El cazador de barcos (14 page)

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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
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—¿Cómo ha marchado la cosa?

—Tenía usted razón —respondió Hardin—. Es demasiado grande. He notado un tirón en el timón.

Y echó a andar hacia el cobertizo donde había instalado su taller, dejando atrás al otro.

Culling gritó a sus espaldas:

—La doctora Akanke ha preguntado por usted.

Hardin no se detuvo. El viaje a Alemania había sido más largo de lo que había previsto y todavía tenía que montar las piezas del radar, construirse un reflector, probar la guía de ondas, instalar el nuevo generador y aprovisionar el barco. Había estado navegando desde el alba, pero se instaló junto a su banco de trabajo, sentándose sobre una caja vacía, y enchufó la pistola de soldar. Después de tantos días de otear en lontananza en busca de las balizas y los accidentes geográficos característicos, le costó un poco concentrar la vista en los detalles de su tarea. Había sido un viaje agotador.

Estuvo varias horas soldando nuevos empalmes para el transmisor del radar, el tubo de rayos catódicos y los controles remotos. A continuación, después de efectuar una serie de pruebas, dejó a un lado las delicadas piezas electrónicas y dobló y atornilló varios tubos de aluminio de distintas longitudes hasta formar una estructura rectangular.

Luego, cogió el martillo y la sierra de través y construyó una burda batea de madera de un metro veinte de largo por treinta centímetros de ancho, con una depresión de treinta centímetros más honda en el centro. Vista de lado, tenía la forma de un plátano uniformemente redondeado. Recubrió el interior con tela metálica, que fue aplastando y adaptando a la curva del molde. Después extrajo la tela metálica, depositó alegremente la frágil media luna sobre el banco de trabajo, con la cara cóncava hacia abajo, y la reforzó por detrás con la estructura de aluminio.

Soldó una T de metal en el centro y, cuando hubo terminado, se recostó contra el banco de trabajo, demasiado agotado para moverse, y se quedó mirando su antena. Minutos más tarde, echó una ojeada a su reloj. Las manecillas aparecieron borrosas ante sus ojos. Eran las tres de la madrugada. Había estado trabajando diez horas seguidas, sin descansar. Se disponía a accionar el interruptor cuando escuchó el rumor de unos pasos que se aproximaban por el extremo abierto del cobertizo. La noche era oscura y en el puerto sólo brillaban las luces de señalización del Canal. Una sombra avanzó entre los destellos rojos y verdes.

—Todavía trabajando —dijo Culling.

—Acabo de terminar.

Culling se metió en el deslumbrador círculo de luz de los fluorescentes.

—Ahora mismo iba a marcharme —dijo Hardin, preguntándose qué haría el hombre en el varadero a aquella hora—. Tendré que pedirle que me preste un bote e irme a dormir un rato.

—¿Qué es esto? —preguntó Culling.

—Una antena de radar.

—¿De alambrada de gallinero?

—Funciona.

Culling hizo un gesto de asentimiento.

—Me gusta la idea. Usted sabe simplificar las cosas.

—Las cosas que mejor funcionan son las sencillas.

Hardin alargó la mano para apagar la luz.

—Tengo que dormir un poco.

—¿Qué tiene en la caja?

—¿Qué caja? —preguntó Hardin y su voz resonó en el callado galpón.

—Esa cápsula que tiene debajo del barco.

—Agua. Ya se lo dije, la dejé abierta para ponerle lastre.

Culling movió la cabeza.

—Usted fue a buscar algo y lo ha conseguido.

—¿Qué trata de decirme?

Culling empezó a moverse lentamente en torno al círculo de luz, deteniéndose a observar las herramientas y el material de Hardin mientras iba asintiendo con la cabeza. Pasó el dedo por la antena bipolar situada en el centro del reflector en forma de media luna. Hardin le observaba, con un torbellino de pensamientos en la cabeza.

De pronto, Culling se volvió y le miró directamente a la cara.

—No es un traficante de armas irlandés. No es un contrabandista de drogas. ¿Qué clase de contrabando puede haber ido a buscar?

Hardin interrumpió el largo silencio.

—¿No cree —le preguntó con voz calmada— que si hubiera salido en busca de contrabando sería peligroso hacerme preguntas?

Culling cloqueó, con la tranquila risa del que sabe de qué va la cosa.

—No creo que sea usted el tipo de hombre capaz de hacerme daño.

—¿No le basta con eso? —inquirió Hardin.

—No puedo dejar de preguntarme qué se traerá entre manos —dijo Culling. Señaló el banco de trabajo con la cabeza—. ¿Qué es lo que hace en mi cobertizo?

—Estoy construyendo un radar de largo alcance.

—¿Y un sonar?

—Sí. Y pienso marcharme muy pronto.

Culling se lo quedó mirando un largo rato. Luego pasó por detrás del banco y se acercó a la proa de la vieja lancha torpedera. Acarició la curva que se alzaba sobre sus cabezas.

