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Authors: G. K. Chesterton

El hombre que fue Jueves (20 page)

BOOK: El hombre que fue Jueves
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—Cuando la mía se mueva —dijo Syme— será para pegarle a otro.

Y se adelantó hacia el Coronel con el sable en una mano y la linterna en la otra.

Como para destruir la última esperanza o sospecha, el Coronel, al verlo venir, le apuntó con el revólver y disparó. El tiro no hizo blanco en Syme, pero sí en la espada, rompiéndola cerca del puño. Syme se lanzó, blandiendo la linterna sobre su cabeza.

——¡Oh Judas y Herodes! —gritó.

Y derribó al Coronel sobre las piedras del dique. Volvióse después al Secretario, cuya horrible boca estaba ahora echando espuma, y levantó la linterna con tal ademán que el otro se quedó inmóvil y escuchó.

—¿Ves esta linterna. —gritó Syme con voz terrible— ¿Ves esta cruz grabada, ves la luz interior? No la grabasteis, no la encendisteis vosotros, sino hombres mejores que vosotros. Hombres capaces de creer y de obedecer, son los que torcieron las entrañas de hierro y preservaron la leyenda del fuego. Las calles por donde pasáis, los trajes con que os vestís, todo fue hecho como esta linterna, por un acto de negación contra vuestra filosofía de suciedades y ratones. Destruiréis a la humanidad, destruiréis el mundo. Contentaos con eso. Pero esta antigua linterna cristiana no la destruiréis. Irá a dar a un sitio en que vuestro imperio de monos será incapaz de rescatarla.

Y descargó la linterna sobre el Secretario de modo que la hizo bambolear: después, dándole dos vueltas sobre su cabeza, la arrojó al mar. La linterna lanzó su último destello, como un cohete, y desapareció.

—¡Espadas! —aulló Syme, volviendo el inflamado rostro a sus compañeros— Carguemos sobre estos perros. Ha llegado la hora de morir.

Sus tres compañeros acudieron a él, espada en mano. La espada de Syme estaba rota pero, derribando a un pescador, le arrebató una porra. Y en un instante hubieran quedado muertos al arrojarse sobre la enfurecido turba, cuando sobrevino algo inesperado. El Secretario, al oír el discurso de Syme se había quedado como aturdido, con las manos en la cabeza. Súbitamente se arrancó el antifaz. Su pálida cara, expuesta a la luz de los reverderos, más que rabia expresaba asombro. Levantó las manos con ansioso gesto autoritario:

—Aquí hay un error. Mr. Syme —dijo—. Me parece que no se da usted cuenta de su situación: yo le arresto a usted en nombre de la ley.

—¿De la ley? —exclamó Syme dejando caer su clava.

—¡Naturalmente! —dijo el Secretario— Soy detective de Scotland Yard. Y sacó del bolsillo una tarjetita azul.

—¿Pues qué cree usted que somos nosotros? —preguntó el Profesor levantando los brazos al cielo.

—¿Ustedes? —dijo el Secretario con tono glacial—. Ustedes son, según me consta por los hechos, miembros del supremo Consejo Anarquista. Yo, disfrazado como uno de ustedes...

El Dr. Bull arrojó al mar su espada.

—Nunca ha habido Consejo Supremo Anarquista —dijo—. Todos éramos un hatajo de imbéciles policías acechándose mutuamente. Y toda esta honrada gente que nos ha venido acribillando a tiros, nos tenía por dinamiteros. Ya sabía yo que no podía equivocarme al juzgar a las multitudes humanas —añadió lanzando una mirada radiante sobre el gentío que se agolpaba a uno y otro lado de la playa—. La gente vulgar nunca es loca: ¡si lo sabré yo que soy uno de esos! Y, ahora, a tierra: pago de beber a todo el mundo.

