Mrs. Fielder-Flemming se estaba conteniendo con gran esfuerzo. Sus palabras, que parecen tan medidas e imparciales en estas líneas, habían sido formuladas hasta aquel momento con el extremo cuidado de mantener una absoluta objetividad. Pero con cada frase, la tarea resultaba más difícil. Evidentemente, Mrs. Fielder-Flemming estaba excitándose tanto que parecía que si pronunciaba unas palabras más se ahogaría, aunque, para los demás, tal intensidad de sensaciones resultaba algo exagerada. Estaba aproximándose al punto culminante de su exposición, desde luego, pero aun esto no excusaba que su rostro tuviese un tinte tan purpúreo, que su sombrero, colocado en aquel punto en la parte posterior de su cabeza, oscilase tan violentamente, como compenetrado de las emociones de su dueña.
—Eso es todo —dijo por fin—. Sostengo haber probado mi teoría. Ese hombre es el asesino.
Se produjo un silencio.
—¿Y bien? —dijo Alicia Dammers con impaciencia—. ¿Quién es, entonces?
Sir Charles, que había estado contemplando a Mrs. Fielder-Flemming con un gesto más y más amenazador a medida que transcurría cada instante, golpeó violentamente la mesa.
—Precisamente —dijo—. Hablemos con claridad. ¿Contra quién están dirigidas esas ridículas acusaciones, señora?
De estas palabras cabe inferir que Sir Charles no estaba de acuerdo con las conclusiones de Mrs. Fielder-Flemming, aun antes de conocerlas.
—¿Acusaciones, Sir Charles? —exclamó Mrs. Fielder-Flemming—. ¿Me…, me va usted a decir que no lo sabe?
—La verdad, señora —repuso Sir Charles con gran dignidad—, es que no tengo la menor idea.
Fue en ese punto que Mrs. Fielder-Flemming se entregó a un dramatismo deplorable. Lentamente se puso de pie, con el ademán de una reina de tragedia. Salvo que las reinas de tragedia no llevan sombreros oscilando en la punta de la cabeza, y que, si sus rostros tienden a enrojecer con la emoción, disimulan el hecho bajo afeites apropiados. Su sillón cayó detrás de ella con un ruido sordo, semejante a una campanada fatal. Por fin, señalando con un dedo tembloroso el otro lado de la mesa, hizo frente a Sir Charles con toda la dignidad de su metro y medio de estatura.
—¡Usted! —gritó con voz estridente—. ¡Usted es el hombre!
Su dedo extendido se agitaba violentamente como una cinta adherida a un ventilador eléctrico.
—¡La marca de Caín está sobre su frente! ¡Asesino!
En el silencio de estático horror que siguió, Mr. Bradley se aferró, delirante, al brazo de Mr. Chitterwick.
Por fin Sir Charles recuperó el habla, que parecía haber perdido indefinidamente.
—¡Esta mujer está loca! —exclamó.
Cuando Mrs. Fielder-Flemming advirtió que su acusación no le había costado la vida, ni siquiera una destrucción parcial por el rayo azul de la mirada de Sir Charles, procedió a extenderse en detalles de su hipótesis.
—No, no estoy loca, Sir Charles. Estoy muy, pero muy cuerda. Usted quería a su hija, y la quería con el amor doblemente intenso de un hombre que ha perdido a su esposa, y que por lo tanto, se aferra a lo único femenino que le queda. Usted pensó que cualquier extremo estaba justificado, antes que dejar que su hija cayese en manos de Sir Eustace Pennefather, antes de que su juventud, su inocencia, su fe, fuesen defraudadas por semejante bribón.
»Sus propias palabras le han condenado. Usted mismo dijo que no era necesario mencionar todo lo que tuvo lugar durante la entrevista con Sir Eustace. De haberlo hecho, tendría que haber revelado que usted le informó que le mataría con sus propias manos antes que verle casado con su hija. Y cuando frente a la pasión de ella, y a la determinación de Sir Eustace de aprovechar este sentimiento, se convenció de que ningún otro medio podría impedir una catástrofe, usted no vaciló en matar. ¡Sir Charles Wildman, que Dios lo juzgue a usted, porque yo no puedo hacerlo!