—Era una valiente —dijo, hablando un poco para sus adentros y otro poco para que le oyera Hardin—. Recibió una andanada directa frente a Cherburgo en otoño del cuarenta. Casi la hizo saltar por los aires. Le destrozó el motor de estribor. Pero consiguió traer a los chicos de regreso a casa. Bueno, a los que quedaban vivos. Cuando la subimos aquí, comprobamos que tenia partida la popa. No habría podido hacer ni una milla más.

Mientras el viejo le iba describiendo los enfrentamientos de los barcos de madera contra los escuadrones costeros alemanes, sus recuerdos iban suscitando imágenes en la mente de Hardin. Veía las pequeñas torpederas grises escurriéndose por las hendiduras de los acantilados al caer la noche y escuchaba el rugido de sus motores dirigiéndose al sur. Y veía el varadero al amanecer, cuando los hombres de Culling se alineaban junto al muelle, aguardando el momento de comprobar los daños sufridos. Y, detrás de ellos, las ambulancias, y más allá los altos mandos del grupo, contando los supervivientes a la luz brumosa del nuevo día.

Culling acarició la madera lastimada.

—La desmontamos y después trasladaron la base de las torpederas a otro punto de la costa. Y ahí terminó la guerra para este varadero… Venga, quiero mostrarle algo.

Condujo a Hardin a la zona de penumbra detrás del barco y se metió debajo de la parte central del casco. Hardin se agachó a su lado.

—¿Tiene la linterna de bolsillo? —le preguntó Culling.

Hardin encendió su linterna en forma de estilográfica.

—Por aquí —dijo Culling—. Ahí está.

El rayo de luz se posó sobre una ancha cuchara de acero que se proyectaba sobre el casco del barco.

—Entradas de agua para refrigerar los motores —le explicó Culling—. Hay otras más allá y otras dos en el lado de estribor.

—¿Y…?

—Cada noche que hundían algún barco, era preciso remolcar algunas torpederas hasta el puerto porque estas entradas de agua estaban bloqueadas y no podían refrigerar los motores Rolls Royce. ¿Sabe por qué ocurría eso?

»Las tripulaciones de las lanchas torpederas estaban formadas por exiliados. Franceses liberados. Polacos. Holandeses. Algunos odiaban a los alemanes más de lo que yo hubiera podido imaginar; y cuando algunos de esos muchachos hundían un barco alemán, viraban en redondo y volvían a acabar con los supervivientes, pasaban una y otra vez por encima de los hombres que nadaban en el mar. Su carne bloqueaba las entradas de agua y los motores se recalentaban y se paraban. Lo sé muy bien. Nosotros teníamos que limpiar las aberturas.

—¿Por qué me cuenta esto?

—Desperdiciaban las oportunidades que les dábamos —siguió diciendo Culling—. Era más importante hundir barcos alemanes que matar marinos. Inutilizaban sus propios barcos cuando deberían haber continuado el ataque.

Hardin se incorporó lentamente y se frotó la rodilla fracturada.

—No sé qué decirle.

—No corre peligro en este puerto —le dijo Culling—. Puede quedarse todo el tiempo que le haga falta.

—Un sistema de actuación fuera de lo corriente.

—Aparentemente se trata de un francotirador.

—Salido de no se sabe dónde.

Las averiguaciones informales que había efectuado Donner en el MI 6, el Deuxiéme Bureau y la CÍA no le permitieron descubrir sobre el robo del Dragón nada que la Mossad no hubiera averiguado ya antes. El policía militar seguía inconsciente y los alemanes estaban siguiendo la pista de todos los médicos norteamericanos que habían entrado en su país en los últimos seis meses.

Donner no daba demasiado crédito a la teoría del tal médico; y, aun cuando el supuesto francotirador fuera médico, no habría pasado por los controles de inmigración. Pero la idea de que un desconocido se paseara por Europa con un arma antitanque le ponía muy nervioso, sobre todo porque los informadores de las otras agencias de espionaje no habían encontrado rastros de que el IRA provisional o el Ejército Rojo prepararan ninguna operación importante Ante lo cual, Israel aparecía como un blanco muy probable.

Aprovechó que le debían antiguos favores y repitió sus preguntas extraoficiales en niveles superiores. Recibió las mismas respuestas. No se había descubierto nada nuevo. Sólo una cosa. No era una novedad, pero un aguerrido agente de la MI 6, ya entrado en años —un hombre que había hecho lo imposible y había conseguido infiltrar a los terroristas judíos del Irgun antes de la Partición—, planteó una pregunta que había estado preocupando a Donner:

—¿Por qué no mató al soldado que le vendió el arma?

