El caso de los bombones envenenados (11 page)

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Authors: Anthony Berkeley

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BOOK: El caso de los bombones envenenados
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»Y como presunto esposo de una joven a quien otro hombre ama con todo su corazón —agregó Mrs. Fielder-Flemming solemnemente—, Sir Eustace Pennefather se vuelve poco menos que imposible. Y es fácil entenderlo así desde el punto de vista de ese hombre.

»Y un hombre que
es
un hombre —agregó Mrs. Fielder-Flemming, roja por la intensidad de su emoción—, no puede admitir
imposibles
que amenacen su afecto.

Dicho esto, hizo una pausa dramática.

—Telón, acto primero —dijo Mr. Bradley en voz baja a Mr. Chitterwick.

Mr. Chitterwick sonrió aprensivamente.

CAPÍTULO VIII

C
OMO
de costumbre, Sir Charles aprovechó el primer intervalo para abandonar su asiento. Esta sensación de no poder permanecer sentados por más tiempo suele hacerse sumamente aguda al llegar el entreacto, por lo menos cuando no se trata de una obra teatral de Mrs. Fielder-Flemming.

—Señor presidente —dijo Sir Charles con voz de trueno—, aclaremos este punto. Entiendo que Mrs. Fielder-Flemming ha hecho la ridícula acusación de que algún amigo de mi hija es culpable de este crimen. ¿No es así?

El presidente miró algo perplejo la altísima figura que se levantaba ante él y deseó ser cualquier cosa menos presidente del Círculo.

—En verdad, no lo sé, Sir Charles —repuso, lo cual, además de una evasión, era inexacto.

Pero su ansiedad era infundada, pues Mrs. Fielder-Flemming se sentía ya completamente capaz de hablar sin ayuda de nadie.

—Todavía no he acusado a nadie, Sir Charles —dijo con una fría dignidad, malograda sólo por el hecho de que su sombrero, habiendo compartido todas las emociones de su dueña, estaba insólitamente inclinado sobre una de sus orejas—. Hasta ahora me he limitado a desarrollar una hipótesis.

Si se hubiese tratado de Mr. Bradley, Sir Charles le habría replicado con un olímpico desdén, digno de Samuel Johnson: «¡Al diablo con su hipótesis, Bradley!» Pero restringida como estaba su franqueza por la puerilidad de las convenciones sociales sobre la etiqueta entre personas del sexo opuesto, lo único que pudo utilizar fue su mirada fulminante.

Con la falta de caballerosidad frecuente en miembros de su sexo, Mrs. Fielder-Flemming no vaciló en aprovechar la ventaja.

—Además —señaló—, todavía no he acabado de hablar.

Sir Charles tomó asiento nuevamente, murmurando algo sospechosamente violento. Era la imagen de la ira reprimida.

Mr. Bradley, por su parte, apenas pudo dominar el impulso de palmear a Mr. Chitterwick en la espalda y golpearle bajo el mentón, para expresar de alguna manera su incontenible regocijo.

Con una serenidad tan natural que evidentemente era fingida, Mrs. Fielder-Flemming procedió a dar por terminado el intervalo, y levantó el telón del segundo acto.

—He dado a ustedes el procedimiento por el cual llegué a identificar al tercer miembro del triángulo, en otros términos, el asesino, de modo que pasaré ahora a las pruebas, y mostraré cómo dichas pruebas sostienen mis conclusiones. ¿He dicho
sostienen
? Lo que he querido decir es
confirman sin lugar a dudas.

—Pero ¿cuáles son sus conclusiones, Mrs. Fielder-Flemming? —preguntó Bradley con un desgano que dejaba entrever su interés—. Todavía no las ha concretado. Sólo insinuó que el asesino es un rival de Sir Eustace en el afecto de Miss Wildman.

—Es verdad, Mabel —dijo Alicia Dammers—. ¡Aunque por ahora no desees darnos el nombre del asesino, podrías delinearlo más concretamente!

A Miss Dammers le desagradaba la vaguedad. Asociaba este defecto a la idea de andar en chancletas, lo que detestaba por sobre todas las cosas. Además, tenía verdadero interés en saber sobre quién había recaído la elección de Mrs. Fielder-Flemming. Estaba de acuerdo con la mayoría en que Mabel podía parecer tonta, hablar como una tonta, y comportarse como otra tonta. A pesar de ello, no lo era en lo más mínimo.

Pero Mabel estaba empeñada en coquetear con el tema.

—Temo no poder hacerlo todavía. Por ciertas razones, debo probar mi caso primero. Más tarde comprenderán mi posición.

—Muy bien —dijo Alicia suspirando—. Pero, por favor, suprimamos esta atmósfera de novela policial. Lo único que deseamos es resolver un caso difícil, no intrigarnos mutuamente.

—Tengo mis razones, Alicia —observó Mrs. Fielder-Flemming gravemente, y a continuación procedió a retomar el hilo de su exposición.

»¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Las pruebas. Les diré que este punto es muy interesante. He logrado obtener dos elementos de juicio importantísimos, que nadie ha señalado hasta ahora.

