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Authors: G. K. Chesterton

El hombre que fue Jueves (10 page)

BOOK: El hombre que fue Jueves
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Gogol habló el primero, hombre irreconciliable que parecía hervir en furores irreconciliables.

—¡Anta! ¡Anta! —exclamó con un extraordinario ardor, que hacía casi incomprensible su marcado acento polaco—. ¡Y ticen que no se esconden! Ticen que se tejen fer. No es fertat. Para las cosas importantes, encerratos en un cuarto oscuro.

El Presidente acogió la incoherente sátira del extranjero con muy buen humor.

—Todavía no puede usted entenderlo, Gogol —dijo con tono paternal—. Una vez que la gente nos ha oído decir tonterías en el balcón, ya no se cuida de saber dónde estamos. Si hubiéramos comenzado por venir aquí, toda la servidumbre hubiera venido a escuchar por el agujero de la llave. Parece que no conociera usted a los hombres.

—¡Me muero por ellos! —gritó el polonés—. ¡Mato a sus opresores! Pero no me custan las escontitillas. Yo quiero matar al tirano en la plaza púplica.

—Ya lo entiendo, ya —dijo el presidente asintiendo bondadosamente, al tiempo de sentarse en la cabecera de la mesa—. Usted comienza por morirse por la humanidad, y después va usted y mata a sus opresores. Perfectamente. Y ahora permítame usted que le pida morigerar sus hermosos sentimientos, y sentarse a la mesa en compañía de estos caballeros. Por primera vez en esta mañana van ustedes a oír algunas palabras sensatas.

Syme, con la presteza anormal que venía mostrando desde el principio, se sentó al instante. El último en sentarse fue Gogol, siempre gruñendo entre sus barbas y hablando mal de «antarse con gombromisos». Nadie, con excepción de Syme, parecía sospechar lo que iba a suceder. En cuanto a éste, se sentía en el ánimo del hombre que sube al cadalso dispuesto a decir un buen discurso.

—Camaradas —dijo el Presidente levantándose—. Mucho ha durado ya la farsa. Os he traído aquí para deciros algo a la vez tan sencillo y tan extraño, que hasta los criados del café, tan acostumbrados como están a nuestras salidas, habrían advertido en mi voz un nuevo matiz de gravedad. Camaradas, hemos estado discutiendo planes y nombrando lugares. Propongo, antes de pasar adelante, que estos planes y lugares no sean votados aquí, sino que queden bajo la decisión de un miembro del consejo que merezca la confianza de todos. Propongo al camarada Sábado: al Dr. Bull.

Las miradas se dirigieron a éste. Después, todos saltaron en sus asientos, porque las siguientes palabras del Domingo, aunque no las pronunció en voz alta, tenían un énfasis vivo y sensacional. El Domingo dio un puñetazo en la mesa.

—Que en esta reunión no se diga una palabra más sobre planes y lugares. Ni el más insignificante detalle sobre lo que vamos a hacer debe traslucirse ya entre nosotros.

Aunque el Domingo se había pasado la vida asombrando a sus compañeros, se dijera que nunca hasta hoy lo había logrado de veras. Con excepción de Syme, todos se agitaban febrilmente en sus bancos. Éste se mantenía inmóvil, la mano en el bolsillo, y empuñando su revólver cargado. Estaba dispuesto a vender cara su vida, llegado el caso. Al fin sabría si el Presidente era o no mortal.

El Domingo continuó con la misma voz:

—Ya comprenderéis que sólo hay un motivo para prohibir la libertad de hablar en este festival de la libertad. No importa que los extraños nos oigan. Para ellos somos unos guasones. Pero lo que tiene una importancia enorme es que entre nosotros sé encuentra uno que no es de los nuestros, que conoce nuestros graves propósitos, pero .que no comparte nuestras convicciones; uno que...

El secretario lanzó un grito como de mujer.

—¡Imposible! —exclamó incorporándose— ¡no puede ser!

El Presidente dio sobre la mesa con su manaza, semejante a la aleta de un enorme pescado.

