El caso de los bombones envenenados (5 page)

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Authors: Anthony Berkeley

Tags: #Policiaco

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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—Como nosotros —sugirió Roger.

CAPÍTULO IV

E
L CÍRCULO
permaneció reunido durante algún tiempo después de la partida de Moresby. Había mucho que discutir, y todo el mundo tenía puntos de vista y teorías que exponer.

Un hecho surgía con singular claridad: la policía había seguido un camino equivocado. No se trataba de un asesinato vulgar, cometido por un maniático cualquiera. Alguien, impulsado por móviles concretos, se había dedicado en forma metódica a planear y llevar a cabo el asesinato de Sir Eustace. Como en todos los asesinatos, en suma, se trataba en este caso de
chercher le motif
[2]
.

Durante la exposición y debate de las teorías formuladas por los miembros del Círculo, Roger dirigió enérgicamente la discusión. El objeto principal de la prueba era, como lo señalara más de una vez, que cada cual trabajase independientemente, sin ideas preconcebidas o sugeridas por los demás, formulando su teoría individual y llegando a probarla por sus propios medios.

—¿No cree usted, Sheringham, que convendría hacer un acopio común de todos los elementos de juicio reunidos? —preguntó Sir Charles—. Yo sugeriría que sigamos nuestras pesquisas independientemente, pero que cada hecho concreto que descubramos sea puesto a disposición de todos. El ejercicio debe ser intelectual, más bien que un concurso de investigación vulgar.

—Lo que usted sugiere tendría sus ventajas, Sir Charles —replicó Roger—. Ya he pensado detenidamente en ello. Sin embargo, creo más conveniente que cada cual reserve para sí los datos que recoja a partir de esta noche. Como ya se sabe, poseemos todos los recogidos hasta ahora por la policía, y no creo que los que aparezcan en el futuro ofrezcan una pista segura que nos lleve directamente hasta el asesino. Serán más bien hechos pequeños, insignificantes en sí, pero de valor para fundamentar una hipótesis.

Sir Charles murmuró algo, sin mostrarse muy convencido.

—Propongo que se someta a votación la iniciativa de Sir Charles —dijo Roger.

Cuando se hizo la votación, Sir Charles y Mrs. Fielder-Flemming se pronunciaron en favor de que todos los datos fuesen revelados al conjunto, mientras que Mr. Bradley, Alicia Dammers, Mr. Chitterwick, éste no sin grandes vacilaciones, y por último Roger, lo hicieron en contra.

—Mantendremos en secreto los datos que descubramos —dijo Roger, y mentalmente anotó quiénes habían votado por cada una de las dos alternativas. Consideraba que esta votación indicaba ya quiénes se conformarían con la simple especulación teórica, y quiénes estaban dispuestos a entrar tan de lleno en la prueba como para ponerse en actividad. En todo caso serviría para señalar quiénes tenían ya una hipótesis y quiénes no.

Sir Charles aceptó el resultado con resignación.

—Empezamos todos en condiciones idénticas —dijo.

—Desde el momento en que abandonemos esta habitación —corrigió Morton Harrogate Bradley arreglando el nudo de su corbata—. Debo señalar que estoy de acuerdo en parte con la proposición de Sir Charles, en el sentido de que cualquiera que en este momento tenga algo que agregar a las declaraciones del Inspector Jefe, debe hacerla antes de retirarse.

—Pero ¿hay quién pueda agregar nada? —preguntó Mrs. Fielder-Flemming.

—Sir Charles conoce a Mr. y Mrs. Bendix —señaló Alicia Dammers con tono imparcial—, y también a Sir Eustace. Yo conozco a este último.

