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Authors: Anthony Berkeley

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El caso de los bombones envenenados (8 page)

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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—Me alegra que haya mencionado ese punto, Sir Charles —dijo Roger con suavidad—. Es un factor que debemos tener presente. Por mi parte, no veo cómo hemos de tener éxito en la investigación si no llegamos a un acuerdo previo sobre la ley de calumnias. ¿Qué opina usted?

Sir Charles se mostró un tanto aplacado.

—Ése es un punto difícil —convino, anteponiendo sus intereses de abogado a sus emociones personales. El abogado que ama su profesión es capaz de olvidarlo todo, inclusive el juicio que está siguiendo, con tal de establecer un punto de importancia jurídica, en la misma forma en que una mujer verdaderamente femenina se pondrá sus mejores ropas y se empolvará la nariz antes de introducirla en el horno de la cocina de gas para suicidarse.

—Creo —dijo Roger pausadamente, deseoso de no herir susceptibilidades, puesto que estaba por hacer una proposición muy atrevida para una persona ajena a la profesión—, que no corresponde tener en cuenta esa ley en particular. Quiero decir —agregó rápidamente, al advertir el gesto de protesta de Sir Charles ante semejante proposición de violar la
lex intangen da
—, quiero decir, que debemos llegar a algún acuerdo mutuo, en el sentido de que cualquier cosa que se diga en esta habitación será considerada sin prejuicio, mejor dicho, como entre amigos, quiero decir, no dentro del espíritu de la ley, o como quiera que se diga en el lenguaje legal. —La exposición de Roger no había sido muy elocuente.

Pero no era probable que Sir Charles la hubiese oído. Sus ojos habían adquirido una expresión soñadora, tal como la que se ve en un camarista cuando diserta sobre algún aspecto de la burocracia legal.

—La calumnia —comenzó a decir con voz pausada— consiste en la murmuración maliciosa de juicios tales, que ponen a quien los formula en presencia de terceros, en posición de ser acreedor a una demanda por parte de la persona a quien se ha referido en dichos juicios. En este caso, tratándose de la imputación de un crimen o delito punible en forma concreta, no sería necesario probar daños de orden pecuniario, y, siendo la acusación de carácter difamatorio, su falsedad sería establecida, quedando la responsabilidad de probar la veracidad de su imputación a cargo del demandante. Estaríamos, por lo tanto, frente a la interesante situación de que el demandado en un juicio por calumnias se convierta, en esencia, en el demandante en el juicio civil por asesinato. La verdad es que —dijo por último Sir Charles en tono perplejo—, no sé qué sucedería en esta eventualidad.

—Lo que quisiéramos saber es en qué casos rige la impunidad para la infracción de la ley de calumnias —dijo Roger en voz baja.

—Naturalmente —dijo Sir Charles, ignorando la interrupción—, en la declaración sería necesario dejar constancia de las palabras textuales pronunciadas, no simplemente de su significado e implicaciones generales, y el hecho de no poder probar que fueron pronunciadas en la forma declarada, daría lugar al sobreseimiento del demandado. Por consiguiente, a menos que en el transcurso de nuestras reuniones se tomase nota de lo dicho, y alguien de los presentes firmase dichas notas en calidad de testigo, no veo la posibilidad de que nadie entable juicio por calumnias.

—¿Y la impunidad? —insistió Roger.

—Por último, abrigo la convicción —dijo Sir Charles animándose— de que la presente podría ser considerada como una de las ocasiones en que las declaraciones, por calumniosas que sean en esencia, y aun cuando fueren falsas, pueden ser hechas con móviles perfectamente legítimos y con la convicción absoluta de su exactitud. En ese caso, la imputación inicial quedaría revertida, y correspondería al demandante probar a satisfacción del jurado que el demandado ha actuado con malicia y premeditación. Yo diría que, en tales circunstancias, la corte se guiaría por consideraciones de interés público exclusivamente, lo cual significaría tal vez que…

—¡Insisto en la cuestión de nuestra impunidad! —exclamó Roger.

Sir Charles volvió hacia él unos ojos tan furiosos que parecían dibujados con tinta roja. Pero esta vez no pudo ignorar la objeción.

—Estaba por referirme a ese punto —dijo—. En nuestro caso, no creo que la invocación de la impunidad de que goza toda reunión pública sea aceptable. En cuanto a la impunidad privada, es sumamente difícil delimitar sus alcances. No sería fácil alegar con éxito que todas las declaraciones hechas aquí se refieren al fuero privado exclusivamente, ya que ello depende de que nuestro Círculo constituya, en realidad, una asamblea privada o una pública. Es posible —señaló—, sostener ambas posiciones. Hasta puede discutirse si se trata de un organismo privado reunido en público, o
viceversa,
de un organismo público reunido en privado. El punto es muy debatible.

Sir Charles agitó sus lentes por un momento con el objeto de subrayar el carácter en extremo discutible de dicho punto.