—Sí —dijo lentamente—. En este cuarto hay un espía; en esta mesa hay un traidor. No he de gastar palabras. Su nombre...

Syme medio se levantó del asiento, con el dedo sobre el llamador del revólver.

—Su nombre es Gogol —dijo el Presidente—. Ese peludo charlatán que pretende hacerse pasar por polaco. Gogol saltó sobre sus pies con una pistola en cada mano. Al mismo tiempo, tres hombres le saltaron al cuello. Hasta el profesor hizo un esfuerzo para incorporarse. Pero Syme apenas vio todo esto, porque una oscuridad benéfica lo había cegado, y se dejó caer en su asiento estremeciéndose, en un paroxismo de alivio.

CAPÍTULO VII

LA INEXPLICABLE CONDUCTA DEL PROFESOR DE WORMS

— ¡Sentarse! —gritó Domingo con una voz que pocas veces dejaba oír, una voz que hacía caer de las manos las espadas.

Los tres que se habían levantado soltaron a Gogol, y el equívoco personaje reasumió su asiento.

—Bien, señor mío —dijo con presteza el Presidente, como si se dirigiera a un desconocido—. ¿Quiere usted hacerme el favor de enseñarme lo que lleva en el bolsillo del chaleco?

El pretendido polaco estaba algo pálido, bajo la maraña negra de sus cabellos; pero afectando tranquilidad, metió dos dedos en el bolsillo indicado, y sacó una tarjetita azul. Al verla sobre la mesa, Syme recobró el sentido del mundo exterior. Porque, aunque la tarjeta estaba en el otro extremo de la mesa y no podía leer su inscripción, era idéntica a la que él mismo llevaba, a la que le habían dado cuando ingresó en la cuadrilla antianarquista.

—Patético eslavo —dijo el Presidente—, trágico hijo de Polonia ¿se atrevería usted, ante esta tarjeta, a negar que está usted, por decirlo así, de sobra en nuestra tertulia?

—No señor —dijo el antes Gogol. Y todos se sorprendieron de oír salir, por entre aquel bosque de extranjero pelamen, una voz clara, comercial y hasta «cockney», de bajo pueblo londinense. Era tan absurdo como oír a un chino hablar de pronto en inglés con el acento de Escocia.

—Comprendo que usted se da cuenta de su situación —dijo el Domingo.

—Usted lo ha dicho —replicó el falso polaco—; ya veo que es un poco desairada. Y sólo mantengo que ningún polaco es capaz de imitar mi acento como yo he imitado el suyo.

—Concedido —dijo el Domingo—. Creo en efecto que el acento de usted es inimitable, y aun confieso que en vano he tratado de remedarlo a la hora de mi baño. ¿Tendría usted inconveniente en dejarme sus barbas con su tarjeta?

—Ninguno —contestó Gogol; y con un dedo se arrancó toda su envoltura peluda, descubriendo unos ralos cabellos rubios en una cara pálida y descocada—. Esto es sofocante —añadió.

—Le hago a usted la justicia de confesar —observó Domingo con cierta brutal admiración— que usted, sin embargo, ha sabido conservar su sangre fría debajo de esa envoltura. Y ahora, óigame usted: me gusta usted. Esto quiere decir que si supiera yo que ha muerto usted en el tormento, me sentiría molesto por espacio de dos minutos y medio. Pues bien: si usted descubre algún día a la policía o a cualquiera persona la menor cosa que nos incumba, tendré esos dos minutos y medio de molestia. Y de la molestia que usted tendrá no hay para qué hablar. Pase usted muy buenos días. Y cuidado con la escalera.

El blondo detective que se escondía bajo la máscara de Gogol, se levantó y salió del cuarto con un aire de completa indiferencia. Sin embargo, el asombrado Syme comprendió que esta indiferencia era afectada, porque un tropezón al salvar la puerta dio clara señal de que el detective no pensaba en la escalera.

—¡Cómo pasa el tiempo! —dijo alegremente Domingo echando un vistazo a su reloj, que como todas sus cosas parecía de tamaño más que natural—. Tengo que irme; tengo que presidir una reunión humanitaria.

