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Authors: G. K. Chesterton

El hombre que fue Jueves (2 page)

BOOK: El hombre que fue Jueves
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El paganismo ponía el ideal humano en una pretérita Edad de Oro. El cristianismo, en una futura salvación. Para el cristianismo, el mal está en el pasado, está en el pecado original; y el bien, en el porvenir. Abandonarse es declinar hacia atrás. Estamos corriendo diariamente un grave peligro: hay que esforzarse por vivir al paso de la vida, hay que revolucionar hasta para ser conservador, porque las cosas tienden, espontáneamente, a degenerar de su esencia.

Tal es, a grandes rasgos, el sistema católico y revolucionario de Chesterton, graciosamente matizado con una necesidad imperiosa del milagro, con una sed fisiológica de cosas sobrenaturales. Pero, periodista al fin, procura traer siempre sus discusiones a la temperatura de la calle; y en vez de dar a las ideas filosóficas el nombre con que las designa la Escuela, les da el nombre más familiar. No habla de tal tesis kantiana, sino de tal tesis defendida el otro día por el editorialista del
Times.
¿Es esto un defecto?

En todo caso, cuando todos los valores dogmáticos de la obra de Chesterton hayan sido discutidos —su ortodoxia, que acaba por admitir todas las heterodoxias cristianas en su seno; su antisocialismo especial, su democracia caprichosa, su política díscola
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, sus teorías históricas y críticas— Chesterton, el literato, quedará ileso. Sus libros seguirán siendo bellos libros, su vigorosa elocuencia seguirá cautivando. Sus relámpagos bíblicos, su alegría vital, su naturaleza abundante hacen de este periodista, por momentos, un inspirado.

(Un reparo a su estilo: Chesterton padece de abundancia calificativa, se llena de adjetivos y adverbios. Y como no desiste de convertir la vida cotidiana en una explosión continua de milagros, todo, para él, resulta «imposible», «gigantesco», «absurdo», «salvaje», «extravagante». Pone en aprietos al traductor. Esto no quiere decir que Chesterton use las palabras al azar. Al contrario: capítulos enteros de su obra son discusiones sobre el verdadero sentido de tal o cual palabra: por ejemplo, sobre la diferencia entre «indefinible» y «vago», entre «místico» y «misterioso». Y construye toda una historia de las desdichas humanas sobre la ininteligencia de tal otra palabra; por ejemplo: «contemplación»).

En
El hombre que fue Jueves
encontramos, como en síntesis, todas las características de Chesterton: la facilidad periodística para trasladar a la calle una discusión de filosofía; la preocupación de la idea católica, simbolizada en una lámpara eclesiástica que el «Dr. Renard» descolgara de su puerta para ofrecerla a los fugitivos; el procedimiento de sorpresa y contraste empleado con regularidad y monotonía en todos los momentos críticos de la novela; como que la novela puede reducirse a siete contrastes sucesivos, a siete sorpresas que nos dan los siete personajes de primer plano. También encontramos aquí al crítico de arte o, por lo menos, al hombre para quien los colores de la tierra (sobre todo los que tienden al rojo) realmente existen: la novela, como en una alucinación o verdadera pesadilla, se desarrolla sobre un fondo de crepúsculos encendidos, en un ambiente de matices y tonos que parecen engendrados por los cabellos radiantes de «Rosamunda», bajo aquel cielo de azafrán, en el barrio de las casas rojas, en el jardín iluminado por farolitos de colores. El polemista tampoco podía faltar: la novela misma es una polémica. «Syme», héroe caballeresco, casi puede considerarse —con una paradoja que sería muy del gusto de Chesterton— como un matador de dragones, como una transformación moderna de la leyenda de San Jorge. Y, en fin, para que nada falte, también encontramos aquí una caricatura de la persona del autor. ¿A quién pertenecen, sino a Chesterton, esa cara enorme, esa complexión extraordinaria del «Domingo»? ¿Por qué le da Chesterton cualidades sobrenaturales a su «Domingo»? Porque en él incorpora su fiebre anhelosa de milagros. Cuando pinta a «Domingo» a lomos del gigantesco elefante, se siente que le tiene envidia: o mejor, que él —Chesterton— goza al describir aquella escena como si hiciera recuerdos personales. ¿Recuerdos?

Sin duda: recuerdos de lo que nunca ha pasado, pero que está, simplemente, en la prolongación de la propia conducta. Si Chesterton se atreviera —no me cabe duda— andaría paseando por Londres, por Albany Street, por Piccadilly, a lomos del elefante del Jardín Zoológico. Chesterton trata la persona física de «Domingo» con un amor de autoretrato. La acaricia, la plasma, hasta que la deja redonda, redonda y elástica, redonda y ligera, como un balón, como un globo. «Domingo», al igual de Chesterton, está lleno de la alegría de rodar y de rebotar. Ya se ha advertido este amor (este «amor propio») de Chesterton por los gigantones que figuran en dos o tres de sus mejores novelas.

