El caso de los bombones envenenados (15 page)

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Authors: Anthony Berkeley

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BOOK: El caso de los bombones envenenados
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»Creo, empero, que es la segunda clase de persona la que está probablemente implicada en el crimen. Se trata, como verán ustedes, de un tipo de persona mucho más inteligente.

»Dentro de la categoría señalada, un idóneo de farmacia se convierte en un químico aficionado, en tanto que la empleada de fábrica es ahora una médica, digamos, interesada en toxicología, o, para alejarnos de los especialistas, una mujer sumamente inteligente, intensamente atraída por la criminología, especialmente en el aspecto de la toxicología, como, por ejemplo, Mrs. Fielder-Flemming.

Mrs. Fielder-Flemming dejó escapar una exclamación indignada, y Sir Charles, aunque momentáneamente sorprendido ante la fuente de donde partía tan inesperada defensa, dejó escapar un gruñido que en cualquier otra persona hubiese sido una carcajada contenida.

—Se trataría de personas —continuó diciendo Bradley— que no sólo tienen un tomo de la
Jurisprudencia Médico-Legal
de Taylor, en su biblioteca, sino que consultan la obra a menudo.

»Estoy de acuerdo con usted, Mrs. Fielder-Flemming, en que el método del crimen indica un cierto conocimiento de criminología. Usted señaló un caso que ofrecía una notable analogía con el de Bendix. Sir Charles mencionó otro, y a mi vez mencionaré un tercero. El caso Bendix es una combinación de crímenes famosos, y estoy seguro, como lo estarán ustedes, de que ello es más que una simple coincidencia. Había llegado ya a esta conclusión antes que ninguno de ustedes, y me llevó a ella la íntima convicción de que la persona que envió los bombones a Sir Eustace posee un ejemplar de la obra de Taylor. No es más que una suposición, lo reconozco, pero en mi ejemplar de dicha obra, el artículo sobre nitrobenceno aparece en la página siguiente del relativo al cianuro de potasio, el veneno más común. Esto me ha dado que pensar.

El orador hizo una pausa. Mr. Chitterwick hizo un gesto de aprobación.

—Creo comprender lo que quiere usted decir, Mr. Bradley. En otros términos, cualquiera que hojee las páginas del libro en busca de un veneno adecuado a sus fines…

—Exactamente —convino Bradley.

—Usted atribuye mucha importancia al asunto del veneno —dijo Sir Charles, casi de buen humor—. ¿Quiere usted decir que cree haber identificado al asesino mediante deducciones derivadas de este único elemento de juicio?

—No, Sir Charles, no me atrevería a afirmar tanto. He destacado su importancia porque, como dije, es el único elemento original en el crimen. Por sí solo no proporcionaría la clave del misterio, pero, considerado conjuntamente con otras características, creo que puede contribuir eficazmente a aclararlo o, por lo menos, servir para identificar al sospechoso, de tal manera que la sospecha de su culpabilidad se convierta en certeza.

»Examinemos el crimen en conjunto. Lo primero que resulta evidente es que es obra de una persona no sólo inteligente, sino de cierta cultura. Con ello eliminamos inmediatamente a la primera categoría de personas, que podría haber utilizado nitrobenceno como veneno. Desaparecen, pues, nuestro idóneo de farmacia y nuestra empleada. Pensemos ahora en una persona inteligente y culta, interesada en la criminología, con algunos conocimientos de toxicología, y con un ejemplar, estoy casi seguro de ello, y rara vez me equivoco, de la obra de Taylor en su biblioteca.

»Esto es, mis estimados Watsons, lo que me ha revelado la singular elección del nitrobenceno.

Mr. Bradley acarició su fino bigote con una complacencia ofensiva, que no era en modo alguno fingida. Generalmente, Bradley se esmeraba en mostrar al mundo cuán satisfecho estaba de sí mismo, pero la postura no dejaba de tener un fondo de espontaneidad.

—Sumamente ingenioso, sin duda —murmuró Chitterwick.

—Bueno, prosigamos —observó Miss Dammers, que no parecía mayormente impresionada—. ¿Cuál es su teoría? Si acaso la tiene usted —dijo.

—Le aseguro que tengo una teoría —dijo Bradley, sonriendo con superioridad. Era la primera vez que había logrado que Miss Dammers le hablase bruscamente, y se sentía muy halagado.

»Examinemos todos los factores en el orden que corresponde. Quiero demostrarles cuán inevitablemente fui llevado a mi conclusión final, y la única forma de hacerla es describiendo todos mis pasos. Hechas mis deducciones partiendo del veneno, me dediqué a investigar los demás indicios, a fin de establecer si me llevaban a resultados verificables mediante el primer elemento de juicio analizado. En primer término, me ocupé del papel utilizado para redactar la carta fraguada, el único rastro de valor, aparte del veneno.

