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Authors: G. K. Chesterton

El hombre que fue Jueves (12 page)

BOOK: El hombre que fue Jueves
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—¡Y yo creía que a mí! —completó Syme, mientras seguía derrochando su risa—. Y no apartaba la mano del revólver.

—Lo mismo yo —dijo el Profesor agitado—. Y yo creo que Gogol hacía lo mismo. Syme lanzó una exclamación, dio un golpe en la mesa:

—¡Y pensar que éramos tres! Tres de donde hay siete es buen número de combate. ¡Si hubiéramos sabido que éramos tres!...

El Profesor de Worms, contestó, sombrío, sin alzar la vista:

—Tres éramos; y trescientos que hubiéramos sido daba igual.

—¿Igual, de haber sido trescientos contra cuatro? — preguntó Syme con jactancia.

—Igual —repuso sombríamente el Profesor—. Ni trescientos valen contra el Domingo.

Esta sola palabra puso a Syme serio y desanimado. Antes de morir en sus labios, la risa se le murió en el corazón. La inolvidable cara del Presidente se le representó al instante como en una fotografía en colores; y advirtió que, entre el Domingo y sus satélites, había una diferencia esencial: mientras que las caras de éstos, por feroces o siniestras que fuesen, parecían irse desvaneciendo en el recuerdo como las de todos los hombres, la del Domingo parecía fijarse más con la ausencia, a modo de un retrato que fuera transformándose en un ser vivo. Permanecieron silenciosos unos instantes, después de los cuales Syme lanzó estas palabras como un espumarajo de Champaña:

—¡Profesor, es intolerable! ¿Le tiene usted miedo a ese hombre?

El Profesor levantó sus pesados párpados y, dirigiendo a Syme una mirada franca, azul, llena de una honradez casi etérea, contestó con dulzura:

—Sí, le tengo miedo. Y usted también.

Syme permaneció mudo un instante. Y levantándose después cuan largo era, como hombre injuriado, arrojó el asiento y dijo con voz indescriptible:

—Sí, tiene usted razón, le tengo miedo. No obstante esto, juro a Dios que he de buscar a ese hombre a quien temo hasta no dar con él y romperle la boca. Si el cielo mismo fuera su trono y la tierra su escabel, juro que he de arrancarlo de allí.

Y el Profesor, asombrado:

—¿Y cómo? ¿Para qué?

—Porque le tengo miedo. Y el hombre no debe consentir que en el Universo subsista lo que le causa temor.

De Worms contemplaba absorto. Quiso hablar, pero Syme le interrumpió con sorda y exaltada voz:

—¿Quién había de permitirse atacar al ser que no le asusta? ¿Cómo rebajarse al papel del simple bravucón, como cualquier luchador alquilado? ¿Ni quién ha de pretender ignorar el miedo, como un árbol inconsciente? Hay que combatir contra lo que nos infunde temor. Acuérdese usted del cuento de aquel clérigo inglés qué prestaba los últimos auxilios a un bandido siciliano. Éste en su lecho de muerte, le dijo: «Yo no tengo dinero con que pagarle; pero puedo darle un buen consejo para toda la vida:
el pulgar en la hoja, y herir para arriba».
Yo también le digo a usted: herir para arriba, y a las estrellas si es preciso.

El otro, en uno de los movimientos habituales de su disfraz, se había puesto a mirar al techo.

—El Domingo —contestó— es una estrella fija.

—Ya lo verá usted caer como una estrella errante —le dijo Syme poniéndose el sombrero.

Este movimiento hizo que el Profesor, inconscientemente, se levantara.

Con una incertidumbre benévola, preguntó:

—¿Sabe usted siquiera a dónde se dirige ahora?

—Sí —dijo Syme lacónico—. A París, a impedir que arrojen la bomba.

—¿Ha pensado usted en el medio de impedirlo?

—No —confesó Syme sin perder su aplomo.