Mrs. Fielder-Flemming levantó su caído sillón y tomó asiento, respirando agitadamente.
—Bien, Sir Charles —observó Mr. Bradley, cuyo regocijo amenazaba ahogarle si permanecía callado un instante más—. ¡Nunca lo hubiera pensado de usted! ¡Asesino…! ¡Vaya, vaya! ¡Muy perverso; muy, muy perverso!
Por una vez, Sir Charles no prestó atención a su implacable tábano. Hasta es dudoso que le oyera. Lo que había penetrado lentamente en su conciencia era que Mrs. Fielder-Flemming le acusaba seriamente, y que no era la víctima de un ataque pasajero de locura. Parecía también próximo a ahogarse; el tinte purpúreo del rostro de Mrs. Fielder-Flemming había pasado al suyo, y además, estaba tan inflamado de furia, que recordaba al sapo de la fábula que quiso volar.
Roger, que al oír la inesperada acusación se había sentido en un estado de confusión y desconcierto indescriptibles, empezó a temer por la vida de Sir Charles. Pero éste halló la válvula de escape de la palabra en el momento más oportuno.
—Señor presidente —estalló—. Si, como creo, no se trata de una broma por parte de esta señora, aunque de serlo, se trataría de una broma del peor gusto, ¿debo tomar este disparate seriamente?
Roger miró de soslayo a Mrs. Fielder-Flemming, cuyo rostro parecía tallado en piedra, y tragó con dificultad. A pesar de todo, y por ridícula que Sir Charles considerase la acusación, el caso estaba bien planteado, y no parecía apoyado en hechos triviales ni de fácil refutación.
—Creo, Sir Charles —dijo, eligiendo las palabras con gran cuidado—, que si se hubiese tratado de cualquier otra persona, usted estaría de acuerdo en que una acusación de esta clase, cuando hay pruebas que la sostienen, debe ser considerada seriamente, por lo menos en el sentido de intentar refutarla.
—Siempre que sea posible refutarla —observó Mr. Bradley—. Por mi parte, debo admitir que estoy casi convencido, y que Mrs. Fielder-Flemming ha presentado su hipótesis en forma brillante. ¿Quiere usted que vaya a telefonear a la policía, Mr. Sheringham?
Al decir esto, adoptó el aire comedido de un buen ciudadano decidido a cumplir con su deber, por ingrato que ello le resulte.
Sir Charles, fijos los ojos en él, parecía haber perdido nuevamente el habla.
—Todavía no —dijo Roger suavemente—. Todavía no hemos oído lo que tiene que decir Sir Charles.
—En fin, supongo que no hay mal alguno en escucharle —dijo Bradley, resignado.
Inmediatamente cinco pares de ojos se concentraron sobre Sir Charles, y cinco pares de oídos se dispusieron a escuchar.
Pero Sir Charles permanecía silencioso, mientras libraba una violenta lucha consigo mismo.
—Como lo esperaba —dijo Mr. Bradley—. No hay defensa. Hasta Sir Charles, que ha salvado a tantos asesinos de la horca, no tiene nada que decir frente a tan abrumadora acusación. Es una lástima.
A juzgar por la mirada que Sir Charles lanzó a su torturador, hubiese tenido mucho que decirle, de haber estado los dos solos. Pero en las circunstancias, sólo pudo gruñir algo ininteligible.
—Señor presidente —dijo Alicia Dammers, con el espíritu práctico que la caracterizaba—. Tengo que hacer una proposición. Sir Charles parece admitir su culpabilidad con su silencio, y Mr. Bradley, como buen ciudadano que es, desea entregarlo a la policía.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijo el buen ciudadano.