»Este papel me tenía intrigado. Por algún motivo que no logré establecer en un principio, el nombre de Mason me traía vagas reminiscencias. Estaba seguro de haber oído hablar de Mason en otros aspectos distintos de sus excelentes bombones. Por fin recordé.

»Me temo tener que introducir una nota personal, y ruego a Sir Charles que disculpe esta falta de buen gusto. Antes de casarse, mi hermana era taquimecanógrafa…

La extremada reticencia de Bradley pareció indicar que, a pesar de reconocer la necesidad de disculparse por poseer semejantes parientes, no estaba dispuesto a hacerlo. Pero, momentos después, dio la inevitable explicación.

—Es decir, su educación la había colocado en un nivel superior al de la mecanógrafa común, y la verdad es que era una secretaria competente.

»Había entrado en una agencia dirigida por una dama, que proporcionaba secretarias para llenar suplencias en puestos de responsabilidad, cuando las titulares estaban enfermas o tomaban sus vacaciones. Además de mi hermana, había dos o tres muchachas más en la casa, y los puestos que ocupaban duraban en general sólo dos o tres semanas. Es natural, pues, que cada una tuviese una serie de puestos diferentes en un año de trabajo. Recuerdo, sin embargo, que una de las firmas en que trabajó mi hermana durante aquel período fue la de Mason e Hijos, como secretaria suplente de uno de los directores.

»Me pareció que este hecho ofrecía posibilidades de investigación. No era probable que mi hermana pudiese arrojar alguna luz sobre el misterio, pero tal vez me proporcionase tarjetas de presentación para uno o dos miembros del personal, si ello fuese necesario. Inmediatamente fui a visitarla.

»Recordaba la casa muy bien. Trabajó allí hace tres o cuatro años, y le agradaba tanto el ambiente que llegó a considerar la posibilidad de obtener trabajo permanente en la firma. Como es natural, nunca llegó a conocer muy bien a nadie entre el personal, pero sí lo suficiente como para darme las tarjetas de presentación que necesitaba.

»Durante mi visita, le comenté que había visto la carta enviada a Sir Eustace con los bombones, y que no sólo el nombre de Mason, sino también el papel utilizado, me habían parecido familiares. A continuación le pregunté si nunca me había escrito en papel de esa clase.

»Ella no recordaba bien; pero señaló que era natural que el papel me pareciese familiar, pues en casa solíamos utilizarlo para hacer juegos de papel, ya que su tamaño era muy conveniente.

»Es interesante que una reminiscencia como ésta haya permanecido adormecida en mi mente durante tanto tiempo, cuando ya había olvidado las circunstancias concretas en que se produjo. Cuando mi hermana me habló de ello, recordé todo perfectamente. En uno de los cajones de su escritorio había una gran cantidad del papel que con frecuencia yo había cortado en tiras para nuestros juegos.

»Le pregunté cómo lo había obtenido, pero como me pareció que respondía con evasivas, diciendo vagamente que lo había obtenido en la oficina, insistí en mi pregunta. Por fin me dijo que una noche en que estaba por abandonar la oficina, recordó que tenía invitados a comer, y que necesitaríamos papel para diversos juegos de mesa. Rápidamente volvió a su escritorio, tomó una cantidad de papel de junto a la máquina de escribir, y lo guardó en su portadocumentos. En su apresuramiento, no advirtió haber tomado una gran cantidad, de modo que lo que tendría que haber servido para una noche, le había durado en realidad cerca de cuatro años. Probablemente se habría llevado casi media resma.

»Bueno, salí de casa de mi hermana con un sentimiento de perplejidad. Antes de partir examiné las hojas que quedaban y, según lo que puedo juzgar, eran exactamente iguales a la hoja en que fue escrita la carta. Hasta los bordes estaban algo amarillentos. No me sentía ya simplemente perplejo, sino alarmado, pues debo decirles algo que se me había ocurrido con anterioridad. De todos los caminos a seguir en la búsqueda de la persona que envió la carta a Sir Eustace, siempre me había parecido que el más factible era el de buscar a su autor entre los empleados, y aun ex empleados, de la casa Mason.

»En realidad, este descubrimiento presentaba un aspecto más desconcertante aún. Al reflexionar sobre el caso, se me había ocurrido la posibilidad de que la policía, y todo el mundo, hubiese estado poniendo el coche delante del caballo. Era opinión general que una vez decidido el plan, el criminal se había dedicado a buscar el papel que le permitiría llevarlo a cabo.

»Pero ¿no es más factible que el papel haya estado en manos del asesino, y que la posesión fortuita del mismo haya determinado el método del crimen? En este caso, la probabilidad de llegar hasta el culpable por medio del papel es muy remota, mientras que en el primero siempre existe dicha probabilidad. ¿Había pensado usted en ello, señor presidente?

—Debo admitir que no —confesó Roger—. Pero, como dice Sherlock Holmes, la posibilidad es muy grande ahora que ha sido señalada. Le diré a usted que me parece un argumento muy sólido, Bradley.

