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Authors: G. K. Chesterton

El hombre que fue Jueves (17 page)

BOOK: El hombre que fue Jueves
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—¿Y bien? —dijo Syme con cierta calma.

—Y bien, nada —dijo el otro tranquilizándose como por encanto—. Que ahora el Domingo nos encuentra jugando al escondite en un campo lleno de belleza rústica y de extremada soledad. Tal vez es dueño ya del mundo: sólo le falta apoderarse de este campo y de los locos que quedan en él. Y para que ustedes sepan cuál era mi temor respecto a la llegada del tren, helo aquí: a estas horas, Domingo o su Secretario acaban de bajar de ese tren.

Syme lanzó un grito involuntario, y todos volvieron la vista a la estación. Parecía que estaba bajando mucha gente, y que comenzaba a moverse en dirección a ellos. Pero no era fácil darse cuenta: estaban todavía muy lejos.

El difunto Marqués de San Eustaquio —dijo el Inspector sacando un estuche de cuero— tenía la costumbre de llevar siempre consigo unos gemelos de teatro. A la cabeza de esa muchedumbre, es seguro que viene el Presidente o el Secretario. En buen sitio nos cogen: aquí no hay riesgo de que caigamos en tentación de romper nuestras promesas llamando a la policía. Dr. Bull: se me figura que verá usted mejor con estos gemelos que con esas decorativas gafas negras.

Y le alargó los gemelos. El Doctor, quitándose las gafas, aplicó a sus ojos los gemelos.

—No, no hemos de tener tan mala suerte —dijo el Profesor, no muy seguro de lo que hablaba—. Parece que baja mucha gente, pero bien pueden ser turistas.

—Pero —preguntó Bull sin dejar de ver con los gemelos— ¿acaso los turistas acostumbran a usar antifaces negros?

Syme le arrancó los gemelos y se puso a mirar. La mayoría de ellos recién venidos no tenía nada de extraordinario; pero dos o tres de los que parecían conducirlos llevaban unos antifaces negros casi hasta la boca. El disfraz, a esa distancia sobre todo, era completo. Syme no pudo identificar aquellas mandíbulas, aquellas barbas afeitadas. Los disfrazados hablaban entre sí y sonreían. Uno de ellos, sólo sonreía con media cara.

CAPÍTULO XI

LOS MALHECHORES DANDO CAZA A LA POLICÍA

Syme apartó de sus ojos los gemelos con una emoción de alivio.

—No —dijo enjugándose la frente—; no viene el Presidente con ellos.

—Pero están todavía muy lejos —dijo el asombrado Coronel entrecerrando los ojos, y no completamente recobrado aún de la sorpresa que le causaran las explicaciones tan corteses como rápidas de Bull—. ¿Es posible que reconozca usted a su Presidente entre esa multitud?

—¡Cómo no había yo de reconocer a un elefante blanco! —dijo Syme como irritado.— Dice usted muy bien: están muy lejos; pero si él viniera con ellos... Créame usted, se estremecería la tierra.

Tras una pausa, el llamado Ratcliffe dijo con decisión:

—No: el Presidente no está con ellos. Yo hubiera deseado lo contrario. Quiere decir que a estas horas está entrando en triunfo en París o se sienta sobre las ruinas de la catedral de San Pablo.

—Eso es absurdo —dijo Syme—. Algo habrá hecho en nuestra ausencia, pero no es posible que haya arrasado al mundo en un instante—. Y después, considerando los llanos vecinos a la estación, continuó—: Es casi seguro, es seguro que una multitud se dirige hacia acá; pero no el ejército que usted dice.

Y el detective contestó con desdén:

—¿Esos? No, no son por sí mismos una fuerza formidable; pero advierta usted que está su fuerza calculada exactamente para dominarnos: nosotros no somos muchos, amigo mío, dentro de este universo sometido al Domingo. Él se ha apoderado ya previamente de todos los cables de telégrafos. Matar al Consejo Supremo es para él una cosa insignificante, como echar al correo una tarjeta postal; por eso la confía al Secretario.