—Considerados todos los factores, me siento inclinado a aventurar la opinión —y por fin se lanzó a emitir la esperada opinión— de que en general se justificaría invocar un caso de impunidad especial en el nuestro, puesto que se trataría de declaraciones hechas no con
animus injuriandi,
sino en el cumplimiento de un deber no necesariamente legal, sino moral y social, y cualquier declaración hecha en este concepto está protegida por el recurso de
veritas convinci,
hecho dentro de los límites aceptables, por personas que actúan
bona fide
en interés propio y del público. Debo decir, empero —Sir Charles vaciló, como horrorizado por haber tenido que pronunciarse al fin—, que no se trata de una cuestión de absoluta certeza, y que sería una política más sensata evitar el mencionar nombres, aun cuando nos reservemos el derecho de indicar, mediante algún método apropiado, como signos, o bien otra forma de representación o pantomima, al individuo a quien nos referimos conjuntamente.

—Pero, en términos generales —insistió el presidente del Círculo, en voz baja, pero firme—, ¿cree usted que esta ocasión en particular debe ser considerada dentro de las de impunidad, y así podemos seguir adelante y mencionar los nombres que nos venga en gana?

Los lentes de Sir Charles describieron un círculo completo, posiblemente simbólico.

—Creo —respondió por fin, en tono sumamente trascendental, y después de todo, la opinión que estaba por emitir justificaba dicho tono, pues si hubiera hablado en presencia del foro le hubiese costado al Círculo una bonita suma—, creo —repitió— que podemos correr el riesgo.

—¡Muy bien! —exclamó el presidente con alivio.

CAPÍTULO VI

—M
E AVENTURO
a creer —resumió Sir Charles— que muchos de ustedes han de haber llegado a la misma conclusión que yo respecto de la identidad del asesino. El caso ofrece una semejanza tan sorprendente con uno de los asesinatos clásicos en los anales, que no ha de pasar inadvertida a nadie. Me refiero, como ustedes habrán adivinado, al caso de Marie Lafarge.

—¿Cómo? —dijo Roger, sorprendido, pues, en lo que a él se refería, hasta aquel momento no había advertido tal semejanza.

Ahora que pensaba en ello, el paralelo era evidente. Roger se movió en su sillón, sintiéndose muy incómodo.

—En este caso aparece asimismo una mujer acusada de haber enviado un artículo envenenado a su esposo. No viene al caso que dicho artículo haya sido una torta, o una caja de bombones. Tal vez no convenga…

—Pero nadie que esté en sus cabales continúa creyendo en la culpabilidad de Marie Lafarge —interrumpió Alicia Dammers con inusitado calor—. Ha quedado virtualmente demostrado que la torta fue enviada por el capataz, o quienquiera que fuese el hombre. ¿No se llamaba Dennis? Además, su motivo era mucho más grave que el de ella.

Sir Charles miró a Alicia severamente.

—Creo haber dicho
acusada
de haber enviado el artículo. Me estaba refiriendo a un hecho consumado, no a una opinión personal.

—Perdóneme usted —murmuró Miss Dammers, sin mostrarse muy arrepentida.

—De cualquier manera, he mencionado la coincidencia por si a alguien puede interesarle. Volvamos a nuestro caso en el punto en que lo dejamos. Hace un momento se formuló la pregunta de si Lady Pennefather puede haber tenido o no un cómplice voluntario. Pensé en esta posibilidad, pero posteriormente comprobé que no era así. Lady Pennefather planeó y llevó a cabo este asesinato por sí sola.

Era evidente que la pausa de Sir Charles estaba destinada a que se le hiciese la pregunta inevitable. Y Roger cumplió el requisito.

—¿Cómo es posible, Sir Charles? Todos sabemos que Lady Pennefather estaba en el sur de Francia cuando se cometió el hecho. La policía investigó cuidadosamente este punto, de modo que ella tiene una coartada perfecta.

Sir Charles sonrió abiertamente.

—Tenía una coartada perfecta. Yo la he destruido. He aquí lo que sucedió. Tres días antes de ser despachada la encomienda, Lady Pennefather abandonó Menton para pasar una semana en Aviñón. Al cabo de esa semana, regresó a Mentón. Su firma aparece en el registro del hotel de Aviñón, tiene el recibo de los días de su permanencia en él, y todo está en regla. La única circunstancia curiosa es que, aparentemente, no llevó consigo a su doncella, una muchacha muy inteligente y de muy buen aspecto y modales, puesto que el recibo del hotel de Aviñón está extendido a nombre de una persona solamente. Sin embargo, la doncella no estuvo en Aviñón. ¿Es posible que haya desaparecido misteriosamente durante ese período?

—¡Ah! —comentó Ambrose Chitterwick, que escuchaba atentamente—. Comprendo. ¡Qué ingenioso!