CAPÍTULO XIII

EN PERSECUCIÓN DEL PRESIDENTE

A la mañana siguiente, cinco camaradas tan alegres como fatigados tomaban el barbo rumbo a Dover. Al pobre Coronel le sobraban razones para quejarse, primero por haber tenido que pelear por dos bandos ficticios, y luego por el linternazo que recibió. Pero era un caballero magnánimo y, contentísimo de saber que ninguna de las dos partes tenía relaciones con la dinamita, salió a despedirlos hasta el dique con mucha gentileza.

Los cinco reconciliados detectives tenían mil explicaciones mutuas que darse; el Secretario le explicaba a Syme cómo se habían enmascarado para que los anarquistas los tomaran por gente de su bando. Syme explicaba por qué él y sus amigos, aunque en país civilizado, habían optado por la fuga. Pero sobre toda esta montaña de menudencias explicables, se levantaba la cuestión central, inexplicable. ¿Qué significaba todo aquello? Si todos ellos eran unos inofensivos agentes ¿qué cosa era el Domingo? Si éste no se había apoderado del mundo —aunque parecía capaz— ¿qué era lo que hacía? Sobre este punto, el inspector Ratcliffe persistía en sus temores.

—Como ustedes —decía—, tampoco yo entiendo el juego del Domingo. Pero sea éste lo que fuere, yo aseguro que no es un ciudadano sin tacha. ¡Qué diablo! Basta recordar aquella cara.

—Confieso —contestó Syme— que a mí...

—Bueno —dijo el Secretario—, pronto lo volveremos a ver y sabremos a qué atenernos, porque mañana es la próxima junta general. Y ustedes me perdonarán —dijo con sus fanática sonrisa— que esté al corriente de mis deberes de Secretario.

—Sí —reflexionó el Profesor—, creo que tiene usted razón; creo que sólo de él mismo podremos recibir la revelación de este misterio. Pero confieso que, por mi parte, me espanto ante la sola idea de preguntarle al Domingo qué casta de pájaro es él.

—¿Por qué? —preguntó el Secretario—. ¿Por miedo a las bombas?

—No —dijo el Profesor—, Por medio a que nos diga quién es.

—Es hora de beber un poco, señores —dijo el Dr. Bull después de un silencio.

Durante todo su viaje en el barco y el tren, mantuvieron una jovialidad comunicativa; pero, instintivamente, procuraban no separarse.

El Dr. Bull, que era siempre el optimista de la partida, trató de persuadir a los otros, al llegar a Victoria, de que irían cómodos en un cochecillo de dos ruedas, pero no prevaleció su opinión. Decidieron tomar un coche de cuatro ruedas. El Dr. Bull iba en el pescante, cantando.

Acabaron la jornada en un hotel de Picadilly Circus, con objeto de estar cerca de Leicester Square para el almuerzo del día siguiente.

Pero aún no habían terminado las aventuras de aquel día. El Dr. Bull no contento con la proposición de meterse en cama, había salido del Hotel cerca de las once, a fin de admirar y gustar las bellezas londinenses. A los veinte minutos volvió, armando un escándalo en el vestíbulo. Syme, que procuraba calmarlo, se vio obligado a escuchar los grandes cosas que el otro se empeñaba en contarle.

—¡Lo he visto! ¡Le digo a usted que lo he visto! —decía el Dr. Bull con énfasis.

—¿A quién? —le preguntó Syme— ¿no será al Presidente?

—No, no tengo tan mala suerte —dijo el Dr. Bull con inoportuna hilaridad—. Y aquí lo traigo conmigo.

—Pero ¿a quién trae usted? —respondió Syme con interés.

—¡Al hombre peludo! —respondió el otro—. Es decir al que era peludo y ya no lo es, a Gogol. Aquí está.

Y Bull hizo entrar, casi a empellones, al joven que cinco días antes había salido del Consejo metamorfoseado en un hombre de cabellos rubios y cara pálida: e! primero de los falsos anarquistas que había sido desenmascarado.

—¿Para qué me molestan? —exclamó—. ¿No me han desterrado ya de su círculo, por espía?

—¡Si todos somos espías! —cuchiceó Syme a su oído.

