Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
Alois se sonó la nariz. Veía que el perro no se movería. Pero aún no habían llegado al lugar que había elegido para el sacrificio. Mentalmente había elegido un pequeño barranco a poco menos de un kilómetro de allí, en el fondo de cuya línea divisoria dejaría el cadáver tapado con barro y hojas, y por último colocaría sobre el cuerpo una gran rama hueca. Si era necesario, la sujetaría con piedras.
Tal había sido el plan de Alois. Lo había pensado con todo detalle. Le había gustado la lógica de aquel entierro —muchísimo mejor a que te asfixiaran unos terrones, ¡su perro no era una patata!—, pero ahora vio que Lutero no se movería. Y él, Alois, por desgracia, ya no tenía fuerzas para transportarle cuesta arriba y abajo los ochocientos metros que faltaban. Por consiguiente, tendría que ser allí. Después volvería a la granja, cogería un pico y una pala y cavaría una tumba en aquel bosquecillo que era, de hecho, un paraje verde y decoroso, rodeado de una media luna de árboles y algunos matojos; sí, podría ser allí. Pobre Lutero.
Entonces Alois tumbó de espaldas al perro sentado, le hizo caricias, le miró a los ojos, que habían enfermado en los últimos minutos de un modo tan directo y visible como la expresión de cualquier criatura provecta cuyo hígado se precipita hacia la tumba antes que ella, una vieja cara triste, desde luego, y Alois desabrochó la solapa de la funda que contenía su cuchillo de monte, insertó la punta de la hoja en el centro del arco de la caja torácica canina y lo empujó hasta la empuñadura. La cara del perro se convulsionó, el sonido de la expiración de Lutero fue doloroso para el oído de Alois. Fue, en efecto, mucho más humano de lo que había previsto.
Después la cara de Lutero pasó por numerosas expresiones. Por fin se le fijó la que habría de perdurar en su cara durante las primeras horas que siguieron a la muerte, antes de que el cuerpo empezara a descomponerse. Lutero de nuevo parecía un perro joven y había recobrado cierto amor propio indefinible, como si siempre hubiera sido más hermoso de lo que nadie hubiese advertido nunca, y hubiera podido ser un gran guerrero si se lo hubiesen pedido siendo joven; sí: pareció un guerrero cuando sus facciones compusieron aquella expresión de orgullo casi definitivo.
Alois pensó que había sido una muerte mejor de lo que había esperado. Le complacía su sagacidad, había elegido bien, pero en cualquier caso le asombraron los cambios que había presenciado en los últimos momentos de Lutero, y se sintió vacío.
Alois viviría seis años y medio más, pero aquella tarde en el bosque atravesó un cruce en el camino que llevaba a la muerte.
Así que después se preguntaría muchas veces si era un hombre peor o mejor por su compromiso de dar muerte a Lutero personalmente y tomarse luego el trabajo meticuloso de enterrarlo.
Durante un paseo que Lutero y él habían dado por el bosque, el perro se tendió a descansar y murió apaciblemente. Es lo que Alois contó a su familia. Klara fue la única que sospechó que quizás hubiera ocurrido algo más: la misma noche, tal vez seis horas después del fallecimiento del animal, Alois le hizo el amor con un vigor notable. Era algo más de lo que ella había disfrutado desde hacía una temporada.
Alois había sufrido una serie de picaduras de insectos en su segunda expedición al bosque, armado de pico y pala, para cavarle una tumba a Lutero. Por consiguiente, llevó algún tiempo aliviar las picaduras con ungüento y extraer las púas. Cuando ella terminó sus cuidados, los dos estuvieron listos para hacer el amor. Aunque Klara no tenía base para una comparación, de buena gana pensaba que no podía haber otro hombre de la edad de Alois, a sólo un año de cumplir sesenta, que fuera tan vigoroso, aquel tío Alois, su hombre, un buen hombre.
Pasaron algunas noches agradables. Alois experimentaba lo que sólo podía llamarse una transformación. Amaba a Klara. Es algo que puede suceder en un matrimonio. Con frecuencia es necesario. Se debe a que la mayoría de maridos y mujeres gasta gran parte del tiempo juntos en intercambios excrementicios. En realidad, muchas veces es la razón por la que se casaron. Como lo expone el Maestro, necesitaban poder ejercer alguna que otra pequeña crueldad en cualquier momento sobre una persona de confianza que estuviese a mano.
Pero hasta el peor matrimonio contenía una especie de magia. Las feroces reprensiones que uno habría querido lanzarle al mundo (pero no se atrevía) ahora podía soltárselas al cónyuge en forma de juicios críticos. ¡Todo aquel excremento espiritual! En el matrimonio sirve como mercancía de cambio, un ejercicio que los practicantes mediocres consideran mucho más necesario que intentar retenerla dentro para nada.
Ergo, la coyunda es una institución viable: sobre todo para gente horrible. Por supuesto, también sirve para hombres y mujeres que podemos considerar
normales,
o ligeramente por encima de la media. Como Klara y Alois. Y se producen extraños avances hacia el amor. Pocas de estas mutaciones son permanentes, pero mientras duran ofrecen ventilación a lo que había sido un vínculo sin aire.