—Sumamente ingenioso —repuso Sir Charles con complacencia, atribuyéndose a sí mismo la inteligencia de Lady Pennefather—. La doncella tomó el lugar de su ama, mientras ésta hacía un viaje de incógnito a Inglaterra. He verificado este hecho hasta el extremo de que ya no cabe duda alguna de su exactitud. Uno de mis agentes, obedeciendo a mis instrucciones enviadas telegráficamente, mostró al propietario del hotel de Aviñón una fotografía de Lady Pennefather, y le preguntó si aquella persona se había alojado allí; el hombre aseguró no haberla visto nunca. Pero cuando le fue mostrada una fotografía de la doncella, la identificó inmediatamente como Lady Pennefather. Otra de mis suposiciones ha resultado totalmente correcta. Sir Charles se arrellanó en su sillón y agitó sus lentes, en un homenaje silencioso a su propia astucia.

—¡Entonces, Lady Pennefather tenía un cómplice! —murmuró Bradley, con el aire de quien relata un cuento de hadas a un niño de cuatro años.

—Un cómplice inocente —repuso Sir Charles—. Mi agente interrogó a la doncella con mucha discreción, y averiguó que su ama le había dicho que ciertos asuntos reclamaban urgentemente su presencia en Inglaterra, pero como ya había pasado los primeros seis meses de aquel año en su país, tendría que pagar su impuesto a los réditos en su totalidad, si llegaba a poner los pies en su patria durante el mismo año. Como se trataba de una suma considerable, Lady Pennefather utilizó esta argucia para salvar la dificultad de un viaje de incógnito, y recompensó ampliamente a la muchacha. No es de extrañar que la oferta haya sido aceptada. ¡Muy ingenioso! ¡Sumamente ingenioso! —Sir Charles sonrió una vez más y miró en torno de sí, como esperando elogios.

—¡Qué inteligente es usted, Sir Charles! —murmuró Alicia, por decir algo.

—No tengo pruebas concretas de su permanencia en este país —se lamentó Sir Charles—, de modo que, desde el punto de vista legal, el caso contra Lady Pennefather está incompleto, pero la policía podrá establecer estos pormenores. En todos sus demás aspectos, debo señalar que la evidencia es demoledora. Lamento infinitamente tener que hacer esta declaración, pero no tengo alternativa: Lady Pennefather es la asesina de Mrs. Bendix.

Cuando Sir Charles hubo terminado de hablar, se produjo un silencio cargado de interrogantes. Las preguntas flotaban en el ambiente, pero nadie parecía dispuesto a formularlas en primer término. Roger miraba el espacio, como buscando el rastro desvanecido de la presa que persiguiera antes de que hablase Sir Charles. No había duda, tal como se presentaban las cosas hasta entonces, de que éste había probado su teoría.

Por fin, Mr. Ambrose Chitterwick se atrevió a romper el silencio.

—Debemos felicitarle, Sir Charles. Su solución es tan brillante como original. Las únicas preguntas que se me ocurre formular son las siguientes: ¿Cuál ha sido el móvil del crimen? ¿Por qué deseaba Lady Pennefather la muerte de su esposo, cuando se hallaba en pleno trámite de divorcio? ¿Tenía algún motivo para sospechar que el divorcio sería acordado en favor de él?

—Absolutamente —respondió Sir Charles—. Era justamente porque estaba segura de que el divorcio sería acordado que deseaba la muerte de Sir Eustace.

—La verdad es que no comprendo —dijo Mr. Chitterwick, perplejo.

Sir Charles dejó que persistiese la curiosidad general durante unos instantes más, antes de condescender a explicarse. Tenía el instinto dramático de todos los oradores.

—Al principio de mi exposición hice alusión a un dato que obtuve accidentalmente y que me ayudó considerablemente a llegar a una solución. Estoy preparado para revelarlo ahora, no sin antes solicitar que se guarde el más completo silencio sobre él.

»Ya saben ustedes que hace un tiempo corrieron rumores acerca del compromiso matrimonial entre Sir Eustace y mi hija. No creo incurrir en la divulgación indebida de un secreto de confesionario cuando les diga que, no hace muchas semanas, Sir Eustace se dirigió a mí, pidiendo mi consentimiento para contraer matrimonio con mi hija tan pronto como se concediese el divorcio solicitado por su esposa.

»No necesito comentar el resultado de esta entrevista. Lo que es pertinente a nuestra investigación es que Sir Eustace me informó categóricamente que su esposa se había resistido mucho a concederle el divorcio, y que accedió sólo después de que Sir Eustace hizo testamento a su favor, en el cual incluyó su propiedad de Worcestershire. Lady Pennefather tenía una pequeña renta propia, que Sir Eustace estaba dispuesto a complementar en la forma más generosa posible. Pero como los intereses de la hipoteca sobre su propiedad importaban casi la totalidad de la renta derivada de la misma, no podía pasar mucho dinero a su mujer. Tenía, en cambio, seguros de vida por elevadas sumas, conforme al contrato matrimonial previo a su casamiento con Lady Pennefather. La hipoteca sobre su propiedad tiene carácter de póliza dotal, y caduca con su muerte. Sir Eustace tenía, pues, como lo admitió con la mayor franqueza, muy poco que ofrecer a mi hija.

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