Roger sonrió. Ésta era una afirmación típica en Miss Dammers. Todo el mundo sabía que Alicia había sido la única mujer que había derrotado a Sir Eustace con sus propias armas, o por lo menos, así corría el rumor. Sir Eustace se había empeñado en agregar a sus trofeos el corazón de una intelectual, tal vez para realzar con ello el conjunto de los que tenía ya en su colección, y que no pertenecían, precisamente, a mujeres del tipo de Miss Dammers. Alicia Dammers, con su elegante belleza, su figura alta y esbelta y sus gustos irreprochablemente aristocráticos, llenaba todos los requisitos que demandaba el exigente gusto de Sir Eustace. En vista de ello, se había dedicado resueltamente a conquistarla.

El resultado había sido observado con regocijo no disimulado por el extenso círculo de amistades de Miss Dammers. Aparentemente, Alicia se encontraba ampliamente dispuesta a ser conquistada. Parecía que de un momento a otro caería en las redes que le tendía el hábil Sir Eustace. Se les veía juntos incesantemente, almorzando, comiendo, haciendo visitas y paseos. Sir Eustace, entusiasmado por la perspectiva inminente de un rendimiento incondicional, había estrechado el cerco, utilizando todas sus artes.

Fue entonces que Miss Dammers se escabulló con la mayor serenidad, y pocos meses más tarde publicó un libro en el cual Sir Eustace Pennefather, disecado con la crueldad más refinada, aparecía ante los ojos del mundo en toda su desnuda simpleza psicológica. Miss Dammers, que era en realidad una escritora brillante, nunca hacía alusión a su arte, pero era indudable que sostenía la teoría de que todo debe ser sacrificado a él, inclusive los sentimientos de Sir Eustace Pennefather y de quienes se le asemejan.

—No hay duda de que desde el punto de vista del asesino, Mr. y Mrs. Bendix aparecen en el crimen en forma completamente accidental —señaló Bradley, con el tono paciente de quien enseña a un niño que dos y dos son cuatro—. Dentro de nuestro conocimiento, su única relación con Sir Eustace es el hecho de que tanto Bendix como él eran miembros del Rainbow.

—No creo necesario dar a ustedes mi opinión sobre Sir Eustace —observó Miss Dammers—. Los que hayan leído
Demonio y Carne
saben cómo le veía yo, y no tengo motivos para suponer que haya cambiado desde que tuve oportunidad de estudiarlo. Con todo, no pretendo ser infalible, y me interesaría saber si la opinión de Sir Charles coincide con la mía.

Sir Charles, que no había leído
Demonio y Carne,
se sintió algo incómodo.

—No creo poder agregar nada de interés a la imagen presentada por el Inspector Jefe. No conozco bien a Sir Eustace, y la verdad es que tampoco tengo interés en conocerlo mejor.

Todos los presentes adquirieron una expresión inocente. Se había comentado insistentemente la posibilidad de un compromiso matrimonial entre Sir Eustace y la hija de Sir Charles, y se decía que éste no había visto la perspectiva con buenos ojos. Más aún: el compromiso había sido prematuramente anunciado, y terminantemente desmentido al día siguiente.

Sir Charles trató de mostrar un semblante tan tranquilo como el resto de los comensales.

—Como lo diera a entender el Inspector Jefe, Sir Eustace no es una buena persona. Hasta podría aventurarme a afirmar que es un canalla. Me refiero a su actitud con las mujeres —agregó Sir Charles sin más ambages—. Además, bebe con exceso. —Evidentemente Sir Charles no abrigaba la menor simpatía hacia Sir Eustace.

—Podría señalar un punto, insignificante, tal vez, pero de valor psicológico, pues serviría para demostrar la torpeza de las reacciones de Sir Eustace —dijo Alicia Dammers—. En el breve tiempo transcurrido desde la tragedia, los rumores están asociando ya el nombre de Sir Eustace al de una nueva conquista. Ello me ha sorprendido un poco, pues, a pesar de conocerle, le hubiera supuesto más sensible y más dispuesto a mostrar cierto pesar por el terrible error del que resultara víctima inocente Mrs. Bendix, aun cuando ésta le fuese totalmente desconocida.

