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Authors: G. K. Chesterton

El hombre que fue Jueves (11 page)

BOOK: El hombre que fue Jueves
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Volvióse rápidamente, y vio aparecer, poco a poco, por la escalerilla del ómnibus, un sombrero lleno de nieve y, a la sombra del ala, la cara miope y los hombros vacilantes del Profesor Worms. Ocupó un asiento con gran cuidado, y se arrebujó en su capa hasta la barba.

Todos los movimientos de aquel cuerpo tambaleante y aquellas manos temblorosas, los ademanes inciertos y las pausas pánicas, hacían indudable que aquel hombre estaba perdido, sumido en la mayor imbecilidad física. Se movía por pulgadas, se tumbaba en el asiento con infinitas precauciones. Y sin embargo, a no ser un mito las entidades filosóficas llamadas tiempo y espacio, era indudable que aquel hombre había corrido para alcanzar el ómnibus.

Syme se levantó, y tras de echar una mirada implorante al cielo de invierno, que se oscurecía por momentos, bajó la escalerilla. Trabajo le costó gobernar su cuerpo que quería arrojarse desde lo alto del coche.

Sin darse cuenta de lo que hacía, sin volver la vista, lanzóse por una de las callejuelas que desembocan en Fleet Street como liebre en la madriguera. Pensaba vagamente que si este incomprensible y valetudinario Juan de las Viñas se había propuesto perseguirlo, pronto le perdería de vista en aquel laberinto de callecitas, y estuvo entrando y saliendo por aquel enredijo que más que de vías públicas parecía de hendiduras y rendijas; y cuando había completado veinte ángulos alternantes y dibujado un inconcebible polígono, se detuvo a escuchar. Nadie le seguía, no se oía ruido alguno. Verdad es que el espesor de la nieve apagaba el ruido de las pisadas. Al pasar por Red Lion Court, advirtió un sitio donde algún enérgico transeúnte había aplastado la nieve, dejando al descubierto las piedras húmedas y lucientes por un espacio de veinte metros. No le llamó la atención y se metió por otra calleja del laberinto. Pero habiéndose detenido a escuchar de nuevo unos cien pasos más allá, sintió que también su corazón se paraba, porque del sitio donde habían quedado las piedras desnudadas le llegó claramente el ruido de la muleta metálica y los pies del cojo infernal. El cielo obscurecido de nubes sumergía a Londres en una oscuridad y una opresión excesivas para la hora que era. A uno y otro lado de Syme, corrían unos muros lisos, sin fisonomía; no había ventanas ni agujeros; sintió un nuevo impulso de escapar de aquella colmena de casas y salir otra vez a las avenidas iluminadas. Pero, antes de ganar la arteria principal, todavía anduvo un rato de aquí para allá. El resultado es que salió a la calle abierta mucho más lejos de lo que se figuraba, por la desierta anchura de Ludgate Circus, de donde se veía la catedral de San Pablo como asentada en los cielos.

Admiróse de encontrar el sitio tan desierto, como si la peste hubiera barrido la población. Pronto cayó en la cuenta de que aquella soledad era explicable, primero porque la nevada era todavía intensísima, y además porque era domingo. Cuando la palabra «domingo» cruzó su mente, se mordió los labios. Ya para él aquella palabra era un retruécano infernal.

Bajo la nebulosidad de la nieve que se perdía en los cielos, la ciudad parecía sumergida en un reflejo verdoso y como submarino. El crepúsculo escondido y hosco se adivinaba tras la cúpula de San Pablo, entre colores ahumados y siniestros: verde enfermizo, rojo moribundo, bronce desfalleciente, lo bastante vivo sin embargo para acentuar la blancura inmensa de la nieve. Y sobre esos temerosos colores, se destacaba el bulto sombrío de la catedral, en cuyo vértice brillaba una mancha de nieve, colgando como de un pico alpestre. Al escurrir, la nieve había revestido el domo de arriba abajo, argentando completamente el globo y la cruz. Al ver esto, Syme sintió que recobraba el valor, e hizo, involuntariamente, un saludo militar con el bastón.