Así que siempre estamos atentos a signos de aliento fresco en las exudaciones de los casados. Utilizamos estos cambios para apuntalar por un tiempo las peores uniones: si ello favorece nuestros propósitos.
No en esta ocasión. El cambio de actitud era cosa de ellos y me pilló desprevenido. Embriagado por la luna llena y el aire de junio que llegaba de los campos por la noche, Alois yacía al lado de Klara en un estado de confianza: sabía que los dedos femeninos no cometerían un error doloroso mientras se ocupaban de extraer los aguijones. Había muchísimos más aquellos días, debido a la exuberante primavera tardía, pero ella era diestra, era resuelta, y él se sentía tranquilo a su lado. Durante aquel ratito, Klara era una presencia que él nunca había conocido: la de una madre prodigándole atención.
El ritual se celebraba noche tras noche. Incluso alguna vez Alois se volvió tan negligente que trabajaba sin ponerse el velo. No pretendía que le picasen; en definitiva, había adquirido la capacidad de cometer menos errores. Aun así, justo es decir que sufrió unos pocos ataques innecesarios, aunque sirvieron para adiestrar los dedos de Klara en ejecutar movimientos delicados sobre la frente, las mejillas, los pulpejos de las manos.
A veces sentía como si le crujieran los sesos. Concebía ideas que no creía posible que salieran de su cerebro. Llegó a preguntarse si el dolor de aquellas picaduras no sería un modo de expiar sus pecados. Sólo era una hipótesis —pues de otro modo no estaba dispuesto a admitir que creía en el pecado—, pero ¿podían ser aquellas heriditas una manera de rendir cuentas de las malas acciones que un hombre había cometido?
¡Vaya una idea! Hasta la noche en que se le ocurrió, había gozado de un sueño decente. Se debía a la seguridad de que Espartano, el de pecho potente, estaba allí abajo, ocupando una caseta nueva que le habían construido el día en que murió Lutero. La caseta, aunque necesaria, no había sido pan comido. Espartano no sólo era un perro guardián con derecho a su propia noción de un refugio, sobre todo en un nuevo hábitat, sino que la artesanía de Alois había establecido una compenetración entre el perro y el amo.
Sin embargo, las ideas nuevas pueden contener muchas paradojas. Alois se revolvía en el malestar pensando que la culpa pudiera ser real. Confería una dignidad excesiva a todos los enclenques que se apiñaban en las iglesias. Viajaban con una piedra en el estómago y otra aún mayor dentro del culo. Pero él ya no sabía si seguir despreciándolos. Porque había cometido incesto. Aunque había hecho el amor con sus tres hermanastras, aquello no era incesto, no, a menos que el padre de ellas fuera el padre de él. Pero ¿acaso no sabía él que Johann Nepomuk era su padre? Por supuesto, siempre lo había sabido, aunque hubiese optado por no saberlo. Había sido uno de esos pensamientos que relegaba a la trastienda de su cerebro. Ahora ocupaba el proscenio. Peor aún. Si Klara no era la hija de Johann Poelzl, entonces tenía que ser hija de él
(«Sie ist hiera!)
. Era un hecho tan agudo como el cuchillo que había entrado en Lutero. Dios Todopoderoso, ¿y si existía un Dios que conociese esta clase de cosas?
No obstante, tenía en común con casi todos los humanos la fuerza mental de ahuyentar estos pensamientos. No estaba dispuesto a renunciar a los placeres deliciosos que le procuraban cada noche las agujas extraídas de su piel.
En noches así de junio, sus dolores resonaban en su fuero interno. No intentaba desviar estos calvarios modestos mediante la búsqueda de pensamientos felices. Por el contrario, allí estaba, listo para aceptar el mensaje procedente de aquel misterioso territorio del dolor. Para Alois era una especie de música, saturada de sensaciones nuevas para el corazón y la cabeza, bañada en su propia claridad aunque hablase bruscamente, y hasta con cierta crueldad, a su cuerpo. No cerraba los oídos a la voz estentórea de cada dolor, tan rico de registros como un grupo coral. En verdad, exhibía la santidad de un pecador.
Muy poco se entiende de estas cuestiones. La santidad está presente en cada persona, incluso en las de peor ralea. Si bien yo no definiría así a Alois, sin embargo él estaba buscando atrapar un mordisco de beatitud a bajo coste. No sabía que ofrecer la piel propia a las rapsodias de la pequeña tortura no era sino otro medio de evitar el miedo al castigo divino. Con todo, puesto que había estado cerquísima de un pleno reconocimiento del incesto, el incremento de sentimientos santos pronto habría de alterarse. Por la mañana volvió a pensar como un policía. Cuando un agente de la ley detecta un vicio en sí mismo, ya sabe que tiene que empezar a buscarlo en otros. No tardó en empezar a preocuparse por Alois hijo y Angela. ¿Ocurriría algo impropio en aquel feudo? No le gustaba el tono del conflicto que se fraguaba entre el chico y la chica a propósito de quién podía o debía montar a Ulan.