—Permítame que corrija una impresión creada anteriormente, Miss Dammers —observó Sir Charles—. Mrs. Bendix no era una desconocida para Sir Eustace, si bien es probable que él no recuerde haberle sido presentado alguna vez. Pero la conocía. Una noche estaba yo conversando con Mrs. Bendix durante el intervalo de un estreno teatral, no recuerdo cuál, cuando Sir Eustace se aproximó a nosotros. Luego de presentarlos mutuamente, comenté algo de que Bendix era también miembro del Rainbow. Había olvidado este detalle.

—Entonces, me he equivocado totalmente respecto a Sir Eustace —dijo Alicia Dammers con tono desilusionado—. He sido demasiado indulgente al juzgarle capaz de algún sentimiento. —Ser demasiado indulgente en la sala de disecciones era, a juicio de Miss Dammers, un crimen mucho más grave que ser demasiado despiadada.

—En cuanto a Bendix —dijo Sir Charles—, no creo que pueda agregar nada a lo que todos ustedes saben de él. Entiendo que es un hombre honesto, digno del mayor respeto, y que, a pesar de todo el dinero que tiene, no ha perdido la cabeza. Su esposa era también una mujer encantadora, aunque tal vez excesivamente seria. Era el tipo de mujer aficionada a formar parte de comisiones directivas. No quiero decir con ello que esta afición la desmerezca en lo más mínimo.

—Yo diría lo contrario —observó Miss Dammers, que era muy afecta a ser miembro de comisiones directivas.

—Exactamente, tiene usted razón —se disculpó Sir Charles, recordando las curiosas predilecciones de Miss Dammers—. Y evidentemente no era tan seria como para negarse a hacer una apuesta, si bien en este caso se trataba de una apuesta trivial.

—Tenía otra apuesta con el azar, aunque ella lo ignoraba —dijo con tono solemne Mrs. Fielder-Flemming, quien estaba ya estudiando mentalmente las posibilidades dramáticas de la situación—. Ésta no era una apuesta trivial: era una apuesta trágica. Era una apuesta con la muerte, y la perdió. —Era lamentable la inclinación de Mrs. Fielder-Flemming a llevar su sentido de lo dramático a las circunstancias más vulgares de la vida. Tal inclinación no estaba de acuerdo con su aspecto de cocinera.

Cuando hubo pronunciado su lugar común, miró a hurtadillas a Alicia Dammers, mientras se preguntaba si le sería posible estrenar una obra teatral antes de que aquélla le quitase el material publicando un libro.

Como presidente del Círculo, Roger debió adoptar medidas para volver el debate al terreno práctico.

—Así es, ¡pobre señora! Pero después de todo, no debemos confundir las cosas. Es difícil tener siempre presente que la víctima no tenía nada que ver con el crimen, por así decirlo, pero el hecho sigue en pie; por un accidente, murió la persona que no debía morir; es, pues, de Sir Eustace, la persona que debía morir, de quien debemos ocuparnos. Veamos ahora, ¿hay alguna otra persona presente que conozca a Sir Eustace, sepa algo de su vida, o pueda aportar otros datos relacionados con el crimen?

Nadie respondió.

—Estamos, pues, todos en idénticas condiciones. Me referiré ahora a nuestra próxima reunión. Propongo un plazo de una semana para formular nuestras teorías y llevar a cabo las pesquisas que juzguemos necesarias, y que al cabo de dicho plazo nos reunamos todas las noches, comenzando el lunes próximo. A fin de establecer el orden en que expondremos nuestras teorías y conclusiones, propongo que tiremos a la suerte. Pero tal vez alguno de ustedes opine que debe hablar más de una persona cada noche.

