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Authors: Anthony Berkeley

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El caso de los bombones envenenados (4 page)

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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En este punto intervino el médico, y el Inspector debió abandonar la habitación del enfermo. Su primera medida fue telefonear al detective apostado en el domicilio de Bendix y pedirle que se incautase inmediatamente de una caja de bombones que debía estar todavía en la sala; al mismo tiempo, preguntó cuántos bombones faltaban aproximadamente. Faltaban nueve o diez, y el Inspector, que según los datos aportados por Bendix, había pensado en sólo seis o siete, cortó apresuradamente la comunicación y transmitió telefónicamente a Scotland Yard lo que había averiguado.

Desde aquel momento el interés se concentró en los bombones, que fueron llevados esa misma noche a Scotland Yard para ser analizados en el laboratorio.

—Bueno, el médico no había estado muy equivocado —dijo Moresby—. El veneno que contenían los bombones no era aceite de almendras amargas, sino nitrobenceno, pero, según entiendo, no hay mucha diferencia entre las dos substancias. Si cualquiera de las señoras y caballeros aquí presentes tiene algunas nociones de química, conocerá seguramente mucho más que yo acerca de ellas. Según parece, el nitrobenceno suele ser utilizado, aunque cada vez con menos frecuencia, en la elaboración de golosinas de calidad inferior, para dar un sabor a almendras amargas y como substituto del aceite, que, no necesito agregar, es también un poderoso tóxico. Pero la aplicación más común del nitrobenceno en la industria es en la fabricación de anilinas.

Cuando Scotland Yard recibió el informe preliminar del laboratorio químico, la teoría oficial de muerte por accidente se vio reforzada. Se estaba en presencia de un veneno utilizado con cierta frecuencia en la fabricación de bombones y otras golosinas, de modo que era viable la hipótesis de que se hubiese cometido un lamentable error. La firma había empleado probablemente el nitrobenceno como substituto económico de esencias genuinas, excediéndose en la cantidad utilizada. El hecho de que los únicos licores descritos en las envolturas de papel metálico eran Marrasquino, Kümmel y Kirsch, todos los cuales tienen un sabor más o menos marcado a almendras, venía en apoyo de la teoría oficial.

Pero, antes de presentarse la policía en la fábrica de Mason e Hijos para solicitar una explicación, habían surgido otros hechos. Se estableció que sólo los bombones de la capa superior contenían veneno; los de las inferiores estaban libres de él. Además, el contenido de los bombones de la segunda capa coincidía exactamente con lo que rezaba la denominación de su envoltura, mientras que en la superior, además del veneno, cada bombón contenía una mezcla de los tres licores mencionados, en lugar de Marrasquino y veneno, por ejemplo. Se señaló, por último, que en las dos capas inferiores no había bombones de Marrasquino, Kirsch ni Kümmel.

Del informe completo presentado más tarde por el químico, surgió otro hecho interesante: cada bombón de la capa superior contenía, además de la mezcla de los tres licores, exactamente seis gotas de nitrobenceno, ni más ni menos. Los bombones eran más bien grandes y había mucho espacio para llenarlos con una cantidad relativamente considerable de la mezcla de licores, además de la dosis fija de veneno. Esto era muy significativo, y más aún lo era el hecho de que en la base de cada uno de los bombones envenenados había rastros inequívocos de que habían sido perforados y tapados nuevamente con chocolate fundido.

Por fin, resultaba evidente para la policía que se trataba de un crimen.

Se había intentado asesinar a Sir Eustace Pennefather. El presunto asesino había adquirido una caja de bombones de licor de marca Mason, separado aquéllos en los cuales no resultaría sospechoso el sabor a almendras, perforado la base de cada uno y aspirado su contenido, inyectado la dosis de veneno, probablemente con un cuentagotas de los usados para cargar estilográficas, llenado nuevamente la cavidad con la mezcla de los licores extraídos, tapado cuidadosamente el pequeño orificio, y envuelto cada bombón en su papel plateado. Era un proceso minucioso, realizado con gran limpieza.