Sabía que el maldito viejo, convertido en sombra, lo seguía cojeando más o menos de prisa, pero ya no hizo caso. Mientras se oscurecían los cielos, aquel punto eminente de la tierra parecía dar luz —verdadero símbolo de fe. Si los demonios se habían apoderado del cielo, aún no capturaban la cruz. Y Syme sintió impulsos de arrancar su secreto a aquel perseguidor paralítico, danzarín y saltón a un tiempo. A la entrada de la plaza, donde ésta se abre sobre el Circo, se detuvo, bastón en mano, dispuesto a afrontar al enemigo.

El Profesor de Worms dobló lentamente la esquina de la calle irregular que había venido siguiendo, y su estampa grotesca, revelada a la luz de un solitario farolillo de gas, hizo recordar involuntariamente aquellos versos que cantan a los nenes:

The crooked man who went a crooked mile
[3]

Y en verdad, parecía que estaba torcido por efecto de las tortuosas calles que recorría. Acercábase con lentitud, y la luz se reflejaba en sus espejuelos e iluminaba su cara paciente. Syme lo esperaba como San Jorge al Dragón, como quien aguarda una explicación final o la muerte. Y el viejo Profesor vino hacia él, y junto a él pasó como si no lo reconociera, sin un pestañeo.

Esta silenciosa y afectada inocencia exasperó a Syme. La cara descolorida, el aire de aquel hombre, eran para convencer de que aquella persecución había sido una coincidencia desgraciada. Syme se quedó como galvanizado por una fuerza mezcla de rabia y burla pueril. Hizo el ademán de tumbarle el sombrero al viejo, y gritando algo como «alcánzame si puedes», echó a correr a través del Circo blanco y espacioso. Ya no era posible ocultarse. Volvió la vista, y vio la silueta negra del viejo, que le perseguía con largas zancadas como si tratara de jugar carreras. No obstante esto, la cara se mantenía pálida, grave, profesional, como una cara de conferenciante injerta en un cuerpo de Arlequín.

Esta ridícula cacería duró a través del Circo de Ludgate, y continuó por la Colina de Ludgate, en torno a la Catedral de San Pablo, a lo largo de Cheapside; y Syme, entretanto, creía recordar todas las pesadillas que había tenido en su vida.

Al fin salió hacia el muelle, y se detuvo junto a los Docks. Cerca veíanse los cristales amarillos de un café iluminado; Syme entró y pidió un vaso de cerveza. El sitio resultó ser una confusa taberna, atestada de marineros extranjeros, donde bien podía haber fumadero de opio y ocasión de desnudar las navajas.

Un instante después, el Profesor de Worms entraba también, se sentaba cuidadosamente y pedía un vasito de leche.

CAPÍTULO VIII

EL PROFESOR SE EXPLICA

Cuando Gabriel Syme se encontró instalado en su silla y vio frente a él al Profesor de las espesas cejas y los párpados caídos, otra vez sintió miedo. Era, pues, seguro que este sujeto incomprensible lo perseguía desde el momento de dejar el Consejo. El contraste entre su estado paralítico y su aptitud para seguir una pista lo hacía más interesante pero no más tranquilizador. Poco consolador sería que Syme no lograra sorprender el misterio de aquel hombre, mientras que aquél le arrancaba el suyo. Syme acabó con su jarro de cerveza antes de que el Profesor probase la leche.

