Read El hombre que fue Jueves Online
Authors: G. K. Chesterton
El agente Gabriel Syme es reclutado por Scotland Yard para desentrañar una trama anarquista y para ello deberá infiltrarse en una de sus reuniones secretas.
El hombre que fue Jueves
, una de las novelas más populares del escritor y polemista británico G. K. Chesterton, pertenece a una variedad literaria peculiar. Aunque su revestimiento externo es el de una ingeniosa trama policiaca, donde el suspense y la sorpresa juegan un papel destacado, la crítica ha creído ver en esta obra una novela de tesis; también una fantasía policiaca, un relato onírico, o un panfleto político. El fino sentido del humor de Chesterton lanza sus venablos envenenados contra la filosofía de Schopenhauer, encarnada en el profesor de Worms, contra el pensamiento de Nietzsche o la ideología anarquista emergente de su tiempo. Según Chesterton, se trataba de un nuevo tipo de novela, una historia en la que se tipifican pensamientos modernos, pero no con argumentos, sino con incidentes simbólicos: una comedia alegórica.
G. K. Chesterton
El hombre que fue Jueves
Una pesadilla
ePUB v1.0
chungalitos12.07.11
Traducción y prólogo de Alfonso Reyes
Gilbert Keith Chesterton es un dibujante cómico de singularísimas dotes: ha ilustrado libros de Monkhouse, de Clerihew, de Hilaire Belloc. Es un orador que aborda lo mismo el problema de las pequeñas nacionalidades que el de la posibilidad del milagro y la poca fe que en él tienen los sacerdotes de hoy en día. Es un político que ha adoptado el implacable procedimiento de vivir en una Edad Media convencional, para poder censurar todo lo que pasa en su siglo. Es un gastrónomo famoso, según creo haber leído en alguna parte y me parece confirmarlo el ritmo sanguíneo, entre congestionado y zumbón, de su pensamiento; antivegetariano y partidario de la buena cerveza; anti-sufragista y enemigo de que nadie se le meta en casa —ni el inspector de la luz eléctrica—, y humano sin ser «humanitarista». Es un escritor capaz de hacerse tolerar y aun desear por un periódico cuyas ideas ataca invariablemente en sus artículos (tal le aconteció durante algún tiempo en
The Daily News).
Para muchos londinenses, las notas que publicaba Chesterton en
The Ilustrated London News
eran tan indispensables como el día de campo semanal; y sus polémicas en
The New Witness
son una alegría para el contrincante, cuando éste es un hombre de talento. Como autor teatral de una sola obra, Chesterton ha tenido un éxito inolvidable. En su juventud hizo crítica de arte, y sobre los pintores Watts y Blake ha publicado dos libros tan indispensables como inútiles. Es poeta, verdadero poeta, de un modo valiente y personal. Lamento no poder traducir aquí sus baladas sobre el agua y el vino, tema muy español y muy medieval, por lo mismo que es de todo tiempo y todo país. La canción de Noé tiene este seductor estribillo:
No me importa adonde vaya el agua,
siempre que no vaya hacia el vino.
Su balada contra los vendedores de comestibles es de radiante actualidad. Ha escrito innumerables prólogos y pequeños ensayos, cuya colección completa no ha podido reunir aún el Museo Británico. Diserta con agrado sobre todo autor en quien encuentra una confirmación de sus propias ideas, y aun sobre enemigos de talla gladiatoria, como Bernard Shaw, que lo obliguen a combatir con respeto. Ante los demás enemigos —dice Julius West— Chesterton adopta al instante una actitud insecticida. Es además, filósofo y apologista cristiano. Es novelista. En sus novelas, las figuras de mujer son poco importantes. Sus personajes tienen, de preferencia, los cabellos rojos, azafranados. Es exuberante. Quiere a toda costa hacer milagros. Es, en todo, un escritor popular.
Siempre combativo, de una combatividad alegre y tremenda, tiene un buen humor y una gracia de hombre gordo, una risa madura de hombre de cuarenta y cinco años. Su cara redonda, sus cabellos enmarañados de «rorro», inspiran una simpatía instantánea. A veces, entre el chisporroteo de sus frases, lo estamos viendo gesticular.