La carta y la envoltura de la caja de bombones adquirieron una importancia extraordinaria en este punto de la investigación, y el Inspector, que había tenido la previsión de salvar estos artículos de una destrucción segura, tuvo motivos para sentirse altamente satisfecho de sí mismo.

Junto con la caja misma y con los bombones que quedaban, eran éstas las únicas pruebas materiales en este asesinato a sangre fría.

El Inspector Jefe, que se había hecho cargo del caso, resolvió llevar consigo estas pruebas cuando entrevistó al gerente de Mason e Hijos, y, sin mencionar las circunstancias en que había entrado en posesión de ellas, le mostró la carta, instándole a explicar ciertos puntos relacionados con ella. Deseaba saber Moresby cuántas cartas semejantes habían sido remitidas, quién podría identificar aquella carta y quién podría haber tenido oportunidad de tocar la carta enviada a Sir Eustace.

—¿Y bien, Mr. Mason? —insistió el Inspector Jefe cuando le pareció que aquél seguiría examinando la carta el resto del día.

Mr. Mason acomodó sus lentes para mirar al Inspector en lugar de la carta. Era un hombre menudo, de aspecto agresivo y más bien entrado en años, que había iniciado su fortuna en una callejuela muerta del arrabal de Huddersfield y no tenía intención de permitir que nadie lo olvidase.

—¿De dónde diablos sacó usted esto? —preguntó.

Debemos recordar que los periódicos ignoraban a la sazón el aspecto sensacional de la muerte de Mrs. Bendix.

—He venido aquí —respondió el Inspector con dignidad— a preguntarle a usted sobre la forma en que fue enviada la carta, y no a darle explicaciones sobre cómo la obtuve yo.

—Pues, entonces, váyase al demonio —replicó Mr. Mason con firmeza—, y llévese a Scotland Yard con usted.

—Debo advertirle —insistió Moresby, algo desconcertado, pero manteniendo la dignidad de su investidura—, debo advertirle, repito, que si no responde a mis preguntas, las consecuencias pueden ser muy serias para usted.

Evidentemente Mr. Mason se sentía exasperado más bien que intimidado por la amenaza implícita en las palabras del Inspector.

—Salga de mi oficina —ordenó, cayendo en el lenguaje popular que había hablado en su juventud—. ¿Está usted ebrio, hombre? ¿O se cree muy gracioso? Sabe tan bien como yo que esa carta nunca fue enviada desde aquí.

Entonces fue cuando el Inspector se sintió sorprendido.

—¿Que… que no ha sido enviada por la firma? —tartamudeó. Aquella posibilidad no había sido contemplada—. ¡Entonces, es falsificada!

—Pero, ¿acaso no se lo estoy diciendo? —repuso Mr. Mason mirándole con fiereza bajo sus hirsutas cejas. Esto no era necesario, porque la sorpresa del Inspector le había hecho deponer inmediatamente su tono autoritario.

—Mire, Mr. Mason —dijo el otro al cabo de una pausa—, debo solicitar de su gentileza que responda a mis preguntas con los mayores detalles posibles. Se trata de un caso que estamos investigando, y —aquí se detuvo y pensó astutamente— aparentemente el asesino ha estado haciendo uso del nombre de su firma para cubrir sus designios.

La astucia de Moresby dio resultados inmediatos.

—¿Será posible? —exclamó Mr. Mason—. ¡El muy sinvergüenza! Pregunte lo que quiera, que le prometo responder.

Establecida así la relación entre ambos hombres, el Inspector procedió a entrar en materia.