Quedaba una probabilidad de esperanza, pero también era desesperada. Todavía pudiera ser que aquella persecución no significara sospecha alguna; que fuese un rito o signo convencional; tal vez aquella loca carrera era una advertencia amistosa que él no sabía entender; algo convencional en suma. Quizá era de reglamento cazar al Jueves a lo largo de Cheapside, como de costumbre escoltar por allí al Lord Mayor recién nombrado. Y se disponía a averiguarlo con maña, cuando el viejo Profesor lo abordó inesperadamente y con sencillez. Antes de que Syme hubiera propuesto su primer pregunta diplomática, ya el viejo anarquista, sin andarse con rodeos, había disparado la siguiente:

—¿Es usted policía?

Todo lo esperaba Syme, menos un ataque tan brutal y directo. A pesar de toda su presencia de ánimo, apenas pudo contestar afectando una locuacidad risueña.

—¿Policía? —y trató de reír—. ¿Y qué me encuentra a mí de policía?

—Muy sencillo —dijo el Profesor tranquilamente— me pareció que era usted policía, y me lo sigue pareciendo.

—¿Me habré puesto un casco de policía por descuido, al salir del café? —preguntó Syme esforzándose por sonreír—. ¿Llevo por casualidad algún número en el traje? ¿Tienen aire policíaco mis botas? ¿Qué tengo de policía? ¿No le parezco a usted más bien un empleado de correos?

El Profesor sacudió la cabeza con aire convencido; pero Syme continuó con ironía febril:

—Tal vez yo no alcanzo la sutileza de su filosofía germánica. Tal vez «policía» sea en labios de usted un término relativo. En un sentido evolucionista, puede decirse que el mono se transforma en policía por una gradación tan inefable que bien pudiera escapárseme el matiz. El mono es, así, un policía potencial. Y la vieja solterona de Chaplam Common es un policía que pudo haber sido. Pues bien: en este sentido, es posible que sea un policía fracasado; posible es que sea cualquier cosa para la filosofía alemana.

—¿Está usted al servicio de la policía, —dijo el anciano, sin hacer caso de las burlas tan improvisadas como desesperadas de Syme—. ¿Es usted detective?

A Syme se le paralizó el corazón, pero su fisonomía siguió inalterable.

—La suposición de usted es ridícula —empezó—. ¿Cómo diablos...

El viejo descargó tal puñetazo en la raquítica mesa que estuvo a punto de romperla.

—Creo que me ha oído usted preguntar claro, monigote de espía —aulló con voz alocada—. ¿Es usted, si o no, detective, al servicio de la policía?

—¡No! —contestó Syme, como el que está a punto de ser colgado.

—¡Júrelo, júrelo! ¿Acepta usted condenarse si jura en vano? Si jura usted en vano, ¿quiere usted que el diablo baile en sus funerales? ¿que la sombra envuelva su sepulcro? ¿Quiere usted decir la verdad? ¡Usted anarquista! ¡Usted dinamitero! ¿No es usted, en ningún sentido de la palabra agente de policía? ¿No está afiliado a la policía británica?

Y diciendo esto, se echó hacia adelante sobre la mesa, y apoyándose en el codo, hizo de la mano una bocina y la aplicó al oído.

—No pertenezco a la policía británica —dijo Syme con fúnebre calma.

El Profesor de Worms se dejó caer en el banco con un curiosísimo gesto de cortés desesperación:

—¡Pues es una lástima! —exclamó—. Porque yo sí pertenezco a la policía.

Syme se puso en pie de un salto, derribando cuidadosamente el banco en que estaba sentado.

—¿Porque usted pertenece a qué? —dijo con espesa voz—. ¿Pertenece a qué?

—Que soy de la policía —insistió el Profesor sonriendo por primera vez, mientras que sus ojos centelleaban detrás de los espejuelos—. Pero como usted opina que la palabra «policía» es un término relativo, no quiero nada con usted. Yo pertenezco al servicio de la policía inglesa, pero como usted me dice que no es ése su caso, a mí sólo me toca hacer notar que me lo he encontrado a usted en un club de dinamiteros. Creo que estoy en el deber de arrestarlo.