»El primero es que Sir Eustace no estaba enamorado de… —Mrs. Fielder-Flemming vaciló; luego, como Mr. Bradley había establecido un precedente de intrepidez, decidió llegar al máximo de la franqueza—… de Miss Wildman. Pensaba casarse con ella por su dinero, o mejor dicho, por lo que esperaba obtener del dinero de su padre. Espero, Sir Charles —agregó en tono glacial—, que no considerará como calumnia el hecho de que mencione que es usted un hombre sumamente rico. Este punto tiene una importancia esencial para mi hipótesis.

Sir Charles inclinó su sólida y hermosa cabeza.

—No es cuestión de calumnia, señora, sino simplemente de buen gusto, que está fuera de la esfera de mi actividad profesional. Temo que sería una pérdida de tiempo aconsejarla sobre ese aspecto de la conducta en sociedad.

—¡Qué interesante, Mrs. Fielder-Flemming! —interpuso rápidamente Roger, a fin de interrumpir aquel duelo verbal—. ¿Cómo lo descubrió usted?

—Me informó el criado de Sir Eustace, Mr. Sheringham —respondió ella, no sin orgullo—. Le he interrogado. Sir Eustace no guardaba secreto alguno sobre sus intenciones, y aparentemente confiaba en este hombre. Parece que esperaba poder pagar todas sus deudas, comprar uno o dos caballos de carrera, pagar la pensión de la actual Lady Pennefather, y, en general, comenzar de nuevo. Hasta le había prometido a Baker, pues éste es el nombre del criado, regalarle cien libras el día que
llevase a la chiquilla al altar,
según sus propios términos. Lamento herir sus sentimientos, Sir Charles, pero me veo obligada a señalar hechos, y los sentimientos deben supeditarse a los hechos. Mediante el pago de diez libras logré obtener los datos que buscaba. Datos muy interesantes, como ven ustedes. —Mrs. Fielder-Flemming miró en torno con aire de triunfo.

—¿No cree usted —preguntó tímidamente Mr. Chitterwick, como disculpándose por hablar fuera de turno— que datos provenientes de fuentes tan objetables pueden no ser absolutamente exactos? ¡La fuente me parece tan, pero tan objetable! Verdaderamente, yo no creo que mi sirviente me vendiera por diez libras.

—A tal amo, tal criado —dijo Mrs. Fielder-Flemming sentenciosamente—. Sus datos son perfectamente exactos. He podido corroborar casi todo lo que me dijo, de modo que creo tener derecho a aceptar lo que resta como igualmente verídico.

»Quisiera citar otra de las confidencias de Sir Eustace. No es muy agradable, pero sí muy revelador. En una ocasión intentó seducir a Miss Wildman en una habitación reservada del restaurante Pug Dog, aparentemente con el objeto de asegurar el matrimonio que buscaba, hecho que corroboré más tarde. Lamento hablar así, Sir Charles, pero los hechos deben ser revelados. Creo mi deber aclarar inmediatamente que la tentativa de seducción no tuvo éxito. Aquella noche Sir Eustace dijo a su criado, nada menos que a su criado, no lo olviden: “Se puede llevar a esta chiquilla al altar, pero es imposible embriagarla.” Esto, creo, les demostrará mejor que nada de lo que pueda agregar qué clase de hombre es Sir Eustace. También demuestra cuán increíblemente poderoso era el móvil del hombre que verdaderamente la amaba, para haber intentado salvarla para siempre de las garras de semejante miserable.

»Y con esto llego al segundo elemento de juicio. Se trata de la piedra fundamental de toda mi estructura, de la base sobre la cual, desde el punto de vista del asesino, existía la necesidad de matar, y al mismo tiempo, la base de mi propia reconstrucción del crimen. Miss Wildman estaba desesperada, irrazonable, irrevocablemente embobada con Sir Eustace Pennefather.

Experta en efectos teatrales, Mrs. Fielder-Flemming guardó silencio durante un instante, a fin de que la importancia de lo que acababa de revelar quedase profundamente grabada en la mente de los oyentes. Pero Sir Charles estaba tan afectado que no prestó atención, malogrando el efecto.

—Y, ¿podría preguntarle cómo averiguó eso, señora? —inquirió con sarcasmo—. ¿Por la doncella de mi hija, tal vez?

—Por la doncella de su hija —respondió Mrs. Fielder-Flemming sin inmutarse—. El oficio de detective es, según he comprobado, sumamente caro, pero no hay que lamentar el gasto de dinero por causas justificadas.

Roger suspiró. Era evidente que una vez que su proyecto de investigación sucumbiese de muerte violenta, el Círculo, si para entonces no se había convertido en algo informe, no contaría con la presencia simultánea de Mrs. Fielder-Flemming y Sir Charles entre sus miembros. Roger sabía perfectamente quién quedaría. Era una lástima. Sir Charles, además de ser un colaborador eficaz por su experiencia profesional, era el único, con excepción de Mr. Chitterwick, que contrarrestaba la preponderancia del elemento literario. Y Roger, que en su juventud había concurrido a innumerables peñas literarias, estaba tan escarmentado de ellas que sentía que nunca podría concurrir a este género de reuniones.

