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Authors: G. K. Chesterton

El hombre que fue Jueves (13 page)

BOOK: El hombre que fue Jueves
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»No señor —dijo cortésmente—. Al menos, no es esa la causa. Yo, caballero, lo arresto a usted porque no es el conocido anarquista Profesor de Worms.

»Este cargo, si es que era tal cargo, era en todo caso el más leve de los dos. Seguí al guardia, aunque perplejo, no muy asustado. Me hizo atravesar varios cuartos, y al fin me condujo a presencia de un policía. Explicóme éste que había comenzado una seria campaña contra los centros de anarquismo, y que el éxito de mi disfraz resultaba muy útil para la seguridad pública, y me ofreció un buen salario y la consabida tarjetita azul, aunque hablamos poco, aquel hombre me dio la impresión de tener un gran sentido común, una robusta naturaleza; pero poco puedo decirle a usted de su aspecto físico, porque...»

—Ya —interrumpió Syme soltando el cuchillo y el tenedor— porque habló usted con él en un cuarto oscuro.

El profesor de Worms asintió con la cabeza y llevó el vaso a sus labios.

CAPITULO IX

EL HOMBRE DE LAS GAFAS

—Buena cosa es el Borgoña —exclamó el Profesor descansando el vaso.

—Pues no parece gustarle a usted mucho. Lo toma usted como una medicina.

—Tiene usted que disculparme —dijo el Porfesor con tristeza—, mi caso es singularísimo. Por dentro, estoy lleno de alegría infantil; pero tanto y tan bien he hecho de profesor paralítico, que ya no puedo dejarlo: cuando estoy entre amigos, donde no necesito usar disfraz, no puedo menos de hablar despacio balanceando la cabeza y arrugando la frente, como si en realidad fuera mi frente. Puedo ser enteramente feliz, pero siempre a la manera del paralítico. Saltan de mi cerebro las exclamaciones más ardientes, pero al salir de mi boca se han transformado. Si usted me oyera decir: «¡Ánimo muchacho!» se le saldrían las lágrimas.

—Puede ser —dijo Syme—. Pero se me figura, con todo, que está usted algo preocupado. El Profesor se le quedó mirando:

—Es usted muy inteligente —dijo al fin—. Da gusto trabajar con usted. En efecto, tengo como una nube en la cabeza. Vamos a afrontar un problema tan arduo...

Y se llevó ambas manos a las sienes enrarecidas.

—¿Toca usted el piano? —preguntó después.

—Sí —dijo Syme con no fingida sorpresa—; y dicen que no lo hago del todo mal.

Y como el otro seguía callado, añadió:

—Espero que se disipará esa nube ¿eh? Tras larga pausa el Profesor dejó salir, por el hueco que formaban sus manos, estas palabras:

—Hubiera sido lo mismo que supiese usted escribir a máquina.

—¡Hombre, muchas gracias por el elogio!

—Escúcheme usted —continuó el otro— y acuérdese del hombre con quien tendremos que habérnoslas mañana. Mañana usted y yo vamos a intentar algo más difícil que sacar de la torre de Londres los diamantes de la Corona; vamos a extraerle su secreto a un hombre muy burdo, muy fuerte, muy ladino. Creo que, después del Presidente, ninguno hay más asombroso y formidable que ese tipo de las sonrisillas y las gafas. Quizá no tenga ese entusiasmo al rojo vivo, ese entusiasmo hasta la muerte que caracteriza al Secretario, y que en él llegaría al martirio por la anarquía. Pero ese mismo entusiasmo, como pasión humana que es, constituye un motivo de redención. En cambio el doctorcito este goza de una salud, de una cordura brutal, más repulsiva que el desequilibrio del Secretario. Ya habrá usted notado su vigor, su vitalidad detestable. Ese hombre rebota como un balón de goma. Por eso creo que no se dormía el Presidente (y me pregunto si realmente dormirá alguna vez) al encerrar todos los planes del atentado en la negra y redonda cabezota del doctor Bull.

