—De modo que si alguno de nosotros descubre algo realmente importante, la policía podrá intervenir y utilizarlo… —comentó Roger sonriendo—. Comprendo el punto de vista oficial.
—Lo que queremos es adoptar medidas para impedir que escape la presa —corrigió Moresby en tono de reproche—. Eso es todo, Mr. Sheringham.
—¿Está usted seguro? —preguntó Roger con mal disimulada ironía—. A pesar de ello, ustedes no creen que llegue a ser necesaria su intervención providencial, ¿no es verdad?
—Francamente, no lo creo. No tenemos por costumbre abandonar una pesquisa mientras haya la menor probabilidad de descubrir al criminal. Además, el detective Farrar, que ha estado a cargo del caso, es un hombre capaz.
—¿Y su teoría es, según creo, que se trata de la obra de un maniático, a quien es imposible identificar?
—Tal es la conclusión a que hemos llegado, Mr. Sheringham. Pero no vemos mal alguno en que los miembros del Círculo se diviertan —agregó Moresby magnánimamente— si tienen ganas de hacerlo y disponen de tiempo que perder.
—¡Qué interesante! —comentó Roger, que no deseaba comprometer su opinión.
Durante algunos minutos, continuaron fumando sus pipas en silencio.
—Vamos. Moresby, diga usted lo que piensa —dijo por fin Roger con suavidad.
El Inspector Jefe lo miró con una expresión de fingida sorpresa.
—¿Qué dijo usted?
Roger movió la cabeza.
—Es inútil, Moresby, no me va a engañar. Hable de una vez.
—¿De qué quiere usted que hable? —preguntó Moresby con expresión inocente.
—Del motivo de su visita —respondió Roger sin más preámbulos—. ¿Conque esperaba usted hacerme hablar para beneficio de la respetable institución que representa, no? Pues bien, he de advertirle que esta vez pierde el tiempo. No olvide que ahora le conozco mejor que hace dieciocho meses, cuando se produjo el asunto de Ludmouth. ¿Recuerda usted?
—¡No me explico de dónde ha sacado semejante idea, Mr. Sheringham! —protestó Moresby, con el tono de un hombre totalmente incomprendido—. Vine aquí porque pensé que tal vez quisiese usted hacerme algunas preguntas que le proporcionasen un punto de partida para descubrir al asesino antes que sus amigos. Eso es todo.
Roger rió.
—Moresby, usted me agrada, pues es un foco de optimismo en las tinieblas de un mundo monótono. Estoy seguro de que trata de persuadir a los criminales que arrestarlos le duele más a usted que a ellos. Y no me sorprendería que llegase a convencerlos. Muy bien, si vino a verme sólo para eso le formularé algunas preguntas, y quedaré muy agradecido si las contesta. Dígame lo siguiente: ¿quién cree usted que intentó asesinar a Sir Eustace Pennefather?
Moresby bebió un sorbo de whisky con gran delicadeza.
—Ya sabe usted lo que pienso, Mr. Sheringham.
—Le aseguro que lo ignoro —repuso Roger—. Lo único que sé es que usted no me ha dicho lo que realmente piensa.
—La investigación no ha estado a mi cargo en ningún momento —eludió Moresby.
—¿Quién cree usted que ha intentado asesinar a Sir Eustace Pennefather? —repitió Roger, pacientemente—. En su opinión, ¿es correcta la teoría oficial?
Ante la insistencia de Roger, Moresby se dispuso por fin a emitir una opinión personal.
—Le diré, Mr. Sheringham. Nuestra teoría es muy conveniente, ¿no lo cree usted? Quiero decir que nos proporciona una buena excusa para no haber descubierto al asesino. Nadie puede pretender que prendamos a cuanta persona con instintos homicidas hay en el país. Dentro de quince días, aproximadamente, al darse por terminada la investigación, divulgaremos nuestra teoría, con los motivos y fundamentos para apoyarla, así como todo dato que tienda a desvirtuarla. Ya verá usted que todos estarán de acuerdo con ella: el médico forense, los periódicos y el jurado mismo. Por último, todo el mundo dirá que, en realidad, no es posible culpar a la policía por no haber descubierto al criminal en esta oportunidad. Todos quedarán contentos.
—Salvo Mr. Bendix, que no verá vengada la muerte de su esposa —dijo Roger—. Moresby, hace usted gala de un sarcasmo injustificable. Pero de ello deduzco que personalmente no participa de este conveniente acuerdo general. ¿Cree usted que la policía ha llevado mal la investigación?
La pregunta de Roger fue tan inesperada, que Moresby estuvo a punto de responder antes de haber reflexionado que el hacerla significaría incurrir en una indiscreción profesional.
—No, Mr. Sheringham, no lo creo. Farrar es un hombre competente, y no dejaría piedra sin remover; me refiero a las piedras que es posible remover… —Moresby hizo una pausa significativa.
—¡Ah!
Sentía Moresby que había hablado ya demasiado, y, en vista de ello, se arrellanó en su sillón y bebió rápidamente un gran sorbo de whisky. Roger apenas se atrevía a respirar, por temor de alterar el ambiente propicio a las confidencias.
