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Authors: G. K. Chesterton

El hombre que fue Jueves (6 page)

BOOK: El hombre que fue Jueves
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Desde que Syme se levantó, Gregory lo había estado oyendo con un asombro que se reflejaba casi en una expresión de imbecilidad. Al fin, aprovechando una pausa, sus labios inmóviles se abrieron para dejar salir, con una precisión automática, esta condenación:

—¡Hipócrita abominable!

Syme clavó su mirada azul en los temibles ojos de su adversario, y dijo con altivez:

—El camarada Gregory me llama hipócrita. Sabe él tan bien como yo que estoy cumpliendo puntualmente mis juramentos y haciendo lo que debo. Yo no me ando con atenciones ni las quiero. He dicho que el camarada Gregory no sería un buen Jueves, a pesar de sus amables cualidades. Es inepto para ser Jueves, en razón de sus amables cualidades. No queremos que el Supremo Consejo de la Anarquía se contamine de conmiseración lacrimosa.
(¡Muy
bien!). Aquí no hay tiempo que gastar en cortesías ni en modestias. Presento yo mismo mi candidatura contra la del camarada Gregory, como me propondría yo mismo contra todos los Gobiernos de Europa. Porque el anarquista que ha dado su corazón a la anarquía, ése no se acuerda de la modestia, como tampoco se acuerda del orgullo
(Gritos prolongados).
Yo aquí no soy un hombre: soy una causa.
(¡Bravooo!).
Me propongo contra el camarada Gregory con la misma impersonalidad, con la misma naturalidad con que preferiría, en ese muro, una pistola a otra pistola. Y digo, en suma, que antes de tener a Gregory y sus dulzonerías en el Consejo Supremo, ofrezco mi candidatura, y...

El final quedó ahogado en una catarata de aplausos. Todos los rostros, que se habían ido enfureciendo de aprobación a medida que las palabras de Syme eran más violentas, ahora se torcían con gestos de esperanza o se abrían con gritos de entusiasmo. Cuando Syme anunció que estaba dispuesto a ser Jueves, un rugido de asentimiento le contestó, que no fue ya posible aplacar. Y aunque Gregory, de pie, mascando espuma, clamaba a plenos pulmones contra el clamor general, nadie le escuchaba.

—Deteneos, insensatos —gritaba—. ¡Deteneos! Pero por sobre sus gritos y sobre aquella tempestad de alaridos, se dejó todavía oír Syme, con voz de trueno:

—Yo no iré al Consejo a refutar las calumnias de los que nos llaman asesinos: iré a merecer yo mismo esas calumnias
(largos y prolongados aplausos).
Al sacerdote que dice: «estos son los enemigos de la religión», al juez que dice «he aquí los enemigos de la ley», al obeso parlamentario que exclama: «ahí tenéis a los enemigos del orden público y de la moral pública», a todos ésos yo les diré: «Sois falsos reyes, pero sois profetas verídicos. Porque heme aquí venido para destruiros y para cumplir vuestros augurios».

El inmenso clamor se fue lentamente apaciguando. Antes de que hubiera cesado del todo, Witherspoon se había puesto de pie, el pelo y la barba erizados, y había dicho:

—Propongo, como enmienda, que el camarada Syme sea designado para el puesto.

—¡Alto! ¡Deteneos, repito! —gritaba Gregory frenético—. ¡Todo es una...! La fría voz del presidente vino a cortar sus protestas:

—¿Hay quien secunde la enmienda propuesta?

Un sujeto alto, y flaco, de ojos melancólicos y barba a la americana, hizo ademán de levantarse entre los últimos bancos. Gregory, que había estado aullando hasta entonces, habló ahora con una voz más extraña que sus aullidos.

—¡Acabemos! —dijo, y su voz cayó como una piedra—. Este hombre no puede ser electo, porque es un...