—¿Y se le ha ocurrido a usted ablandar a ese monstruo tocando el piano? —interrogó Syme.

—No diga usted tonterías —saltó el que ya era su mentor—. Hablé de piano, porque el piano da agilidad e independencia a los dedos. Syme, si hemos de arriesgarnos en esta empresa y salir de ella sanos y salvos, tenemos que concertar antes cierto código de señales que ese bruto no pueda sorprender. Yo tengo ciertas cifras alfabéticas correspondientes a los cinco dedos de la mano. Vea usted cómo.

Y redobló con los dedos sobre la mesa.

—B. A. D.,
bad
= «malo»; palabra que hemos de usar con frecuencia.

Syme apuró otro vaso de vino y se puso a estudiar el método. Tenía una facilidad anormal para los acertijos y los juegos de manos, y no tardó mucho en aprender a formular mensajes elementales con lo que no parecía ser más que un jugueteo ocioso sobre la mesa o la rodilla. Pero el vino y la compañía siempre le dejaban en un estado de ánimo juguetón y travieso, y pronto el Profesor tuvo que hacer esfuerzos para dominar la energía que el cerebro ardiente de Syme comunicaba al nuevo lenguaje.

—Conviene —dijo Syme afectando mucha seriedad—, conviene que establezcamos algunos signos para palabras enteras, palabras que se nos puedan ofrecer con frecuencia finos matices de significación. Por ejemplo, mi palabra favorita es «coetáneo». ¿Cuál es la de usted?

—Déjese usted de burlas —imploró el Profesor—; no se da usted cuenta de lo serio que es esto.

—También hace falta la palabra «lusch» —continuó Syme con aire sagaz—. Sí, necesitamos la palabra «lusch» que quiere decir «jugoso, lozano, fácil de arar», y que, como usted sabe, se aplica al pasto.

—¿Pero se está usted figurando que vamos a hablar de pastos al Dr. Bull?
[4]
—gritó el otro furioso.

—Mire usted: hay muchas maneras de abordar la cuestión —dijo Syme, reflexionando—. Y muchas maneras de introducir una palabra sin que parezca forzada. Por ejemplo: «Dr. Bull, usted, como buen revolucionario, recordará que hubo un tirano que nos aconsejó comer pasto. Y en verdad, muchos de nosotros, al contemplar los lozanos pastos primaverales...»

—¿Pero se da usted cuenta de que esto es tragedia y no saínete? —le interrumpió el otro.

—Sí, señor. Y en una tragedia hay que ser cómico. De otro modo ¿qué diablos va uno a hacer? Me gustaría que este lenguaje convencional ganara un poco de amplitud. ¿No podríamos extenderlo de los dedos de las manos a los de los pies? Esto implicaría el tener que quitarse durante la conversación las botas y los calcetines: lo cual, hecho con disimulo...

—¡Syme! —exclamó su amigo con enérgica sencillez—. ¡A la cama!

Pero Syme, sentado en la cama, se estuvo ensayando un rato en el nuevo código. Cuando despertó, al siguiente día, todavía el Oriente estaba sumergido en la sombra. Junto a su cama, como un duende, le esperaba ya su aliado, el de las canosas barbas.

Syme se incorporó parpadeando, recobró poco a poco la conciencia de su situación, y arrojando al fin los cobertores saltó de la cama. Y le pareció, por singular caso, que con la ropa de la cama había apartado de sí toda la alegre seguridad, toda la sociabilidad de la noche anterior, y que se quedaba como en mitad del aire, frío y desamparado, expuesto al peligro. Con todo, su fe, su lealtad para con el compañero no habían disminuido un punto; pero era como una confianza entre dos hermanos de patíbulo.

—¡Bueno! —dijo con fingido buen humor mientras se ponía los pantalones—. ¿Sabe que soñé con su alfabeto? ¿Le costó a usted mucho tiempo y trabajo?