—Sin duda recordará usted —arguyó el otro acariciándose las barbas y mirando por la vidriera— que, al separarnos apresuradamente, se convino en que todo quedaba en manos del Marqués y del Dr. Bull. A estas horas, seguramente, el Marqués está cruzando el Canal; pero lo que va a hacer y cómo, es probable que ni el Presidente lo sepa; nosotros desde luego lo ignoramos: el único que lo sabe es el Dr. Bull.

— ¡Dios lo confunda! ¡Y no saber dónde está!

—Sí —dijo de Worms con su abstracción habitual—. Yo sé, yo sé dónde está.

—¿Quiere usted decírmelo? —preguntó Syme con mirada ardiente.

—Lo llevaré a usted —dijo el Profesor descolgando su sombrero de una percha.

Syme se le quedó mirando con nerviosa rigidez e interrogó bruscamente.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Me acompaña usted? ¿Se arriesga usted?

—Joven —dijo el Profesor con una sonrisa—. Advierto con curiosidad que usted me toma por cobarde. A esto le diré a usted una cosa, completamente conforme con su filosofía retórica: usted se figura que es posible derrotar al Presidente. Yo, en cambio, estoy seguro de que es imposible, y sin embargo me atrevo a intentarlo.

Y abriendo la puerta de la taberna, por donde se coló una ráfaga cruda, se perdieron juntos en la oscuridad de los muelles.

La nieve había comenzado a fundirse en charcos de lodo; aquí y allá, entre las tinieblas, brillaban los últimos manchones más grises que blancos. Los callejones estaban encharcados y resbaladizos; en el suelo se reflejaban irregularmente las luces de los faroles, como fragmentos de otro mundo despedazado. Por entre esta confusión de luces y sombras, Syme se adelantaba como un sonámbulo; pero su compañero caminaba activamente hacia el extremo de la calle, donde un trozo iluminado del río fingía como un muro de llamas.

—¿A dónde va usted? —preguntó Syme.

—A asomarme por la calle, para ver si el Dr. Bull se ha recogido ya. Tiene costumbres higiénicas: se acuesta temprano.

—¿Y vive por aquí el Dr. Bull?

—No; queda todavía algo lejos, al otro lado del río. Pero desde aquí podemos ver si se ha recogido. —Y volviendo la calle, señaló con su bastón a la otra orilla del río, donde los reflejos bailaban entre sombras. Allí, al otro lado del Támesis, en Surrey, se alza amenazante un hacinamiento de altos edificios, bultos negros salpicados de ventanillas iluminadas, que parecen por su desconsiderada altura chimeneas de fábrica; uno de aquellos edificios, por su aspecto y disposición, parecía una torre de Babel con cien ojos. A Syme, que nunca había visto los rascacielos americanos, aquello le pareció cosa de sueño.

De pronto, la lucecita más alta de aquella torre de mil luces se extinguió: el negro Argos le hacía señas, guiñándole uno de sus ojos innumerables.

El Profesor de Worms giró sobre sus talones, y exclamó dándose con su bastón un golpecito en las botas:

—Llegamos tarde. El higiénico Doctor acaba de meterse en la cama.

—¿Cómo? ¿Vive allá arriba?

—Sí —afirmó de Worms—. Detrás de aquella ventana que ya no puede usted ver. Venga usted. Vamos a cenar. Mañana por la mañana volveremos.

Y, sin más, lo condujo por el dédalo de calles hasta desembocar en la iluminada y clamorosa East India Dock Road. El Profesor, por lo visto, conocía bien el barrio. Se dirigió a un sitio donde la iluminación de las casas de comercio se interrumpía en una abrupta masa de silencio y quietud. Allí, a unos veinte pasos de la avenida, había una fonda blanca y destartalada. El Profesor explicó:

—Quedan todavía algunas buenas fondas inglesas, de casualidad, como verdaderos fósiles. Yo me encontré un día una excelente en West End.