Y escupió en la yerba. Después, volviéndose a los otros habló así con austeridad:

—Mucho bien puede decirse de la muerte; pero al que tenga alguna preferencia por el otro extremo, le aconsejo que me siga.

Y dicho esto se echó a andar presurosamente hacia el bosque. Los otros advirtieron que la nube humana se desprendía de la estación y entraba en el campo con misteriosa disciplina. Ya se podían distinguir a simple vista las manchas negras de los antifaces de los jefes. Entonces todos se apresuraron a seguir al Inspector que ya alcanzaba los linderos del bosque y desaparecía entre los follajes agitados.

El sol caía, seco y cálido, sobre la yerba. Al entrar en el bosque, sintieron el fresco de la sombra como el bañista que se arroja a la sombría alberca. El interior del bosque vibraba de rayos de sol y haces de sombra, que formaban un tembloroso velo como en la vertiginosa luz del cinematógrafo. Syme apenas podía distinguir las formas sólidas de sus compañeros, en aquellas danzas de luz y sombra. Ya se iluminaba una cabeza, dejando en la oscuridad el resto del cuerpo, con una súbita claridad rembrandtesca. Ya se veían unas manos blancas junto a una cabeza negra. El ex-Marqués se había echado sobre las cejas el sombrero de paja, y la sombra negra de la falda cortaba en dos su rostro de tal modo que parecía llevar un antifaz como sus perseguidores. Syme se puso a divagar ¿Llevaría Ratcliffe antifaz? ¿Lo llevaría realmente alguien?
¿Existiría realmente alguien?
Aquel bosque de encantamiento, donde los rostros se ponían alternativamente blancos y negros, ya entrando en la luz, ya desvaneciéndose en la nada, aquel caos de claroscuro (después de la franca luminosidad de los campos) era a la mente de Syme un símbolo perfecto del mundo en que se encontraba metido desde hacía tres días; aquel mundo en que los hombres se quitaban las barbas, las gafas, las narices, y se metamorfoseaban en otros. Aquella trágica confianza en sí mismo, de que se sintió poseído cuando se figuró que el Marqués era el mismo Diablo, había desaparecido del todo, ahora que el Marqués se le había convertido en un aliado. En tal desazón, casi se preguntaba qué es un amigo y qué es un enemigo. Las cosas, aparte de su apariencia, ¿tendrían alguna realidad? El Marqués se arrancaba las narices y se transformaba en detective. ¿No podría igualmente quitarse la cabeza y quedar hecho un espectro? Después de todo, ¿no era todo a la imagen y semejanza de aquel bosque brujo, de aquel incansable bailoteo de luz y sombra? Todo podía ser un resplandor fugaz, un destello siempre imprevisto y pronto olvidado. Porque en el interior de aquel bosque salpicado de sol, Gabriel Syme encontraba lo que muchos pintores modernos han encontrado: lo que hoy llaman «impresionismo», que sólo es un nuevo nombre del antiguo escepticismo, incapaz de encontrarle fondo al universo.

Como el que, entre los horrores de la pesadilla, se esfuerza por despertarse y gritar, Syme hacía lo imposible por librarse de esta última y más abominable de todas sus alucinaciones. En dos trancos alcanzó al hombre que llevaba el sombrero de paja del Marqués, el hombre a quien ahora había de llamar por el nombre de Ratcliffe. Y con exagerados gritos rompió así aquel horrendo e inacabable silencio:

—¿A dónde vamos, si se puede saber?

Y tan sincero había sido su sobresalto, que se sintió lleno de alegría al oír la voz humana, común y sonriente de su compañero:

—Hay que ir al mar por Lancy. Espero que Lancy no estará por ellos.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Syme— No es posible que dominen la tierra hasta ese punto. Hay muchos obreros que no son anarquistas y, cuando todos lo fueran, las multitudes desorganizadas no pueden hacer frente a los modernos ejércitos de la policía.