—¿Sí? —dijo Syme imperturbable—. ¿Qué es? Gregory gesticuló sin articular palabra. Un leve sonrojo sucedió a su lividez anterior.

—Porque es un hombre —dijo— que carece casi por completo de la experiencia necesaria.

Y se dejó caer en el banco.

Pero ya el hombre alto y flaco de la barba americana estaba de pie, diciendo con un monótono acento americano:

—Me adhiero a la candidatura del camarada Syme.

—Según la costumbre —dijo Mr. Buttons, el presidente, con mecánica rapidez— será presentada al sufragio la enmienda Syme. Ahora hay que saber si el camarada Syme...

Gregory estaba otra vez de pie, jadeante:

—¡Camaradas! —suplicó—. Yo no soy un loco...

—¡Oh! ¡Oh! —protestó Witherspoon.

—Yo no soy un loco —insistía Gregory con una sinceridad angustiosa que suspendió la asamblea por un instante—. Os voy a dar un consejo, y llamadme loco si queréis. No: tampoco es un consejo, porque no voy a daros ninguna razón para apoyarlo. Es una orden: si os empeñáis, decid que es una locura, pero obedecedla. «Pega, pero escucha». Matadme, pero obedecedme. ¡No elijáis a ese hombre!

La verdad, aun encadenada, es tan terrible, que por un instante pareció que la efímera victoria de Syme iba a doblarse como un junco bajo la tempestad. Pero quien hubiera visto los tranquilos ojos azules de Syme nada habría temido. Contentóse con decir:

—El camarada Gregory ordena... Esto bastó para romper el encantamiento. Al punto gritó un anarquista:

—¿Y quién es usted para mandar? Usted no es el Domingo.

Y otro, con un vozarrón:

—Usted no es el Jueves.

—Camaradas —gritó Gregory con la voz del mártir que, en el éxtasis del dolor, acaba por sobreponerse al dolor—. Poco me importa que me detestéis como un tirano o .como un esclavo. Si no escucháis mis órdenes, recibid al menos mi humillación. Me arrodillo ante vosotros, me echo a vuestros pies, os imploro: no elijáis a ese hombre.

—Camarada Gregory —observó el presidente—, realmente la actitud de usted no me parece muy digna.

Por primera vez desde el principio de la discusión, hubo un corto silencio. Gregory se volvió a sentar. No era un hombre, sino un pálido despojo humano.

El presidente soltó la frase ritual como un reloj de repetición:

—Se trata de saber si el camarada Syme debe ser electo para desempeñar el cargo de Jueves en el Consejo General.

Rumor semejante al del mar. Todas las manos se levantan formando un bosque de ramas. Tres minutos después, Mr. Gabriel Syme, del servicio de la Policía Secreta, era elegido para desempeñar el cargo de Jueves en el Consejo General del Anarquismo Europeo.

Toda la asamblea parecía estar pensando en la lancha que esperaba en el río, en el bastón de verduguillo y el revólver que estaban sobre la mesa. En cuanto la elección se dio por irrevocablemente concluida y Syme recibió sus credenciales, todos se pusieron de pie y se mezclaron en la estancia. Syme, sin saber cómo, se encontró de manos a boca con Gregory, que lo contemplaba con asombro y con odio. Ambos callaron. Al fin Gregory pudo articular:

—¡Es usted un demonio!

—Y usted —contestó el otro— es todo un caballero.

—Usted —decía Gregory temblando—. Usted me ha metido en esto; usted fue el que...

—Sea usted razonable —dijo Syme—. Si a eso vamos, ¿quién me trajo a mí a este parlamento de demonios? Usted me hizo jurar, antes que yo a usted. Yo creo que los dos hemos hecho lo que creíamos que estaba bien. Pero diferimos de tal modo en nuestro concepto del bien, que entre nosotros no puede haber la menor concesión. Entre nosotros no puede haber más que el honor y la muerte.

Después se cubrió con la capa y se embolsó la botella.