Para ser un escritor popular hay que conformarse con los ideales de la época. Pero —advierte sutilmente Sheila Kaye-Smith— hay dos maneras de conformarse con ellos: una consiste en defenderlos; otra, la mejor, en atacarlos, siempre que sea con los argumentos convencionales de la época. Así lo hace Chesterton. Se vuelve contra las teorías «heréticas» (como él dice) en nombre de las conveniencias y el respeto a lo establecido; sí, pero con ímpetu de aventura, poética y no prosaicamente. Ataca las herejías, sí, pero en nombre de la revolución. De aquí su éxito. Su procedimiento habitual, su mecánica de las ideas, está en procurar siempre un constraste: si hay que defender la seguridad pública, no lo hace poniéndose al lado de la .policía, sino, en cierto modo, al lado del motín. Si, por ejemplo, hay que demostrar la conveniencia de publicar la segunda edición de un libro (véase el segundo prólogo de
The defendant),
no alegará la utilidad de la obra, sino el absoluto olvido en que ha caído la primera edición. Cuando escribe sobre Bernard Shaw, comienza con estas palabras reveladoras: «La mayoría acostumbra decir que está de acuerdo con Bernard Shaw, o que no lo entiende. Yo soy el único que lo entiende, y no estoy de acuerdo con él». La
Pequeña Historia de Inglaterra
comienza diciendo, más o menos: «Yo no sé nada de historia. Pero sé que hasta hoy no se ha escrito la historia, desde el punto de vista del nombre de la calle, del pueblo, del lector. Y ése será mi punto de vista»: Y concede, en el desarrollo de la vida inglesa, mucha más importancia a los gremios populares de la Edad Media que a las modernas organizaciones del poder colonial y del capitalismo británico. Y la sociedad lectora de nuestro tiempo, en virtud de una ética y una estética que no voy a analizar aquí, aplaude este método de sorpresas.
Además, hay que darse cuenta de que las sorpresas de Chesterton son las sorpresas del buen sentido, y que Chesterton entra en juego cuando estaba haciendo mucha, muchísima falta, algo de buen sentido en las letras de su país. En efecto: la literatura inglesa comenzaba a cansarse del grupo de excéntricos que, en los últimos años del siglo xix, había sucedido a los grandes «Victorianos». Chesterton se asoma al mundo con una impresión de aburrimiento. Los paradojistas ya no sobresaltan a nadie. Chesterton se vuelve hacia las virtudes infantiles, hacia los atractivos evidentes y democráticos de la vida. He aquí sus palabras:
«Los años que van de 1885 a 1898 fueron como las primeras horas de la tarde en una casa rica, llena de salones espaciosos; quiero decir, el momento anterior al té. Entonces no se creía en nada, salvo en las buenas maneras. Y la esencia de las buenas maneras consiste en disimular el bostezo. Y el bostezo puede definirse como un aullido silencioso».
Aquella gente imposible se quejaba de que la primavera fuera verde y las rosas rojas. Chesterton los llamó blasfemos, reivindicó para sí el derecho de regocijarse ante las maravillas del mundo (un derecho que sólo se debe ejercer cuando no se es bobo, un derecho peligrosísimo), y se entregó desde entonces, francamente, a las alegrías sencillas de la calle y del aire libre. (Con malicia, naturalmente. Para encontrar divertido el mundo no basta proponérselo).