—¡Multitudes desorganizadas! —repitió el nuevo aliado—. Habla usted de multitudes y de la clase obrera como si de eso se tratara. Participa usted por lo visto de esa estúpida teoría que pone en las clases pobres el origen del anarquismo. ¿Por qué ha de ser así? Los pobres han sido rebeldes, pero nunca anarquistas. Están más que nadie interesados en mantener un gobierno honrado. El pobre tiene profundas raíces en su tierra. El rico no: puede un buen día tomar el yate y marcharse hacia la nueva Guinea. El pobre ha protestado a veces contra el mal gobierno; pero el rico ha protestado contra todo gobierno. Los aristócratas fueron siempre anarquistas: vea usted el caso de las guerras feudales.

—Sí, no está mal como conferencia la historia patria para los niños —dijo Syme—; pero aún no veo la aplicación.

—La aplicación es —dijo el otro— que la mayoría de los auxiliares del Domingo son millonarios sudafricanos y americanos. Por eso se ha apoderado de todas las comunicaciones. Por eso los últimos cuatro campeones de la policía antianarquista andan huyendo como conejos, por el bosque.

—Entiendo lo de los millonarios, que siempre han sido unos locos —dijo Syme, reflexivo—. Pero una cosa es apoderarse de unos cuantos viejos maniáticos y depravados, y otra es apoderarse de las grandes naciones cristianas. Yo apuesto mis narices (perdone usted la alusión), a que Domingo no tiene poder alguno para convertir a cualquier persona cuerda y normal.

—Todo depende de la persona.

—Ésa, por ejemplo —contestó Syme señalando frente a sí.

Habían llegado a un espacio claro lleno de sol: aquello era, para Syme, la vuelta al buen sentido. En medio de aquel claro, había un hombre que bien podía considerarse como representante del buen sentido. Tostado por el sol, empapado en sudor, poseído de la gravedad habitual del que se ocupa en neceseres modestos, un pesado campesino francés estaba cortando leña con un hacha. A algunos pasos de allí se encontraba su carro a medio llenar; y el caballo que pacía la yerba era, como su amo, valeroso sin extremos, y próspero aunque triste. Era un normando, de talla más alta que la habitual entre los franceses, y de facciones muy angulosas. Su silueta destacaba sobre un cuadro de luz, como una alegoría del trabajo, como un fresco sobre un fondo de oro.

—Syme afirma —dijo Ratcliffe dirigiéndose al Coronel— que este hombre no podría ser nunca un anarquista.

—Y Mr. Syme tiene razón —dijo riendo el Coronel—, como que ese hombre tiene una propiedad que defender. Pero me olvidaba de que en el país de ustedes los campesinos no suelen ser ricos.

—Éste parece ser pobre —observó el Dr. Bull.

—Exactamente —asintió el Coronel—, y por eso es rico.

—Se me ocurre una idea —dijo de pronto el Doctor Bull—. ¿Cuánto pediría por llevarnos en su carro? Esos perros vienen a pie, pronto los dejaríamos atrás.

—Propóngale usted lo que quiera —dijo Syme—. Llevo bastante dinero.

—No —advirtió el Coronel—, si no regateamos no nos tomará en serio.

—Es que si regatea... —dijo Bull con impaciencia.

—Es que regateará, porque es hombre libre. No entienden ustedes. La generosidad le resultaría inexplicable. No es hombre para recibir propinas.

Y aunque ya casi escuchaban las pisadas de sus perseguidores, tuvieron que detenerse un rato, mientras que el Coronel francés y el leñador francés charlaban con la charlatanería usual en todo mercado. A los pocos minutos vieron que tenía razón el Coronel. El leñador aceptó el trato, no con el servilismo del criado bien pagado, sino con la seriedad de un procurador que ha arreglado los honorarios justos. Según la opinión del Coronel, lo mejor era dirigirse a un albergue que había en la colinas de Lancy, cuyo posadero, un veterano convertido en devoto en sus últimos años, no dejaría de simpatizar con ello, y aun pudiera ser que se prestare a ayudarles.