En fin, que Mrs. Fielder-Flemming era demasiado implacable. Al fin y al cabo, se trataba de la hija de Sir Charles.

—He establecido, pues, la existencia de un incentivo poderoso para que el hombre en quien pienso eliminase a Sir Eustace. En verdad, para él la única salida de una situación intolerable tiene que haber sido el asesinato. Voy a relacionar ahora a esta persona con los pocos indicios dejados por el asesino.

»Cuando la noche anterior el Inspector Moresby nos permitió examinar la carta de Mason e Hijos, la estudié detenidamente, pues me precio de conocer algo acerca de máquinas de escribir. La carta fue escrita en una máquina Hamilton. El hombre a quien me refiero tiene una máquina Hamilton en su oficina. Dirán ustedes que es una coincidencia, ya que esta máquina es de uso tan general. Es posible; pero cuando se reúnen muchas coincidencias, dejan de ser tales para convertirse en pruebas.

»Tenemos luego la coincidencia del papel utilizado. Esta persona tuvo una relación directa con Mason e Hijos. Como ustedes recordarán, hace dos o tres años la casa estuvo envuelta en un juicio, cuyos detalles he olvidado, pero creo que se relacionaba con una firma rival. Tal vez usted lo recuerde, Sir Charles.

—¿Cómo no recordarlo? —repuso éste—. Era contra la Compañía Fearnley, por uso de marcas registradas por Mason en uno de sus avisos publicitarios. Yo intervine en nombre de Mason.

—Muchas gracias. Sí, yo sabía que se trataba de algo semejante. Muy bien, pues. Esta persona tuvo relación con el caso, pues era uno de los asesores legales de la firma, y por lo tanto debe de haber tenido libre acceso a las oficinas de la fábrica. Sus oportunidades para apoderarse de una hoja de papel de cartas tienen que haber sido innumerables. También lo son las probabilidades de que tres años más tarde se haya hallado en posesión de dicho papel. El papel tenía los bordes amarillentos; por lo tanto, tiene que ser viejo. Ha sido borrado. Los rastros, me permito señalar, podrían corresponder a alguna breve nota escrita rápidamente sobre una hoja de papel en blanco, mientras el asesino estaba en las oficinas de Mason. El hecho es obvio, y todo concuerda con él.

»Veamos ahora la cuestión del sello postal. Estoy de acuerdo con Sir Charles en que el asesino, si bien es astuto, por ansioso que hubiera estado de tener una coartada, no habría confiado el envío de la encomienda fatal a ninguna otra persona. Además de la participación de una persona ajena al plan, sería muy peligroso. El nombre de Sir Eustace Pennefather nunca podría escapar de ser visto, y la conexión sería establecida más tarde. El asesino, seguro en su convicción de que la sospecha jamás recaería sobre él, como ha sucedido a otros, renunció a una posible coartada para eludir un riesgo seguro, despachando la encomienda él mismo. Es conveniente, pues, para completar el testimonio contra el asesino, relacionarlo con las inmediaciones del Strand entre las ocho y media y las nueve y media de aquella noche.

»Esta tarea, que había imaginado la más difícil de todas, resultó la más sencilla. El hombre a quien me refiero asistió a una comida en el Hotel Cecil, un banquete en el que se reunían todos sus antiguos condiscípulos. No necesito recordarles que el Hotel Cecil está casi frente a la calle Southampton. La oficina de correos de esta calle es la más cercana al hotel. ¿No habría sido muy fácil para el asesino salir del banquete durante cinco minutos, el tiempo necesario, y volver antes de que sus vecinos de mesa advirtiesen su ausencia?

—Nada más fácil —murmuró el absorto Mr. Bradley.

—Señalaré, por último, dos puntos. Recordarán ustedes que al señalar la semejanza entre este caso y el de Molineux, observé que esta característica era algo más que sorprendente. Me explicaré. Quise decir que el paralelo era demasiado notable para que debamos considerarlo como simple coincidencia. El caso Bendix es una copia deliberada del otro. Y si lo es, la deducción es inevitable. El asesinato es obra de un criminólogo. El hombre en quien estoy pensando es un criminólogo.

»El último punto que deseo mencionar se refiere a la refutación por parte de la prensa de los rumores de un compromiso entre Sir Eustace Pennefather y Miss Wildman. Por intermedio de su criado, me enteré de que Sir Eustace no había enviado dicha refutación. Tampoco lo hizo Miss Wildman. Sir Eustace estaba furioso cuando la leyó. La refutación fue enviada, por su propia iniciativa, y sin consultar a ninguno de los dos interesados, por el hombre a quien acuso de haber cometido el crimen.

Mr. Bradley renunció por unos instantes a seguir divirtiéndose por anticipado, para preguntar:

—¿Y el nitrobenceno? ¿Pudo usted establecer alguna relación entre el sospechoso y el veneno?

»Este es uno de los puntos en que estoy enteramente de acuerdo con Sir Charles. No creo que sea necesario, ni posible, establecer una relación entre el asesino y una sustancia de uso tan común que puede ser adquirida en cualquier parte sin la menor dificultad o sospecha.

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