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Authors: Anthony Berkeley

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El caso de los bombones envenenados (3 page)

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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Joan Bendix era la mujer soñada: una muchacha alta, de gustos intelectuales, esmeradamente educada, no tan joven como para no tener un carácter ya formado, pues tenía veinticinco años cuando Bendix se casó con ella. Era la esposa ideal, pues si bien en ciertos aspectos era algo puritana, cuando Bendix contrajo matrimonio estaba dispuesto a serlo él también, si con ello podía obtener la mano de Joan Cullompton.

Debemos señalar que, a pesar de la seriedad que mostraba ahora, Bendix había sido un joven bastante aficionado a las diversiones, pero en un grado normal. Con ello queremos decir que las puertas de bambalinas de los teatros no le eran totalmente desconocidas, y que su nombre había sido mencionado alguna vez junto con los de alguna que otra joven frívola de las que trabajan en las tablas. Se las había ingeniado, pues, para divertirse con discreción y a la vez sin ocultarse, en la forma que es habitual entre los jóvenes con mucho dinero y pocos años. Pero todo esto había terminado, como es también lo habitual, con su matrimonio.

Mostraba abiertamente su cariño por su esposa y no le importaba quién lo viese, mientras ella, aunque con mayor recato, le correspondía en igual forma. En fin, el matrimonio Bendix parecía haber logrado realizar esa octava maravilla de la vida moderna, una unión feliz.

Y en medio de tanta dicha, fue a caer como un rayo la caja de bombones.

—Después de depositar la caja de bombones en la portería —prosiguió diciendo Moresby, mientras revolvía sus papeles en busca del que necesitaba—, Mr. Bendix se reunió con Sir Eustace en el salón de lectura, donde éste estaba leyendo el
Morning Post.

Roger hizo un gesto de aprobación. No era posible imaginar a Sir Eustace leyendo otro periódico que el
Morning Post.

Por su parte, Bendix se dedicó a hojear el
Daily Telegraph.
Aquella mañana se encontraba sin mucho que hacer, pues no tenía ninguna reunión de directores, y ninguno de los negocios en que estaba interesado le exigía que saliese del club en aquel día lluvioso de un típico otoño londinense. Pasó el resto de la mañana sin hacer nada en particular, leyó los periódicos del día, hojeó los semanarios y jugó una partida de billar con otro socio igualmente desocupado. Alrededor de las doce y media regresó a almorzar a su casa de Eaton Square, llevándose la caja de bombones.

Mrs. Bendix había avisado que no almorzaría en casa aquel día, pero luego había cancelado su compromiso. Bendix le entregó la caja de bombones después del almuerzo, mientras tomaban el café en la sala, refiriéndole cómo los había obtenido. Mrs. Bendix comentó jocosamente su mezquindad por no haberle comprado una caja especialmente, pero como le agradaba la marca de ésta, se dispuso a probar la nueva variedad lanzada por Mason e Hijos. Los intereses de Joan Bendix no eran tan serios como para impedirle tener un saludable y femenino interés por los bombones de calidad.

Su aspecto, empero, no pareció agradarle mucho.

—Kümmel, Kirsch, Marrasquino —enumeró, revolviendo los bombones envueltos en papel metálico con los respectivos nombres escritos en letras azules—. Parece que no hay otras clases. No veo que haya nada nuevo aquí, Graham. No han hecho más que seleccionar esas tres clases de bombones de licor de su surtido.

—¡Ah! —comentó Bendix, que no tenía especial afición por los bombones—. Bueno, no creo que tenga mucha importancia. Para mí, todos los bombones de licor tienen el mismo sabor.

—Además, los han colocado en la misma caja que usan siempre —se quejó Joan, examinando la tapa de la caja.

—No son más que una muestra —señaló Bendix—. Puede que todavía no tengan las cajas nuevas.

—No creo que sean diferentes de los otros —opinó por fin Mrs. Bendix, mientras quitaba la envoltura de un bombón de Kümmel—. ¿Quieres uno? —ofreció, extendiendo la caja a su esposo.

—No, gracias, querida. Ya sabes: no como esas cosas.

—Pues, tienes que probar uno de estos bombones, como castigo por no haberme comprado una caja mejor. ¡Toma! —y le arrojó un bombón—. Mientras él lo tomaba en el aire, Joan hizo una mueca.

—¡Ay! Tenías razón. Estos bombones son diferentes: el licor es diez veces más fuerte.

—Bueno, no les viene mal, en general —dijo sonriendo Bendix, pensando en el líquido indefinido con que habitualmente son llenados los bombones de licor.

Cuando mordió el que le había dado Joan y sorbió su contenido, sintió un sabor picante, no intolerable pero lo suficientemente pronunciado como para que le resultase desagradable.

—¡Vaya! —dijo—. Es verdad. Son tan fuertes que parecen llenos de alcohol puro.

—No creo que hagan eso —repuso su mujer tomando otro bombón—. Pero la verdad es que son sumamente fuertes. Ha de ser la nueva mezcla. Son tan picantes, que no estoy segura de si me gustan o no. Además, este Kirsch tenía demasiado gusto a almendra. Tal vez éste sea mejor. Prueba tú también uno de Marrasquino.