—¡Si todos somos espías! —gritó el Dr. Bull—. Venga usted a echar un trago con nosotros.

A la mañana siguiente, el batallón de los seis aliados se encamina impasible hacia el hotel de Leicester Square.

—Esto ya va mejor —dijo el Dr. Bull—, Somos seis para pedirle a uno que confiese claramente sus verdaderos propósitos.

—No lo veo tan fácil —dijo Syme—, somos seis para pedirle a uno que nos explique lo que realmente nos proponemos nosotros.

Entraron en silencio en la plaza de Leicester, y aunque el Hotel quedaba en la esquina opuesta, pudieron distinguir el balcón-terraza, y en él un bulto de hombre excesivo para las dimensiones del hotel. Aquel hombre estaba solo, sentado junto a una mesa, leyendo su periódico, con la cabeza ligeramente inclinada, al descuido. Pero sus consejeros, congregados para derrocarlo, cruzaron la plaza como si los estuviera acechando con un centenar de ojos.

Habían estado discutiendo mucho la línea de conducta que habían de seguir: si convendría dejar fuera al desenmascarado Gogol y comenzar diplomáticamente, o si lo traerían consigo, acercando de una vez la pólvora al fuego. Esta última táctica, mantenida por Syme y Bull, fue la que prevaleció al fin, aunque el Secretario estuvo alegando hasta el último instante que no había por qué atacar al Domingo con tanta temeridad.

—Mis razones son muy sencillas —había dicho Syme—. Lo ataco con tanta temeridad, por lo mismo que le temo tanto.

Todos siguieron silenciosamente a Syme por la oscura escalera, y todos irrumpieron a un tiempo a la luz del sol matinal y a la luz de la sonrisa del Domingo.

—¡Encantado! —exclamó éste—. ¡Encantado de ver a todos reunidos! Qué día más espléndido, ¿verdad? Y qué ¿ha muerto el Zar?

El Secretario, que había quedado frente a él, concretó su espíritu para responder con dignidad:

—No, señor —dijo enérgicamente—. No ha habido efusión de sangre. No le traigo a usted noticias de tan desagradables espectáculos.

—¿Tan desagradables espectáculos? —preguntó el Presidente con brillante e inquisitiva sonrisa— ¿Se refiere usted a las gafas
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del Dr. Bull?

El Secretario se quedó un instante desconcertado, y en tanto el Presidente dijo con tono conciliador:

—Sí, todos tenemos nuestras opiniones y nuestra manera de ver las cosas; pero, francamente, llamarles desagradables delante del interesado...

El Dr. Bull se quitó las gafas, y rompiéndolas sobre la mesa, exclamó:

—Mis gafas serán todo lo abominables que se quiera, pero yo no: míreme usted a la cara.

—Sí, tiene usted la cara que la naturaleza le da a uno: la que la naturaleza le ha dado a usted. No he de ser yo quien discuta los frutos silvestres del Árbol de la Vida. También a mí se me puede poner así un día la cara...

—No podemos perder tiempo en bufonadas —dijo el Secretario impacientándose—. Hemos venido a preguntarle a usted qué significa todo esto. ¿Quién es usted? ¿Qué es usted? ¿Por qué nos ha reunido usted aquí? ¿Sabe usted quiénes somos y qué somos nosotros? ¿Es usted un gracioso que se divierte en hacer de conspirador, o un hombre de talento que se hace el loco? Contésteme usted, se lo exijo.

—Los candidatos —repuso el Domingo— sólo están obligados a responder ocho de las diecisiete preguntas del cuestionario. Según creo haber entendido, ustedes desean que les diga yo qué soy y qué son ustedes, y qué es esta mesa, y qué este Consejo, y qué es este mundo en general. Pues bien: consiento por lo menos en descubrir el velo de uno de estos misterios. Si ustedes quieren saber lo que son, tengan por sabido que son una colección de asnos jóvenes, animados de las mejores intenciones.

—Y usted —interrogó Syme acercándosele— ¿qué cosa es usted?