Donner se paseaba por las calles de Londres intentando hacerse una imagen del hombre. Le hubiera gustado verle bajo una apariencia sencilla, como un asaltante de bancos o un atracador de carretera que planeaba detener a una camioneta blindada para el transporte de dinero; pero eso era soñar despierto. Un criminal, incluso un burdo aficionado, habría asesinado fríamente a fin de cubrir sus huellas. ¿Un idealista? Movió negativamente la cabeza. Ésos mataban con más facilidad que los profesionales.

Claro que él también era un idealista, se dijo rápidamente; pero uno no mataba a un hombre que podría volver a serle útil. Y si un hombre suponía un peligro, no debían iniciarse los tratos con él. Sus intentos de adivinar por qué aquel hombre no había matado al otro no le estaban llevando a ninguna parte. Necesitaba hechos, no suposiciones.

Utilizó algunas fuentes de Fleet Street, pero los reporteros no pudieron decirle nada nuevo. Metido en ese callejón sin salida, Donner entró en sus archivos y escudriñó sistemáticamente el pasado reciente, en busca de futuros acontecimientos públicos capaces de suscitar un ataque terrorista. Empezó a notar la desusada sensación de pánico.

CAPÍTULO VIII

—¿Dígame, señor Culling? ¿Ese que veo allí es el doctor Hardin? ¿O se trata de un mono sabio?

Ajaratu Akanke parecía enfadada.

Hardin miró hacia abajo desde su asiento en una guindola montada en lo alto del palo de su velero. El barco se extendía quince metros más abajo en forma de ojo de mujer. Ajaratu estaba de pie en el muelle al lado de Culling e intentaba protegerse con la mano del caluroso sol de junio. Llevaba la bata de laboratorio desabrochada y, ahora que tenía la cabeza echada hacia atrás, su blusa color trigo aparecía muy tensa dibujándole el contorno de los senos y los finos músculos del liso vientre. Un turbante azul le cubría los cabellos y de su bolsillo colgaba un estetoscopio.

—Debe ser un mono —siguió diciendo ella—. El doctor Hardin le habría dicho a su médico que había regresado hace días de su viaje.

—De verdad lo lamento —le gritó Hardin.

Culling también intervino en su defensa.

—Es un hombre ocupado, señorita. Se pasa todo el día trabajando en el barco y la mitad de la noche en el cobertizo.

—¿Cómo estás, Peter?

—Muy bien.

—¿Qué haces ahí arriba?

—Estoy montando una guía de ondas.

—¿En serio? ¿Qué clase de ondas te propones guiar?

—Radar.

—¿Por el palo?

—Está hueco.

—Es curioso…

Ajaratu bajó la cabeza y escuchó lo que le decía Culling. Hardin continuó introduciendo el cuadrado tubo flexible por el hueco del palo. Llevaba las herramientas en una bolsa de lona que se había colgado del cuello.

—¿Qué tal por ahí abajo? —gritó.

Culling saltó a bordo del barco y desapareció en la cabina.

Unos instantes más tarde Hardin advirtió que empezaba a tirar del extremo inferior de la guía de hondas. Siguió introduciéndola en el palo, mientras Culling la sacaba por el agujero que había abierto en el aluminio, cerca del techo del barco y la llevaba hasta la mesa en donde Hardin estaba instalando el radar.

Culling se asomó por la escotilla.

—Ya basta.

Hardin fijó el extremo de la guía que tenía en la mano en el armazón del reflector, que ya había atornillado al palo.

—¿Peter?

—¿Qué?

Hardin iluminó el interior del palo con su linterna de bolsillo. Tenía pensado fijar la guía de ondas en la base, pero parecía que tal vez oscilaría en la parte central. Era preciso asegurarla también a media altura, pero el palo medía menos de treinta centímetros de diámetro y no había forma de introducir ningún instrumento hasta la mitad de su altura.

—Peter, ¿me oyes?

—Sí, dime.

Se enjugó el sudor de los ojos.

—He dicho que cómo está tu cabeza…

—Atareada.

—Quisiera examinarte.

Si taladraba un par de estrechos agujeros a media altura del palo, podría pasar un alambre en torno a la guía y mantenerla sujeta. Aunque tendría que ir con cuidado para no perforar la guía. Debería haber hecho antes los agujeros. Estaba trabajando demasiado deprisa, adelantándose a su propio proceso mental, cometiendo pequeños errores.

—He dicho que me gustaría examinarte.

Hardin apretó los labios con gesto de frustración. Debería haber pensado que tendría que sujetar esa guía antes de introducirla en el palo. El trabajo se estaba retrasando. El radar no estaba terminado y todavía tenia que instalar un nuevo generador para aumentar la potencia del alternador del barco. Después tenia que aprovisionarse, comprar velas de tormenta —había pensado llevar la vela mayor a la tienda aquella mañana para que le abrieran una tercera hilera de olíaos para los rizos—, ropas, cartas… La lista parecía interminable.

—¿Peter?

—Estoy muy ocupado.

—Ya lo veo —le gritó Ajarat—. Tal vez podría hacerte la revisión mientras cenamos juntos.

—¿Esta noche?

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