—El bote espera —dijo Mr. Buttons interponiéndose—. Tenga usted la bondad de seguirme.

Con pasos de guarda nocturno de almacén, Mr. Buttons condujo a Syme por un pasadizo estrecho y blindado. El agonizante Gregory les seguía, pisándoles los talones.

Al cabo del pasadizo, Buttons abrió una puerta que dejó ver, bajo la luna, la plata y azul del río, como en un escenario de teatro. Muy cerca de la salida esperaba el bote de vapor, masa oscura y pequeña que parecía un dragoncito con un ojo rojo encendido.

Ya a punto de subir, Gabriel Syme se volvió al ensimismado Gregory.

—Ha cumplido usted su palabra —le dijo cortésmente, la cara escondida en la sombra—. Es usted un hombre de honor. Le quedo a usted muy agradecido. Y ha cumplido usted su palabra hasta en un sentido muy especial. Me prometió usted una cosa al principio de todo esto, que también me ha cumplido usted.

—¿Qué cosa? —preguntó Gregory, que tenía un caos en el alma—. ¿Qué cosa le prometí a usted?

—Una noche muy divertida —dijo Syme. Y subió en el bote, que al instante se puso a andar. Syme hizo un saludo militar con el bastón.

CAPÍTULO IV

LA HISTORIA DE UN DETECTIVE

Gabriel Syme no era un detective que pretendiera pasar por poeta: era realmente un poeta que se había hecho detective. Su odio a la anarquía no era fingido. Era Syme uno de esos hombres a quienes la aterradora locura de las revoluciones empuja, desde edad temprana, a un «conservatismo» excesivo. Este sentimiento no provenía de ninguna tradición: su amor a la respetabilidad era espontáneo, y se había manifestado de pronto, como una rebelión contra la rebelión.

Procedía de una familia de extravagantes, cuyos más antiguos miembros habían participado siempre de las opiniones más nuevas. Uno de sus tíos acostumbraba salir a la calle sin sombrero, y el otro había fracasado en el intento de no llevar más que un sombrero por único vestido. Su padre cultivaba las artes, y la realización de su propio Yo. Su madre estaba por la higiene y la vida simple. De modo que el niño, durante sus tiernos años, no conoció otras bebidas más que los extremos del ajenjo y el cacao, por los cuales experimentaba la más saludable repugnancia. Cuanto se obstinaba su madre en predicar la abstinencia puritana, tanto se empeñaba su padre en entregarse a las licencias paganas; y cuando aquélla dio en el vegetarianismo, éste estaba ya a punto de defender el canibalismo.

Rodeado, desde la infancia, por todas las formas de la revolución, Gabriel no podía menos de revolucionar en nombre de algo, y tuvo que hacerlo en nombre de lo único que quedaba: la cordura. Pero no podía negar su sangre de fanático, en el exceso de convicción, bastante ostensible, con que defendía el sentido común. Un accidente vino a exasperar su odio de la anarquía moderna. Sucedióle, pues, pasar por cierta calle en el momento de un atentado dinamitero. Por unos segundos se quedó ciego y sordo, y al recobrarse pudo ver —disipado el humo—, vidrios rotos y caras ensangrentadas. Después continuó, corno de costumbre, tranquilo en apariencia, cortés, amable; pero ya había una lesión oculta... en su mente. No veía en los anarquistas, como ve la mayoría, un puñado de locos que combinan el intelectualismo con la ignorancia, sino que los consideraba como un inmenso peligro, como una especie de invasión china.

Continuamente vertía en los periódicos y en los cestos de las redacciones verdaderos torrentes de cuentos, versos, violentos artículos, poniendo a los hombres en guardia contra este torrente de barbarie y de negación. Pero no por eso lograba herir seriamente al enemigo, ni, lo que es peor, lograba un seguro medio de vida. Paseaba por las orillas del Támesis, mordiendo con amargura su mal tabaco y meditando en los progresos del anarquismo, y no había anarquista dinamitero de aire más salvaje ni más solitario que él. «El Gobierno, se decía, lucha solo, y en situación desesperada». De otro modo, como él era muy quijote, nunca se hubiera puesto del lado del Gobierno.