El hombre que fue Jueves
es una novela policíaca, pero una novela policiaco-metafísica —verdadera sublimación del género. Otro tanto pudiera decirse de todas las novelas de Chesterton, con excepción del pequeño ciclo del «Padre Brown». El perseguidor y el perseguido cobran una significación inesperada, hasta convertirse en principios eternos del universo. Pero, por fortuna, nunca se pierde, por entre el laberinto de episodios más o menos simbólicos —simbólicos siempre— este sentimiento humorístico que legitima la introducción de elementos inverosímiles en el relato, y que permite al autor saltar fantásticamente del suceso humilde al comentario trascendental, sin perder el ritmo del buen humor.

El maestro de Renán concebía el mundo como un coloquio entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, de cuyas palabras va brotando el universo, evocado de las tinieblas. Otros entienden el mundo como un organismo divisible en partes y funciones: como un tratado divisible en capítulos. Otros lo entendemos como una melodía infinita, impulso lírico desarrollado en el tiempo. Chesterton lo concibe como una novela policíaca, como una caza llena de peripecias, entre dos nociones elementales; con la posibilidad —claro es— de una inexplicable, de una temerosa conciliación, que está más allá de la inteligencia de los hombres, y acaso rebasa la de los ángeles. En esta novela policíaca del universo, no hay delincuente, no hay delito. Dos fuerzas inocentes, casi amándose, se combaten. A veces creemos que se transforman la una en la otra, y hay como un tornasol dinámico en que los átomos de la razón giran, incendiados. De aquí una honda inquietud poética; de aquí esa íntima necesidad de gritar o cantar que sorprendemos en el corazón de todas las cosas.

Pero no se ahuyente el poco aficionado a las discusiones abstractas. Los héroes de la novela son también hombres de carne y hueso, y sólo al final se diluyen en una alegoría inmensa, tan inmensa que es ya invisible. Y si la novela es, por una parte, un ensayo caprichoso sobre el doble equilibrio (o desequilibrio en dos pies) del universo, sobre las dos tendencias esenciales de la conducta, casi sobre dos estados de ánimo o sobre dos palabras únicas —SI: NO— también es, por otra parte, una divertidísima historia de aventuras, enredo, intriga; de tanto carácter plástico, que no entiendo cómo los editores cinematográficos de Inglaterra no han sacado de aquí una preciosa cinta en jornadas.
[2]

Y por este aspecto, la novela recuerda a los clásicos del escalofrío: a Poe, a Stevenson; y prolonga un género típico de la lengua inglesa: la aventura enigmática; la aventura donde el sentimiento ha de vibrar, pero donde la razón ha de dar de sí continuos recursos; donde el hombre combate con el cuchillo, como los marineros de La isla
del Tesoro,
llenos de pavores bíblicos y de maldiciones; pero donde el hombre ha de combatir, también, con el silogismo y la sorites, como en el tratado de Lógica de John Stuart Mill.

Y por eso, por ser esta una obra amena, debo resistir la tentación de hablar eternamente de Chesterton, (y debo poner fin a este prólogo). No sea que, entre mis análisis, tenga que soltar aquí y allá algunos secretos del enigma, que pongan sobra aviso al lector, y me pase así —sin desearlo— lo que a esos hombres mal educados que andan a toda hora diciendo verdades inoportunas y ahuyentando todas las sorpresas gustosas de la vida.

ALFONSO REYES,
1919.

CAPÍTULO PRIMERO

LOS DOS POETAS DE SAFRON PARK

El barrio de Saffron Park —Parque de Azafrán— se extendía al poniente de Londres, rojo y desgarrado como una nube del crepúsculo. Todo él era de un ladrillo brillante; se destacaba sobre el cielo fantásticamente, y aun su pavimento resultaba de lo más caprichoso: obra de un constructor especulativo y algo artista, que daba a aquella arquitectura unas veces el nombre de «estilo Isabel» y otras el de «estilo reina Ana», acaso por figurarse que ambas reinas eran una misma.

No sin razón se hablaba de este barrio como de una colonia artística, aunque no se sabe qué tendría precisamente de artístico. Pero si sus pretensiones de centro intelectual parecían algo infundadas, sus pretensiones de lugar agradable eran justificadísimas. El extranjero que contemplaba por vez primera aquel curioso montón de casas, no podía menos de preguntarse qué clase de gente vivía allí. Y si tenía la suerte de encontrarse con uno de los vecinos del barrio, su curiosidad no quedaba defraudada. El sitio no sólo era agradable, sino perfecto, siempre que se le considerase como un sueño, y no como una superchería. Y si sus moradores no eran «artistas», no por eso dejaba de ser artístico el conjunto. Aquel joven —los cabellos largos y castaños, la cara insolente— si no era un poeta, era ya un poema. Aquel anciano, aquel venerable charlatán de la barba blanca y enmarañada, del sombrero blanco y desgarbado, no sería un filósofo ciertamente, pero era todo un asunto de filosofía. Aquel científico sujeto —calva de cascarón de huevo, y el pescuezo muy flaco y largo— claro es que no tenía derecho a los muchos humos que gastaba: no había logrado, por ejemplo, ningún descubrimiento biológico; pero ¿qué hallazgo biológico más singular que el de su interesante persona?