Luego de breves deliberaciones se decidió realizar una nueva reunión el lunes siguiente; y, con el objeto de permitir a cada orador hablar extensamente, destinar una reunión a cada uno de los miembros. Tirada la suerte, el turno de oradores fue el siguiente: 1º Sir Charles Wildman, 2º Mrs. Fielder-Flemming, 3º Mr. Morton Harrogate Bradley, 4º Roger Sheringham, 5º Alicia Dammers y 6º Mr. Ambrose Chitterwick.

Mr. Chitterwick pareció animarse mucho cuando su nombre fue leído en último término.

—Para entonces —dijo confidencialmente a Morton Harrogate—, estoy seguro de que alguien habrá hallado la solución correcta, y por lo tanto no tendré que presentar mis propias conclusiones. Eso —agregó con aire de duda— si llego a alguna conclusión. Dígame, Mr. Bradley, ¿cómo trabaja un detective?

Mr. Bradley sonrió con aire condescendiente, y prometió prestarle una de sus obras. Mr. Chitterwick, que las había leído todas y las tenía en su mayoría, le agradeció efusivamente.

Finalmente, y antes de clausurada la reunión, Mrs. Fielder-Flemming no pudo resistir la tentación de mostrar una vez más su vena dramática.

—¡Qué extraña es la vida! —comentó con un suspiro, dirigiéndose a Sir Charles—. ¡Cuando pienso que vi a Mrs. Bendix y a su marido en un palco del Teatro Imperial la noche anterior a su muerte! Sí, los conocía de vista. A menudo venían a los estrenos de mis obras. Yo ocupaba una butaca exactamente debajo de su palco. Verdaderamente, la realidad es más extraña que la ficción. Si por un momento hubiese imaginado el trágico destino que la acechaba, yo…

—Espero que le habría advertido que se guardase de comer bombones —observó secamente Sir Charles, que no congeniaba mucho con Mrs. Fielder-Flemming.

Poco después se dio por terminada la reunión. Roger volvió a sus habitaciones en el barrio de Albany con una sensación de íntima satisfacción consigo mismo. Estaba convencido de que las diversas soluciones propuestas serían tan interesantes como el problema mismo.

A pesar de ello, no se sentía del todo feliz. No había tenido suerte en la selección de turnos, pues hubiera preferido el lugar de Mr. Chitterwick, con la ventaja consiguiente de conocer los resultados obtenidos por todos sus rivales antes de haber revelado los propios. No debemos suponer que había esperado utilizar el trabajo de los otros. Como Mr. Morton Harrogate Bradley, tenía ya una teoría, pero a pesar de ello, hubiese sido interesante pesar y analizar las soluciones de Sir Charles, Mr. Bradley y, particularmente, Alicia Dammers. A estos tres miembros del Círculo les reconocía Roger el mérito de poseer las inteligencias más despiertas, de modo que le hubiera gustado escuchar sus opiniones antes de comprometer las propias. Deseaba, en fin, hallar la solución de este crimen, más que la de ningún otro de los que le había tocado investigar hasta entonces.

Con gran sorpresa de su parte, al llegar a su domicilio halló a Moresby esperándole en la sala.

—¡Ah, es usted, Mr. Sheringham! —dijo aquel cauteloso funcionario—. Pensé que no tendría inconveniente en que cambiásemos algunas ideas. No tiene usted prisa por acostarse, ¿verdad?

—Ninguna —dijo Roger, mientras servía algo mediante una garrafa y un sifón—. Todavía es temprano. Diga hasta dónde…

Moresby miró discretamente hacia otro lado. Cuando estuvieron instalados en dos cómodos sillones de cuero ubicados junto al fuego, Moresby explicó el motivo de su visita.

—La verdad es, Mr. Sheringham, que el Jefe me ha encomendado la misión de vigilarles extraoficialmente mientras investigan este asunto. No es que desconfiemos de ustedes, ni que creamos que obrarán con indiscreción, pero creemos conveniente saber qué sucede en cada paso de la investigación colectiva que ustedes han de intentar.

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