Para sorpresa del padre, Alois hijo no intentaba ostentar una posesión absoluta del caballo. Al contrario, se brindaba a enseñar a Angela a montar. Un indicio peligroso. En la taberna, Alois padre ya había espigado algunos rumores sobre una chica llamada Greta Marie Schmidt: nada que constituyera un insulto a su hijo ni a él personalmente, pero Alois había estado enseñando a Greta a montar a pelo.
Ahora le tocaba el turno a Angela. Ella se negaba. Alois se obcecaba.
—Tienes miedo de montar a Ulan —decía.
—No tengo miedo.
—Sí tienes. Reconócelo.
—No. Es muy sencillo —dijo ella—. No quiero montarlo. ¿Para qué? Si aprendo, y soy buena, ¿qué pasa entonces? El caballo seguirá siendo tuyo. Tendré que mendigarte que me lo prestes.
—Te dejaré montarlo todas las veces que quieras. Todo el día, si quieres.
—No. Me volverás loca. Te conozco.
—Eso es una excusa. Lo que temes está claro. Lo que temes es caerte.
—No es verdad.
—Sí, es eso.
Por último, ella dijo:
—Para ti la perra gorda. Me da miedo. ¿Por qué no? Ese caballo me tirará y me romperé el cuello. —Estaba a punto de echarse a llorar de puro enfado—. Estás tan segurísimo de ti. Cabalgas por donde quieres, pero sé lo que pasará. Me subiré al caballo y empezará a galopar. Moriré con el cuello roto.
—No. Tienes un cuello tan terco como tú.
—Oh, sí, eres muy gracioso. Pero si me muero, ¿qué te importa a ti? Tienes chicas en todas partes. He oído hablar de ellas. Siempre las estás besando y ellas te besan a ti. Pero yo esta semana cumplo trece años y nunca me ha besado nadie. Así que no quiero morirme antes de saber cómo es.
Ahora se echó a llorar.
Alois padre entreoyó esta conversación. Al acercarse al establo tuvo tiempo de presenciar la reacción de Alois hijo. El chico no podía contener la risa.
En aquel momento, Alois se dijo que quizás fuese mejor que el chico se pasara el día recorriendo las colinas; sí, sería mejor para todos si se entendía con alguna campesina en vez de andar tonteando con Angela.
Alois padre empezó a preguntarse si habrían estado alguna vez juntos. ¿No era probable que le hubieran visto acercarse al establo? De ser así, aquella conversación, ¿habría sido para que él la oyera? ¿Serían capaces de semejante subterfugio? ¿Por qué no? Su madre lo había sido. Por supuesto.
Los siguientes días, trató de observar a Angela más de cerca. Pero se había pasado demasiados años haciendo que la gente se sintiera incómoda ante su mirada penetrante. No era de extrañar, pues, que a Angela le incomodase la atención de su padre. Empezó a preguntarse por qué se interesaba en ella. En la escuela había oído historias parecidas. Una chica incluso había hecho cosas con su padre. O eso se murmuraba.
Ach
, asqueroso, pensó Angela, qué cochinada.
Ahora, cada vez que Alois padre andaba cerca, ella se escabullía encogiendo las caderas hacia el abdomen para como asegurarse de que no hubiera un roce.
A Alois le fastidiaba. Ella era muy taimada en guardar las distancias. Él, desde luego, no aprobaba la sofisticación en chicas tan jóvenes como Angela. El modo en que retraía las caderas. ¿Dónde habría aprendido a hacerlo?
Klara no se inquietaba tanto por ella. El que más le preocupaba era Alois hijo. Como no podían enviarle de vuelta a la granja Poelzl, tendrían que hacer algo con él. Al fin y al cabo, ella sólo había aprendido una lección de la vida. Era que las situaciones permanentes a menudo eran incómodas. Una mala solución de un problema en ocasiones resultaba mejor, por consiguiente, que ninguna solución. Lo había aprendido de su madre y su padre. Si los niños Poelzl morían uno tras otro, sus padres habían conseguido amar a los pocos que sobrevivían.
Aunque Alois no le gustara, por mucho que se esforzase, y no veía una solución a la vista, tenía que optar por alguna. Su marido no volvería a plantar patatas el verano siguiente. Era evidente. Y cultivar remolachas podía ser igual de infructuoso. Las abejas, en cambio, habían sido aceptables. Quizás pudieran hacer algo en este sentido.
Klara se centró en este arreglo. Una solución imperfecta —por repetir su máxima— era mejor que ninguna. La ociosidad significaba que el chico andaría cabalgando por las colinas y metiéndose en líos.
Propuso, por tanto, a Alois que quizás debieran construir una casa de abejas donde instalar diez o quince colmenas. Un negocio de verdad. Les mantendría ocupados. Y añadió que sería bueno para Alois. Su padre podía tomarle como socio. Hasta podría embolsarse parte de los beneficios.