—Y supongo —sonrió Syme— que ésta será la correspondiente a este otro extremo de la ciudad.

—Precisamente —asintió el Profesor con reverencia.

Entraron. Cenaron, y allí mismo pasaron la noche con un sueño reparador. Las judías y el jamón que tan bien sabía guisar aquella curiosísima gente, la inexplicable aparición del Borgoña que sus bodegas ocultaban, produjeron en Syme una efusión de cordialidad y bienestar. Su mayor tormento en todas aquellas aventuras había sido el sentirse solo. Entre aquella soledad y su situación actual en compañía de un aliado, había un abismo. Digan en buena hora las matemáticas que cuatro es igual a dos por dos; pero no pretendan que dos es igual a dos por uno: dos es igual a uno multiplicado por dos mil. Por eso, no obstante sus muchas desventajas, las sociedades van a parar siempre en la monogamia.

Al fin pudo Syme desahogarse contando su absurda historia, desde el momento en que Gregory lo condujo a la taberna de la ribera. Y lo hizo prolijamente, en lujoso estilo monologal, como hombre que hablara entre antiguos camaradas. Por su parte, el hombre que desempeñaba el papel de Worms no se mostró menos comunicativo. Su caso era casi tan increíble como el de Syme.

—El disfraz de usted es excelente —dijo Syme vaciando un vaso de Macon—. Mucho mejor que el del viejo Gogol. Desde el primer momento me pareció Gogol demasiado peludo.

—La diferencia está en la teoría artística que se adopte —observó el Profesor, pensativo—: Gogol era idealista. Sé aderezó como anarquista abstracto, según el ideal platónico. Pero yo soy realista; y, desde luego, soy retratista. Aunque digo mal: yo mismo soy un retrato.

—No lo entiendo —dijo Syme.

—Soy —replicó el Profesor— un retrato del célebre profesor de Worms que vive, creo, en Nápoles.

—¿Quiere usted decir que su disfraz imita la cara de Worms? —inquirió Syme—. Pero dígame ¿no sabe él que está usted abusando de sus narices?

—Lo sabe perfectamente —contestó alegremente su amigo.

—¿Y por qué no lo denuncia a usted?

—Porque soy yo quien lo ha denunciado a él.

—Explíquese usted, hombre de Dios.

—Con mucho gusto, si no le molesta a usted escuchar mi historia —consintió el eminente profesor extranjero.

»Soy actor de profesión. Me llamo Wilks. Cuando trabajaba en el teatro, frecuentaba a toda clase de picaros y bohemios. Ya me codeaba con la canalla del hipódromo, ya con la gentuza del arte; y ocasionalmente, un día, en cierta guarida de soñadores desterrados, me presentaron al Profesor de Worms, célebre filósofo nihilista alemán. Nada extraordinario advertí en él. Le estudié cuidadosamente. Me dijeron que aquel hombre había demostrado que Dios es el principio destructor del universo. De aquí infería él la necesidad de una energía furiosa e incesante encaminada a aniquilarlo todo. La energía era para él el todo. El pobre hombre estaba lisiado, miope, semiparalítico. Yo tenía un humor ligero; el tipo me desagradó: me puse a imitarlo por burla. De haber sido dibujante, hubiera sacado su caricatura; como yo era actor, me puse a representar su caricatura. En mi disfraz procuré exagerar los rasgos repulsivos del personaje. Al entrar en la sala donde acostumbraban reunirse sus admiradores, yo esperaba ser recibido o entre carcajadas o, si el ánimo general no estaba para ello, con manifestaciones de indignación e insultos. Pero ¡cuál sería mi sorpresa cuando voy viendo que me acogen con un respetuoso silencio, seguido, en cuanto abrí los labios, por un murmullo de admiración! De puro sutil, me había quebrado; resultaba yo más verdadero de lo que me figuraba.