Durante los cinco minutos subsiguientes el ánimo de Moresby decayó visiblemente, pues en lugar del caso sencillo que había previsto, resultó cada vez más evidente que el asunto iba a ser sumamente complicado. Hasta entonces había pensado, y sus superiores habían coincidido con su opinión, que el caso se iba a resolver en un crimen premeditado a raíz de la aparición de una oportunidad favorable. Alguien en la firma de Mason tenía una cuenta que saldar con Sir Eustace. En las manos de esta persona, o más concretamente de esta mujer, según creía Moresby, habían caído la caja de bombones y la carta dirigida a Sir Eustace. La oportunidad había sido inmejorable, y los medios, o sea el nitrobenceno utilizado en la fábrica, accesibles; el resultado había seguido lógicamente. Un criminal de esta clase tenía que ser identificado con facilidad.

En cambio, parecía ahora que esta sencilla teoría debía ser desechada, pues, en primer lugar, no se había enviado la carta desde la fábrica, ni tampoco otras semejantes; y, en caso de haberlo hecho, no era costumbre de Mason e Hijos distribuir cajas de muestra; por último, la carta había sido falsificada. Pero, por otra parte, el papel era perfectamente auténtico, dentro de lo que podía juzgar Mr. Mason. Era éste el único elemento que quedaba a la policía para sostener su teoría.

Mr. Mason no podía afirmarlo con certeza, pero estaba casi seguro de que aquel papel pertenecía a una partida que se había agotado unos seis meses atrás. Podría ser que el encabezamiento fuese fraguado, pero no lo creía.

—¿Hace seis meses, dice usted? —preguntó el Inspector, perplejo.

—Aproximadamente —respondió el otro, tomando una hoja de papel de un taco—. Éste es el que usamos ahora.

El Inspector lo examinó. No cabía duda de su diferencia con el otro papel. El nuevo era más delgado y suave, pero el encabezamiento era exactamente el mismo. Moresby tomó nota de la firma que había impreso ambas clases de papel. Desgraciadamente, no pudo obtener ni una hoja del papel viejo, a pesar de los esfuerzos de Mr. Mason.

—La verdad es —dijo Moresby— que ya habíamos notado que la hoja de papel en que fue escrita la carta era vieja, pues tenía los bordes amarillentos. La pasaré entre ustedes para que la examinen. Les ruego que tengan cuidado. —y aquella hoja de papel que alguna vez fuera tocada por el asesino pasó de mano en mano entre los detectives aficionados.

—Bueno, para abreviar —prosiguió diciendo Moresby—, hicimos examinar el papel por los impresores Webster, de la calle Frith, y la firma está dispuesta a jurar que fue impreso por ellos, lo cual quiere decir que el papel es auténtico, para desgracia nuestra.

—¿Quiere usted decir, sin duda —preguntó Sir Charles Wildman con su tono solemne—, que de haber sido el encabezamiento una falsificación, la tarea de descubrir al asesino sería relativamente sencilla?

—Así es, Sir Charles, salvo en caso de que hubiese sido impreso en una pequeña imprenta particular. Pero también sería fácil establecer esto. Lo único que sabemos es que el asesino es alguien que tuvo acceso al papel de la casa Mason hasta hace seis meses. Pero, como ustedes ven, esto es bastante vago.

—¿Cree usted que el asesino robó el papel con la intención expresa de utilizarlo para el crimen? —preguntó Alicia Dammers.

—Parecería que sí, señora, y que algo le detuvo durante todo este tiempo.

En cuanto a la envoltura de la caja de bombones, Mr. Mason no había podido aclarar nada. Se trataba de un trozo de papel castaño común, del que se obtiene en cualquier parte, con el nombre y dirección de Sir Eustace claramente manuscritos en letras mayúsculas. Evidentemente no ofrecía ninguna pista. El sello postal indicaba que el paquete había sido despachado por el turno de las ocho y media desde la oficina de correos de la calle Southampton, en el barrio del Strand.