Así y sólo así había que considerar aquel barrio: no taller de artistas, sino obra de arte, y obra delicada y perfecta. Entrar en aquel ambiente era como entrar en una comedia. Y sobre todo, al anochecer; cuando, acrecentado el encanto ideal, los techos extravagantes resaltaban sobre el crepúsculo, y el barrio quimérico aparecía aislado como un nube flotante. Y todavía más en las frecuentes fiestas nocturnas del lugar —iluminados los jardines, y encendidos los farolillos venecianos, que colgaban, como frutos monstruosos, en las ramas de aquellas miniaturas de árboles.

Pero nunca como cierta noche —lo recuerda todavía uno que otro vecino— en que el poeta de los cabellos castaños fue el héroe de la fiesta. Y no porque fuera aquélla la única fiesta en que nuestro poeta hacía de héroe. ¡Cuántas noches, al pasar junto a su jardincillo, se dejaba oír su voz, aguda y didáctica, dictando la ley de la vida a los hombres y singularmente a las mujeres! Por cierto, la actitud que entonces asumían las mujeres era una de las paradojas del barrio. La mayoría formaban en las filas de las «emancipadas», y hacían profesión de protestar contra el predominio del macho. Con todo, estas mujeres a la moderna pagaban a un hombre el tributo que ninguna mujer común y corriente está dispuesta a pagarle nunca: el de oírle hablar con la mayor atención.

La verdad es que valía la pena de oír hablar a Mr. Lucian Gregory —el poeta de los cabellos rojos— aun cuando sólo fuera para reírse de él. Disertaba el hombre sobre la patraña de la anarquía del arte y el arte de la anarquía, con tan impúdica jovialidad que —no siendo para mucho tiempo— tenía su encanto. Ayudábale, en cierto modo, la extravagancia de su aspecto, de que él sacaba el mayor partido para subrayar sus palabras con el ademán y el gesto. Sus cabellos rojo-oscuros —la raya en medio—, eran como de mujer, y se rizaban suavemente cual en una virgen pre-rafaelista. Pero en aquel óvalo casi santo del rostro, su fisonomía era tosca y brutal, y la barba se adelantaba en un gesto desdeñoso de «cockney», de plebe londinense; combinación atractiva y temerosa a la vez para un auditorio neurasténico; preciosa blasfemia en dos pies, donde parecían fundirse el ángel y el mono.

Si por algo hay que recordar aquella velada memorable, es por el extraño crepúsculo que la precedió. ¡El fin del mundo! Todo el cielo se reviste de un plumaje vivo y casi palpable: dijerais que está el cielo lleno de plumas, y que éstas bajan hasta cosquillearos la cara. En lo alto del domo celeste parecen grises, con tintes raros de violeta y de malva, o inverosímiles toques de rosa y verde pálido; pero hacia la parte del Oeste ¿cómo decir el gris transparente y apasionado, y los últimos plumones de llamas donde el sol se esconde como demasiado hermoso para dejarse contemplar? ¡Y el cielo tan cerca de la tierra cual en una confidencia atormentadora! ¡Y el cielo mismo hecho un secreto! Expresión de aquella espléndida pequeñez que hay siempre en el alma de los patriotismos locales, el cielo parecía pequeño.

Día memorable, para muchos, aunque sea por aquel crepúsculo turbador. Día de recordación para otros, porque entonces se presentó por vez primera el segundo poeta de Saffron Park. Por mucho tiempo el peli-taheño revolucionario había reinado sin rival; pero su no disputado imperio tuvo fin en la noche que siguió a aquel crepúsculo.

El nuevo poeta, que dijo llamarse Gabriel Syme, tenía un aire excelente y manso, una linda y puntiaguda barbita, unos amarillentos cabellos. Pero se notaba al instante que era menos manso de lo que parecía. Dio la señal de su presencia enfrentándose con el poeta establecido, con Gregory, en una disputa sobre la naturaleza de la poesía. Syme declaró ser un poeta de la legalidad, un poeta del orden, y hasta un poeta de la respetabilidad. Y los vecinos de Saffron Park lo consideraban asombrados, pensando que aquel hombre acababa de caer de aquel cielo imposible.

Y en efecto, Mr. Lucían Gregory, el poeta anárquico, descubrió una relación entre ambos fenómenos.

—Bien puede ser —exclamó en su tono lírico habitual—, bien puede ser que, en esta noche de nubes fantásticas y de colores terribles, la tierra haya dado de sí semejante monstruo: un poeta de las conveniencias. Usted asegura que es un poeta de la ley, y yo le replico que es usted una contradicción en los términos. Y sólo me choca que en noche como ésta no aparezcan cometas, ni sobrevengan terremotos para anunciarnos la llegada de usted.

El hombre de los dulces ojos azules, de la barbita descolorida, soportó el rayo con cierta solemnidad sumisa. Y el tercero en la discordia —Rosamunda, hermana de Gregory, que tenía los mismos cabellos bermejos de su hermano, aunque una fisonomía más amable —soltó aquella risa, mezcla de admiración y reproche, con que solía considerar al oráculo de la familia.

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