Para complacerla, Bendix probó otro, que le desagradó todavía más.

—Es extraño —comentó en seguida, tocándose el velo del paladar con la lengua—. Tengo la lengua completamente insensible.

—Yo también la tenía, al principio —dijo ella—, pero ahora siento un cosquilleo. Bueno, no veo la diferencia entre el Kirsch y el Marrasquino. ¡Y cómo me arde la lengua! Todavía no puedo decidir si me gustan.

—A mí no me agradan —dijo Bendix con tono decidido—. Yo creo que no están buenos; en tu lugar, no comería más.

—Bueno, tal vez se trate de una muestra de prueba —dijo su mujer.

Pocos minutos después Bendix salió de su casa para acudir a una cita en el centro de la ciudad. Dejó a Joan tratando de decidir todavía si le gustaban o no los bombones, y comiendo siempre a fin de llegar a una decisión. Las últimas palabras que ella le dijo fueron que la boca le ardía tanto que temía no poder seguir comiendo más bombones.

—Mr. Bendix las recuerda con mucha claridad —dijo Moresby, mirando el círculo de rostros atentos que le rodeaba—, porque es la última vez que vio a su esposa viva.

La conversación en la sala había tenido lugar aproximadamente entre las dos y cuarto y las dos y media. Bendix llegó a su cita en el centro de la ciudad a las tres, y permaneció allí alrededor de media hora. Tomó luego un automóvil de alquiler y llegó al club a tomar el té.

Durante la entrevista de negocios que sostuvo, se había sentido muy indispuesto, y en el automóvil estuvo a punto de desmayarse; el conductor debió llamar al portero para que le ayudase a descender y a entrar al club. Tanto el conductor como el portero declaran que estaba pálido, desencajado, con los ojos fuera de las órbitas, los labios lívidos y la piel cubierta de sudor frío. Parecía lúcido, sin embargo, y una vez que le ayudaron a ascender los escalones, pudo entrar al vestíbulo con alguna ayuda del portero.

Éste, alarmado por su aspecto, intentó telefonear inmediatamente al médico, pero Bendix, que era enemigo de llamar la atención, se negó terminantemente, diciendo que sufría una indigestión aguda y que se repondría en pocos minutos; probablemente había comido algo que le había sentado mal. Aunque el portero tenía algunas dudas, lo dejó solo.

Pocos minutos después Bendix repitió este diagnóstico de su indisposición a Sir Eustace Pennefather, que se encontraba en el salón en aquel momento, pues no había abandonado el club. Pero esta vez Bendix agregó:

—Ahora que pienso en ello, creo que han sido esos bombones que usted me dio. Me pareció que tenían algo raro cuando los comí. Es mejor que hable por teléfono con mi mujer y le pregunte si se encuentra bien.

Sir Eustace, que en el fondo era hombre de buen corazón, se sintió tan alarmado como el portero ante el aspecto de Bendix, más aún por la idea de que pudiese tener alguna responsabilidad en el hecho, y se ofreció a telefonear a Mrs. Bendix, ya que Bendix no estaba en condiciones de moverse. Cuando éste quiso replicar, se operó un cambio extraño en su persona. Su cuerpo, que estaba tendido fláccidamente sobre un sillón, se agitó de pronto con un movimiento espasmódico, sus mandíbulas se apretaron, sus labios se entreabrieron en una mueca horrible y sus manos se crisparon sobre los brazos del sillón. En el mismo momento Sir Eustace advirtió un olor inconfundible a almendras amargas.

Muy alarmado ahora, y creyendo que Bendix se moría delante de sus propios ojos, gritó llamando al portero para que telefonease a un médico. En un extremo del salón, en el cual probablemente nunca se había oído un grito en todo el curso de la historia del club, había tres personas en aquel momento, quienes se acercaron inmediatamente. Sir Eustace envió a una de ellas a buscar al médico más próximo y solicitó la ayuda de las otras dos para poner a Bendix en una posición más confortable. No cabía duda de que estaba envenenado. Cuando le preguntaron cómo se sentía y cómo podían ayudarle, no respondió; estaba ya inconsciente.

Antes de llegar el médico, se recibió un alarmante mensaje de la casa de Bendix, preguntando por el amo, para que acudiese inmediatamente al lado de su esposa, que se hallaba seriamente enferma.

En la casa de Eaton Square los acontecimientos habían adquirido el mismo giro con respecto a Mrs. Bendix, pero con mayor rapidez. Después de despedir a su esposo, permaneció en la sala algo más de media hora, y durante este período comió probablemente dos o tres bombones más. Luego se dirigió a su dormitorio y llamó a su doncella, diciéndole que se sentía enferma y que se recostaría un rato. Como su marido, atribuyó su indisposición a una violenta indigestión.

La doncella le preparó una bebida con unos polvos digestivos consistentes en bicarbonato de soda y bismuto, y luego de traerle una bolsa de agua caliente, la dejó recostada en cama. Su descripción del aspecto de su ama coincide exactamente con la que hicieron de Bendix el conductor del taxímetro y el portero del club, pero ella no se sintió tan alarmada. Más tarde admitió haber pensado que Mrs. Bendix, aunque lejos de ser una mujer glotona, había comido con exceso durante el almuerzo.