—La correspondencia es recolectada a las 8.30 y a las 9.30 —explicó Moresby—, de modo que debe de haber sido puesto en el buzón entre estas dos horas. El paquete es suficientemente pequeño como para entrar por la boca para cartas. El franqueo es el que corresponde, y como la oficina de correos está cerrada al público a esa hora, no pudo haber sido entregado en la ventanilla. Tal vez deseen ustedes examinar el papel. —El trozo de papel castaño fue pasado de mano en mano con la mayor gravedad.

—¿Ha traído usted la caja con los bombones que quedaban? —preguntó Mrs. Fielder-Flemming.

—No, señora. Era una de las cajas comunes de Mason; los bombones han sido usados para el análisis.

—¡Ah! —Mrs. Fielder-Flemming estaba visiblemente desilusionada—. Yo pensé que seguramente tenían impresiones digitales —explicó.

—Ya las hemos buscado —replicó Moresby, sin pestañear.

Se produjo una pausa mientras la envoltura de papel pasaba de mano en mano.

—Naturalmente, hemos hecho averiguar si alguien fue visto colocando un paquete en el buzón de la calle Southampton entre las 8.30 y las 9.30, pero sin resultados. También hemos interrogado detenidamente a Sir Eustace a fin de establecer si sospecha de alguien que pudiera haber atentado contra su vida, y, en caso afirmativo, con qué motivos. Sir Eustace no tiene la menor idea de ello. Por cierto seguimos la investigación de práctica, tendiente a establecer quién podría beneficiarse con su muerte, pero tampoco obtuvimos resultados. La mayor parte de sus bienes pasa a su esposa, que ha entablado juicio de divorcio y actualmente se encuentra fuera del país. Después de investigar sus movimientos, hemos descartado su participación en el hecho. Además —añadió Moresby, haciendo un juicio un tanto personal—, es una señora muy simpática.

—En cuanto a hechos concretos, todo lo que sabemos es que el asesino tuvo alguna relación con Mason e Hijos hasta hace seis meses, y que casi con seguridad estuvo en la calle Southampton entre las 8.30 y las 9.30 de la noche anterior al crimen. En fin, temo que nos hallamos ante un callejón sin salida. —Aunque Moresby no señaló que su auditorio de detectives aficionados también lo estaba, su tono no daba lugar a dudas.

Se produjo un silencio.

—¿Eso es todo? —preguntó Roger.

—Eso es todo, Mr. Sheringham —respondió Moresby.

Otro silencio.

—Sin duda la policía tendrá una hipótesis —dijo Mr. Morton Harrogate Bradley en tono displicente.

Moresby vaciló.

—¡Vamos, Moresby, hable usted! —le instó Roger—. Es una hipótesis muy sencilla; yo la conozco.

—Pues bien —dijo Moresby, sintiéndose animado—, estamos inclinados a creer que el crimen es obra de un demente o de un maniático, posiblemente desconocido para Sir Eustace. Verán ustedes… —Moresby parecía algo incómodo por lo que tenía que decir—. Como decía —continuó por fin, cobrando valor—, la vida de Sir Eustace ha sido un poco…, en fin, podríamos llamada desordenada, si se me permite el término. En Scotland Yard pensamos que algún maniático de la reforma social y moral tomó sobre sí la atribución de librar al mundo de Sir Eustace, por así decir. Algunas de sus aventuras han provocado mucho escándalo, como ustedes saben. O bien podría tratarse de un maníaco-homicida que se dedica a matar gente a la distancia. Tenemos el caso Horwood, por ejemplo. Un demente envió bombones envenenados al Jefe de Policía en persona. Como el hecho provocó gran sensación, pensamos que éste puede ser un eco de aquél. No necesito señalar que un caso que llama la atención del público suele ser seguido por otro parecido. Bueno, ésta es nuestra teoría. Y si es la correcta, tenemos tantas probabilidades de atrapar al asesino como…, como… —El Inspector buscó en su mente un término realmente eficaz.

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