El Profesor, sin contestar, se le quedó mirando con unos ojos absortos color de mar de invierno. Syme repitió:

—Le pregunto a usted cuánto tiempo le llevó la invención de su alfabeto. Porque yo, que creo ser bueno para estas cosas, he tenido que rumiarlo una hora larga. ¿Y aprendió usted a usarlo al instante?

El Profesor seguía mudo, absortos los ojos, absorta y cuajada la sonrisa en el rostro.

—¡¡Que cuánto tiempo le costó a usted!! Y el Profesor, inmóvil.

—¡Demonio de hombre! ¿Quiere usted contestarme? —gritó Syme con una furia que mal encubría un vago terror.

El Profesor podría o no contestarle; ello es que no le contestó.

Syme se quedó contemplando, extrañado, aquella cara pálida y apergaminada, aquellos ojos azules y opacos. Lo primero que se le ocurrió fue que el Profesor se había vuelto loco. Pero después pensó algo todavía peor: después de todo ¿qué sabía él de aquella extraña criatura, cuya amistad había aceptado sin reflexionarlo siquiera? ¿Qué sabía de cierto sobre aquel hombre, fuera de que había asistido al almuerzo de los anarquistas y le había contado unas historias absurdas? ¡Era tan improbable encontrarse con otro nuevo Gogol, con otro amigo, en la pandilla anarquista!... ¿Acaso el silencio de aquél hombre era una silenciosa declaración de guerra? La expectación adamantina de aquellos ojos ¿no era como la siniestra sonrisa de un triple traidor, al dar el cambiazo definitivo? Y aguzó sus oídos, extático, en medio de aquel silencio terrible. Hasta se figuró que se deslizaban por el corredor los cautelosos dinamiteros congregados para prenderle.

Después bajó la vista, y de pronto se echó a reír. Aunque el Profesor estaba hecho una estatua, sus cinco dedos danzaban activamente sobre el tablero de la mesa. Syme, reparando en los movimientos, descifró este mensaje:

—Acostumbrarse a hablar sólo así.

Y formuló, con impaciente desahogo, la respuesta:

—Bien. Almorcemos.

Tomaron sombreros y bastones sin decir palabra: pero Syme no pudo menos de crispar la mano al empuñar su bastón-verduguillo.

Se detuvieron unos minutos a tomar un poco de cafe y sandwiches en un puestecillo, y después pasaron el río desolado como el Aqueronte bajo el fulgor todavía indeciso del alba. Llegaron al edificio que habían visto la noche anterior desde la otra orilla, y fueron subiendo los escalones de piedra sin decir palabra y deteniéndose a cambiar una que otra señal sobre el pasamano de la baranda; a cada nuevo tramo, conforme ascendían, pasaban otra ventana, y cada ventana dejaba ver la luz blanca y trágica de la aurora que amanecía laboriosamente sobre Londres. Desde cada ventana, los innumerables techos de pizarra aparecían como las ondas grises de mar después de la lluvia. Syme se daba cuenta de que la aventura iba tomando un carácter sobrio y frío más terrible aún que el romanticismo de la aventura pasada. La noche anterior, aquellos edificios le parecían torres del país de los sueños. Ahora, al subir por aquella inacabable y fatigosa escalera, lo que más le impresionaba era la serie infinita de escalones. Aquello no era el horror cálido del sueño, de la exageración, de la ilusión. Aquello era el infinito vacío de la aritmética, tan inconcebible como necesario.

Aquello recordaba las conclusiones vertiginosas de la astronomía sobre la distancia de las estrellas fijas. Le parecía estar subiendo por la casa de la razón, cosa más horrible aún que el absurdo.

Cuando llegaron al rellano del último piso, la última ventana les permitió ver una aurora acre, blanca, con orlas ásperas de un rojo que más parecía rojo de arcilla que rojo de nube. Y al entrar en la desnuda bohardilla del Dr. Bull, la encontraron llena de luz.