Una tarde —el crepúsculo parecía de sangre— Syme paseaba, como de costumbre, por la orilla del río. Rojo estaba el río donde el cielo rojo se reflejaba, y ambos remedaban su cólera. El cielo estaba tan cargado y el río tan luminoso, que la llamarada del agua parecía más encendida que la del crepúsculo: verdadera fuente de fuego que se precipitara en las cavernas de una ciudad subterránea.

Syme andaba por aquellos días hecho un desarrapado. Llevaba una chistera anticuada y un gabán negro todavía más anticuado y raído, todo lo cual le daba el aspecto de los personajes sospechosos de Dickens y de Bulwer Lytton. Su barba y sus cabellos amarillentos estaban más descuidados y leoninos que en los días de aseo y de cosmético del Saffron Park. Entre sus contraídos dientes, llevaba un cigarro negro, largo, delgado, comprado en el Soho por dos peniques. Cualquiera lo hubiera tomado por un ejemplar de aquel anarquismo al que había declarado una guerra santa. Probablemente por eso se le acercó un policía del muelle y le dio, como al descuido, las buenas noches.

Syme, en plena crisis de temor por la suerte de la humanidad, se enardeció ante aquel saludo automático del guardia que, en el crepúsculo, se destacaba como un bulto de sombra azul.

—Conque buenas noches, ¿eh? —dijo con un tono insolente—. Hay quien le llame buena a la noche en que ha de sobrevenir el fin del mundo. Mire usted ese sol sangriento, mire usted ese río sangriento. Si todo eso fuera sangre humana derramada y humeante, ahí seguiría usted tan fresco, sólo preocupado de hacer circular a tal o cual vagabundo inofensivo. Ustedes, los policías, son crueles con el pobre, pero hasta eso les perdonaría yo si no fuera por su cachaza.

—Si somos calmosos —contestó el otro— es porque tenemos la calma de la resistencia organizada.

—¿Dice usted? —preguntó Syme, interesado.

—El soldado debe permanecer tranquilo entre el tumulto de la batalla. La serenidad de los ejércitos está hecha con la furia de las naciones.

—¡Por Dios! —exclamó Syme—. ¡Teorías de la escuela! ¿Y eso es lo que llaman educación laica?

—No —dijo el policía con tristeza—, yo no he disfrutado nunca de esas ventajas. Las «Board Schools» son posteriores a mi época. La educación que a mí me dieron fue muy tosca, y aun temo que muy anticuada.

—¿Pues dónde recibió usted
su
educación? —preguntó Syme intrigado.

—Yo, en Harrow —dijo el guardia.

Las simpatías de clase que, por falsas que sean, son, para algunos, lo más sincero, estallaron en el corazón de Syme, sin que éste pudiera contenerlas.

—¡Pero hombre de Dios! ¡Usted no debería estar en la policía!

Y el guardia, suspirando y moviendo la cabeza.

—Lo sé —exclamó solemnemente—. Demasiado sé que soy indigno.

—Pero ¿por qué entró usted en la policía? —preguntó Syme indiscretamente.

—Más o menos por la misma razón que usted tiene para calumniar a la policía —replicó el otro—. Porque comprendí que, en este servicio, hay ciertas oportunidades para aquellos cuyo interés por la humanidad afecta más bien a las aberraciones del intelecto científico, que no al estado anormal —y, aunque excesivo, excusable—, de la voluntad humana. Creo que hablo claro.

—Si quiere usted decir que habla para sí mismo —dijo Syme—, es posible. Pero si quiere decir usted que se explica, no hay tal, no señor. ¿Qué filosofías son éstas en un hombre que lleva el casco azul, aquí, en los muelles del Támesis?

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