A las tres y cuarto hubo un fuerte llamado de campanilla desde la habitación de Mrs. Bendix.

La doncella corrió apresuradamente al piso de arriba, y halló a su señora rígida e inconsciente. Sumamente alarmada entonces, perdió algunos minutos preciosos en un infructuoso esfuerzo por volverla en sí, y luego bajó para telefonear al médico. El que asistía habitualmente a la familia no se encontraba en casa, y transcurrió algún tiempo antes de que el mayordomo, habiendo encontrado a la muchacha junto al teléfono presa de un ataque de nervios, lograse comunicarse con otro. Cuando éste llegó a la casa, casi media hora después de haber sonado la campanilla de Mrs. Bendix, no había ya nada que hacer. Mrs. Bendix estaba agonizando y, a pesar de los esfuerzos del médico, murió a los diez minutos escasos de llegar éste.

En realidad, estaba ya muerta cuando el mayordomo llamó por teléfono al Club Rainbow.

CAPÍTULO III

L
LEGADO
a esta etapa de su narración, Moresby hizo una pausa para lograr efecto, cobrar aliento y refrescarse con un trago. Hasta aquel momento, a pesar del intenso interés con que se había seguido su relato, no había aparecido ningún hecho del cual no tuviese ya conocimiento su auditorio. Lo que éste deseaba oír era la investigación realizada por la policía, pues no sólo no se había publicado ningún detalle, sino que ni siquiera se había insinuado en forma alguna cuál era la teoría oficial.

Es posible que Moresby captase este sentimiento general, pues, luego de detenerse un instante, prosiguió hablando con una leve sonrisa.

—Pues bien, señoras y señores, no quiero detenerme más en estos preliminares, pero, ya que estamos en ello, he creído conveniente repasar los pormenores del hecho a fin de tener una perspectiva completa.

»Como ustedes saben, Mr. Bendix no murió. Por fortuna para él, comió sólo dos de los bombones, mientras su esposa había comido siete, y, lo que es todavía más afortunado, cayó en manos de un médico experto. Cuando el médico de Mrs. Bendix la examinó, era ya tarde para hacer nada. En cambio, como la cantidad de veneno ingerida por Bendix había sido menor, su acción fue mucho más lenta y el médico llegó a tiempo para salvarle.

»No quiero decir que el médico supiese cuál era el veneno. Frente a los síntomas y al olor, pensó que Mr. Bendix había ingerido aceite de almendras amargas y trató a su paciente como un caso de envenenamiento por ácido prúsico. Pero como no estaba muy seguro de ello, tomó otras medidas terapéuticas, además de las comunes. Luego se estableció que Mr. Bendix nunca pudo haber ingerido una dosis fatal, y alrededor de las ocho ya había recobrado el conocimiento. Pasó la noche en uno de los dormitorios del club y al día siguiente ya estaba convaleciente.

En Scotland Yard se pensó primero que la muerte de Mrs. Bendix y el grave accidente de su esposo eran debidos a una lamentable confusión. Como es de rigor, la policía se hizo cargo del caso tan pronto como fue denunciada la muerte de la mujer y establecida la causa como envenenamiento. Poco después llegó al club un detective inspector de distrito, quien, previa autorización del médico, interrogó a Mr. Bendix apenas hubo recobrado el conocimiento.

Dada su condición delicada, se le ocultó la muerte de su esposa y se limitó el interrogatorio simplemente a su propia experiencia, puesto que era ya evidente que ambos hechos estaban relacionados entre sí y que cualquier pista descubierta en uno contribuiría a aclarar el otro. El Inspector informó a Bendix que había sido envenenado, interrogándole detenidamente acerca de la forma en que podría haber ingerido el veneno.

No transcurrió mucho tiempo antes de que Bendix recordase los bombones. Luego de mencionar su sabor picante, agregó que había comentado con Sir Eustace que ellos podrían haber sido la causa de su indisposición.

Esto ya lo sabía el Inspector.

Antes de que Bendix recobrase el conocimiento, se había dedicado a entrevistar a todos los que habían estado cerca de la víctima desde su llegada al club aquella tarde. Al oír el relato del portero, tomó medidas para localizar al conductor del taxímetro, interrogó a los miembros del club que acudieran a socorrer a Bendix en el salón, y, por fin a Sir Eustace, quien le refirió el comentario de aquél sobre los bombones.

En aquel momento el Inspector no atribuyó mayor importancia a dicho comentario, pero, por simple rutina, conversó extensamente con Sir Eustace sobre el episodio. Más tarde, siguiendo el curso habitual en toda investigación policial, revisó el canasto de papeles usados, recobrando la envoltura de la caja de bombones y la carta. Por último, sin pensar todavía que había descubierto nada importante, interrogó a Bendix. Sólo entonces, cuando supo que el matrimonio había comido los bombones después del almuerzo y que, luego de quedar sola, Mrs. Bendix había seguido comiendo, comprendió que se hallaba frente a un dato significativo.

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