En el espíritu de Syme se revolvía un confuso recuerdo de algo parecido a aquellos pisos desnudos y a aquel austero amanecer. Al ver al Dr. Bull, sentado a su mesa y escribiendo, el recuerdo se formuló: la Revolución francesa. Contra aquel rojo áspero y aquella albura de amanecer, muy bien pudiera destacarse la silueta negra de la guillotina. El Dr. Bull estaba en mangas de camisa y llevaba pantalón negro. Su cabeza negra y rapada evocaba la peluca ausente; aquel hombre podía ser Marat, o un Robespierre algo más doméstico.

Sin embargo, bien mirado, aquello no tenía aire revolucionario. Los jacobinos eran idealistas, y este hombre tenía un materialismo asesino. Además, su posición le comunicaba una apariencia muy singular. La enérgica luz de la mañana, entrando lateralmente y proyectando sombras intesas, le hacía más pálido y anguloso que en la escena del almuerzo en la terraza. Las gafas negras, como incrustadas en los ojos, parecían las cuencas huecas del cráneo. Aquel hombre podía ser la Muerte, puesta a escribir junto a una mesa.

Al verlos entrar, sonrió alegremente, y se puso en pie con aquella agilidad de que el Profesor había hablado.

Acercó un par de sillas y, dirigiéndose a la percha escondida tras de la puerta, procedió a ponerse un chaleco y una americana de burdo paño oscuro. Se abotonó cuidadosamente y se volvió a sentar a la mesa.

Su buen humor y tranquilidad dejó a sus contrincantes confusos. No sin dificultad el Profesor se atrevió a romper el silencio:

—Camarada, siento molestarle tan de manera —empezó reasumiendo cuidadosamente las maneras trabajosas del anciano de Worms—. Supongo que ya tendrá usted arreglado el negocio ese de París—. Y luego con infinita lentitud—: Tenemos informes según los cuales la menor tardanza sería funesta.

El Dr. Bull sonrió otra vez, pero continuó mirándoles sin decir palabra. El Profesor, haciendo una pausa después de cada palabra, continuó:

—Le ruego a usted que no se extrañe de esta intromisión tan intempestiva. Me permito aconsejarle a usted o bien que altere sus planes, o si ya es demasiado tarde, que mande en auxilio de su gente todos los elementos que pueda. El camarda Syme y yo hemos tenido una experiencia que sería muy larga contarle a usted, sobre todo si hemos de obrar de acuerdo con lo que ella aconseja... Sin embargo, voy a contársela en todos sus detalles, aun a riesgo de perder mucho tiempo, si es que usted lo juzga indispensable para el entendimiento de la cuestión que nos proponemos discutir.

Trataba de alargar sus frases, procurando que tardara de un modo intolerable, a fin de desesperar al práctico doctorcete y obligarlo a estallar de alguna manera para ver si soltaba prenda. Pero el doctorcete continuaba sonriendo, y el monólogo era, para el otro, una verdadera cuesta arriba. Syme comenzó a sentirse enfermo. La sonrisa y el mutismo del Doctor no se parecían al silencio cataléptico que, media hora antes, se había apoderado del falso Profesor. En las ridiculeces y patrañas de éste, había siempre un elemento grotesco y pueril. Syme recordaba los miedos que con él había pasado el día anterior, como se recuerda haber tenido miedo al coco en la infancia. Pero ahora estaban a pleno día, ante un hombre sano y robusto, que nada tenía de extraordinario fuera de aquellas odiosas gafas, y que, en vez de mirarlos con furia o con sorna, los consideraba con una sonrisa inalterable, sin decir palabra. Realidad tan sobria era, a fuerza de serlo, insoportable. A la luz creciente de la mañana los matices de la tez del Doctor, de la tela de su traje, parecían también crecer de un modo increíble, adquiriendo esa desmedida importancia que tienen en las novelas realistas. Pero su sonrisa seguía tenue; la inclinación de su cabeza, cortés. Sólo era inquietante su silencio.

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