Se arreglaron todos en el carro, acomodándose como pudieron sobre los haces de leña, y empezaron a rodar por el otro lado del bosque, que era lo más pendiente. Aunque el vehículo era pesado e incómodo, corría bastante, y pronto tuvieron la agradable impresión de que iban dejando atrás a sus extraños perseguidores. Porque todavía era un enigma el que los anarquistas hubieran reclutado tantos secuaces para aquella persecución. Por lo demás, la presencia de un solo hombre hubiera bastado: al reconocer la monstruosa sonrisa del Secretario, se habían puesto todos en fuga. Syme miraba de tiempo en tiempo hacia atrás, por si descubría al ejército enemigo.

A medida que el bosque se empequeñecía con la distancia, fueron siendo visibles las colinillas doradas de uno y otro lado; y por allí se veía moverse aquel cuadro negro, como un gigantesco escarabajo. A plena luz, . con sus ojos, que eran casi telescópicos, Syme distinguía muy bien aquella masa humana. Hasta percibía las figuras separadas; pero notaba también con extrañeza que todos se movían como un solo hombre. Parecían llevar traje oscuro y sombrero ordinario; pero no se dispersaban ni adelantaban en desorden como lo hubiera hecho una muchedumbre vulgar. Su uniformidad era temerosa y mecánica. Aquello parecía un ejército de autómatas.

Syme lo hizo notar a Ratcliffe.

—Sí —dijo el Inspector—, eso es disciplina. Se ve la mano del Domingo. Tal vez está a cien millas de aquí, pero su temor los gobierna a todos, como el dedo de Dios. Vea usted con qué regularidad marchan, y podría usted apostarse sus botas a que hablan y piensan con la misma regularidad. Lo que a nosotros nos importa es que van desapareciendo con la misma regularidad.

Syme aprobó con la cabeza. Era verdad: la mancha negra de los perseguidores iba disminuyendo a cada azote que el campesino descargaba sobre su caballo.

El nivel del terreno, aunque generalmente uniforme, se escalonaba al otro lado del bosque y en dirección al mar en ondas escarpadas que recordaban las dunas de Sussex. Sólo en Sussex el camino solía ser quebrado y anguloso, como un arroyo, mientras que este blanco camino francés caía ante ellos como una catarata. El carro rechinaba por la abrupta pendiente, y a poco andar, donde la pendiente era mayor, pudieron ya divisar el puertecito de Lancy y el inmenso arco azul del mar. La nube viajera de sus enemigos había desaparecido en el horizonte.

El caballo y el carro viraron junto a unos olmos del camino, y el caballo casi dio de hocicos sobre la cara de un anciano que estaba sentado en la banca exterior de un modesto cafetín:
Le Soleil d'Or.
El campesino murmuró una excusa y saltó del asiento. Los otros descendieron uno por uno, y saludaron al anciano con una cortesía abreviada. Sus maneras hospitalarias les hicieron comprender que era el dueño de la taberna.

Era un viejo de cabellos blancos y cara como una manzana, ojos soñadores, bigote gris. Quieto, sedentario, inofensivo, era un tipo muy común en Francia y más todavía en la Alemania Católica. Todo en él, su pipa, su jarro de cerveza, sus flores, su colmena, daba idea de una paz inmemorial; pero cuando sus visitantes entraron en la sala, pudieron ver la espada que colgaba del muro.

El Coronel, que había saludado al posadero como a un viejo amigo, entró a la sala y pidió los obligados refrescos. La decisión militar del Coronel le había interesado a Syme. Se sentó junto a él y, en cuanto el anciano posadero los dejó solos, quiso satisfacer su curiosidad.

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