»En suma, que me tomaron por el legítimo y célebre profesor nihilista. Yo era entonces un muchacho de espíritu equilibrado, y aquello fue para mí un golpe terrible. Antes que hubiera podido recobrarme, dos o tres de «mis» admiradores se me acercaron llenos de indignación, y me dijeron que en el cuarto de al lado era yo víctima de un insulto público. Pregunté qué pasaba. Me dijeron que un impertinente se había atrevido a vestirse como yo, e intentaba parodiarme ridículamente. Por desgracia yo había bebido más champaña de lo que me hubiera convenido y, en un rapto de locura, decidí afrontar la situación. El verdadero Profesor, al entrar, fue recibido por la mirada furiosa de la compañía y mi adusto ceño glacial.

»Inútil decir que hubo un choque. En vano los atribulados pesimistas se preguntaban cuál de los dos profesores parecía realmente más viejo. Yo gané al fin. Un pobre viejo valetudinario como mi rival no podía dar una impresión de caducidad tan completa como un actor joven en la primavera de la vida. Ya comprende usted: él era realmente paralítico y, llevando esta ventaja, no podía representar la parálisis tan bien como yo. Entonces intentó derrotarme intelectualmente. Pero yo le opuse una táctica muy sencilla: cada vez que él decía algo que sólo él podía entender, yo contestaba algo que ni yo mismo entendía. Él decía, por ejemplo:

»—No creo que usted trate de aplicar el principio de que la evolución sólo es negación, puesto que ello implica ciertas lagunas que son esenciales de diferenciación.

»A lo cual replicaba yo desdeñosamente:

»—Eso lo ha leído usted en Pinckwerts; la noción de la involución como función eugenética la expuso hace ya mucho tiempo Glumpe.

»Huelga decir que los tales Pinckwerts y Glumpe no existen. Pero, con gran sorpresa mía, el auditorio parecía recordarlos perfectamente. Y el Profesor, viendo que el método culto y misterioso no le servía de nada ante un enemigo poco escrupuloso, se dedicó a atacarme con ingeniosidades de género más popular.

»—Ya veo —dijo con sorna— que usted ha triunfado nomo el falso cerdo de Esopo.

»—Y usted —contesté sonriendo— pierde como el erizo de Montaigne.

»Ignoro si habrá tal erizo en Montaigne.

»—Ya va usted perdiendo recursos —dijo él— y lo mismo perderá las barbas.

»A esto que, además de ser verdadero, era ingenioso, no encontré respuesta inteligente. Solté la risa y dije al azar:

»—Sí, como las botas del panteísta.

»Y di media vuelta afectando un aire de triunfo. El verdadero Profesor fue expulsado, aunque sin violencia, salvo que uno de los presentes insistía en pellizcarle las narices a toda conciencia. A estas horas en toda Europa lo reciben como a un delicioso impostor. Y su ira y sus protestas de sinceridad lo hacen, como usted comprende, más ridículo todavía.

»—Bien —dijo Syme—. Comprendo que usted se haya puesto esas sucias barbas para la bromita de aquella noche, pero no comprendo que se las haya usted dejado para siempre.

»—Ése es el siguiente capítulo de mi historia —aclaró el disfrazado—. Cuando salí de la sala entre respetuosos saludos, me fui cojeando por la oscuridad de la calle, deseoso de alejarme lo bastante para recobrar mi paso habitual. ¡Oh asombro! Al doblar la esquina siento un golpecito en un hombro: me vuelvo, y me encuentro bañado en la sombra de un guardia gigantesco. Me dijo que por ahí estaba yo haciendo falta.

»—Sí —contesté adoptando una actitud paralítica y un marcado acento germánico— les estoy haciendo falta a los oprimidos. Usted viene a detenerme porque soy el gran anarquista, el Profesor de Worms.

»Y el guardia, consultando tranquilamente un papel:

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