—Se trata de un caso muy difícil, Mr. Sheringham —dijo por fin Moresby—. Es indudable que Farrar inició la investigación con absoluta imparcialidad, y que mantuvo esta actitud aun después de establecer que Sir Eustace era un individuo mucho más indeseable de lo que había imaginado en un principio. Quiero decir que nunca olvidó el hecho de que podría haber sido algún maniático quien envió los bombones a Sir Eustace, por un sentimiento de conciencia social o religiosa, o bien creyendo hacer un favor a la sociedad o al cielo al suprimir a semejante sujeto del mundo de los vivos. Un fanático, por llamarlo así.
—Asesinato por convicción —murmuró Roger—. ¿Decía usted?
—Pero, naturalmente, lo que más interesó a Farrar desde un principio fue la vida privada de Sir Eustace. Y aquí es donde los funcionarios policiales nos encontramos en una posición desventajosa. No resulta fácil para nosotros inmiscuirnos en la vida privada de un miembro de la nobleza. Nadie se muestra dispuesto a ayudarnos; por el contrario, todos tratan de poner dificultades en nuestro camino. Todos los indicios que parecieron de interés a Farrar, conducían a un callejón sin salida. Sir Eustace mismo lo mandó al diablo, y no dejó lugar a dudas de sus sentimientos hacia la policía.
—No puedo culparle, desde su punto de vista, —observó Roger con aire pensativo—. Lo que menos le interesaría sería ver todos sus pecados exhibidos a la luz del día y ante la sociedad.
—Sobre todo, cuando Mrs. Bendix está enterrada por culpa de ellos —repuso Moresby con aspereza—. Él es culpable de su muerte, indirectamente, es cierto, pero, de todos modos, le correspondía hacer todo lo posible por colaborar con el funcionario que investigó el crimen. La verdad es que la tarea de Farrar se vio obstaculizada constantemente. Es cierto que descubrió uno o dos escándalos, pero no condujeron a ninguna pista. En resumen, ¡bueno!, él no ha admitido esto, y debo señalar que yo no debiera contárselo a usted, Mr. Sheringham; de modo que de ninguna manera debe salir fuera de esta habitación.
—Por supuesto que no —dijo Roger acremente.
—Bueno, mi opinión personal es que Farrar fue empujado a la conclusión sostenida por la policía, en defensa propia. Por su parte, el Jefe de Policía se mostró de acuerdo con ella, también en defensa de su posición. Pero si usted desea llegar al fondo de esta cuestión, y nadie tendría mayor interés en ello que Farrar mismo, mi consejo es que se dedique a estudiar la vida privada de Sir Eustace. Para ello, usted tiene mejores oportunidades que ninguno de nosotros: frecuenta usted el mismo círculo social, conoce probablemente a otros miembros de su club, así como a muchos de sus amigos personales, o amigos de sus amigas. Éste es el consejo —terminó diciendo Moresby—, que he venido a darle especialmente.
—Es usted muy amable, Moresby —dijo Roger—. Muy amable, en verdad. Sírvase otro vaso de whisky.
—Muchas gracias, Mr. Sheringham. Le aceptaré otro trago.
Roger parecía meditar, mientras mezclaba las bebidas.
—Creo que tiene usted razón, Moresby —dijo por fin—. Desde que leí la primera crónica detallada del crimen, mi pensamiento se ha dirigido insistentemente hacia ese aspecto. Estoy seguro de que la verdad se oculta bajo algún episodio de la vida privada de Sir Eustace. Y si yo fuese supersticioso, que no lo soy, ¿sabe usted lo que creería? Que el asesino erró el tiro y Sir Eustace escapó a su destino por expreso mandato de la Providencia: para que él, la presunta víctima, fuese un irónico instrumento de la justicia, que le llevase, como presunto asesino, a su merecido.
—¿Cree usted eso, realmente, Mr. Sheringham? —preguntó el sarcástico Inspector, que tampoco era supersticioso.
Roger parecía muy satisfecho de su idea.
—¡El azar vengador! ¡Qué buen título para una película! ¿No es cierto? Pero hay mucho de terrible verdad en ello. ¡Cuántas veces tropezarán ustedes en Scotland Yard con un elemento de juicio importante por pura casualidad! Y, ¿no es verdad que con frecuencia llegan a una solución por una serie de simples coincidencias? No quiero menoscabar con estos comentarios su actuación como detectives; pero no puedo menos que pensar en los casos en que luego de llevar casi hasta el fin una investigación brillante, hallan los últimos eslabones de la cadena deductiva merced a una circunstancia fortuita. Esto es lo que vulgarmente llamamos un golpe de buena suerte, bien merecida, sin duda, pero suerte al fin, con lo cual el caso queda resuelto sin mayor trabajo por parte de ustedes. Se me ocurren innumerables ejemplos, como el caso de Milson y Fowler, para citar uno de ellos. ¿Comprende usted lo que quiero decir? Será una cuestión de suerte en todos los casos, o es que la Providencia venga a la víctima?
—A decir verdad. Mr. Sheringham —respondió Moresby—, no me interesa cuál sea el caso, siempre que me permita llegar a echarle mano al culpable.