—Personalmente, lamentaría mucho hacer eso. Creo que hay mucho que alegar en favor de Sir Charles. El asesinato, según se nos ha enseñado, es invariablemente antisocial. Pero, ¿lo es? Yo opino que la intención de Sir Charles, la de librar al mundo, y de paso, a su propia hija, de Sir Eustace Pennefather, servía completamente a los mejores intereses de la sociedad. El hecho de que su intención haya tenido tan malas consecuencias, y una víctima inocente haya sido sacrificada, es algo que no viene al caso. Hasta Mrs. Fielder-Flemming parece dudar de si Sir Charles debería ser condenado, aun cuando un jurado pudiese hacerlo en la práctica. No olviden ustedes que ella misma señaló que no se sentía calificada para constituirse en su juez.
»No estoy de acuerdo con ella. Soy, según creo, una persona de relativa inteligencia, y por lo tanto me siento perfectamente capacitada para juzgar a Sir Charles. Más aún, considero que los cinco estamos en iguales condiciones. Mrs. Fielder-Flemming podría actuar como fiscal. Otro de nosotros, y yo propongo a Mr. Bradley, puede ser el defensor, y los cinco podemos constituirnos en jurado, llegando a un fallo por mayoría. Nos comprometeríamos a respetar el fallo y, en caso de que sea contra Sir Charles, a entregarle a la policía. En caso de no hallarle culpable, nos comprometeríamos a no decir jamás una palabra de su culpabilidad fuera de esta habitación. Presento la moción.
Roger la miró con desaprobación. Sabía perfectamente que no creía en la culpabilidad de Sir Charles y que se estaba divirtiendo a costa del pomposo magistrado. Era un poco cruel, en verdad, pero sin duda ella creía que le haría bien. Miss Dammers creía entusiastamente en la necesidad de colocarse en la posición del prójimo, y sostenía que sería muy bueno para el gato verse perseguido alguna vez por el ratón. Sería saludable, pues, para un hombre que había acusado a tantos otros en casos de vida o muerte, encontrarse ocupando el banquillo del acusado para hacer frente a un cargo tan terrible. Por otra parte, Mr. Bradley, si bien tampoco creía, obviamente, en la culpabilidad de Sir Charles, se divertía a costa de él, no sólo por principio, sino porque en aquella forma creía resarcirse en algo del hecho de que Sir Charles había alcanzado mayor éxito en la vida que él mismo.
No creía Roger que Mr. Chitterwick llegase a creer seriamente en la posibilidad de que Sir Charles fuese culpable, si bien en aquel momento estaba tan inmóvil, considerando la temeridad de Mrs. Fielder-Flemming con una expresión tal de alarma, que era casi imposible adivinar lo que estaba pensando. En resumen, Roger estaba completamente seguro de que ninguno de los presentes alimentaba la menor sospecha sobre la inocencia de Sir Charles, excepto Mrs. Fielder-Flemming, y quizás, a juzgar por la expresión de su rostro, el propio Sir Charles. Como lo señalara aquel indignado personaje, semejante idea, considerada con frialdad, era absurda. Sir Charles no podía ser culpable porque…, pues bien, porque era quien era, y porque cosas semejantes no suceden jamás, y porque…, en fin, porque era obvio que no podía ser culpable.
Pero he aquí que Mrs. Fielder-Flemming había probado con gran habilidad que lo era. Y hasta aquel momento, Sir Charles no había intentado defenderse siquiera.
Una vez más Roger deseó, y con mucho anhelo, que alguien que no fuese él estuviese presidiendo la sesión.
—Propongo —dijo, que antes de que adoptemos medida alguna escuchemos lo que tiene que alegar Sir Charles. Estoy seguro —agregó bondadosamente, recordando la frase de rigor—, de que tendrá una respuesta para cada uno de los cargos formulados por Mrs. Fielder-Flemming.
Dicho esto, miró al acusado con aire de expectativa. Sir Charles salió del letargo que, paradójicamente, le había provocado su furor.