—Desde el punto de vista psicológico, es perfecto —comentó Miss Dammers.

—Muchas gracias —murmuró Bradley—. Ustedes podrán comprender hasta qué punto fue alarmante mi descubrimiento. Porque, si tenía algún significado, toda persona que tuviese en su poder una hoja de papel viejo de Mason e Hijos, con los bordes ligeramente amarillentos, se convertía inmediatamente en sospechosa.

Sir Charles tosió ruidosamente. El significado de su tos era inconfundible. Un caballero nunca sospecha de su hermana.

—¡Sería terrible! —dijo Mr. Chitterwick, que era más humano.

Mr. Bradley intensificó los acentos dramáticos de su exposición.

—Había otro factor que no podía ignorar. Antes de seguir sus estudios comerciales, mi hermana tuvo la idea de ser enfermera, y siguió un curso breve. No solamente leía libros relativos a sus estudios, sino también libros médicos. Varias veces —agregó Bradley solemnemente— la he visto estudiando mi propio ejemplar de Taylor, aparentemente absorbida en él.

Nuevamente Bradley hizo una pausa, pero nadie hizo comentario alguno. El sentimiento unánime era que cada reunión del Círculo traía consigo revelaciones más y más sensacionales.

—Bueno, regresé a casa y reflexioné. Parecía absurdo poner a mi propia hermana en la lista de sospechosos, y en primer término. No es lo habitual relacionar a nadie del propio círculo con la idea de un asesinato: las dos cosas no van juntas. Sin embargo, no podía dejar de reconocer que si se hubiese tratado de otra persona, me habría sentido lleno de júbilo por haber resuelto el caso. Pero en tales circunstancias, ¿qué podía hacer?

»Al final —dijo Bradley con orgullo— hice lo que consideraba mi deber, y afronté la situación. Al día siguiente volví a casa de mi hermana, y le pregunté sin más preámbulos si alguna vez había tenido algo que ver con Sir Eustace Pennefather. Me miró sorprendida, y me dijo que hasta la época del crimen jamás había oído hablar de él. Yo le creí. Luego le pregunté si podía recordar qué había hecho la noche anterior al crimen. Me miró más sorprendida aún, y respondió que durante todo aquel tiempo había estado en Manchester con su esposo, en el Hotel Peacock, y que aquella noche había concurrido al cinematógrafo, donde vieron una película que, si mal no recordaba, se llamaba
Hogueras del Destino.
Una vez más le creí.

»Por simple rutina, traté de corroborar más tarde sus declaraciones, y todas resultaron exactas; para la hora en que fue despachado el paquete, tenía una coartada perfecta. Sentí un alivio mucho mayor del que puedo expresar.

Mr. Bradley hablaba en voz baja, con tono patético y a la vez contenido, pero Roger le miró de pronto, y le pareció ver un resplandor de malicia en sus ojos, que le hizo sentirse vagamente aprensivo. Lo que sucedía con Mr. Bradley era que nunca se sabía qué esperar de él.

—Obtenido este resultado negativo, me dediqué a hacer una tabla de las conclusiones a que había llegado hasta entonces, y a analizar otros aspectos del crimen.

»En aquel punto recordé que, la noche en que habló aquí, el Inspector Jefe se había mostrado algo reticente al presentar la evidencia. Inmediatamente le telefoneé, formulándole algunas preguntas. Me enteré de que la máquina de escribir era una Hamilton 4, es decir, el modelo más común. La dirección de la envoltura había sido manuscrita con una estilográfica Onix con pluma mediana. La tinta era marca Harfield. Por último, nada se había podido descubrir del estudio del papel castaño ni de la cuerda. En ningún artículo había impresiones digitales.

»Bueno, tal vez no deba admitido, considerando la forma en que me gano la vida, pero la verdad es que no tengo la menor idea de cómo trabaja un detective de la vida real —dijo Mr. Bradley con gran franqueza—. En un libro resulta muy fácil, puesto que hay una serie de hechos que el autor desea ver descubiertos, y que permite descubrir al detective y a nadie más. En la realidad, en cambio, las cosas nunca suceden así.

»Sin embargo, lo que hice fue copiar los procedimientos de mis detectives y encarar la tarea en la forma más sistemática posible. Es decir, hice una tabla de todos los datos obtenidos, tanto los referentes al hecho como a sus personajes, y debo señalar aquí que me sorprendió la cantidad de material reunido. A continuación hice tantas deducciones como me fue posible, partiendo de cada uno de los datos. Al mismo tiempo mantuve una actitud estrictamente imparcial sobre la posible identidad de la persona que había de surgir como culpable a la luz de mis conclusiones finales.

»En otras palabras —dijo Bradley en tono severo—, yo no decidí que Lady A, o Sir B, tenía móviles tan poderosos para cometer el crimen que, sin duda alguna, ella o él, lo había cometido; ni moldeé luego mis supuestas pruebas para adaptarlas a tan conveniente teoría.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —creyó oportuno decir Roger.

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