—¿Yo? ¿Qué soy yo? —rugió el Presidente, levantándose poco a poco a una increíble altura, como una ola que amenazara envolverlos—. Quieren saber qué soy ¿no es verdad? Bull, usted es un hombre de ciencia: escarbe las raíces de esos árboles y pídales su secreto. Syme, usted es un poeta: contemple usted esas nubes de la mañana y dígame o díganos la verdad que encierran. Oigan ustedes lo que les digo: antes descubrirán el secreto del último árbol y de la nube más remota, que mi secreto. Antes entenderán ustedes el mar: yo seguiré siendo un enigma. Averiguarán ustedes lo que son las estrellas: no averiguarán lo que soy yo. Desde el principio del mundo todos los hombres me han perseguido como a un lobo, los reyes y los sabios, los poetas como los legisladores, todas las iglesias y todas las filosofías. Pero nadie ha logrado cazarme. Los cielos se desplomarán antes que yo me vea reducido a los últimos aullidos. A todos los he hecho correr más de la cuenta. Y lo voy a seguir haciendo.

Y sin dar tiempo a que los otros lo impidiesen, el monstruo, como un gigantesco orangután, se decolgó por la balaustrada del balcón. Pero, antes de dejarse caer, se izó como en los ejercicios de barra fija, y sacando la mandíbula inferior a la altura de la balaustrada, dijo solemnemente:

—Una cosa puedo deciros, sin embargo: yo soy el hombre del cuarto oscuro que os ha hecho a todos policías. Y se descolgó definitivamente, rebotando sobre el pavimento como una pelota. A grandes saltos alcanzó la esquina de la Alhambra, hizo señas a un coche, trepó en él y desapareció.

Los seis detectives, al oír las últimas palabras, se habían quedado fulminados y lívidos. Cuando el coche desapareció, Syme recobró su sentido práctico, y saltando desde el balcón a riesgo de romperse las piernas, hizo parar otro coche.

Él y Bull subieron juntos al coche, el Profesor y el Inspector se acomodaron en otro, y el Secretario y el antes llamado Gogol en un tercer coche, a tiempo apenas para seguir al volador Syme, que iba, a su vez, en seguimiento del alado Presidente...

El Domingo los arrastró en loca carrera hacia el noroeste. Su cochero, sin duda bajo la influencia de alicientes extraordinarios, hacía correr desesperadamente al caballo. Pero Syme, que no estaba para andarse con miramientos, se puso de pie en el coche y empezó a gritar:

—¡Al ladrón!

Empezó a acudir gentío, y la policía a intervenir e interrogar. Esto produjo su efecto en el cochero del Presidente, que comenzó a vacilar y a morigerar la carrera. Abrió el postigo para explicarse con su cliente y, al hacerlo así, abandonó un instante el látigo. El Domingo se levanta, se apodera del látigo, y fustiga al caballo y lo arrea con gritos estentóreos. Y el coche rueda por esas calles como un huracán. Y calle tras calle y plaza tras plaza volaba el estrepitoso vehículo, el cliente azuzando el caballo y el cochero tratando de sofrenarlo. Los otros tres coche iban detrás como unos sabuesos jadeantes, disparados por entre calles y tiendas, verdaderas flechas silbadoras.

En el punto más vertiginoso de la carrera, el Domingo se volvió y sacando fuera del coche su inmensa cara gesticulante, mientras el viento desordenaba sus canas, hizo a sus perseguidores una mueca horrible como de pilluelo gigantesco. Después, alzando rápidamente la mano, lanzó a la cara de Syme una bola de papel, y desapareció dentro del coche. Syme, para evitar el objeto, lo atrapó instintivamente con las manos: eran dos hojas comprimidas. Una dirigida a él, y la otra al Dr. Bull, con un irónico chorro inacabable de letras a continuación de su nombre. La dirección del mensaje al Dr. Bull era mucho mayor que el mensaje, pues éste sólo constaba de las palabras siguientes:

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