En apariencia, Chesterton es un paradojista. Pero, a poco leerlo, descubrimos que disimula, bajo el brillo de la paradoja, toda una filosofía sistemática. Sistemática, monótona: cien veces repetida con palabras y pasajes muy semejantes a través de todos sus libros. No es en el fondo un paradojista. No niega ningún valor aceptado por la gran tradición popular; no rechaza (al contrario) el honrado lugar común; no intenta realmente desconcertar al hombre sencillo. Gusta más bien de volver sobre las opiniones vulgares y las leyendas, para hacer ver lo que tienen de razonable. No es un paradojista. Bajo el aire de la paradoja, hace que los estragados lectores del siglo xx acepten, a lo mejor, un precepto del Código o una enseñanza del Catecismo. El contraste, el sistema de sorpresas, que es, como dije, su procedimiento mental, es también su procedimiento verbal. Posee una lengua ingeniosa, pintoresca, llena de retruécanos a su manera: sube, baja, salta, riza el rizo encaramado peligrosamente en una palabra, y a la postre resulta que ha estado defendiendo alguna noción eterna y humilde: la Fe, la Esperanza, la Caridad. En la boca de «Syme», personaje de esta novela, pone una sentencia que explica muy bien su situación. La paradoja, dice Syme, tiene la ventaja de hacernos recordar alguna verdad olvidada. Y, en otra ocasión, Chesterton se ha definido a sí mismo como un apóstol de las verdades a medias. Es decir, como un apóstol de la exageración. Y en verdad, Chesterton, más que un paradojista, es un exagerado. Hace once años, Arnold Bennett, en
New Age
se enfrentó con Chesterton, asumiendo una solemnidad algo asnal, y le dio unas dos o tres dentelladas. En resumen ¿de qué lo acusaba? De exageración: este pecadillo gracioso que, si no entra al Cielo, tampoco ha merecido el Infierno; este pecado menor que bien puede ser la atmósfera del Limbo. Pero la exageración es también un método crítico, un método del conocimiento. Sainte-Beuve recuerda que el fisiólogo, para mejor estudiar el curso de una vena, la inyecta, la hincha. No temblemos: la exageración es el análisis, la exageración es el microscopio, es la balanza de precisión, —sensible a lo inefable.
¿Cuál es el sistema de Chesterton? El que haya leído su espléndido libro Ortodoxia conoce la evolución de la filosofía religiosa de Chesterton. A través de todas las herejías modernas, y creyendo descubrir una novedad, se encuentra un buen día convertido al catolicismo apostólico y romano, como el que, creyendo descubrir una isla del Mar del Sur, toca un día la nativa playa, de la que se imaginaba tan lejos.
Y se da entonces el caso extraordinario de un expositor de la doctrina católica que, en vez de valerse de los argumentos adustos, se vale de los argumentos alegres, como si su vino religioso se resintiera de los odres paganos. El juglar medieval adoraba, a su manera, a la Virgen, haciendo lo mejor que sabía: sus juegos de saltimbanqui. Así, en Chesterton —este nuevo Padre de la Iglesia— la paradoja humorística sustituye a la parábola cristiana. Habla de las verdades más antiguas de la Iglesia, pero con el mismo tono de voz del que describe los ritos misteriosos de la isla recién descubierta en el Mar del Sur. Así en Chesterton —este salteador de la propia bodega— aprendemos a gustar otra vez el vino de nuestros abuelos. Él confiesa alegremente haber descubierto el Mediterráneo. Y lo mejor del caso: nos convence de que el Mediterráneo estaba otra vez por descubrir. Es como uno de sus personajes, que tenía aventuras amorosas... con su mujer legítima. Entiende la vida.
El paganismo, según Chesterton, propone a todo conflicto una solución de falso equilibrio: el justo medio de Aristóteles. El paganismo es conciliación, o, mejor dicho, transacción. Cierra los ojos a las debilidades humanas, para evitar, al menos, que estallen en males irremediables; para ver si se componen solas con ese optimismo rutinario de la naturaleza. Pero el cristianismo es guerra declarada y franca, y dondequiera aparece como una espada que parte en dos. El cristianismo, diríamos, es la filosofía de la izquierda. El cristianismo resuelve los conflictos, haciendo luchar directamente las dos fuerzas extremas y antagónicas, para que se salve lo que ha de salvarse; haciendo chocar el bien y el mal; haciendo arder —lado a lado y sin transición— el fuego blanco del Cielo y la llama roja del Infierno. Hay, pues, que combatir.