Y, dicho esto, puso sobre la mesa, ante los ojos de Syme, un exacto facsímil de la tarjeta azul que Syme llevaba en el bolsillo del chaleco—, símbolo de su poder policíaco.

Syme tuvo por un instante la impresión de que el cosmos se había vuelto del revés, de que los árboles estaban creciendo para abajo, y bajo sus pies lucían las estrellas. Paulatinamente, a esta impresión sucedió otra diametralmente opuesta: en efecto, durante las últimas veinticuatro horas, el universo había estado del revés, y apenas en este momento parecía enderezarse. ¿De suerte que aquel dominio de quien había venido huyendo, y que ahora se burlaba de él, desde el asiento de enfrente, no era más que un hermano mayor de su familia? No preguntó nada; se conformó con la alegría increíble de saber que aquella sombra que le había venido acosando, con la intolerable opresión del peligro, era simplemente la sombra de un amigo empeñado en identificarlo. A un mismo tiempo se sintió libre y se confesó que era un necio, porque siempre hay un sentimiento de admiración en estas emociones de alivio. En estas circunstancias sólo hay lugar a tres cosas: primero, al orgullo satánico; segundo, a las lágrimas, y tercero, a la risa.

El egoísmo de Syme se entregó al primer sentimiento unos cuantos segundos, y después dio un salto al tercero. Sacando entonces del bolsillo del chaleco su tarjeta de policía, la arrojó sobre la mesa y, echando hacia atrás la cabeza, de modo que su barba rubia casi apuntaba al techo, disparó una carcajada brutal.

Aun en aquel oscuro rincón, siempre poblado por el estrépito de los cuchillos, platos, latas de conservas, voces clamorosas, rumores de lucha y de fuga, la alegría de Syme resonó de un modo tan homérico que se le quedaron mirando los parroquianos medio borrachos.

—¿De qué se ríe usted, caballero? —preguntó asombrado un cargador del muelle.

—De mí mismo —contestó Syme, entregándose de nuevo al éxtasis agónico de su reacción.

—Domínese usted —advirtió el Profesor— o se va usted a poner histérico. Pida más cerveza, yo le acompañaré.

—Aún no se ha bebido usted su leche —observó Syme.

—¡Mi leche! —repuso el otro con impenetrable y desmayado desdén— ¡mi leche! ¿Se figura usted que me dedico yo a estos menjurjes cuando no me ven los sanguinarios anarquistas? En esta sala todos somos cristianos ... —y echando una mirada a los ebrios que les rodeaban— aunque tal vez no muy estrictos. ¿Conque acabarme mi leche? ¡Qué diablo, sí! Ya verá como voy a acabar con ella.

Y, rompiendo el vaso sobre la mesa, hizo correr un charco de líquida plata.

Syme lo miraba sorprendido y encantado.

—Ahora lo entiendo —exclamó—, usted no es viejo.

—Aquí no puedo cambiar de cara —repuso el Profesor de Worms—. Es algo complicado el disfraz. Si soy viejo, no seré yo quien lo diga: tengo treinta y ocho cumplidos.

—Bien está —dijo Syme con impaciencia—, pero quiero decir que no está usted enfermo de nada.

—Sí —dijo el otro con flema—, soy propenso a coger uno que otro catarro.

La risa de Syme tenía toda la emoción de un desahogo. Se reía de pensar que el paralítico profesor no era más que un actor joven disfrazado como para salir a escena. Y sentía, a la vez, que su risa era la misma risa que puede provocar un tarro de mostaza volcado sobre la mesa.

El falso profesor apuró la cerveza y, acariciando sus falsas barbas, interrogó:

—¿Sabía usted que Gogol era de los nuestros?

—¿Yo? No por cierto —dijo Syme sorprendido—. ¿Acaso lo sabía usted?

—¡Qué había yo de saber! —replicó el llamado Worms— ¡Si yo creía que el Presidente se refería a mí, y estaba temblando de pies a cabeza!

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