El secretario se volvió hacia él con ceño adusto:

—¿Y no sería mejor —dijo con cierta sequedad— discutir los detalles de nuestro proyecto, ahora que estamos sin el espía?

—Creo que no —dijo el Presidente con un bostezo que parecía un terremoto. Dejémoslo en tal estado. Que lo arregle el Sábado. Yo tengo que irme. Almorzaremos aquí el domingo próximo.

Pero la dramática escena había fustigado los nervios casi desnudos del secretario. Era uno de esos hombres concienzudos hasta en el crimen.

—Me veo obligado a protestar, Presidente, esto es una irregularidad —dijo—. Es una regla fundamental de la Sociedad el discutir todos los planes en pleno consejo. Cuando estaba aquí el traidor, comprendo que usted dijera...

—Secretario —interrumpió el Presidente con gravedad—. Si usted hubiera hecho hervir su cabeza en casa como un nabo, puede que sirviera para algo. No estoy seguro, pero pudiera ser...

El secretario retrocedió con furor equino.

—Verdaderamente —empezó a decir muy ofendido— no comprendo...

—Eso es, eso es —le interrumpió el Presidente moviendo la cabeza—; usted no comprende, usted no comprende nunca. Diga usted, asno entre los asnos —gritó poniéndose de pie—, usted no quiere que le oigan los espías ¿no es verdad? ¿Y quién le asegura a usted que ahora mismo no le están oyendo?

Y con esta palabras, se encogió de hombros desdeñosamente y salió del cuarto.

Los otros cuatro se quedaron viéndolo boquiabiertos, sin entenderle. Sólo Syme sabía a qué atenerse, y un frío le corrió por los huesos. Si algo quería dar a entender el Presidente, es que había sospechado de Syme, que no podía denunciarlo como a Gogol, pero que tampoco se fiaba de él.

Los otros se levantaron gruñendo, para tomar el lunch en cualquier parte, porque ya empezaba a hacerse tarde. El Profesor se levantó muy despacio y con mucho trabajo. Syme se quedó un rato solo, meditando en su extraña situación; se había escapado del rayo, pero aún no se disipaba la nube. Al fin se decidió a salir a la plaza de Leicester.

El día luminoso se había ido enfriando más cada vez, y cuando Syme salió a la calle le sorprendieron los copos de nieve. Llevaba consigo el bastón de alma de acero, y el resto del equipaje de Gregory; pero quién sabe dónde se había dejado la capa, tal vez en el barco o en el balcón. Esperando que pasara la racha, se refugió un momento en la puerta de una modesta peluquería, en cuyo escaparate no se veía más que una enfermiza muñeca de cera con traje descotado.

La nieve arreciaba. Syme, a quien el aspecto de la muñeca causaba una impresión deprimente, dirigió la mirada hacia la calle blanca y desierta. Con gran asombro, vio que un hombre contemplaba atentamente el escaparate. Su chistera estaba blanca de nieve como la de San Nicolás, y la nieve se había amontonado sobre sus botas hasta los tobillos; pero él no hacía caso, absorto en la contemplación de la descolorida y triste muñeca. Semejante contemplación, y con un tiempo como aquél, justificaba el asombro de Syme; pero el vago asombro se transformó en sorpresa personal, al descubrir que aquel hombre era nada menos que el anciano y paralítico Profesor de Worms. ¡Parecía imposible, a sus años y con sus achaques!...

A Syme no le extrañaba, en aquella cofradía inhumana, encontrar las peores perversiones; con todo, se resistía a admitir que el Profesor se hubiera enamorado de aquella muñeca de cera. Más bien empezó a figurarse que su enfermedad —fuese la que fuese— le causaba raptos momentáneos de éxtasis o de rigidez, a pesar de lo cual no pudo sentir compasión. Al contrario, se felicitó de que la catalepsia y el andar dificultoso del Profesor le permitieran escapar de él y dejarlo varias millas atrás. Porque Syme tenía una verdadera sed de librarse ya de aquella atmósfera ponzoñosa, aunque sólo fuera una hora. Lo necesitaba para reflexionar, trazarse su política, y decidir finalmente si había de mantener o no la palabra empeñada a Gregory.