—Moresby —dijo Roger riendo—, es usted incorregible.
S
IR CHARLES
Wildman, como hemos señalado ya, sentía mayor interés por los hechos concretos que por las especulaciones psicológicas.
Los hechos eran algo sagrado para Sir Charles. Más aún, eran su pan de cada día. Sus ingresos, que alcanzaban a unas treinta mil libras anuales, provenían totalmente de la forma magistral en que sabía manipular hechos concretos. No había nadie en el foro capaz de deformar tan convincentemente un hecho comprometedor, hasta darle un significado enteramente distinto del que cualquiera, por ejemplo, la acusación, le hubiese atribuido. Sir Charles tomaba un hecho, lo miraba de frente, descubría un mensaje oculto en su parte posterior, lo retorcía, lo daba vuelta, hallaba nuevas implicaciones en sus entrañas, danzaba triunfalmente sobre su cadáver, lo pulverizaba del todo, lo reconstruía hasta darle una forma totalmente distinta, y por fin, si el hecho inicial tenía todavía la temeridad de conservar un vestigio de su aspecto original, lo atacaba con gritos aterradores. Y cuando estos recursos fracasaban, no vacilaba en llorar abiertamente en presencia de todo el jurado.
No debemos sorprendernos de que Sir Charles Wildman, Consejero del Rey, recibiese anualmente semejantes honorarios por su capacidad de transformar hechos comprometedores para sus clientes en otras tantas palomas que arrullaban la inmaculada inocencia de los mismos. Si al lector le interesa la estadística, podríamos agregar que el número de asesinos salvados de la horca por Sir Charles en el curso de su larga carrera, formaría una larga procesión si fuesen puestos uno detrás del otro.
Rara vez Sir Charles había tomado la parte acusadora. No está bien visto que un fiscal vocifere, ni tampoco que llore. Las armas más poderosas de este famoso abogado eran los gritos y las lágrimas. Pertenecía a la escuela tradicional de Derecho, y era en verdad uno de sus últimos exponentes. La escuela tradicional compensaba ampliamente su lealtad.
Por consiguiente, cuando miró en torno de sí al Círculo reunido al cabo del plazo propuesto por Roger, y se puso los lentes sobre su voluminosa nariz, los demás miembros no abrigaban duda alguna de la calidad de entretenimientos que les aguardaba. En resumen, iban a disfrutar de un espectáculo igual a los que solían costar unas cinco mil libras a la acusación.
Sir Charles consultó el legajo que tenía delante y se aclaró la voz. No había otro abogado capaz de aclararse la voz en forma tan amenazadora como Sir Charles.
—Señoras y señores —comenzó diciendo—. No les sorprenderá que me haya ocupado de este crimen con particular interés, por razones personales que tal vez no hayan escapado a algunos de los presentes. En efecto, el nombre de Sir Eustace Pennefather ha estado ligado por los rumores al de mi hija, y si bien el anuncio de su compromiso fue no sólo prematuro, sino carente de fundamento, es inevitable que me sienta afectado, aunque indirectamente, por esta tentativa de asesinar a un hombre que ha sido mencionado alguna vez como mi presunto yerno.
»No subrayaré el aspecto personal del caso, puesto que en otros sentidos he tratado de mantener una actitud tan imparcial como en cualquier otro de los que he tenido oportunidad de estudiar. He mencionado dicho aspecto personal más bien a modo de excusa, ya que me ha permitido encarar el problema planteado por nuestro presidente con un conocimiento más íntimo de las personas implicadas en él, que el que pueda tener el resto de ustedes. Debo agregar, a pesar mío, que poseo información capaz de contribuir en buena parte a la solución del misterio.
»Reconozco que me habría correspondido poner esta información a disposición de los miembros del Círculo, hace una semana, y les pido a todos me disculpen por no haberlo hecho. La verdad es que en aquel momento no advertí que los datos que poseía tuviesen relación alguna con el crimen, o pudiesen contribuir en algo a su solución. Sólo cuando comencé a meditar sobre las circunstancias del hecho, con el objeto de desentrañar el misterio, comprendí la importancia vital de la información a que me refiero. —Sir Charles hizo una pausa y esperó a que muriesen los ecos de su voz tonante en los ámbitos del salón.
—Ahora, con ayuda de estos datos —dijo por fin, mirando severamente los rostros que le rodeaban—, tengo la convicción de haber resuelto el jeroglífico.
Entre los miembros del Círculo se advirtió un rumor de expectativa, no menos genuino por cuanto había sido cuidadosamente calculado por Sir Charles.
Éste se quitó los lentes y los agitó, con un gesto característico, desde la cinta negra de la cual pendían.
—Sí, creo, o mejor dicho, estoy seguro, de que estoy en vías de aclarar este intrincado misterio. Es por este motivo que lamento que me haya tocado en suerte hablar en primer término. Tal vez hubiera sido más interesante examinar algunas de las otras hipótesis primero, y demostrar su falsedad, antes de analizar la verdadera solución. Es decir, suponiendo que haya otras hipótesis que examinar.