos años más adelantado que yo, tal vez tres años. Estábamos en distintos dormitorios, y él seguía estudios más prácticos, mientras que yo siempre fui aficionado a las asignaturas clásicas.

—Comprendo —dijo Roger sin pestañear, advirtiendo al punto que la relación de su anfitrión con Bendix se habría limitado, probablemente, a una que otra riña de las habituales entre adolescentes de distinta edad. En vista de ello, decidió no hablar más del asunto.

Durante el resto del almuerzo estuvo algo distraído. Algo se agitaba en su mente, aunque no podía localizarlo. Sentía que en alguna parte, de algún modo, le había sido trasmitida una información vital durante la hora última y él no había comprendido su importancia.

Sólo media hora más tarde, cuando ya se disponía a salir, y luego de haber renunciado a localizar el dato de referencia, éste apareció súbitamente en su conciencia, tal como acontece con exasperante frecuencia.

—¡Por Júpiter! —dijo en voz baja.

—¿Qué sucede, Sheringham? —preguntó su anfitrión, que se sentía muy sociable luego de haber bebido una buena cantidad de Oporto.

—Nada, nada —respondió Roger rápidamente, volviendo a la tierra.

Una vez fuera del club, llamó un taxímetro.

Por primera vez en su vida, tal vez, Mrs. Verreker-le-Mesurer había dado a alguien una idea constructiva.

Durante el resto del día, Roger estuvo sumamente ocupado.

CAPÍTULO X

E
L PRESIDENTE
cedió la palabra a Mr. Bradley, a quien tocaba hablar aquella noche. Mr. Bradley acarició sus bigotes y mentalmente se frotó las manos con satisfacción.

Había empezado su carrera como vendedor de automóviles, cuando todavía era el tranquilo Percy Robinson, y había descubierto que haría más dinero como fabricante. Ahora fabricaba novelas policiales, y hallaba de suma utilidad su experiencia previa frente a la credulidad del público. Continuaba siendo su propio vendedor, pero de vez en cuando tenía dificultad en recordar que ya no se encontraba detrás de un mostrador en los talleres Olympia. Despreciaba todo y a todos en el mundo, inclusive a Morton Harrogate Bradley, excepto a Percy Robinson, únicamente.

—Me encuentro en una situación difícil —dijo, con las inflexiones propias de un caballero, y como si se dirigiese a un auditorio de deficientes mentales.

»Hasta hace poco tenía la impresión de que debía limitarme a señalar como culpable a la persona más insospechada, de acuerdo con la tradición, pero Mrs. Fielder-Flemming se me ha anticipado. No veo cómo podría presentar yo a un asesino más inesperado que Sir Charles Wildman. Todos los que tenemos la desgracia de hablar después de haberlo hecho Mrs. Fielder-Flemming deberemos contentarnos con repetir otros tantos lugares comunes.

»No quiero decir que no haya hecho todo lo posible. Estudié el caso según mi criterio personal, llegando a una conclusión que por cierto me sorprendió mucho. Pero, como dije, después de haber oído a la última oradora, lo que yo diga les parecerá harto trivial.

»Veamos, entonces: ¿por dónde comencé? ¡Ah, sí! Por el veneno. Pues bien, el uso de nitrobenceno como instrumento del crimen me interesó sobremanera, y me parece un elemento sumamente significativo. El nitrobenceno es la substancia que menos podríamos imaginar dentro de esos bombones. Yo me he dedicado algo al estudio de distintos venenos, en relación con mi trabajo, y nunca he oído que se haya empleado nitrobenceno en un crimen. Los anales registran casos de su uso en suicidios y en envenenamientos accidentales, pero aun estos casos no alcanzan a más de tres o cuatro.

»Me sorprende que este punto no haya llamado la atención de ninguno de los dos oradores anteriores. Lo verdaderamente interesante es que tan pocas personas conozcan el nitrobenceno como tóxico. Ni siquiera los toxicólogos profesionales lo conocen muy bien. Recientemente estuve hablando con un estudiante de Ciencias de Cambridge, especializado en química, y descubrí que nunca había oído hablar de esa substancia como de un veneno usual. De paso, debo decirles que yo sabía mucho más que él acerca del mismo. En cuanto a los farmacéuticos comunes, creo muy difícil que viesen en el nitrobenceno uno de los venenos habituales. Tampoco aparece en la farmacopea, y la lista es bastante extensa. Bueno, todo esto me parece bastante significativo.

»Señalaré otros puntos. El nitrobenceno se utiliza extensamente en la industria, y es el tipo de substancia que podría ser utilizada en la elaboración de infinidad de productos. Es un disolvente conocido. Se nos ha señalado como su principal aplicación su uso en la fabricación de anilinas. Puede que ella sea la principal, pero no la más difundida. También se utiliza en gran escala en la fabricación de golosinas y perfumes. En fin, no intentaré dar una lista completa de sus usos, ya que en ella aparecerían innumerables productos, desde bombones hasta neumáticos para automóviles. Lo importante es que se trata de una substancia de fácil obtención.

»Y ya que estamos en ello, debo decir también que se prepara con facilidad. Cualquier escolar sabe cómo tratar el benzol con ácido nítrico para obtener nitrobenceno. Yo mismo lo he hecho muchas veces. Todo lo que se requiere es tener las nociones más elementales de química, siendo posible prepararlo sin ningún aparato químico complicado. Hasta podría decirles que cualquiera, aun sin conocimientos de química, puede prepararlo, en cuanto al proceso mismo se refiere. Por último, se puede preparar secretamente, de modo que nadie tiene que enterarse. A pesar de todo, creo que el hecho de que alguien se haya dispuesto a prepararlo indica un cierto conocimiento de química. Por lo menos, para este objeto en particular.

»Bien, dentro de lo que se refiere al caso en conjunto, este uso del nitrobenceno me pareció no sólo el único elemento de originalidad, sino el indicio más importante. No en el sentido de que el ácido prúsico sea una prueba valiosa por su fácil obtención, sino porque una vez descubiertas sus propiedades tóxicas, cualquiera puede obtener o preparar nitrobenceno, y éste es, sin duda, un factor muy importante desde el punto de vista del presunto asesino. Quiero decir que el tipo de individuos a quien podría ocurrírsele emplear semejante relleno debe ser definido dentro de límites sorprendentemente estrechos.

Mr. Bradley se detuvo un instante para encender un cigarrillo; y si experimentaba un secreto placer por el interés que demostraban los miembros del Círculo al no pronunciar una sola palabra mientras él se preparaba para reanudar su exposición, no lo manifestó. Luego de mirar a todos como si se tratase de una clase de niños muy pequeños, prosiguió:

—Primero de todo, debemos reconocer que quien ha usado el nitrobenceno tiene que ser una persona con un mínimo de conocimientos de química. Debo concretar esta última declaración. He querido decir conocimientos de química, o conocimientos especializados. Un idóneo de farmacia, por ejemplo, que tenga suficiente interés en su trabajo como para leer el material de la especialidad en sus horas libres, serviría para ilustrar el primer caso, y una mujer empleada en una fábrica en la cual se utilice nitrobenceno, y donde se haya advertido al personal contra las propiedades tóxicas de la substancia, podría ilustrar el segundo. Yo diría, pues, que hay dos clases de individuos que podrían haber pensado en tal veneno, y la primera se subdivide en las dos variedades que acabo de mencionar.

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