Arrojóse, pues, entre los danzarines copos de nieve, dobló la esquina dos o tres veces para allá y otras tantas para acá, y entró en una fondita de Soho con ánimo de tomar el lunch. Siempre reflexionando, comió unos cuatro platos ligeros, apuró media botella de tinto, y acabó con el café y el cigarro, sin dejar su aire meditabundo. Se encontraba en la sala alta de la fonda, llena del tintineo de los cubiertos y el rumor de la charla en lengua extranjera. Recordó que en otro tiempo, se le figuraba que todos esos extranjeros, amables e inofensivos, eran anarquistas. Y se estremeció recordando a los anarquistas verdaderos. Pero en aquel estremecimiento había la placentera emoción de la escapatoria. El vino, el alimento común y corriente, el sitio familiar, los rostros de hombres naturales y «conversables», todo le hacía pensar en el consejo de los Siete Días como en un sueño fugitivo. Harto sabía que aquello era una realidad; pero, al menos, estaba lejos. Altísimas casas y populosas calles lo dividían del último de aquellos seres abominables: sentíase libre en la libre Londres, bebiendo su vino entre los libres. Con desparpajo requirió el sombrero y bastón, y bajó por la escalerilla a la sala inferior.

Al entrar en esta sala, sintió que los pies se le pegaban al suelo. Allí, en una mesita arrinconada justo a la opaca ventana que daba sobre la calle cubierta de nieve, estaba instalado el viejo Profesor anarquista, frente a un vaso de leche, con su cara lívida y sus párpados entrecerrados. Syme se quedó tan tieso como su bastón. Y después, fingiendo mucha prisa, pasó rozando al Profesor, empujó la puerta y la cerró con estrépito, y se metió en la nieve. —¿Será posible que me ande siguiendo este cadáver? —se dijo mordiéndose con rabia el bigote—. Sin duda me he entretenido aquí tanto tiempo que hasta este cojirrengo logró darme alcance. Por fortuna con sólo apresurarme un poco puedo ponerme tan lejos de él como de aquí a Tombuctú. ¿Estaré viendo visiones? A lo mejor el pobre hombre no viene siguiéndome, El Domingo no había de ser tan torpe que me hiciera seguir por un lisiado.

Morigeró su marcha, jugó el bastón entre los dedos, y tomó rumbo al Covent Garden. Al atravesar el inmenso mercado, nevaba furiosamente, y el día se había oscurecido como si empezara a anochecer. Los copos de nieve lo atormentaban como un enjambre de abejas de plata. Se le metían por la barba, le pinchaban los ojos, añadiendo su incomodidad a la sobreexcitación de sus nervios. Cuando, con paso vacilante, alcanzó la entrada de Fleet Street, ya había perdido la paciencia: encontró abierto un restaurante de té dominical, y se refugió allí. Pidió, para justificar su presencia, una taza de café solo. Pero apenas acababa de pedirlo, cuando el Profesor de Worms entró cojeando penosamente, se sentó con mucho trabajo y pidió un vaso de leche.

A Syme se le cayó el bastón, produciendo un ruido metálico que acusaba la presencia del verduguillo. Pero el Profesor no levantó la vista. Syme, que de ordinario era hombre tranquilo, se le quedó mirando con el asombro con que el rústico ve una suerte de magia. Estaba seguro de que no le había seguido ningún coche; ningún ruido de ruedas se había oído a la puerta del restaurante; según toda apariencia, aquel hombre había venido a pie. ¡Pero si aquel hombre no andaba más que un caracol, y Syme había volado más que el viento! Se levantó a recoger su bastón enloquecido por aquella contradicción aritmética, y salió empujando las puertas de resorte sin probar el café. En este instante pasaba un ómnibus hacia el Banco a toda rapidez; tuvo que correr para alcanzarlo, pero logró saltar al estribo. Allí se detuvo un instante para tomar resuello, después trepó a la imperial. Haría medio minuto que estaba sentado, cuando le pareció oír detrás una respiración pesada y asmática.

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