—¿En verdad esperan ustedes que me defienda contra esta…, esta locura? —preguntó—. Muy bien. Admito ser un criminólogo, hecho que Mrs. Fielder-Flemming encuentra tan condenatorio. Admito que asistí a una comida en el Hotel Cecil la noche anterior al crimen, hecho que parece ser suficiente para ponerme la soga al cuello. Admito, ya que mis asuntos privados tienen que ser ventilados públicamente, sin tener en cuenta el decoro ni el buen gusto, que antes hubiera estrangulado a Sir Eustace con mis propias manos que permitirle contraer matrimonio con mi hija.
Aquí hizo una pausa, y con un gesto fatigado pasó una mano por su ancha frente. Ya no era un hombre que inspirara respeto y temor, sino un anciano perplejo y lleno de incertidumbre. Roger sintió una gran compasión; pero Mrs. Fielder-Flemming había planteado su acusación demasiado hábilmente como para que Sir Charles escapase con facilidad.
—Admito todo esto, pero nada constituye testimonio que tenga algún peso en una corte de justicia. Si ustedes pretenden que pruebe que no envié los bombones, ¿qué puedo decirles? Podría hacer comparecer a mis vecinos de mesa, quienes jurarían que nunca abandoné mi asiento hasta las diez de la noche aproximadamente. Puedo probar por medio de otros testigos que mi hija, luego de haberme escuchado, desistió de su matrimonio con Sir Eustace, y por su propia voluntad fue a pasar una temporada con unos parientes en el Devonshire. Pero en este punto, debo admitir que todo esto ha tenido lugar después de haber sido enviados los bombones.
»En resumen, Mrs. Fielder-Flemming ha conseguido, y con gran habilidad, debo reconocerlo, elaborar un caso
prima facie
contra mí, si bien basado en una hipótesis inicial inexacta. Quiero decir que un abogado defensor no acostumbra salir y entrar constantemente de las oficinas de sus clientes, sino que habitualmente los entrevista en presencia de un procurador, y por lo general, en sus propias oficinas. De cualquier manera, estoy dispuesto a que se investigue este punto, si ustedes lo juzgan conveniente. Más aún, insisto en esta investigación, en vista de la mancha que se ha intentado arrojar sobre mi buen nombre. Señor presidente, pido a usted que, como representante del Círculo en conjunto, adopte las medidas que considere convenientes.
Roger se aventuró cautelosamente por el camino que creía indicado.
—Hablando en mi propio nombre, Sir Charles, creo que el razonamiento de Mrs. Fielder-Flemming, aunque ingenioso, está basado en un error, como usted lo ha dicho, y en realidad, como materia de mera probabilidad. Yo no puedo imaginar a un padre que envíe bombones envenenados al presunto novio de su propia hija. Un momento de reflexión sería suficiente para señalarle la posibilidad de que los bombones llegasen eventualmente a manos de su propia hija. Yo tengo mi opinión personal acerca de este crimen, pero, aparte de ello, abrigo la completa convicción de que el caso contra Sir Charles no ha sido probado ni mucho menos.
—Señor presidente —interrumpió Mrs. Fielder-Flemming con tono agitado—, usted podrá decir lo que quiera, pero en nombre de los intereses de…
—Estoy de acuerdo, señor presidente —interpuso Miss Dammers rápidamente—. Es inconcebible que Sir Charles haya enviado los bombones.
—¡Hum! —murmuró Bradley, que se resistía a que su diversión terminase tan pronto.
—¡Atención! ¡Atención! —dijo Mr. Chitterwick con sorprendente decisión.
—Por otra parte —prosiguió Roger—, comprendo que Mrs. Fielder-Flemming esté en todo el derecho de exigir la investigación oficial que solicita el mismo Sir Charles. Estoy de acuerdo con él en que Mrs. Fielder-Flemming ha elaborado un caso
prima facie.
Pero una vez más, desearía subrayar que hasta ahora han hablado sólo dos de los miembros del Círculo, y que no deja de ser posible que, cuando todos hayamos hablado, se hayan producido tales acontecimientos que los cargos que ahora consideramos no tengan ninguna solidez. No digo que ello sea seguro, pero sí que es una posibilidad.